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Una emigrante bajo la Torre Eiffel
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Libro electrónico340 páginas5 horas

Una emigrante bajo la Torre Eiffel

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Quisiera saber por qué el destino está jugando siempre conmigo.
 
Primero me hace llegar al mundo el primer año de la guerra civil española. Después me quita a mi padre, con medio año de vida, por lo que no tuve la oportunidad de conocerlo.
 
Mi familia, compuesta por mi madre y seis hijos, incluida yo, nos quedamos todos en la calle, sin casa ni bienes, los cuales nos robaron y quemaron. Por no hablar de que estuvieron a punto de asesinarnos a todos. Esto sucedía en Morón de la Frontera.
 
Desde entonces hemos vivido un periplo, superando cada obstáculo encontrado por el camino para salir adelante. Hasta ahora siempre ha primado la supervivencia, pero ya estoy cansada de tanta jugarreta de esta vida. A partir de ahora quiero coger las riendas de mi sino y soñar.
IdiomaEspañol
EditorialExlibric
Fecha de lanzamiento1 ago 2019
ISBN9788417845322
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    Una emigrante bajo la Torre Eiffel - Sectiva Lozano Aguilera

    EPÍLOGO

    INTRODUCCIÓN

    Estamos en 1952, acabo de estrenar mi veintidós cumpleaños. Cuando tenía catorce años, un hermano mío me llevó a Cataluña y luego me olvidó allí durante siete, los mismos que llevo sin ver a mi madre; durante los cuales siendo menor de edad no podía viajar sola. Ahora sí puedo. Con la mayoría de edad me entraron unas ganas locas de ir a ver a mi madre, de correr hacia ella y decirle: «Cuánto me has faltado…».

    Para mi suerte se acercaba el verano, y la Universidad de Barcelona, donde se encontraba el restaurante en el cual yo trabajaba, cerraba.

    Tengo dos prioridades, una será ir a ver a mi madre, y otra emigrar a Argentina, pero para ello he de sacarme el pasaporte. Ahí será donde me entero de que realmente no me llamo como me he llamado durante toda mi vida.

    Con esta incertidumbre, aquí me veo en un tren, camino de Andalucía, pensando en pedir explicaciones a mi familia y averiguar de dónde me han recogido, pues ni siquiera mi nombre es auténtico.

    Y de lo que yo hacía un mundo, mi madre me lo resuelve en tres palabras: Consuelito, siempre te hemos llamado por tu nombre de bautismo, pero tu nombre auténtico es Sectiva. Pide tus papeles con este nombre y todo te quedará resuelto.

    Según mi madre, en esos días de guerra ella se dirigía a casa de sus padres, a Villanueva de Algaidas (Málaga), y necesitaba un salvoconducto para atravesar la frontera que había entre Sevilla y Málaga, con un conflicto entre republicanos y franquistas. Mi verdadero nombre, Sectiva, era ateo, por lo que mi madre temía que no nos dejaran pasar, y desde ese mismo instante decidió bautizarme con el nombre de Consuelo, como se denominaba la misma iglesia donde me concedieron la fe: la iglesia de la Consolación de Utrera.

    DE CATALUÑA A ANDALUCÍA

    Dejando a mi madre ya bien instalada, con su querido hijo Antonio, en la Vega de Antequera y disfrutando de su corral de gallinas (que seguramente le traía viejos recuerdos de juventud, de cuando se encontraba con mi padre en la oscuridad en el gallinero de Leonor), pero sobre todo disfrutando de un retiro bien ganado de sus muchos años de cocinera en el hospital de San Juan de Dios de Antequera, me dispongo a reflexionar sobre mi nueva vida y esta identidad recién estrenada que no sé aún cómo manejar. Una cosa es «certera»: a mí Argentina me espera.

