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La estudiante de español
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Libro electrónico487 páginas8 horas

La estudiante de español

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Ellos y sus altas bajezas.

En su piso del centro de Madrid, por el que han pasado tres generaciones, Martina espera la llegada de la joven Amy. Dos mujeres, dos culturas, más de medio siglo las separa.

¿Qué lleva a Martina a compartir su «castillo» con una extraña? ¿Cómo influirá en sus vidas esta decisión? Ya nada será lo mismo para ninguna. Charlas al anochecer, confidencias del pasado harán que sus diferencias sucumban creando lazos más fuertes que los de la propia sangre.

Al margen de sus familias, Martina y Amy forjan una unión que va más allá de la muerte.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 nov 2020
ISBN9788418310935
La estudiante de español
Autor

Isabel Velasco

Isabel Velasco nació en Galicia, creció en Madrid y actualmente vive en Sevilla. Apasionada por el arte en todas sus facetas. Pintora, ejecuta las disciplinas del óleo y la acuarela. Ha expuesto en varias salas, entre ellas, en el Ateneo de Sevilla, con gran aceptación de público y ventas. Desde niña, la lectura y la escritura ocupaban gran parte de su tiempo. Novelista y poeta, ha publicado varios libros en los dos géneros. La estudiante de español es una novela de ficción con interesantes momentos de realidad.

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    La estudiante de español - Isabel Velasco

    I

    Martina Fuentes estaba preocupada por la llegada de su huésped; nunca se había visto en otra igual, no sabía cómo actuar ni qué hacer. Para su sorpresa, se veía incapacitada para afrontar una situación que se le antojaba difícil. Lo tenía todo preparado y a punto y, ¿ahora qué? Esperar a que apareciera por la puerta la niña que venía de Inglaterra para estudiar español y se iba a alojar en su casa. Qué idea más equivocada he tenido, pensaba a la vez que se arrepentía de haber dado ese paso. Se le había ocurrido que la casa era demasiado grande y que podría alquilar una habitación, de esa forma viviría con más desahogo y sin pensarlo más, dicho y hecho. No consultó con nadie. ¿Con quién lo iba a hacer, con sus hijas Emma y Matilde, o con su hijo Fidel?, para que le contestaran: Haz lo que te dé la gana, a mí qué me cuentas. Con Emma apenas tenía relación, ya ni incluso se llamaban y con Matilde no podía contar para nada, vivía en Canadá, estaba soltera y había decidido dedicar su vida a la investigación; era una rata de laboratorio. Hacía mucho tiempo que no se dejaba ver por España, parecía que no recordaba que tenía una familia allá, por los aledaños de la vieja Europa. Y si hablamos de Fidel…, más vale dejarlo estar.

    Ahora veía claro que había obrado a la ligera, ¿qué necesidad tengo de complicarme la vida? Repetía una y otra vez mientras esperaba la llegada de la que creía era una jovencita adolescente y no una mujer hecha y derecha. Con lo bien que vivo sin tener que preocuparme de una niñata; seguro que viene con su papá. Seguía refunfuñando con los nervios de punta y caminando de un lado para otro sin poder detenerse, cuando en esto sonó el telefonillo.

    —¿Quién es? —dijo Martina a punto del ataque de nervios.

    —I am Amy, ¡oh, sorry!, perdón, soy Amy —dijo la niñata hecha un lío y dándose cuenta de que desde ese momento tenía que esforzarse en hablar español. Amy subió en el ascensor hasta el tercer piso y al llegar a la planta dudó de cuál vivienda sería —había dos puertas—, se aventuró y llamó en la que no era, pero no ocurrió nada, ese piso estaba vacío desde hacía varios años y tras esperar un tiempo prudencial para que abrieran, desistió y tocó en la otra puerta tras la que estaba esperando Martina comiéndose las uñas, no comprendía por qué tardaba tanto en llamar. Al oír la llamada se santiguó como si hubiera visto al diablo y abrió sin más dilación, encontrándose cara a cara con una mujer de piel de un precioso tono que se asemejaba al café con leche y el cabello castaño de aspecto, encontrándose cara a cara con una mujer de piel de un precioso tono que se asemejaba al café con leche y el cabello castaño de aspecto muy suave y ondulado, cayendo en cascada sobre los hombros: Era mulata, por lo que destacaban unos ojos de color azul intenso que sonreían con un gesto dulce, agradable, al contrario que Martina, que se mostraba seria, muda y asombrada al comprobar que, quien tenía delante era todo lo contrario de lo que ella esperaba.

    —Adelante, pasa, pasa, estás en tu casa. —dijo por fin sonriendo mientras se besaban.

