Blanca y Elisa (epub)
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Blanca y Elisa (epub) - Paula Colobrans Delgado
Sinopsis
Tía Elvira ha fallecido a los ciento tres años. Era una mujer extraña, solitaria y poderosa, propietaria de Vinícolas Bradley, en Madeira. Su vida privada fue siempre un misterio. Antes de morir, lega a Blanca una carta escrita hace más de ciento cincuenta años, en 1844. Nadie conoce a la remitente, Elisa Parrington. ¿Por qué tía Elvira me ha dejado esta carta?, ¿quién fue Elisa Parrington?, se pregunta Blanca. Para resolver sus dudas, decide investigar e inicia un recorrido por diferentes países. A través de cartas y documentos antiguos, de la intriga, el sexo y la muerte, intentará reconstruir la vida de esa desconocida.
Foto de la cubierta: © Alejandro Gómez; modelo: Valèria Sorolla.
Biografía
Paula Colobrans realizó estudios de música en el Conservatorio Superior de Música de Barcelona y se especializó en educación musical Willems. En la actualidad cursa el Grado de Lengua y Literatura Española en la UNED, actividad que ha combinado con la escritura de su primera novela, Blanca y Elisa. Colabora con la revista APLEC en Racó de Relats, y ha sido galardonada con el segundo premio en el Festival de Llegendes de Catalunya durante dos años consecutivos (2013 y 2014). También imparte talleres de escritura creativa, investiga sobre las reescrituras feministas de la cuentística tradicional, y continúa su labor como novelista.
Portada
blanca y elisa
paula colobrans delgado
Créditos
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte
Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
espai
es una colección de libros digitales de Editorial Milenio
© del texto: Paula Colobrans Delgado, 2017
© del prólogo: Sebastià Bennassar, 2017
© de la edición impresa: Milenio Publicaciones, S L, 2017
© de la edición digital: Milenio Publicaciones, S L, 2023
C/ Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida
editorial@edmilenio.com
www.edmilenio.com
Primera edición impresa: diciembre de 2017
Primera edición digital: abril de 2023
DL: L 346-2023
ISBN: 978-84-19884-06-0
Conversión digital: Arts Gràfiques Bobalà, S L
www.bobala.cat
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,
Dedicatoria
Dedicado a mi tía abuela Ofelia,
por haberme inspirado la historia.
Bienvenida a la familia
El día que Paula Colobrans me pidió que le escribiera estas palabras liminares para su libro, este que tienes en tus manos, lector, y que estás a punto de empezar, me puso en la difícil tesitura de cerrar un círculo —además, por supuesto, de hacerme un enorme honor y de dejar que me sienta un privilegiado—. Un círculo que muy pocas veces consigue llegar a esa forma geométrica que los antiguos griegos relacionaban con la perfección.
La mayoría de las veces los profesores de escritura creativa solo vemos el nacimiento de un proyecto, acompañamos a su autor durante un tiempo indefinido —desde diez semanas si es un curso en un centro cívico hasta un año si es una escuela de escritura más regularizada— pero pocas veces vemos el resultado final: la publicación del libro después de su finalización. Algunas veces sucede que se acaba la novela o el libro pero jamás se llega a publicar, muchas veces, la mayoría, la obra no se acaba. En raras ocasiones la novela llega a las librerías.
Hoy estamos ante una de esas excepciones. Paula Colobrans ha terminado su texto y además ha encontrado una editorial para publicarla. Una editorial de verdad. No ha recurrido a la autoedición. No se ha enfrascado en aventuras que condenan los libros al ostracismo. Milenio ha apostado por Paula porque ha encontrado en ella lo que se veía en las primeras páginas que llegaron a mis manos hace ya bastante tiempo: una buena historia y una buena autora dispuesta a explicarla y a defenderla.