    —¡Aunque Mari y mi madre se habían confabulado las dos para impedir que me fuera! Aún me quedaba un mes y pico de vacaciones para estar con ellas, pero me habían buscado toda clase de trabajos para retenerme a su lado y, a decir verdad, en mi fuero interno Argentina me daba un poco de miedo, por lo que me dije: «Tan poco pierdo nada en escuchar sus proposiciones».

    Una de ellas se trataba de una bolera que se abría en los baños del Carmen, en el Palo. Medio en broma y medio en serio, mi hermana me convenció para que aceptara trabajar allí, por lo menos para probar, y así lo hice. Lo primero que pensé fue: «Si esto no marcha, siempre puedo volver a Barcelona». Y con mi nuevo pasaporte en mano vuelvo a Barcelona a recoger mis cosas y a despedirme de mi señora Anita. Es domingo y me lleva al teatro que sabe que tanto me gusta; lo que ella quiere es engatusarme para que no me vaya.

    De lo que no cabe duda es que yo soy joven y aventurera y quiero comerme el mundo. Mi decisión está tomada, será Argentina, donde nadie me conoce y donde nadie nunca más me llamará Consuelito. Esos eran mis propósitos, pero claro, sin contar con mi hermana Mari y su poder de persuasión, que es un poco bruja y lee el porvenir, asegurando que mi vida estará aquí en Málaga.

    Es el año 1953, tengo diecisiete años y estoy en Barcelona, donde trabajo desde hace cuatro años en el bar de Anita Zafón, en la calle Rosellón.

    Mi hermana Mari me enseñará toda Málaga, ciudad que yo encuentro muy bonita, medio pueblo y medio capital.

    —¿Ves Consuelito como, además de Barcelona, hay otros sitios en el mundo para vivir? ¡Por favor, no te vayas que solo quedamos tú y yo como hermanas!, ¿no es maravilloso?

    —¡Sí, es maravilloso, pero yo ya soy más catalana que andaluza y, además, allí tengo un empleo esperándome!

    —¡Piensa en mamá! Que está muy delicada de salud, ¡no te vayas! Además, te arrepentirás toda tu vida de irte tan lejos. Tú eres aún muy joven y no conoces las maldades del mundo, como la trata de blancas y todas esas cosas horribles que se escuchan por ahí. ¡Mira, Consuelito!, quédate conmigo y ya verás que aquí serás feliz en cuanto te acostumbres un poco más al carácter andaluz!

    —Voy a intentarlo a condición de que no me llames más Consuelito. ¡Me llamo Sectiva y así será de ahora en adelante! ¡Además, me quedaré si encuentro un buen empleo!

    —¡Uy!, por eso no te preocupes, ahora aquí hay empleos a montones, tú en Barcelona trabajas en un restaurante. Bien, pues aquí ahora es la moda de las cafeterías y en todas partes meten a chicas como camareras. ¡Tú de eso entiendes un rato!... Y, además, no te has fijado en los malagueños, que son todos guapísimos, y, dicho sea de paso, ya es hora de que te eches un novio. A propósito, ¿qué edad tienes ya?

    —Voy sobre los veinticuatro.

    —Uy, Dios mío, ¡pero si ya eres «casi» mocita vieja! ¡Venga, venga, a ponernos guapas! Una buena biznaga en el pelo, que huele a gloria, y a buscarte un novio andaluz, que son más graciosos que los catalanes.

    —Valiente labia tiene mi hermana, me abruma con tanto discurso.

    A los dos días Pepe Luis llega eufórico con su portafolios de cartero a cuestas y nos cuenta que él ya tiene varias entrevistas de empleo para mí.

    Desde luego que se han puesto los dos manos a la obra para que me quede. Creo que me va a ser muy difícil escapar de aquí y, sobre todo (pero eso yo no lo sé aún), escapar de mi destino, que según me ha vaticinado mi hermana (en ocasiones echa las cartas), está en Málaga y me saltará al paso en cualquier esquina.