    Martina sin saber por qué, inmediatamente se relajó y tomó las riendas de la situación, no tenía de qué preocuparse. Le enseñó todas las habitaciones y servicios de la casa, deteniéndose, especialmente, en el dormitorio que le había designado y preparado en el que no le faltaba de nada, Martina era muy meticulosa y quería para los demás lo que le gustaba para ella. Las flores destacaban sobre una mesita de estudio que había recuperado del trastero y que nunca quiso deshacerse de ella, pues había sido de la casa de sus padres, de estilo inglés, el momento de usarla era este y no habría encontrado ocasión mejor y más apropiada. La habitación mostraba algunos detalles más adecuados para una mujer más joven que para la que tenía delante, se había empeñado en imaginar que sería una jovencita. Tengo que reconocer que me equivoqué y me alegro mucho, dijo Martina en voz baja. Se había acostumbrado a hablar sola y ahora debía de darse cuenta que la situación era otra y podría dar lugar a que Amy pensara que estaba chiflada.

    Al día siguiente, la joven tenía que incorporarse a las clases en la escuela de idiomas donde se había matriculado, por lo que esa noche examinó detenidamente el plano de Madrid. No le fue difícil, entre el plano y Martina, encontrar la forma de desplazarse le fue muy sencillo, además la iba a acompañar para que aprendiera el camino y cuando se convirtiera en rutina lo hiciera con los ojos cerrados. La escuela se encontraba muy cerca de la casa, en la Calle Mayor. No tenía ninguna dificultad.

    Después de quedar zanjado el asunto de cómo llegar a la escuela, Amy que no estaba nada cansada porque el viaje había sido muy cómodo, no quiso acostarse y acompañó a Martina hasta que ésta decidió irse a dormir. La velada fue agradable, pero sin nada que destacar, se tantearon la una a la otra y el resultado final fue satisfactorio para las dos. El preludio de otras muchas veladas.

    Zumo de naranja, huevos, salchichas y té. Un desayuno muy inglés, pero Amy pronto se acostumbraría a la dieta mediterránea. No sólo a la dieta, sino a todo lo demás.

    Salieron las dos de buena mañana dispuestas a todo lo que fuera surgiendo, una cosa pediría la otra y así hasta la noche. Le compró un bono para varios viajes de autobús o metro y así la niña se ahorraría algún dinero, aunque para ir a clase no necesitaba más que sus piernas, por cierto, eran bien largas y así serían sus pasos. Los siguientes bonos se los compraría ella, el primero era una atención de Martina. Amy conocía Madrid un poco, había estado con sus padres en una ocasión, en plan turístico, tres días, luego continuaron el viaje por Andalucía y la Costa Brava. Se acordaba de la Puerta del Sol y de los principales grandes monumentos, pero de callejear poco, no sabía por dónde andaba, se sentía perdida, gracias a que llevaba a su lado a una apasionada de Madrid que se lo conocía al dedillo. Después de hacer acto de presencia en la escuela, Amy y Martina decidieron echar el día a perros, no las esperaba nadie y en toda la jornada no tenían obligaciones, sólo pasarlo lo mejor posible ya que la mañana acompañaba, había amanecido soleada y si no se estropeaba —la primavera en Madrid…, así así—, sería un día espléndido.

    —¿Por dónde empezamos? —preguntó Amy ilusionada con el plan que había preparado Martina.

    —Mira, ya que estamos en la Calle Mayor, vamos a acercarnos a la plaza del mismo nombre y de allí a la Plaza de Oriente, Jardines de Sabatini, Palacio Real, Teatro Real y lo mejor de todo, tomaremos un pulpo a la gallega en un bar especializado. ¿Te parece bien? —dijo Martina con el gesto interrogativo y a la vez guasón. Amy estuvo a punto de abrazarla y darle un beso, pero no se atrevió, todavía no tenía confianza para tales efusiones, aunque la señora se las merecía con creces: Era un encanto. Se las prometía muy alegres y felices a su lado y aún no habían transcurrido veinticuatro horas de su llegada.

    —Nada puede ser mejor. Se lo aseguro. Muchas gracias —dijo Amy en su español chapurreado y también un poco cohibida. Tenía unos conocimientos del idioma muy básicos y escaso vocabulario, por lo que debía emplearse a fondo para mejorar rápidamente si no quería tropezar con las palabras más de lo conveniente.

    Según iban caminando por la Calle Mayor, Martina se iba dando cuenta de que Amy llamaba la atención de todo el que se le cruzaba, por la edad parecían madre e hija, pero no podían ser más diferentes y quizá por eso la miraban, pero no, en Madrid nadie llama la atención por nada, tal vez la confundían con alguna modelo, porque tipo sí que tenía para serlo, si no… ¿Por qué podría ser? ¡Ah!, ya está: los ojos; los ojos azul turquesa, pensó Martina y con la emoción casi lo dice en voz alta. La realidad era que resaltaban como dos gemas rodeados de piel tostada, eso era lo que asombraba al que pasaba a su lado. Cierto que se veían espectaculares y chocaban al faltar concordancia con la piel, pero si la tuvieran pasarían desapercibidos, serían unos ojos azules en una piel blanca, como hay cientos, pero Amy no era como todo el mundo. Martina estaba muy intrigada. ¿Cómo serán sus padres…, negros, blancos o café con leche como ella?