Siempre he considerado que escribir es un acto solitario y que publicar es una labor de equipo. Y a veces pasa que un escritor necesita una pequeña ayuda, un estímulo moral que le insufle aire cuando la novela se convierte en un monte que hay que subir y las piernas y el aliento no dan para más. Paula Colobrans no necesitaba ese aire, al contrario. Estaba sobrada de fuerza narrativa y de potencia y tenía una historia muy buena que solo necesitaba pequeñas indicaciones cronológicas, de documentación y de ordenación de su historia.
Y así empezamos a trabajar hace ya algún tiempo. Gracias al Skype y al correo electrónico y también a alguna cita presencial, se inició una relación que ha ido más allá de la de profesor y alumna y que ha iniciado una relación de amistad que se ha traducido, por fin y al fin, en una relación de colegas. Paula Colobrans entra con esta novela en la categoría de autora, de escritora. Sé que para ella se cumple un sueño. Pero para mí también. El de ver que alguien con una valía inmensa, con una capacidad de trabajo envidiable y con una tenacidad que ya quisiera para mí mismo ha conseguido llegar al final del camino. Y hacerlo con una muy buena novela. Eso es lo más importante. Paula ha aplicado un viejo dicho de los campesinos mallorquines: primero el trabajo bien hecho
. Y ahora deben venir las recompensas: tener lectores, muchos. Por eso quiero acabar reiterando mi enhorabuena a la autora y con un ruego: explicadle a la gente que este libro existe. Yo debería haber aprovechado mi espacio para defender esta novela, pero la sinopsis está en la contracubierta y el estilo y la potencia en el primer párrafo. Por eso creo que es mucho mejor darle la bienvenida a Paula a la familia y a vosotros las gracias.
Sebastià Bennasar
Julio de 2017
1. El inicio de una nueva novela: Elisa Parrington, 1836-1859
Elisa existió. La conocí a raíz de una breve carta que recibí en herencia al morir tía Elvira, en mayo del 2014. Eran tan solo líneas escritas con letra infantil, pero suficientes para desencadenar un conjunto de sucesos dispersos que fueron trenzándose por varios países. Tardé un año en descubrir la verdad. Pasé miedo. Podría haber muerto. Con todo el material que recogí durante mis investigaciones escribí mi octava novela, que llevaba por título el nombre de aquella niña, Elisa Parrington.
Como siempre, dudaba sobre cuál de los varios inicios que había pensado sería el más adecuado para empezar. Finalmente me decidí por este:
ELISA PARRINGTON, 1836-1859.
El 23 de abril de 1850, Elisa cumplía catorce años. Posaba sentada para una fotografía, sujetando el libro que Edward acababa de regalarle. Con aquel vestido nuevo de color azul, mostraba sus delicados hombros blancos y su porte elegante. En el cuello lucía una cinta con un camafeo labrado en mármol rosa, regalo de su madre. Su pelo, negro y ondulado, se combinaba bien con el color de sus ojos. A su derecha tenía una mesita circular con un jarro y un ramo de flores, a su izquierda, el balcón y el jardín arbolado.
—Elisa, parece usted una figurita de porcelana —dijo Edward sonriente, casi con un susurro, en un intento de que el señor Parrington y lord Albert Curthley no le oyesen—, es tan bella y delicada… como si el más leve roce fuese a romperla.
—Pero ¿no cree usted que es una pena que en las fotografías no se vean los colores? A mamá le gustan tanto... —Protestó Elisa.
—No se preocupe, su madre se alegrará muchísimo con este retrato suyo. Quién pudiese tener otro igual.
—No exagere, Edward. Ya sabe que usted puede verme siempre que quiera, pero mi pobre madre, en aquel convento...
—¡Nuestra Elisa se nos hace mayor!, ¿verdad, Albert? —interrumpió sonoramente el señor Parrington, acercándose a ellos—, mayor y caprichosa. Mira qué extravagancia de regalo me ha suplicado para su decimocuarto cumpleaños, ¡un retrato fotográfico para su madre! No solo es extravagante, sino también de un precio astronómico. Intenté que entrase en razón, pero se encaprichó tanto que no pude negarme. He accedido a cambio de que se haga retratar, además, como la tradición manda, en un cuadro que se quedará en esta casa. —Elisa miró al suelo, avergonzada, mientras lord Albert Curthley reía discretamente.
