Cuentos de mujeres leves
Por Irma Verolín y Ana Paula Ocampo
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Irma Verolín pinta en cada línea, con humor y a veces con ironía, un fresco de las vicisitudes de hombres y mujeres que no siempre pueden expresar su dolor con la palabra, sino que lo manifiestan con sus acciones. Nos invita a entrar a cada uno de los cuentos con inocencia y asombro, para descubrir historias inusuales, corazones lastimados, vínculos amorosos o distantes.
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Cuentos de mujeres leves - Irma Verolín
Cuentos de mujeres leves
Cuentos de mujeres leves
Irma Verolín
LogosÍndice de contenido
Portadilla
Legales
I
Dos dientes plateados
El cumpleaños de una muchacha
La costurera
Tres velas
El tiempo se escurre
La cremación
Mac
Líneas dentro de un círculo
Saga del televisor
II
Noche inmensa
Punto ciego
Ventana ancha hacia ninguna parte
A través de la noche
Cuentos de mujeres leves
Irma Verolin-
Editorial Palabrava
Diagonal Maturo 786 - Santa Fe
editorialpalabrava@yahoo.com.ar
www.editorialpalabrava.com.ar
Colección Rosa de los vientos
Directora de colección: Patricia Severín
Coeditoras: Viviana Rosenzwit y Susana Ibáñez
Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit
Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit
Santa Fe - www.sugoilab.com
Foto de portada: Ana Paula Ocampo
Digitalización: Proyecto451
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright
, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
ISBN edición digital (ePub): 978-987-4156-63-1
IlustraciónI
…camino apoyada en la pared, escamoteo la melodía descubierta, ando en la sombra, en ese lugar donde tantas cosas suceden. A veces me escurro por el muro, en el lugar donde nunca pega el sol.
Clarice Lispector
Dos dientes plateados
Yo no estaba enterada de que a mi abuelo sólo le quedaban dos dientes que eran el sostén de sus otros dientes artificiales, pagados por él mismo en una dependencia del Servicio Social. Mi abuelo jamás había hablado de sus dos últimos dientes ni con orgullo ni sin orgullo. Sencillamente se había acostumbrado a tenerlos aún en la encía cubiertos por metal plateado. Empezó a hablar de ellos por primera vez cuando sintió que se le movían y lo fastidiaban. Sí, los dos dientes se le movían mucho dentro de su boca roja y húmeda, especialmente cuando masticaba. Y en el vaivén se le movía toda la dentadura que había sido enganchada a los dos dientes cuando no eran aún lo que terminaron siendo: dos temblequeos que a veces brillaban. Vaya a saber cómo un buen día mi abuelo dedujo que lo mejor que podía hacer era hacérselos extraer. Sucedió durante la hora de comer. Se lo dijo a mi abuela, secamente, sin rodeos, y con tono de decisión contundente. Después enarcó las cejas y corrió con suavidad el plato hacia el centro de la mesa. A mi abuela ese gesto tan típico de mi abuelo le provocaba tirria, porque quería significar lisa y llanamente: no más comida por hoy. Para mi abuela que alguien no dejara el plato limpio representaba poco menos que un desprecio al sentido primordial de su vida. Mi abuela se quedó mirando el plato a medio vaciar sin decir esta boca es mía. Y no se habló más del asunto.
Los dos dientes plateados continuaron moviéndose dentro de la boca de mi abuelo arrastrando en su vaivén a los artificiales, que se defendían bastante bien porque estaban unidos entre sí. Y, por si esto fuera poco, además habían sido sujetados al paladar rosado, muy rosado, de ese color con que se pintan las flores que ilustran los almanaques y que contrastaba con el color natural de la boca de mi abuelo, hecha de carne rojiza, de esa carne bien rojiza y resbalosa que todo el mundo tiene en el interior de su boca.