    La jornada terminó con un paseo por La Gran Vía. Ya era de noche, pero daba igual, como si fueran las tres de la tarde, casi como en Nueva York: la ciudad que nunca duerme. Amy no daba crédito a lo que veía, comparaba con su ciudad en el condado de Yorkshire, al norte de Inglaterra, pero no había comparación posible, el clima lo hacía todo, mejor, peor, regular o insoportable y en su tierra era esto último. Madrid, una gran ciudad con un otoño inmejorable y famoso: El otoño madrileño, como todo el mundo lo conoce, un invierno muy frío y un verano muy caluroso; por último, la primavera que casi no existe es una prolongación del invierno un poco más suave y nada más, en realidad tres estaciones.

    Martina y Amy habían sido afortunadas con el día que les tocó en suerte, no podía haber sido mejor, teniendo en cuenta que el día anterior había hecho un frío de mil diablos, más propio del mes de enero. En alguna ocasión —bastante a menudo—, cualquier día empieza primaveral, soleado y termina invernal y lloviendo, también a la inversa por lo que hay que salir, en cualquier caso, prevenido por si le da por hacer…, cualquiera sabe.

    II

    Tarde de invierno con sus luces y sus sombras. Se encontraba Martina Fuentes adormecida al calor de los leños encendidos con un libro abierto sobre el halda. Sonaron las campanadas en el reloj de Cuco dando las cinco de la tarde. Estaba empezando a oscurecer. Martina despertó del letargo que la envolvía y encendió la lámpara de pie que tenía a su lado, proyectando la luz hacia lo que tuviera entre las manos: una labor, un libro, su agenda, un cuaderno y un lápiz etc., cualquier cosa para no perder el tiempo, aunque su vista era buena le gustaba la luz enfocada directamente a sus manos, el resto del espacio quedaba en una semi penumbra muy de su agrado, a veces encendía la lámpara del techo cuando tenía que buscar alguna cosa dentro de un mueble, si no, la mantenía apagada, con lo que le aportaba su pensión no podía permitirse hacer despilfarros. Le puso una señal al libro en la página por donde iba leyendo y cerrándolo lo dejó sobre la mesa camilla. Era la hora del té y Martina no lo perdonaba por nada del mundo. Encaminó sus pasos, todavía ligeros, hacia la cocina y encendió la luz al entrar. ¡Vaya! Esta chica se ha vuelto a dejar la ventana abierta y aquí no hay quien pare de frío. Cerró la ventana y la contraventana para que los vecinos de enfrente no cotillearan lo que estaba haciendo. Siguió despotricando sobre el frío que hacía en la cocina, hablaba consigo misma, sobre todo si ocurría algo por lo que poder protestar. Preparó su té, lo dejó reposar y al cabo le añadió una nube de leche fría. Muy a la inglesa, era lo único que le gustaba de los ingleses, bueno, también le hacía gracia su sentido del humor, pero por lo demás todo lo inglés carecía de interés para ella, ahora los estaba tratando más de cerca y tal vez cambiara de opinión. Ya iba para un año que tenía en casa a la joven Amy —la misma que le dejaba la ventana de la cocina abierta—, no le daba ningún trabajo y lo que le pagaba ayudaba con los gastos de la casa que no eran pocos y también le hacía compañía, sobre todo por las noches, no es que fuera miedosa, pero así con Amy se sentía más protegida por si le pasaba algún percance. La chiquilla —aunque inglesa— era cariñosa y bien educada, un poco despistadilla, eso sí, sobre todo con las ventanas. Preparaba ella misma su desayuno y ayudaba en la cocina cuando sus clases se lo permitían, también se arreglaba su cuarto y lavaba su ropa. Martina la había encontrado por Internet y se arriesgó, sin conocerla de nada, a alquilarle una habitación. Una joven de buena familia, siendo lo más importante que la familia era buena. Sus padres la habían enviado para aprender el idioma, dado que en Yorkshire no había medios para estudiar español. Su padre la había visitado un par de veces por lo que Martina lo había conocido personalmente y le había agradado, decía que tenía aspecto de actor de carácter de películas inglesas. Colocó sobre una bandeja pequeña el té y seis galletas María —las de toda la vida, las María de siempre—, ni una más ni una menos, aunque por su gusto se habría puesto otras seis, pero no, era muy disciplinada para todas sus cosas, alguna vez se daba el gustazo de saltarse a la torera las reglas que ella misma se había impuesto, era un placer que no experimentaría si no tuviera reglas —pensaba ella—, y no le faltaba razón, había conformado su vida de tal manera que se sentía completamente feliz. Con lo que tenía le bastaba, no escatimaba, pero tampoco derrochaba, sabía organizarse bastante bien, hasta se permitía el lujo de, alguna vez, ser generosa con los demás, le daba regusto serlo, más bien lo hacía por egoísmo propio, por sentirse satisfecha de sí misma sin importarle lo que pensaran los otros sin esperar reconocimiento ni correspondencia de nadie. Martina Fuentes elegía muy bien a sus amistades —no todo el mundo le valía—, tenía amigos de diferente pelaje y quién no le gustaba, por lo que fuera, lo excluía rápidamente de su vida o ella misma se auto apartaba, destruyendo todo rastro de esa persona, cualquier cosa que se la recordara: una foto, un detalle, una fecha etc. Así era Martina, nadie ni nada la obligaba a hacer algo que ella no quisiera hacer, a no ser, claro está, que fuera de fuerza mayo: un compromiso ineludible y todo ello fuera lo que fuese, sin perder la compostura. Pero no siempre había sido así. Ahora podía presumir de ser quien quería ser y no quien los demás querían que fuera. Disfrutaba de su libertad a cambio de su soledad. No se puede tener todo, hay que renunciar a algo, pero en el caso de Martina, su soledad no fue elegida, sino impuesta por una fuerza mayor imposible de esquivar: La muerte.