    Al día siguiente, a las dos de la tarde, subida en mis zapatos de tacón (para parecer más alta), voy a la primera entrevista de trabajo y para mi sorpresa me cogen a prueba una semana, después de la cual todavía me quedarán quince días de vacaciones, ya veremos qué pasa.

    Primera sorpresa: la encargada me pregunta si tengo traje de baño. Como yo arqueo las cejas en señal de pregunta («¿para qué?»), la señorita de turno me dice:

    —¡Ah!, ¿pero no se lo han dicho? Usted va a trabajar en la bolera de la playa en los baños del Carmen en el Palo.

    —¡Se supone que iba a trabajar en la cafetería de camarera!

    —¡No, para nada! Usted va a anotar los tantos que cada jugador marque en su línea de juego.

    —¿Y eso cómo se hace? —De pronto me tutea y me dice:

    —No te preocupes, ya te enseñaré yo mañana por la mañana. Preséntate aquí a las diez y tráete tu bañador porque tu trabajo se desarrolla en plena playa.

    Para mis adentros me digo: «Nada más apropiado para el mes de agosto». En fin, veremos cómo acaba todo esto. Espero que no me haga contar las olas del mar. Cuando se lo cuento a mi hermana se ríe, pero los andaluces se ríen por todo. Yo en cambio no me río por nada, pero ella no lo entiende, y es que el carácter catalán que yo tanto he adoptado es mucho más serio que el andaluz.

    Cuando me pongo el bañador para ir a «trabajar» me encuentro ridícula, aunque Mari me encuentra preciosa.

    —¡Uy, tienes un cuerpo magnífico! Eres chiquita pero bien proporcionada, seguro que en una semana descuelgas un novio.

    —¡Muy graciosa!, pero ¡qué manía con casarme, yo nunca he sido chica de novios! Con la señora Anita pasaba lo mismo, siempre me estaba buscando novios. Hasta quiso emparejarme con Fermín, el chico de al lado que nos servía el carbón, y a mí lo único que me importaba de él solo era su moto, que me paseaba por Barcelona. Pero cuando el chico quiso pasar a mayores yo le paré los pies y así se quedó mi futuro posible novio.

    A las diez en punto, forrada en mi bañador y con lápices de colores en mano, estoy en mi pupitre de trabajo. Pero esta vez frente al mediterráneo con Málaga al fondo. Patricia, mi instructora, me dice:

    —Ya verás, es sencillísimo, cuando el jugador del lado azul haga un tanto, lo apuntas en el lado azul; si es un strike, le haces una cruz, y lo mismo para el que juega en el lado rojo. Al final de la partida se cuentan los strikes y se suma todo, y el que haya hecho más tantos es el ganador. A ti solo tienen que entregarte los tiques que habrán comprado en ventanilla para ocupar la bolera.

    Sentada en mi pupitre, lápiz y cuaderno en mano, ceñida en mi bañador (que me hace unas tetas en chuzo de punta), me siento mal. Estoy rara, no es la idea que yo me hacía de un buen trabajo, pero aquí estamos en Andalucía, donde la gente ríe por nada y donde el mar y el sol se abrazan todo el día como en un idilio de amor y donde yo tengo la impresión de que no encajo.

    En la bolera solo juegan hombres (no sé por qué), además tengo la impresión de que, más que a jugar, vienen a lucir palmito porque se contonean como niñas bobas y sus bañadores son más cortos los unos que los otros. Al del taparrabos «Tarzán» tendré que vigilarlo más de cerca porque se toma mucha familiaridad. Al final de la partida viene a ver su hoja y me pone las manos donde no debe, me levanto y le digo:

    —¡Oye, guapo!, ¡las manos se las pones a tu hermana en el culo que en el mío mando yo!

    —¡Pero mira esta cursi!, eso quisieras tú, que yo te toque.

    —¡Yo no quiero nada, yo trabajo aquí!, ¡así que a su juego o a la calle!

