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Dime que no fue verdad
Dime que no fue verdad
Dime que no fue verdad
Libro electrónico320 páginas4 horas

Dime que no fue verdad

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Información de este libro electrónico

Dime que no fue verdad es el fruto de una mente creativa que nos relata, con toques hollywoodenses, las locuras que se pueden llegar a hacer en nombre del amor y cómo esos actos irreflexivos, en ocasiones, pueden degradar al niño interior que todos llevamos dentro y al que nadie debería callar.
Mauro nos hará reír y soñar con la ilusión de un amor sin trabas y nos demostrará la importancia que tiene saber parar, reflexionar y luchar por lo que se quiere.

Hola, soy Mario. Desde muy temprana edad he seguido mis instintos de disfrutar la vida lo máximo posible; desde pequeño siempre iba revolucionado, nada me paraba. Un vividor, como siempre me dicen mis padres. La música, la escritura, el arte en general siempre ha estado presente en mi día a día. Mi acercamiento a la escritura empezó a través de la música, disfruté de una experiencia extraordinaria en un grupo durante la época del colegio y parte de la universidad, y ahí componíamos letras de canciones, melodías… Siempre he presumido de tener una inventiva bastante potente; en mi día a día me dedico al márketing de perfumes: otra manera de contar cuentos a través de story tellings mágicos que, acompañados con la esencia de cada fragancia, te transporta a otros mundos. Soñar despierto me ha dado la oportunidad de que la gente pueda disfrutar de este pequeño gran proyecto, y los que quedan…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 feb 2024
ISBN9791220148368
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    Dime que no fue verdad - Mario Díaz-Mor Bautista

    I

    ¡FELICIDADES!

    Fue llegar al sitio de la pedida y me abalancé sobre él. Era el día de su cumpleaños, tres días después del mío.

    Nos sentamos en una mesa redonda dentro del restaurante, era todo para invitados, por lo que no hubo problemas en pedir vinos hasta que nuestros ojos cobraron el color vidrioso de los atardeceres de verano… Enseguida, me puse a su lado, él no sabía que yo lo sabía, y actué en consecuencia para que su evolución natural fuese tal y como él pudo planearlo días antes.

    Me preguntó:

    —Oye, Maurete, ¿qué montamos, tío? A nivel empresarial…

    Yo la verdad es que, si en ese momento hubiese sido plenamente consciente de que lo que me decía era real, hubiese prestado plena atención; creo que incluso habría tomado nota.

    Reaccioné y desperté de un sueño mientras me hablaba de algo que no pude entender, pero el tono de su voz se había colado dentro de mí, atrapándome en un estado de éxtasis, como el flautista que hipnotiza a las cobras. Mi línea de flotabilidad estaba en su máximo esplendor.

    —¿Qué montamos de qué, Valentín? —le contesté yo mostrando mayor atención a su boca que a sus ojos.

    —Pues una empresa; tú eres muy creativo, tienes ideas siempre, y yo estoy cansado de tener jefes y de ir dando tumbos hacia sitios que no quiero —me contestó.

    —La verdad es que ideas y ganas no me faltan, pero no tengo la cartera como para ponerme a invertir, déjame ahorrar un poco, y nos ponemos hacer un brain storm.

    Salimos de la zona del picoteo y, por un instante, nos separamos; Valentín llevaba años fuera de España por lo que tenía que saludar a amigos y conocidos que llevaba tiempo sin ver.

    Tras varios vinos y múltiples conversaciones, nos juntamos los nuestros en unas mesas altas en la zona del jardín.

    Tengo el recuerdo de él picándose con el resto de los amigos de la mesa diciendo que podía hacer perfectamente un hands stand (postura de yoga en la que levantas tu cuerpo en vertical encima de tu cabeza, ayudándote a hacer equilibrio con los antebrazos). Se levantó buscando una superficie amplia en el suelo y, cuando empezó a ponerse de rodillas, me levanté de forma impulsiva para ver que su grado de alcohol en sangre no le hiciera abrirse la frente contra el terreno de gravilla.

    Quedó como un señor, como un señor borracho, pero en plenas facultades de burlar un control de alcohol en carretera antes de que inventaran los alcoholímetros.

    Como si de una actuación de circo se tratase, todos empezamos a aplaudir y Valentín, con la cara roja debido a que el flujo de sangre se había centrado en la zona de la cabeza, se inclinó hacia nosotros dando las gracias a un público muy entregado.

    Avanzaba la tarde noche y, con ella, mis ganas de acercarme, pero no encontraba la forma de hacerlo de una forma sutil. Sin embargo, todos sabemos que la vida es caprichosa y que de alguna manera el universo nos escucha cuando hay emoción y pureza en nuestras peticiones.

    —¡Hey! ¿Cómo bajamos a Madrid? —preguntó Valentín dirigiéndose a todos.

    Era mi momento, me acerqué a él y le dije:

    —Yo he traído el coche así que, si te va bien, yo te acerco.

    —¡Genial, Mauro! Pues me bajo contigo —me dijo de forma desenfadada.