    Ya era noche cerrada, aunque fueran las seis de la tarde a Martina no le importaba que fuera de noche, al revés, le encantaba, le daba vida como si el día comenzara en el momento en que el sol, dando sus últimos estertores, desaparecía por el horizonte. Se encontraba llena de fuerza dispuesta a emprender cualquier trabajo que, naturalmente, fuera de su gusto. Leer, para ella, no era ningún trabajo, sino un auténtico placer por lo que después de merendar reanudó la lectura del libro que por aquellos días la tenía absorbida, era un ensayo sobre un tema que le interesaba mucho: La Mujer. Su evolución a través de los siglos. He aquí un extracto de lo que tenía Martina entre las manos:

    ¿No has oído lo que se suele decir, que el necio ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo? (...) como todos pretenden que la naturaleza femenina es inestable, se podría suponer que ellos siempre tienen el ánimo bien templado, o al menos que son más constantes que las mujeres. Pero resulta que exigen mucho más de las mujeres de lo que ellos demuestran. Los hombres, que siempre proclaman su fuerza y coraje, caen en tamaños fallos y criminales errores no por ignorancia sino a sabiendas de que se equivocan, eso sí, siempre se buscan disculpas, diciendo que el error es humano. Ahora bien, que una mujer tenga el menor fallo —provocado, en general, por un abuso de poder por parte del hombre— ¡y ya están listos para acusarlas de inconstancia y ligereza! (...) No existe ley ni tratado que les otorgue el derecho de pecar más que las mujeres ni que estipule que los defectos masculinos son más disculpables. En realidad, ellos se van cargando de tanta autoridad moral que se atribuyen el derecho de acusar a las mujeres de los peores defectos y crímenes, sin saber nunca comprender o disculparlas. (...) Así, el hombre siempre tiene el derecho a su favor porque pleitea representando a ambas partes.

    Estas líneas pertenecen a la obra, interesantísima, de Christine de Pisan; escritora francesa de la Edad media. Interesante mujer e interesante su obra. Martina sabía elegir sus libros. No era una obra feminista sino femenina. Todo lo que tuviera tufillo al movimiento feminista no le interesaba. Sonó el teléfono.

    —¡Vaya! —dijo resignada, pero al momento reaccionó— ¡Ni hablar! No voy a perder toda la tarde hablando de tonterías. Parece que la gente no tiene nada que hacer —Lo dejó sonar y después escuchó el mensaje que le habían dejado: Martina, soy yo…—. Lo que yo decía: la pava de mi prima que quiere hablar un rato conmigo porque está aburrida. Y siguió con la lectura.

    Sin mover una pestaña hacía de su capa un sayo, por ese motivo en su vida no había más que luces las sombras se habían diluido andando por el camino en los últimos años. En ocasiones, nunca olvidadas, había caminado por el desierto en soledad y sedienta, perdiendo la esperanza de encontrar agua antes de finalizar el camino, antes de morir. No llegó la samaritana a darle de beber, ella sola escarbando con sus dedos y en un esfuerzo supremo encontró un manantial de aguas claras y purísimas que nunca dejaron de manar y nunca se enturbiaron: no volvió a tener sed. No volvió a estar sola. Estaba con ella misma, se había encontrado y conocido para no abandonarse jamás. Era feliz; todo lo feliz que se puede ser en este mundo de incertidumbre y cambios, casi siempre para peor, pero ella se daba buena maña y le daba la vuelta a cualquier situación que intuía incómoda y que no le iba a reportar nada bueno para su salud mental. Sabía esquivarla y pasaportarla hacia otro lugar sin que ni siquiera le rozara, salía indemne de todos los atolladeros de una forma digna y elegante. No podía ser de otra manera. Martina era fuerte y orgullosa a la vez que vulnerable y humilde, de lágrima fácil —dependía de con quién— tenía su Talón de Aquiles: excesiva sensibilidad, su punto flaco, su mayor enemigo. No lo demostraba sino todo lo contrario, parecía que ella sola podía comerse el mundo, que le echaran lo que le echaran podría con todo, no se arredraba por nada. Tenía sus miedos encubiertos por una capa de amor propio, de tesón, de dignidad y de ¡YO PUEDO!.