    —¡Pero, bueno!, ¿qué te has creído niña tonta? Ahora mismo voy a ver a tu jefa y te vas a enterar. —Patricia viene desencajada a echarme la bronca, lo veo en su cara. Así que me pongo en guardia.

    —¡Pero, niña! ¿A ti qué te pasa? Hay que ser más amable con los clientes. ¿Por qué eres tan arisca con los chicos?

    —¡Pobrecitos! —le digo yo también en plan de burla en vista de que ella se pone de su parte.

    —¡Niña, hay que ser más flexible si quieres conservar el empleo!—¡El empleo, guapa, te lo metes por donde te quepa! Esto ni es un trabajo ni es nada, más bien parece un prostíbulo al aire libre. Y ya me estás pagando mi día que me largo ahora mismo a buscar un trabajo decente. —Así terminó mi primer empleo malagueño, con viento fresco y aire de playa.

    Cuando llego a casa, Pepe Luis me felicita por mi actitud y me da una segunda cita para el día siguiente, pero esta vez él irá conmigo, no fuera a resultar otro chanchullo como el de la bolera. Él me dijo:

    —Mira, Secti, yo reparto mis cartas en Carretería y termino a las dos de la tarde. Tú vas a esperarme en Carretería esquina con calle Ollerías, en frente de un bar que hay allí que se llama Monteblanco, donde yo te recogeré. Y esta vez ya verás como el destino no te juega otra mala pasada. —Allí me fui una hora antes a esperar a Pepe Luis.

    Lo que yo ignoraba era que el «destino» (como decía mi hermana) me estaba mirando desde hacía ya media hora desde el bar de enfrente. La entrevista era en la acera de la Marina. En la cafetería Solymar buscaban una camarera, justo lo que yo necesitaba, así que me quedé a trabajar allí. Mi puesto estaba no de cara al cliente, sino, y sobre todo, de «oído» a los camareros que servían las terrazas de la calle. Todos me mandaban sus voces al aire. Eran cuatro haciendo pedidos que yo debía retener en memoria, todo era muy rápido. Por ejemplo, Paquito (que también hacía de enlace sindical) pedía:

    —¡Tres Coca Colas, cuatro cervezas, un batido de chocolate con pajita! —Y yo respondía:

    —¡Marchando!

    Ahora, José María:

    —¡Dos cafés con leche, dos tartas de moca, un helado de fresa y un batido de vainilla!

    Andrés:

    —¡Cuatro Fantas de naranja, una Pepsi-Cola y un granizado de limón!

    Y luego estaba Frasquito, mi preferido que llegaba contoneando sus caderas sin esconder para nada su homosexualidad y que gritaba:

    —¡Secti, mi vida, tres ginger—ales, un granizado de menta y cuatro vasos con mucho hielo, que el día está que arde. ¡Ay Jesusín, qué calores! Secti, ¿oído?

    —¡Si, Frasquito, oído! —En los tres metros que yo tenía de mostrador, los camareros iban poniendo sus bandejas y yo llenándolas a una velocidad de vértigo, era increíble cómo podía retener los cuatro pedidos sin equivocarme.

    Más allá en la barra trabajaban Sole, Conchi y Antonio el cafetero, un chico buenazo y mejor compañero. Un día llega eufórico y dice:

    —¡Que me caso, que me caso! He reservado una habitación en el quinto piso del Hotel Roma.

    —¡Pero, Antonio!, ¿por qué tan alto?

    —¡Ah! ¿Que tú no escuchas al hombre de tiempo? Ha dicho que la semana que viene va a llover a cantaros y yo no quiero que la lluvia me estropee mi noche de bodas, que llevo esperando cuatro años. —Así es Antonio, el cafetero, dulce, inocentón y más que bueno con todas las compañeras. Un día lo veo acodado en la barra con la cabeza entre las manos y mirando fijamente a un niño de unos tres años que cenaba con sus padres en el salón de la cafetería. Intrigada, le pregunto:

    —Antonio, ¿qué miras tan fijamente?

