Cuando lo peor de un restaurante no es la comida
Cuando era niño, no comíamos en restaurantes. Era un mundo ajeno que ni siquiera me producía curiosidad. Su inexistencia vacunaba contra el deseo. Tengo clara conciencia de la primera vez que senté en uno de ellos –descontando las ocasiones en las que tomábamos algo en un bar, actividad sin protocolo que no contabiliza en el cómputo–, una novedad a la que se sumaba un viaje en tren de cercanías a Valencia, la visita a El Corte Inglés, que a mediados de los años 70 del siglo pasado era de mayor impacto que la caída de un meteorito, y el traslado en taxi, otra excepcionalidad, hasta la playa de la Malvarrosa, donde La Pepica ofrecía el Mediterráneo al otro lado del ventanal y el panorama de la paella en el plato. No recuerdo qué tomamos, puede que mejillones
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