    La tarde prometía —toda para ella—, no había quedado con nadie y no tenía nada que hacer fuera de casa. Pondría una buena música clásica de fondo: Chopin, Mozart, Beethoven, Chaikovski, por ejemplo, y entraría de cabeza en la lectura. Nada le podía hacer más feliz que el plan que tenía preparado para esa tarde.

    III

    —¡Lo siento mucho, Martina!, mi manía de no soportar el olor a comida es por lo que abro la ventana de la cocina y luego se me olvida cerrarla. No tengo arreglo, lo sé, pero me va a perdonar, ¿a que sí? —dijo Amy en el tono zalamero que tanto le gustaba.

    Martina no contestó; la miró de arriba abajo y al final sonrió.

    —No sé qué voy a hacer contigo. Si te llego a pillar en el momento, en caliente, bueno, es un decir porque hacía un frío terrible cuando fui a preparar el té, pero ahora ya en frío, que estoy calentita, se me ha pasado el enfado. Anda, ponte cómoda y ven a sentarte a mi lado, vendrás helada de la calle. ¿Qué tal noche hace? No sé a qué temperatura estaremos, pero no más de dos o tres grados.

    Martina se levantó y se acercó a la ventana para ver qué aspecto tenía la noche. Miró a través de los cristales sin intención de ver nada, era un acto reflejo como tantos otros: mirar el reloj cuando la hora no importa o tocarse los lóbulos de las orejas para comprobar si los pendientes están bien colocados. No había nada que ver, eran las diez de la noche y ni un alma por la calle. Además de frío hacía viento, el completo para una noche invernal e infernal, las ramas de los árboles lo decían claramente y ellas no saben mentir. ¡Hacía un frío de narices! En esas reflexiones andaba cuando Amy entró en el gabinete —así le gustaba a Martina llamar al cuarto de estar— y se sentó en su sillón tapándose con las faldillas de la camilla. Se había puesto el pijama acompañado de una bata a juego tan divertida como el pijama.

    —Que bien se está aquí, Martina, al calorcito, hace una noche muy fría menos mal que me ha traído un amigo en su coche —dijo Amy mientras se subía las faldillas hasta los hombros—, si no, habría tomado un taxi, aunque de dinero ando fatal, pero es que no hay quien aguante con el viento helado que corre. Claro, en el tiempo que llevo en Madrid me he acostumbrado al buen clima. Quiero olvidarme del frío de Inglaterra allí sí que hace malísimo siempre o casi siempre, no sé qué voy a hacer cuando regrese a mi país, me voy a acordar mucho de esta ciudad tan bella, me encanta, y de usted, Martina, es tan buena y paciente conmigo, voy a extrañar éstas noches de charla hasta las tantas, suerte que ninguna de las dos madrugamos —soltó una carcajada—. Nos escribiremos y llamaremos, ¿no es cierto?

    —¡Claro! Por supuesto mi niña; no perderemos el contacto, te lo prometo puedes creerme, sólo tengo una palabra. Pero no adelantemos acontecimientos, aún te queda mucho tiempo de estancia y quién sabe, a lo mejor vuelves para quedarte —Amy hizo un gesto de incredulidad—, sí, no muevas la cabeza, puede que te salga un trabajo como profesora de inglés; a compatriotas tuyos les ha ocurrido: vinieron a estudiar español y se quedaron aquí a trabajar. ¿Por qué no te puede pasar a ti?

    —Porque mis padres no lo permitirían, aunque soy mayor de edad, para ellos sigo siendo una niña pequeña, creen que los sigo necesitando cuando en realidad, son ellos los que me necesitan a mí, pero no se dan cuenta. No tienen a nadie más y a mí me da pena dejarlos solos, pero como usted muy bien dice, no adelantemos acontecimientos.

    Martina le había tomado afecto a la joven. Se estaba encariñando con ella, aunque sabía que eso no le convenía porque la iba a perder y luego…, ¿qué? ¿Volver a vivir otra vez un desierto? ¡No! Otra vez no. Tenía que reflexionar sobre el asunto, pero hoy lo dejaría pasar. Quizá mañana, esta noche disfrutaría de su compañía como todas las noches, sin pensar en nada más. La niña era un regalo de la Providencia, ojalá Emma, su propia hija, se le pareciera. Amy había venido a compensar el desapego de su hija y de su prolongado silencio, hacía cinco años que no la veía, desde que Martina prometió no volver por aquella casa, ya que el ambiente no le gustaba y Telmo tampoco, amén del nieto, mal educado e insolente. Emma en esos cinco años no había ido a visitarla ni una sola vez ¿Cómo se puede ser tan mala persona? ¡Así durante cinco años! Hay que desear hacer daño con toda intención para cometer semejante maldad sólo por el placer de causar dolor. Algún antepasado desconocido debió de ser tan malo como ella, no se le ocurría a quién podía haber salido, quizá la influencia de su yerno tenía algo que ver; era muy posible y le hacía un gran bien pensarlo. Bendecía a Amy que le daba lo que Emma le negaba. La consideraba como una hija o una nieta y lo que era mejor: Una amiga.

