Luces prestadas
Por Alejandro Molina
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Luces prestadas - Alejandro Molina
Vivir es aprender a decir adiós: adiós a la orografía de la infancia y al templo de la inocencia; adiós a los trenes que dejaste pasar y adiós a las metas que cruzaste; adiós a la palingenesia de la adolescencia y a los corazones reducidos a cenizas que deja; adiós a un septiembre tras otro y a sus estrellas, y adiós a las brasas que tiñen sus atardeceres de naranja y de rosa; adiós a quienes amamos y a quienes nos amaron, y adiós a tantísimas palabras y a otras tantas promesas. Y cuando aprendemos a decirlo, afrontamos la tarea de ponerlo por escrito y nos damos cuenta de que adiós es un término que se acentúa con sales de plata; un término que, una vez bañado con la luz adecuada, registra la auténtica naturaleza de nuestra existencia: una hermosa instantánea.
logo-edoblicuas.pngLuces prestadas
Alejandro Molina
www.edicionesoblicuas.com
Luces prestadas
© 2023, Alejandro Molina
© 2023, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-19805-16-4
ISBN edición papel: 978-84-19805-15-7
Edición: 2023
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Contenido
¿Quién no se llama carlos o cualquier otra cosa?
Una piel de invencible corteza
La luna que miraban los caldeos
La paz también es movimiento
Suposición de peces y navíos
La luz usada deja polvo de mariposa entre los dedos
Un rumor a lila rompiéndose
El juego de los erguidos
Un pensamiento mudo como una herida
Callada y constelada
Epílogo, por Aitor Frías
Nota del Autor
El autor
En memoria de Cooper, Ozzy y Hadita.
Os echo mucho de menos, compañeros.
Las grandes palabras
son los pensamientos que no son propios.
Cézanne
J. Gasquet
La gente usa las palabras como si estuviera tirando basura.
Centro de belleza
Joy Williams
¿Quién no se llama carlos o cualquier otra cosa?
Cuando aparqué, apagué el motor y esperé unos segundos dentro del coche. Luego bajé y miré la fachada de la casa. Las sombras del interior, veladas por las cortinas de las ventanas, se movían con lentitud. El cielo era gris, y chispeaba. Una lluvia imperceptible pero constante. El día guardaba silencio.
Me tomé un momento frente a la puerta antes de llamar. La aldaba, del color de la pizarra, representaba una mano agarrando una piedra. La cogí y golpeé un par de veces con ella; salió mi tía a abrirme. Las ojeras horadaban su expresión y hundían su mirada en lo profundo de uno mismo.
Pasa, hijo.
Estaba oscuro. Nos dimos dos besos. Entré en casa y dejé mi abrigo en la percha. Mi tío, mi hermana y su marido permanecían de pie allí en la entrada, frente a la puerta cerrada de la izquierda, que daba al dormitorio de mis abuelos. Tras ellos, y enfrentada a la otra, la puerta del salón permanecía abierta.
Saludé a mi tío. Luego saludé a mi hermana y a su marido y les pregunté por mi padre.
Está con el abuelo, dijo mi hermana.
Asentí.
¿Cómo estás?, le pregunté.
A mi hermana se le saltaron las lágrimas al escucharme. Agachó la cabeza y fijó sus ojos en el suelo, como si tratase de atravesarlo con la mirada, como si allí abajo hubiera alguna respuesta posible a mi pregunta.
Voy a ver a la abuela, dije.
Entré al salón. Mi abuela estaba sentada en un sillón y se tapaba con las faldas de la mesa camilla. Mi tía le preguntaba si quería tomarse algo y mi abuela negaba con la cabeza sin decir una palabra. La televisión estaba puesta, pero ninguna de las dos la miraba. Tampoco yo vi lo que estaban poniendo. Había ruido, que era lo importante: voces de personas y barullo y música y efectos de sonido.
Hola, abuela.
Le di dos besos. Ella hizo el esfuerzo de decirme algo, pero lo dijo tan bajo que apenas pude escucharlo.
Tenía mala cara. Hacía tiempo que había empezado a perder visión. Su mirada estaba tan vacía como llena de intención. Sus manos se dirigían a tu rostro y lo leían como si fuera braille y te daba un beso allí donde había leído mejilla mientras sus ojos se relajaban y apuntaban ya, innecesarios, a cualquier otra parte. Aquel día, sin embargo, me miró aun sin poder verme.
Mi tía me preguntó si quería un café.
No, contesté.
Ya está hecho.
No, gracias, de verdad. He tomado uno antes de venir.
Como quieras, dijo antes de salir por la puerta.
Mi hermana y su marido entraron al salón. Él se sentó en el sofá y se cubrió con las faldas al calor del brasero. Mi hermana se sentó junto a mi abuela.
Nadie dijo nada durante unos segundos y yo volví a la entrada. Me encontré a mi madre.
¿Dónde estabas?, le pregunté.
En el servicio.
Nos dimos dos besos.
¿Cómo está papá?
Tranquilo.
Me alegro.
¿Has visto al abuelo?
Todavía no. Estaba con la abuela.
Vamos.
Mi madre abrió la puerta del dormitorio de mis abuelos y entramos en la habitación.