    —Los palos que da a uno la vida, chiquilla, llevo yo dos años estudiando inglés y no doy una y mira a ese niño tan chico, lo habla perfectamente.

    —Pero, Antonio, ¿no ves que ese bebé es inglés?

    Otra faceta de Antonio es que siempre nos contaba chistes macabros que, la verdad, no tenían ninguna gracia. Yo le decía:

    —Antonio, con tus chistes no nos reímos.

    —¿Ah, no? ¿Pero a que os habéis llevado un gran susto? —Así era Antonio de transparente.

    Mi empleo me gusta, el ambiente también y no veo el momento de volver a Barcelona.

    UN RUBIO CON CARA DE ÁNGEL

    Le he escrito a la señora Anita, mi antigua patrona de la Ciudad Condal, contándole que la familia me tira mucho y que Málaga también me gusta, con lo que ella me ha contestado:

    «¡Consuelito, Pirulín! Tómate tu tiempo y si algo no va bien, vuélvete a Barcelona con los tuyos, ya sabes que aquí todos te queremos. La maña, tu pinche de cocina se ha metido la faena en el bolsillo y ya trabaja igual que tú, así que cuando vuelvas te harás cargo del salón con Joaquina porque Matilde se casa dentro de un mes. Y te diré más, hasta Matea, con quien no te llevabas bien, te echa de menos. Y sobre todo yo, los guisantes con jamón como tú no los hace nadie, por favor, no nos olvides y vuelve».

    Lloré cuando leí su carta tan cariñosa. En Cataluña había vivido siete años de mi vida, los cinco últimos con ella. Pero Málaga me gustaba de más en más, y mi destino (como Mari lo llama) siempre está aquí en Málaga y me saltará a la vista en cualquier esquina. La verdad es que eso me trae sin cuidado, lo único que me interesa aquí es el trabajo, que me gusta, por lo demás, no tengo prisa. Pero parece que mi hermana se ha confabulado con el diablo para buscarme novios con la idea de que no me vaya de Málaga y, en efecto, su conjuro da resultado. «Mi destino» se materializa en forma de chico rubio con bonitos ojos azules que desde hacía ya varias noches venía a la cafetería. Antonio me dice:

    —Secti, ese gringo está aquí por ti.

    —¡Sí, hombre! La cosa es que su cara me suena.

    —¡Qué sí, que te lo digo yo! Que ayer me preguntó que a qué hora salías, pero tú te fuiste por la puerta de atrás y el pobre estuvo aquí hasta las doce de la noche.

    —¡Ya me parecía a mí que me miraba todo el tiempo, pero nunca me hablaba! Claro, que a mí con el vocerío de los camareros nadie podía hablarme.

    —El rubio se bebía un café y hablaba con Antonio el cafetero, así pudo enterarse de quién era yo, de cómo me llamaba y del horario de mi turno de trabajo. Una noche, a mi salida, me esperaba fuera.

    —Hola, Secti, buenas noches.

    —Hola… ¿Nos conocemos?

    —Yo a ti sí. Llevo ya muchos días viéndote aquí en la cafetería y en la zapatería de calle Carretería.

    —¡Oye, tú sabes muchas cosas de mí! ¿No serás un sádico que me está siguiendo?

    —No, para nada. ¡Además, conozco a Pepe Luis, tu cuñado!

    —¿Cómo sabes tú todo eso?

    —Porque también es mi cartero. ¡Yo trabajo en el bar Monteblanco en la calle Ollerías y te veo pasar todos los días cuando vas a tu trabajo. Me gustas mucho, ¿sabes? Y quisiera ser tu amigo.

    —¡Mi amigo!

    —Bueno, tu amigo por el momento, y después lo que tú quieras.

    —Lo que yo quiero es que te vuelvas ya… Porque estoy llegando a mi casa y no quiero que mi familia me vea acompañada.