    Amy tenía veinte años, los suficientes para tener la cabeza en su sitio, no era una belleza, pero sí atractiva y muy resultona, con clase, con mucha clase, se parecía mucho a su padre, no en el color de la piel, pero sí en el de los ojos, un hombre muy agradable de ver y de tratar. Había aprendido con rapidez a defenderse en castellano y aunque los verbos se le resistían, tenía la gran suerte de contar con la ayuda de Martina que le corregía constantemente, como si las clases que recibía en la escuela se prolongaran en la casa. Estaban casi todo el día juntas, les gustaba a las dos ir de compras, al cine, teatro, comer, cenar o merendar y de esa forma, Amy practicaba sin esfuerzo, pues ya Martina se ocupaba de que así ocurriera, dejándola que diera la cara en todos los lugares a los que iban. Amy quisiera o no, se encargaba de hacer los pedidos, los pagos y elegir el menú pronunciándolo correctamente. Así mismo dar la dirección al taxista, incluso la obligaba a hablar con él y darle conversación. Exigencia ineludible de Martina. Por no decir ocuparse de todas las operaciones bancarias, pero siempre con Martina al lado por si tuviera algún tropiezo, con las cosas de comer no se juega. A Amy le encantaban las veladas con Martina, no ya por practicar el idioma —que también—, sino por escuchar embelesada su conversación, encontraba que era una mujer muy interesante, con mucho que contar y de la forma que lo explicaba le parecía que pasaba una película por delante de sus ojos, su expresividad y su pasión la transportaba al lugar de los hechos. Había matices que Amy no comprendía, palabras que se le escapaban, pero Martina, que siempre estaba al quite, respondía a todas sus preguntas de tal forma que el vocabulario de Amy se iba enriqueciendo con bastante rapidez.

    Cuando Amy llegó a la vida de Martina, al principio lo hizo con recelo, no le parecía una buena propuesta la convivencia con una señora que podía ser su madre o su abuela, no calculaba qué edad podría tener, pero fuera la que fuese, era mucho mayor que ella y pensaba que de qué hablarían si sus mundos eran diferentes y sus opiniones serían motivo de discusión; eso por fuerza crearía mal ambiente, su visión de la vida no sería igual que la de ella. Lo mismo que con sus padres, que nunca estaba de acuerdo con ellos. Al poco tiempo, comprobó que se había equivocado, que sus mundos no eran tan diferentes, que les unía sentimientos comunes: la nobleza, la lealtad y el amor a los demás, ni siquiera el distinto idioma las distanciaba. Se encontraba comprendida a la vez que comprendía. Estaban situadas en el mismo plano, ya los recelos habían desaparecido, le gustaba, nunca pensó que Martina fuera de su tiempo, del siglo veintiuno, no se había quedado detenida en épocas pasadas. Sin apenas apercibirse, se fue dejando atrapar por aquélla mujer de Las mil y una noches

    IV

    Terminada la cena y recogida la cocina, se acomodaron Martina y Amy alrededor de la mesa camilla una noche más, la veintiuna, atrás quedaban veinte magníficas noches de historias y confidencias y de una gran complicidad. La noche estaba fría y se arrellanaron en sus sillones orejeros con una infusión delante sobre una mesita auxiliar. Cada noche se hacían una especialidad diferente, hoy tocaba té verde. Esperaban con deleite que llegara el momento de reanudar lo que había quedado inconcluso la noche anterior.

    —¿Y qué pasó después, Martina?

    —Pues pasó que mi abuela, después de cuatro varones vivos, no sé cuantos que murieron al poco de nacer y algún aborto natural —en aquellos tiempos la mortalidad infantil era muy alta—, tuvo ganas de una niña y se la pidió a S. Antonio. Así estuvo durante años y S. Antonio nada, que no se la mandaba. Le hizo infinidad de novenas— era muy devota, iba todas las mañanas a misa de siete y media—, ya al final, cuando mi abuela estaba a punto de cumplir cincuenta años y ante el cansancio y el aburrimiento del Santo de recibir tantas novenas: se la concedió, justo en el año 1913. ¡Qué coincidencia!, ¿no? El trece es el número de San Antonio, su fiesta es el trece de junio. Ahí queda el hecho, cada uno que piense lo que quiera. Mi abuela por supuesto estaba convencida de que fue un milagro. ¡A los cincuenta años!, y no antes, en el año 13 y no en otro año y una niña y no otro varón, la cosa da que pensar. ¿Tú qué dices? —dijo Martina después de su parlamento.