Las cortinas estaban corridas. Una sola luz amarilla procedente de un flexo junto a la camilla en la que se encontraba acostado mi abuelo, iluminaba la estancia, por lo demás desordenada y perlada de penumbra. Solo se escuchaba el ruido de la máquina de oxígeno. Flotaba en el ambiente una plomiza nube de desasosiego de la que escapaban, sin embargo, destellos de esa tensión tan propia de mudas esperanzas del tamaño de ballenas.
Mi padre y mi tío nos miraron. Le di dos besos a mi padre. Sus ojos estaban rojos a causa del humo del tabaco y la falta de sueño, pues las lágrimas hacía días que escaseaban, no por haberlas derramado ya todas, sino por el dique que supone todo desconcierto. Su mirada hablaba un idioma anterior al lenguaje, aquel que, a pesar de resultarnos familiar, no alcanzamos a descifrar cuando resuena en los densos umbrales de la comprensión.
Qué hay, abuelo.
Me acerqué a mi abuelo y me incliné hacia él para darle un beso. Puse mi mejilla junto a sus labios para que él hiciera lo propio. Luego me miró y encontré en sus ojos esa expectación nerviosa con que los niños observan lo inminente. Estaba alerta. Me dio la impresión de que era el único que tenía la mirada puesta en aquello que observaba, el único que estaba allí de verdad, en ese preciso instante, en ese preciso lugar y en ninguna otra parte.
¿Cómo estás?, logró preguntarme a través de la mascarilla de oxígeno.
Sonreí.
Yo estoy bien, dije.
Él dijo algo que no pude entender. Su voz era débil. La mascarilla le molestaba al hablar y trataba de quitársela.
No te la quites, le dijo mi tío.
¿Cómo ha pasado la noche?, le pregunté a mi padre.
Ha dormido algo.
Siéntate, me dijo mi abuelo.
Me senté en el borde de la cama de matrimonio, junto a la camilla. Cogí su mano. Sus dedos eran huesudos y cálidos. Le pregunté si necesitaba algo. Él negó con la cabeza. Le habría gustado contarme alguna de esas historias de cuando se encontró con los maquis o iba de caza, historias de las que yo solía tomar notas, pero hablar le costaba más de lo que estaba dispuesto a admitir, y tras un par de amagos, trató de quitarse la mascarilla de nuevo.
Déjatela, insistió mi tío. ¿Tanto te molesta?
Me molesta, dijo él.
Déjatela.
Permanecimos callados un momento. Mi padre estaba comprobando los indicadores de la máquina de oxígeno y la perilla del regulador de la bombona. Entonces entró mi tía. Llevaba un bol con comida en la mano.
Vamos a comer un poco, le dijo a mi abuelo.
Él negó con la cabeza.
Es puré de frutas, insistió ella.
Me levanté para dejarle el sitio. Mi tía se sentó junto a su padre y le quitó la mascarilla de oxígeno.
No quiero comer, dijo mi abuelo.
Solo un poco.
No.
A lo mejor le da vergüenza, nos susurró mi tío.
¿Salimos?, pregunté.
Mi tío asintió.
No quiere que veáis cómo le damos de comer, dijo.
Mi abuelo también dijo algo, pero no lo entendimos.
Levanté una mano en señal de censura.
No te molestes en hablar, le dije. Ahora mismo volvemos. Come un poco.
Mis padres y yo salimos y mis tíos se quedaron con mi abuelo. Cerré la puerta de la habitación. Los ruidos de la televisión variaban sin sentido. Alguien estaba haciendo zapping.
Voy a fumarme un cigarro, dijo mi padre.
Salió a la puerta. Mi madre y yo salimos tras él.
El suelo de hormigón estaba repleto de pequeños circulitos negros y había algunos charcos, pero ya no llovía. La caída de la tarde ennegrecía cada vez más el cielo repleto de nubes del color de la ceniza. A pesar de lo que marcaban los termómetros, la temperatura era muy agradable, y una brisa fresca insuflaba vida al contacto con la piel del rostro.
¿Cómo lo veis?, nos preguntó.
Mi madre se encogió de hombros. Sus ojos se humedecieron, las comisuras de sus labios temblaron como brazos flaqueando por el esfuerzo de sostener el peso de la pena, en un intento vano de que esta no aplastara sus anhelos.
Está mejor de lo que me imaginaba, contesté yo.
Cuando te llamé parecía inminente.
Es un hombre muy fuerte.
Sí que lo es.
El motor de un avión nos sobrevoló en la inmensa lejanía aérea. Un perro callejero olisqueó la esquina de la casa de enfrente y levantó la pata y orinó en ella. Unas calles más allá se escuchaba el ruido de unos niños jugando. Los charcos reflejaron las luces de las farolas que comenzaban a encenderse. Las campanas de la iglesia dieron la hora.
¿Has dormido algo?, pregunté.
A ratos, dijo mi padre.
Vimos a una mujer de unos setenta años acercándose a casa. Mi padre tiró el cigarro al suelo y dejó allí la colilla. Todavía desprendía humo. La mujer se acercó a mi padre y le dio dos besos.
¿Y la María?, preguntó.
Está ahí dentro, en el salón.
Hola, Encarna, dijo mi madre.
Se dieron dos besos.
¿Este es tu niño?, preguntó la mujer.
Hola, dije yo.
¡Qué grande está!
Nos dimos dos besos.
Madre mía cómo has crecido, me