—Eres un antiguo, Richard —le increpó lord Curthley—. Seguro que la señora Parrington se sentirá feliz al contemplar cada día a su preciosa hija. Y estoy de acuerdo con Edward, es una imagen preciosa la de Elisa posando con su vestido nuevo, que tanto realza el candor de sus ojos y la belleza de sus cabellos, y con este libro de poesía tan interesante... —Se volvió para guiñarle un ojo a Edward.
—¿Puedo preguntarle si le ha gustado el libro, Elisa? —dijo Edward con cierta timidez.
—¡Claro que sí! ¿No ve que me he retratado con él? Ya sabe cuánto me gusta la poesía de William Wordsworth. Es una pena que falleciese.
—Este ha salido publicado de la mano de su viuda, es su libro póstumo. Y aunque no ha tenido un éxito rotundo, creo que es una obra maestra. Y también creo, Elisa, que posee usted un talento especial para la poesía, que no es sino el reflejo íntimo del alma humana. —Elisa inclinó ligeramente el rostro, intentando ocultar su rubor.
—¿Ves qué preciosa estampa hacen estos dos jóvenes, Richard? —sentenció lord Curthley palmeándole en la espalda.
—Elisa —interrumpió su padre, molesto—, ya sabes que no me gusta que leas tanta poesía. Es perjudicial porque te hace soñar más de lo debido.
—¡Por favor, Richard! —le increpó lord Curthley amigablemente irritado—. ¡Parece que no tengas remedio! Deja que los chicos vayan a pasear al jardín y que se lean todas las poesías que les apetezca. Y nosotros vayamos al gabinete, que he de hablarte de varios asuntos importantes.
Hizo un gesto a los chicos para que se marchasen, y se encaminó al gabinete con el señor Parrington, que no cejaba en su empeño.
—Albert, como padre de Elisa que soy, debo velar por su integridad, porque eso que llaman sentimientos solo les conduce al fracaso.
—Parece mentira, Richard. Sabes que por experiencia soy contrario a pensar que la ignorancia da la felicidad a las mujeres. Y te hablo ahora como jurista, bien sabes que he visto a muchas mujeres en situaciones lamentables y desesperadas por enlaces ventajosos para las familias, porque solo han pensado en los bienes materiales sin tener en cuenta el bienestar de sus hijas. Piensa que con este tipo de transacciones, y sí, digo transacciones, una mujer puede tener suerte con un buen marido, pero queda desprotegida si este la trata mal o abusa de ella, porque se ve despojada de sus derechos, de su patrimonio y, además, la educaron para ser bella e ignorante. Tú mismo has conocido algún caso desgraciado, y no puedes negarlo, Richard —le dijo lord Curthley, indignado.
—¿Pero qué quieres que te diga? Toda la vida se han programado los enlaces, porque esta es la mejor manera de asegurar a nuestras hijas un futuro digno —respondió el señor Parrington.
—Mejor me lo pones. Con Edward sabes que no deberás preocuparte por su bienestar y felicidad. Ella es muy joven todavía, pero llegado el momento, si las cosas van como parece, estaría en muy buenas manos con él, porque es un joven educado y con grandes cualidades personales. Además, tiene el futuro asegurado, recuerda que su padre es un doctor excelente y que él sigue sus pasos, y que ya tiene plaza para estudiar el próximo año en la Universidad de París. ¿Por qué te opones a un posible enlace si entre ellos surgiese el amor? —insistía lord Curthley.
—Porque el amor hace cometer locuras, deberías saberlo. Y no es motivo el que de vez en cuando alguna mujer no alcance la felicidad en su matrimonio para cambiar un sistema sólido y centenario —sentenció el señor Parrington, acalorado.