    Muy correcto, él no insistió y me dijo:

    —Bueno, hasta mañana. —Casi sin interés le respondí:

    —¡Eso, hasta mañana!

    La verdad, no pensaba que volvería, pero sí volvió, al día siguiente, pasado, al otro y al otro, y de amigos pasamos a ser casi novios. Cada noche venía a buscarme a la salida del trabajo. Yo lo veía bastante formal y muy entusiasmado conmigo. Sin embargo, un hecho vendrá a perturbar mis ilusiones y mi confianza en él. Pepe Luis, mi cuñado, me dijo que le parecía que no era trigo limpio.

    —¿Y eso por qué? Que yo sepa, conmigo no se ha propasado lo más mínimo.

    —El pinche que tienen de camarero me dijo el otro día: «Dile a tu cuñada que tenga cuidado, que se van a reír de ella». Entonces yo le pregunté: «¿Y tú como sabes eso?», a lo que él me contestó: «Porque he oído hablar a los dos camareros y se partían de risa cuando hablaban de ella».

    —¡Con que esas tenemos! ¿Así que los malagueños del bar Monteblanco piensan reírse de esta catalana? Pues eso no me cuadra, ya que el domingo me dijo que me va a llevar a Torremolinos a la inauguración de un gran hotel que han hecho en la costa que se llama Pez Espada.

    —¡Ahí, ahí es donde está el truco! —dice Pepe Luis.

    —¿Qué truco?

    —Consuelito, mi niña, ¿tú no sabes lo que se cuece en Torremolinos? Ese es un lugar poco recomendable para las chicas decentes como tú. A Torremolinos solo van las suecas y las prostitutas, no es lugar para ti.

    Yo todo se lo contaba a Pepe Luis, para mí era como un padre, por eso yo le escuchaba y seguía siempre sus consejos al pie de la letra.

    —Tu novio lo que quiere es llevarte allí y aprovecharse de ti, aunque la verdad es que no es el estilo de ese chico, comportarse así, pero… ¿Quién sabe lo que puede pasar? Tú no vayas a ese sitio. ¡No y no!

    Al otro día se lo comento a Antonio, el cafetero:

    —¿Qué te parece? El rubio me quiere llevar a Torremolinos. —Y Antonio me contesta:

    —Como hacen los andaluces: ¡Uy, yuyuy…! Eso no me gusta nada para ti, Sectiva.

    Cuando mi compañero me llama Sectiva es que pasa algo serio, sin embargo, yo no me creo todas estas patrañas y decido averiguarlo por mí misma, así que le digo al rubio que sí, que iré con él a Torremolinos a pesar de que en mi fuero interno lo que sentía no era que se fuera a reír de mí, sino una rabia inmensa por haberme dejado embaucar por este don juan de pacotilla. Pero ya le haría yo ver lo que es una catalana furiosa.

    El domingo, a las cuatro en punto, cogimos el autobús en la calle Córdoba para ir «al Torremolinos ese» y cuando me senté a su lado llevaba la escopeta bien cargada por lo que pudiera pasar. Yo no dejaba de mirarlo y, como una psicóloga, trataba de averiguar su pensamiento.

    ¿Cómo es posible que un rubito tan mono tenga tan malos pensamientos hacia a mí? ¿Por quién me ha tomado este imbécil?

    Ese día me arreglé lo más guapa que pude, me puse mi mejor vestido que me ceñía todo el cuerpo y, como era muy delgada, me hacía una silueta preciosa. Con mis zapatos blancos de tacón alto y mi bolso a juego no me pasaron desapercibidas las miradas que le echaba a mi cuerpo serrano y a mi cola de caballo ondeando al viento.

    Yo sabía ya por algunos compañeros que en los años sesenta Torremolinos no era recomendable, pero me arriesgué pensando: «No va a ser este rubio imbécil con cara de ángel el que me las dé con queso a mí».