    Yo por dentro estaba emocionado, posiblemente se uniría más gente en el coche, pero la idea era dejarlo a él el último y así poder tener un momento con él a solas… Pero mi gozo en un pozo, nuestra amiga Miri, embarazada, dijo que ella se encargaba de hacer ruta y que no solo llevaría a Valentín, sino al resto de amigos que vivían por la zona de Alonso Martínez.

    A pesar de que mi plan maestro de secuestro se arruinó, tenía un aliciente ya que cada vez que nuestras miradas se cruzaban, se mantenían fijas, como si nuestros ojos llevasen años queriendo hablar y, por fin, había un sentimiento de libertad que no interrumpía la comunicación.

    Es curioso cómo son los estados de ánimo, o comportamientos de las personas, en los que tu mente crea bloqueos que hacen que no te proyectes a los demás de la manera que deberías, intentado evitar que ninguna mirada furtiva sea capaz de leerte. Y esto era lo que me pasó con Valentín. No voy a mentir, nunca me sentí atraído por él, en el sentido en el que no se mostraba real, y no era capaz de leerle; su barrera era demasiado amplia, es cierto que su mirada, su intensidad de vibra, a mí me hacía mirar y mirar, pero el problema es de quien mira y no encuentra explicación, pero no fue hasta ese momento en el que mi deseo hacia él apareció.

    Decidimos irnos relativamente pronto a dormir, ya que al día siguiente era el gran día, y teníamos que estar frescos para darlo todo en la boda.

    Me desperté temprano, fui al gimnasio, me despejé y fui a casa a tomar un poco el sol, quería estar algo bronceado para el enlace.

    En mi cuarto tenía preparado el chaqué encima de la cama, me di una ducha, me afeité, y empecé a vestirme.

    El chat de amigos estaba ardiendo, y decidimos quedar un poco antes de la ceremonia para tomarnos unas cervezas.

    Con todo el disfraz de pingüino encima, llamé a un taxi para que me llevase a la zona de Alonso Martínez. Ahí fui a casa de mi colega Dani y empezamos a tomarnos unas cervezas. Como era de esperar, nadie llegó a tiempo para tomarse la previa.

    Tras un par de rubias, Dani y yo decidimos ir yendo a la puerta de la iglesia y, una vez allí, empezamos a ver a nuestros amigos y conocidos.

    Sentí vibrar el móvil en el bolsillo interno de la chaqueta, lo cogí y desbloqueé la pantalla.

    Valentín: Oye, voy a ir directo a la comida, ¿me vas diciendo cómo va la ceremonia?

    «Qué cabrón», pensé.

    Decidió hacer un Hannover, por lo que yo, al ser testigo, era su topo.

    Mauro: El águila está caminando hacia el altar.

    Le fui escribiendo mensajes para que supiera cuándo tenía que ir acercándose a la zona para coger uno de los autobuses que nos llevaban a la finca desde el centro de la ciudad.

    En mi fuero interno algo se estaba cociendo porque se me había creado la necesidad de escribirle sin parar…

    Llegó el momento de llegar a la finca, nos bajamos de los autobuses y mi mirada inquieta no paraba de analizar el entorno buscándolo.

    Pude ver mi reflejo en una de las puertas de cristal, iba muy bien puesto, un chaqué clásico, chaleco gris perla y corbata de seda azul verdoso.

    El lugar estaba decorada precioso, de las lámparas colgaban ramos de flores secas y las mesas estaban ornamentadas con todo lujo de detalle. Fuimos hacia la zona del cóctel, empezamos con los vinos y el picoteo previo a la comida principal.

    Noté un toque en el hombro, y giré sobre mis pies.

    —Hola, caballero elegantón —me dijo Valentín echándome sus brazos para estrujarme contra él.

    —Pero bueno, menuda bombita de humo has hecho en la ceremonia —le dije confidente al oído y entre risas.

    Me pellizcó en la espalda para que no lo dijese muy alto.

    Las múltiples carcajadas, voces altas y tintineos de las copas se transformaron en la melodía que nos acompañaban durante aquel escenario.

    En un momento en el que estaba completamente metido en una conversación con unos amigos que hacía tiempo que no veía, la wedding planer vino con un micrófono y me dijo:

    —Te toca, artista.

    Sentí que la sangre de todo el cuerpo abandonaba mis extremidades, como si me fuese a enfrentar a un ataque frenético de una fiera hambrienta. La novia, amiga, hermana, confidente, me pidió que cantase en su boda la canción con la que su actual marido le pidió matrimonio, por lo que acepté; no podía llevarle la contraria. En el momento en el que empecé a cantar, Ángela estaba enfrente de mí, pero a mi izquierda estaba él atravesándome con la mirada. Durante unos segundos giré la cabeza para mirarlo, le guiñé un ojo y continué con la actuación dedicada a los novios. Ambos sabíamos que parte de esa actuación también era para él. Tenía esa mirada inocente de niño descubriendo mundos inexplorados, a pesar de haber estado migrando everywhere since forever.