—¿Y si esa mujer infeliz fuese Elisa? —preguntó lord Curthley.
2. Blanca, la escritora
Me llamo Blanca, pero de pequeña me llamaban la Bella Durmiente porque dormía durante horas y horas. Y aunque los adultos creyesen que me pasaba todo aquel tiempo durmiendo, sin más, que era algo así como perderlo, se equivocaban. Lo que ellos no sabían es que yo soñaba, incluso varias veces durante la misma noche. Y al despertar, no era solo el recuerdo de las imágenes lo que perduraba de ellos, sino también las sensaciones y las emociones. Y esas vivencias eran tan reales que influían en todo lo cotidiano hasta hacerme sentir confusa. Entonces, les preguntaba a mis padres:
—¿Cuál es el mundo real? ¿El de día o el de noche?
—El diurno, Blanca —respondían arrastrando las palabras—. Soñar es como ver una película.
—Pero, ¿y si resulta que soñamos de día y vivimos de noche? —insistía hasta el hartazgo.
Y eran tan aburridos que solo respondían, No digas tonterías, Blanca, o date prisa que llegamos tarde
. Por eso llegué a la conclusión de que los adultos no soñaban, ni de día, porque siempre llegaban tarde, ni de noche; bueno, de noche sí, algunas veces, pero para ellos era como ir al cine a ver películas absurdas. Y ese fue mi don durante la infancia, saber que soñar era mucho más que pasar el tiempo, era saber volar, respirar debajo del agua, explorar el mundo, viajar y ser feliz.
Feliz, cuánto odiaba esta palabra. Cada día tenía que aguantar las discusiones entre mis padres mientras duró su matrimonio, y, una vez separados, las continuas broncas de mi madre, una enferma de esquizofrenia que se negaba a aceptar la pesada carga de tener que cuidar sola a una hija. Tampoco tenía una familia de verdad. Miento, sí la tenía, pero viví aislada de ella porque, según mi madre, conspiraba contra nosotras. Con este entorno, la única manera de no enloquecer era vivir soñando, tanto de día como de noche. Rechazada por mi madre, despreciada por mi padre y aislada de mi familia, creé mi propio mundo de fantasía para vivir dentro de una burbuja de felicidad. Modificaba lo real fundiéndolo con lo imaginario en un desesperado intento por evadirme del mundo. Hasta que, con once años, tuve mi primer sueño premonitorio: supe que mis padres se iban a divorciar. Ya no volvería a verlos juntos, ni ellos volverían a hablarse en la vida. Fue el principio de largos años con este tipo de sueños. No me gustaba tenerlos, porque normalmente predecían sucesos dolorosos, como la muerte de algún familiar o amigo, un accidente, o una discusión. Afortunadamente, de vez en cuando tenía alguno que me ayudaba en el día a día, como ver escritas las preguntas de un examen o aconsejarme qué comprar para hacer un regalo. Ya no existían, pues, fronteras entre los dos mundos, vivía en una extraña realidad onírica reafirmada y materializada en mi existencia cotidiana.
Iban pasando los años y yo me sentía rara. Era la rara
, pero mis amigos me aceptaban y me querían, decían que yo era como las nubes, porque nunca sabes cuándo van o vienen. Hasta que, con dieciocho años, marché a Oxford para estudiar filología inglesa gracias a una beca. No estoy segura de que mi madre entendiese la necesidad de irme lo más lejos posible de su lado, creo que no, porque para ella yo estaba obligada a servirle per secula seculorum.
Y fue allí, en Oxford, donde mi vida empezó a cambiar: ya no necesitaba huir de mis circunstancias cotidianas. Me sentía cómoda entre mis nuevos amigos y compañeros, que eran también soñadores; y aunque sus sueños fuesen de distinta naturaleza que los míos, daba igual, lo importante era su ilusión por la vida. Durante esos años de carrera empecé a cambiar mi manera de ver el mundo, me hacía adulta, y creo que por eso mi producción onírica empezó a menguar.