    Al llegar a Torremolinos dejamos el autobús y emprendimos el resto de camino a pie por un descampado (aún no había ninguna casa entre Torremolinos y el Pez Espada; todo era campo). Yo pensaba: «Pepe Luis está en lo cierto, este me lleva a un descampado, pero se va a enterar de quién soy yo». Y de pronto me dice:

    —¿Qué te pasa? Te noto nerviosa.

    —¿Quién, yo? Para nada, lo único que veo aquí es campo, y según tú debería haber un hotel…

    —Y lo hay, lo hay, ya verás…

    Y tal como había dicho «mi Rubio», de pronto, de en medio de la nada surgió un edificio majestuoso para la época, con su playa privada (en ese tiempo, hotel que se hacía, hotel que cercaba su playa; allí nadie se bañaba, nada más que sus clientes).

    Al ver el gran edificio, me quedé un poco más tranquila y casi me culpabilicé de haber pensado mal de aquel niño con cara de ángel, aunque todavía no había terminado la tarde y yo no sabía lo que aquel chulito podía dar de sí. Por el momento tuve que admitir que no me había mentido, aunque yo seguía con la pulga detrás de la oreja. Allí estábamos los dos, copa de champán en mano, y su correspondiente y bien roja cerecita.

    Víctor, que así se llamaba mi rubio, me presentó a unos amigos como su novia, y yo pensé: «Sí, tú échame flores para meterme en confianza, pero si te crees que me fío de ti, estás muy equivocado». En su honor debo decir que me pasé una feliz tarde. Había anochecido cuando atravesamos de nuevo el descampado hasta llegar a Torremolinos y me preguntó:

    —¿Qué hacemos ahora? —Como yo quería vengarme, y hacerle gastar el máximo de dinero posible porque seguía sin fiarme de él, le dije:

    —¿Ahora? Comemos, busca un buen restaurante. —Y yo con mis malas ideas pensaba: «Voy a pedir lo más caro que haya en la carta y seguro que no llevará mucho dinero encima, tendrá que quedarse a lavar los platos del restaurante y yo me largaré en el autobús dejándole plantado allí». Pero yo, con mi maldad, qué equivocada estaba. Cuando entramos al restaurante, como ya he dicho, pedí lo más caro: dos entrecots, después dos postres de helado, más café. Víctor pagó sin rechistar. Yo pensaba: «¡O sea, que también maneja dinero el tipo este!». Paseamos un rato por Torremolinos cogiditos de la mano y en ningún momento se propasó conmigo en nada. Se le veía feliz y yo estaba de más en más confundida. De pronto me preguntó:

    —Secti, ¿por qué en el descampado te quitaste los zapatos?

    —Pues, mira, te lo voy a decir, ya que te has portado bien conmigo todo el día: porque no me fiaba de ti, así que, si intentabas algo, te equivocabas porque yo sin zapatos corro como una cabra montesa.

    —¡Por Dios! ¿Pero qué te habías imaginado? ¡O sea, que toda la tarde has estado pensando cosas malas de mí!

    —Pues sí, para que te enteres, porque ha llegado a los oídos de Pepe Luis que vienes a reírte de mí. Ahora ya sabes por qué he estado más tiesa que un junco toda la tarde.

    —¡Madre del amor hermoso! ¡Pero qué mala es la gente! ¿Quién diablos le ha metido eso en la cabeza a Pepe Luis? El lunes tendré que hablar con él.

    Cuando llegué a mi casa eran casi las doce de la noche. Pepe Luis y Mari no se habían acostado, me estaban esperando.

    —¿Qué ha pasado Consuelito, mi niña?

    —Nada, Pepe Luis, no ha pasado nada y deja ya de tratarme como a tu bebé, ¡que tengo veinticuatro años ya pasados! Y en cuanto a lo que tú pensabas de este chico, estás muy equivocado. Hasta la carne se la he tenido que cortar yo de lo nervioso que estaba. Para mí es dulce e inofensivo como un corderito, así que no escuches más los comadreos

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