    —La verdad…, no sé qué decir. No creo en esas cosas, pero sí que da que pensar. He oído que algunas mujeres extraordinarias han sido fértiles hasta muy avanzada edad.

    —Sí, ahí tienes el caso de mi abuela Irene, ella fue una mujer extraordinaria; me lo dijo mi madre cuando cumplí trece años y me tuvo que hablar de mujer a mujer —dijo Martina con un gesto de complicidad—. Tampoco comprendo cómo no se fue al otro mundo al dar a luz a mi madre a esa edad tan avanzada, o como no vino mal la recién nacida. Pues no; nació perfecta y además fue una belleza. Lástima que muriera tan joven. En los años de principios del siglo XX, las mujeres dejaban de tener hijos mucho antes que mi abuela y no me deja de extrañar tal fertilidad y tal fortaleza, pues de aspecto era pequeñita y poca cosa, frágil, parecía que se iba a romper, claro que yo la conocí cuando tenía más de setenta años y seguro que ya estaba consumida de tantos embarazos y tantos partos.

    —Sí que es un caso extraordinario, a buenas horas una mujer de ahora habría aguantado tanto, tienen un hijo o como mucho dos y ya, como los tienen tan tarde, empiezan con achaques: que, si artrosis o el ánimo por los suelos porque están envejeciendo, se arreglan el pecho porque se les ha caído, en fin… ¿Dónde están las mujeres bravas de tiempos pasados? ¿Qué ha sido de ellas? Mujeres como su abuela Irene. ¡Vaya mujer! —dijo Amy en el paroxismo del entusiasmo—. ¿Y hasta que edad vivió?

    —Creo que hasta pasados los noventa. Mis cuatro abuelos vivieron muchos años y no era nada fácil llegar a esas edades, ya que entonces no se había inventado la penicilina, precursora de todo lo que vino después y que sigue avanzando imparable en busca de la píldora de la eterna juventud.

    —Cierto, sus cuatro abuelos fueron unos verdaderos campeones. Qué suerte tuvo de conocerlos a todos. Y ya, por rizar el rizo—Amy ya sabía decir frases hechas, comprendiendo lo que significaban—, ¿de qué murieron?

    —De nada; de viejos. La vida se acaba y la naturaleza obra.

    —Pues tiene usted unos genes…, que ya los quisiera yo para mí.

    —¿Por qué dices eso?

    —Por nada. Sigamos con su historia. ¿Cómo fue recibida en la familia su madre? Todos los hermanos varones y mayores, ¿cómo reaccionaron? Sería una muñeca para ellos.

    —Sobre ese particular mi madre no me contó nada, seguro que no se acordaba, pero sí me dijo que tuvo una señorita de compañía —, no una niñera—, cuando ya era mayorcita, eso no se le había olvidado—, para llevarla al colegio, enseñarle música, y salir con ella de paseo hasta que llegó a la adolescencia. A los diecisiete años conoció a mi padre y a los diecinueve se casó con él, pero pasó todo el noviazgo paseando arriba y abajo por la Calle del Carmen, siempre donde mi abuela Irene los pudiera ver asomada a la ventana, o detrás de los cristales. Todo el tiempo que duró el noviazgo fueron vigilados por mi abuela; hasta que mi madre no regresaba a casa no dejaba la ventana. Igualito que ahora. —dijo Martina con voz de pito.

    —Bueno, tampoco lo diga con ese retintín. Usted que es una mujer moderna, de este tiempo, no tiene por qué extrañarse de los importantes cambios que se han producido en los últimos cincuenta años. ¿No me dirá que usted tuvo un noviazgo como el de su madre?

    —No. Claro que no, pero tampoco fue como los de ahora, a las diez tenía que estar en casa, ni un minuto más y eso que ya estábamos oficialmente prometidos. No le presenté mi novio a mi padre hasta poco antes de casarnos. La pedida de mano fue una semana antes de la boda. Hoy unos y otros, novios y novias, entran en las respectivas casas al poco tiempo de conocerse, no comprendo cómo los padres lo permiten o lo consienten — quiere decir lo mismo, puedes elegir la palabra que más te guste—. Así pasa luego lo que pasa, se termina la relación y vuelta a empezar una y otra vez. Si los padres le habían cogido afecto y ya conocían a los futuros consuegros, no hace falta ser muy inteligente para comprender lo que eso supone. ¿Qué dirán los padres en la intimidad familiar? Si es que dicen algo, tal vez disimulen y hagan como que no pasa nada, mirando para otro lado. Todo podría ser.

    —Sí, tiene razón, es una situación muy desagradable, pero los padres no pueden ponerse intransigentes porque temen perder a sus hijos y por eso tragan. —respondió Amy muy dispuesta y sin titubear.