Cursaba mi segundo año cuando conocí a Roberto, mi futuro marido. Él estudiaba un máster de derecho, también en Oxford. Éramos polos opuestos: él, escéptico y racional; yo, soñadora e imaginativa. Roberto me abrió las puertas a un mundo de realidad lleno de posibilidades, con él podía tener todo lo material que quisiese, sin límites, sin censuras, sin reproches. Según mi madre, para ser buena persona era obligatorio vivir con sufrimiento y austeridad, el dinero era un pecado de los peores, porque solo con desearlo te condenaban al infierno. Pero con Roberto aprendí que la vida podía ser fácil, que las preocupaciones no debían ser lo primero en mis pensamientos, que nadie me castigaría por coger el autobús si con ello me podía ahorrar una caminata de tres cuartos de hora, o si me compraba una blusa moderna que pasase de moda al año siguiente. Era todo tan sencillo que, finalmente, pude separar por completo el mundo real del de los sueños.
Roberto vivía con su tía abuela en Funchal, Madeira, en la villa familiar llamada Quinta du Margaret. Sus padres murieron en accidente de avión cuando él tenía tan solo cuatro años, y ella se ocupó de su crianza y educación. Se llamaba Elvira y era una mujer extraña. La primera vez que la vi estaba sentada en un balancín que había en el porche, en su balancín, porque solo ella podía sentarse en él. Bordaba un precioso pañuelo de lino con motivos florales. Tomé asiento a su lado y no dijo nada durante un rato bastante largo, siquiera un sencillo hola. Yo la observaba, fascinada por su elegancia y destreza en el arte del bordado. Hasta que preguntó con un español bastante bueno:
—¿Sabe usted bordar, jovencita?
—No —respondí tímidamente.
—¿Acaso su madre no le enseñó? —continuó, sin mirarme siquiera.
—No, nunca quiso hacerlo. Según ella, las tareas femeninas son una vergüenza para la mujer y símbolo de sumisión hacia los hombres. —Al momento tomé conciencia de mi torpeza, pero fue la expresión de su rostro lo que me sobresaltó.
—Una mujer no se somete si no quiere. Apréndalo bien ahora que todavía está a tiempo —dijo con severidad.
Y se disgustó tanto que le ordenó a Magdalena, su doncella personal, que me bajase un trapito y, allí mismo, empezaron mis clases de bordado. Después de pasar toda la tarde juntas, descubrimos que teníamos muchas cosas en común, como el placer por el silencio, por la lectura, por la belleza, las flores, la naturaleza, el té, los paseos...
Estuve en la quinta durante un fin de semana. Al despedirnos me dijo que yo era tan soñadora, que si existía alguien capaz de encontrar un tesoro, esa era yo. Me hizo gracia, porque los adultos no solemos decir cosas de este tipo, solo de vez en cuando, o bien a un niño pequeño para emocionarle, o bien a otro adulto en clave de humor. Pero yo me lo tomé muy en serio, me di cuenta de que Elvira Bradley había entendido mi verdadera esencia, la que estaba dejando atrás en mi esforzado afán por convertirme en una persona normal, o mejor dicho, adaptada a mi nueva vida.
Tía Elvira tenía muchos secretos, incluso a veces me daba miedo la expresión de su rostro. Roberto insistía en que aquello era normal, porque la tía tuvo que enfrentarse a un mundo de hombres y hacerse valer. Desde la Segunda Guerra Mundial estuvo sola en la quinta dirigiendo, además, Vinícolas Bradley, su negocio de vinos. Ella nunca quería hablar de esa época y le ofendía que le preguntase. Incluso tenía un hermano gemelo del que no se podía hablar.
—Blanca, no debes siquiera pronunciar el nombre de Ruperto en presencia de la tía —explicó Roberto la primera vez que salió a colación.