La mañana en que fuimos al consultorio del dentista llovía. Mi abuelo entró en el taxi como si entrara en una cueva. Yo lo ayudé a doblar la cabeza y los tobillos para que su cuerpo se plegara. Enseguida vi su torso acurrucado, blandito, en el asiento. De inmediato el taxi arrancó. La lluvia platinaba el asfalto y los techos niquelados de los automóviles. El taxista escuchaba la radio, parecía atento, interesado en lo que decían unas cuantas voces bien templadas. Le imaginé los ojos soñadores. En la radio alguien hablaba del mundo, de este dichoso mundo desquiciado del que mi abuelo se iba retirando lenta y astutamente gracias a la estratagema de envejecer. El taxista movía la cabeza para asentir o disentir mientras la lluvia continuaba cayendo y mi abuelo se dejaba llevar con los dos dientes en su lugar.
Antes de que mi abuelo se sentara en el sillón, el dentista lo miró de arriba abajo. Enseguida dijo:
− Anestesia a un hombre tan anciano yo no le pongo −y se cruzó de brazos.
Cuando mi abuelo abrió la boca descubrimos que, además de los dos dientes plateados, tenía una llaguita. Era una llaguita insignificante con los bordes de hilo blanco. Mi abuelo cerró la boca y el dentista dijo:
− No.
Al darse cuenta de que tendría que volver a su casa con los dos dientes intactos, mi abuelo se puso a hacer pucheros.
Volvimos en el taxi escuchando otra emisora de radio. Y de nuevo la lluvia. El taxista, que giraba continuamente la cabeza hacia atrás para darle a nuestra conversación un toque más íntimo, tenía una expresión dura en los ojos. No dejó de darnos consejos sobre la higiene y la anestesia bucal ni de jactarse de que jamás había pisado el consultorio de un dentista. Si le dolía alguna muela él se arreglaba solo. Eso dijo. Y lo recalcó tres veces. Los dientes se le caían de pronto, inesperadamente, y después tenía que vivir con las raíces dentro de la encía y soportar el dolor. Pero ir a lamerle el culo a un dentista, nunca, a Dios gracias, por lo demás estaba bien conforme con su vida, terminó diciendo el taxista sin dejar de mirarnos intermitentemente con sus ojos inexpresivos.
A mi abuela la descorazonó muchísimo ver todavía los dos dientes tambaleantes dentro de la boca de mi abuelo. Hablamos de la llaguita. Hablamos por hablar, para disminuir nuestra incertidumbre, pero el tema se agotó enseguida. Fuera de su ubicación cercana a los dos dientes y de su borde blanco, poco quedaba por decir.
Mi abuela se puso a preparar sopa y papilla. La vi manotear una arandela de plástico y maldije el delantal marrón que llevaba puesto, que a esas alturas de la vida estaba plagado de manchas indelebles y tenía roturas que nadie sería capaz de explicarse. Después mi abuela y yo hablamos de los buches con Filocin mientras mi abuelo se iba aflojando y aflojando en la silla porque se caía de sueño.
− Abuela –dije−, hay que llevarlo a la cama.
− Sí –contestó ella−. Fijate, parece un flancito.
Yo me figuré que, poco a poco, desde la silla, mi abuelo iba a ir resbalándose por el mundo hasta desaparecer.
De repente mi abuela dijo:
−Si en vez de aflojársele el cuerpo a este hombre, se le aflojaran de una vez los dos dientes, esa sí que sería una gran suerte.
Moví la cabeza hacia delante y me acordé del taxista del viaje de ida y de sus ojos soñadores. Y de la lluvia. También me acordé de que la lluvia hacía brillar el mundo, como seguramente estaban brillando ahora en la oscuridad de la boca cerrada de mi abuelo sus dos dientes y el hilo blanco de los bordes de la llaguita que acabábamos de descubrir. Enseguida, en un ramalazo de la memoria, volví a aquella tarde remota en que, con las piernas sueltas en la silla de comer, me balanceé con entusiasmo. Mi abuelo, con cincuenta años, sonreía desde un rincón. Una de mis manos apretaba el sonajero, la otra estaba suelta en el aire. Me balanceé con mayor fuerza hacia delante, hacia atrás, hacia delante, buscando que la sonrisa cómplice de mi abuelo se