    A Martina le sorprendió la clarividencia de Amy y la forma tan castiza de decirlo.

    —Has dado en el clavo —aseveró Martina—, yo no lo habría dicho mejor y con menos palabras. La antigua autoridad ya no existe, no la ejercen por lo que tú has dicho, por miedo. Hoy se admiten situaciones en el seno de la familia del todo inadmisibles, dan vergüenza y se aceptan sin importarles un ardite. ¡Qué falta de respeto a los padres! Y éstos, que poco se dan a respetar. La pescadilla que se muerde la cola. Conozco padres de carácter autoritario que da pena ver cómo se han bajado los pantalones.

    —Martina, ¿qué quiere decir eso de los pantalones?

    —Jajaja… ¡Claro! Perdona, pues quiere decir que han pasado por el aro, bueno, me vas a decir que qué es pasar por el aro y te diré que es…, bajarse los pantalones, lo mismo, las dos cosas es hacer lo que a los hijos se les antoje sin condiciones. Ellos tienen la sartén por el mango, no sé cómo las cosas han llegado a este punto. —Martina cada vez se iba indignando más.

    —Ya está, Martina, no se disguste, esos problemas no son suyos, no le afectan, déjelos correr, que cada palo aguante su vela, usted ya no tiene vela que aguantar.

    —¡Vaya! Tú también manejando los refranes españoles y yo que creía que no entendías ninguno.

    —Pues se equivoca; entiendo los que más me interesan, por ejemplo, el que dice: No por mucho madrugar…, ya sabe el final, sin embargo, este otro: Al que madruga…, no me gusta nada. ¿Por qué será?

    —¿Por qué va a ser? Porque te pasa lo mismo que a mí: nada de madrugar, ahora, de trasnochar…, lo que nos echen. Y hablando de trasnochar: ¿no crees que ya va siendo hora de irnos a dormir?

    —¡Oh, no! Martina, por favor, que todavía es temprano. Dígame algo sobre la manera de ser de su madre y por qué murió joven.

    —No, Amy, por hoy ya está bien. Hay que descansar, tú tienes mucha fortaleza, pero yo no tanta.

    Amy se resignó y después de bostezar, a su pesar, ya que no quería aceptar que tenía sueño y estirar los brazos con toda confianza, se levantó con mucha desgana, besó a Martina y se despidió hasta el día siguiente.

    V

    —¿Hay alguien en casa?

    Nadie contestó a la pregunta de Emma, el silencio era absoluto, solamente Loti, la gata siamesa salió a recibirla y empezó a restregarse en sus piernas, pero como llevaba botas no le debió de gustar y dejó de hacerlo. Emma no le hizo mucho caso a la gata, venía helada de la calle y se fue derecha a la cocina para prepararse un café bien caliente; ni siquiera se quitó el abrigo y la bufanda. La gata la siguió y vigiló a ver qué hacía y como vio que no le interesaba nada, volvió a acomodarse en su lugar preferido de invierno, encima del frigorífico.

    Tenía café hecho, cogió una taza de las de desayuno y vertió el café en ella hasta la mitad, la introdujo en el microondas, programó un minuto largo y aprovechó ese tiempo para quitarse la ropa de abrigo y las botas. Estaba lloviendo y, aunque amenazaba lluvia cuando salió de casa, no le apeteció llevar paraguas, era una molestia, se tropieza con todo y se corre el riesgo de dejarlo en cualquier parte y el plegable no le cabía en el bolso, así pues, marchó a cuerpo descubierto y volvió aterida y malhumorada por el frío y la lluvia —No tenía que haber salido, lo he podido dejar para otro día, total, no me corría ninguna prisa—. Pensó arrepentida de no haberse quedado en casa. Se sentó con aspecto encogido en uno de los taburetes de la cocina con la taza del café entre las manos para darles calor. Había anochecido y no se molestó en encender la luz, contemplaba absorta el ocaso cómo iba oscureciendo cada vez un poquito más, aunque lo miraba no lo veía, su atención estaba ocupada en otro lugar.

    —¿A dónde has ido?

    —¡Aaah! Me has asustado. Creí que no había nadie en casa, ¿por qué no has contestado cuando pregunté al entrar si había alguien?

    —No te oí.

    —¿No me oíste o no te convenía oírme?

    —Piensa lo que quieras, pero aún no has contestado a mi pregunta.

    —¿Acaso te importa a dónde he ido?

    —No. No me importa nada, pero tengo curiosidad y como soy tu marido tienes que responderme, ¿estamos?

    —No, no estamos; estoy harta de tus majaderías, de tus exigencias y necesito una vía de escape, si no, me voy a suicidar. He ido a donde a ti no te importa, imagínate lo que quieras lo que a tu mente perturbada se le antoje. A mí ya todo me da igual. Tendrás noticias de mi abogado. —Y dicho esto le dio la espalda y se encerró en el baño, allí dio rienda suelta a la rabia contenida que la

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