—Pero por qué, si es tu abuelo —pregunté.
—No lo sé, nunca habla de él. Yo ni le conocí, murió antes de nacer yo. Solo sé que la última vez que se vieron tenían nueve años. Él fue enviado a Oporto para estudiar en un internado y nunca regresó a Funchal ni se preocupó por los negocios familiares, por proteger la quinta o por ayudar a la tía. Se casó y tuvo un único hijo, mi padre.
A mí no me gustaba aquella familia tan rara y llena de muertes, secretos y silencios. Además, parecía que Roberto solo tuviese a tía Elvira. Tal vez a él también le aislaron del resto, como a mí, y por eso nos entendíamos tan bien.
La tía se alegró muchísimo cuando supo que íbamos a casarnos. No le preocupó lo más mínimo el hecho de que mi mundo no tuviese nada que ver con el suyo. Eso se aprende, querida. Con un poco de estudio y un cambio de vestuario no habrá de qué preocuparse. Lo realmente importante es lo que ahora necesita Roberto: una joven inteligente y motivadora
, decía ella. Él tenía treinta y dos años y ya trabajaba en un bufete de abogados en Barcelona, y yo iba a cumplir los veinticinco. Aquella unión supuso para mí un gran reto, porque no solo no estaba acostumbrada a aquel ambiente, sino que ni siquiera lo conocía. De ahí que durante el año previo a la celebración, Roberto dijese que era condición sine qua non que realizase un máster en Diplomacia y Relaciones Internacionales, un curso intensivo de francés y otro de portugués. A mí me sedujo la idea, porque me abrió puertas al mundo. Por aquel entonces me parecía estar viviendo un cuento de hadas, todavía me quedaba algo de aquel espíritu romántico y soñador de la infancia.
Tras la boda nos instalamos en un precioso ático en la zona alta de Barcelona, con impresionantes vistas al mar y a la ciudad. Era feliz, vivíamos en armonía y me sentía orgullosa de estar casada con un defensor de la justicia. Por las noches cenábamos contemplando la ciudad, iluminada por millones de pequeñas luces, no solo las de las calles, parques o coches, sino también las que encendía una mayoría de ciudadanos anónimos que componían la inmensa telaraña de la gran ciudad. Años atrás hubiese pensado sobre aquellas vidas y sus posibles historias, pero entonces ya no. El cambio que había experimentado, el pasar de la fantasía a la racionalidad y de la carencia a la abundancia, sin modificar las raíces de mi pensamiento, se volvió contra mí. Me deshice del mundo de fantasía para adentrarme en el glaciar de Roberto. Como era una alumna aplicada, me esforzaba por reprimir mis sentimientos y mis impulsos, por tener la mente clara, los pies en la tierra, y por analizar racionalmente los sucesos cotidianos. No me daba cuenta de que mi vida se volvía gris y mis sentimientos se diluían. No sabría decir cuándo tomé conciencia de cómo había cambiado todo, de en qué momento el despertar de cada mañana se había convertido en una cuestión biológica, porque ya no recordaba ni sentía nada. Lo tenía todo excepto anhelos e inquietudes. Escribía novelas, sí, pero con una prosa distante y apagada. El pozo de mis sentimientos se había secado.
El tiempo iba pasando, un año, dos, tres..., nueve, diez..., hasta que el 19 de mayo del 2014 murió tía Elvira. A los pocos días tuve un sueño extraño y perturbador, como los de mi infancia. Por aquel entonces tenía treinta y nueve años.
3. Roberto y la Quinta du Margaret
Supimos la noticia muy de mañana. Era el lunes 20 de mayo. Nos llamaron desde Funchal para informarnos de que Elvira Bradley, tía Elvira, había fallecido esa misma noche, mientras dormía. Tenía ciento tres años. Por fin libre
, comentó Roberto. Tomé su comentario en el sentido de