    Fuimos a buscar la mesa en la que nos habían sentado, yo ya sabía con quién me había tocado, pero no sabía el número de la mesa en cuestión.

    —Mauro, ¡pero si estamos juntos! —dijo Valentín entusiasmado.

    —Pero bueno, qué sorpresa —respondí yo guiñándole un ojo.

    Estando juntos en la mesa del convite era imposible no mirarlo, le resultó imposible no mirarme.

    Cuando salíamos a fumar, yo ya tenía el vino corriendo por mi torrente sanguíneo y no me callaba y, además, empecé a montar monólogos cómico-patéticos de verborrea descontrolada para crear alguna risa.

    El resto del tiempo fluyó el alcohol y me dediqué a bailar y disfrutar, hablar con compañeros de universidad y no centrarme demasiado en él.

    Como en todos los saraos, me puse a hacer coreografías con mi amiga-hermana Alma. A las bodas a las que vamos siempre nos vienen los novios diciendo que, después de ellos, somos nosotros los que tenemos más fotos, y no por guapos, sino por bailongos.

    Tras un rato dando brincos, decidí ir a la barra a por una copa, me temblaban las piernas, estaba empezando con los sudores. En el momento en el que lo localicé, en un instante, la gente se dispersó en un punto de la zona de baile, nos sonreímos cómplices y, desde entonces, no me separé de él y decidimos perdernos por los diferentes espacios que tenía la finca.

    Solo quería besarlo, solo quería enredarme con él, sin parar, sin pensar, sin analizar las consecuencias, solo lanzarme. Pero no quería ser así de obvio.

    —Bueno, cuéntame, ¿cómo estás? —le pregunté para romper el hielo.

    —Pues tío, muy bien; bueno, no sé si te han contado, pero lo estoy diciendo a la gente cercana, me ha costado, pero finalmente he querido dejar de tener miedos y lanzarme, así que te lo cuento, soy…

    Antes de que pudiera terminar la frase, le interrumpí:

    —Eres Valentín… No etiquetes, y conmigo no hace falta que te pongas una identificación. Ya lo sabía, desde hace años, y sabía que era cuestión de tiempo, y más por los ambientes en los que nos movemos, pero gracias por confiar en mí.

    No dijo nada, me abrazó fuerte, y me dijo:

    —Gracias, amiguito… —continuó hablando—: La segunda parte de la historia es que estuve cuatro años con un tío y lo dejamos. Llevamos medio año sin vernos, pero yo creo que es el hombre de mi vida, así que ahora me voy a Nueva York unos meses a reencontrarnos a ver qué sale de esa convivencia…

    En ese momento, todos mis instintos de caza se redujeron al sonido que hace un globo al desinflarse por una habitación hasta que cae hecho un asco al suelo… Le permití que continuase hablando, se le veía entusiasmado con la historia y, sabiendo que estaba en proceso de liberación, hablar sobre el asunto es lo que ayuda a confirmarte que todo está bien.

    Mi móvil empezó a vibrar, descolgué.

    —Mandrilín, ¿dónde estás? Son las doce y nos llevan ya de vuelta a Madrid —me dijo Alma.

    —Eh, vale, ya vamos, hay que ir hacia los autobuses ¿no? Vamos para allá —le contesté.

    —¿Vamos? ¿Cómo que vamos? Travieso… —me comentó con voz de guasa.

    —Vamos para allá —le contesté entre risas y colgué el teléfono.

    Miré a Valentín y le dije:

    —Tenemos que volver al centro, se acabó la boda, vamos a los buses, anda.

    Éramos prácticamente los últimos, aligeramos el paso y salimos hacia el camino de tierra. Un autobús estaba casi lleno, me apetecía muchísimo el lío que se montaba en los buses de vuelta con la gente diciendo barbaridades, unos cantando, otros vomitando…

    Y, en el momento en el que estaba dirigiéndome al autobús más lleno, él tiró de mi brazo y decidió que nos fuéramos en el que estaba más vacío… Mi cabeza empezó con un bombardeo de autopreguntas: «¿Qué hace? ¿Por qué nos aísla? No creo que se lance en el autobús, me acaba contar lo del chico este».

    Me senté a su lado, nada de las cuestiones anteriores llegaron a ser una realidad, Valentín solo necesitaba hablar y hablar; soltar todo lo que había guardado dentro, sin la posibilidad de haberlo contado en treinta años, un secreto que, aun siendo algo que cada vez está más aceptado, le ha pesado mucho y no le permitía estar al cien por cien en ningún momento de su vida.

    Al llegar al destino, en Alonso Martínez, nos dimos cuenta de que no conocíamos a nadie de la gente que iba con nosotros en el autobús. La verdad es que éramos nosotros y otras dos parejas, por lo que saqué el móvil para llamar a mi amiga Bego.

    —Maureteeeeee, ¿Estás en mi autobús? —me dijo a través de las copas que llevaba encima.

    Solté una carcajada y contesté:

    —Pero ¿qué dices? Si estoy con Valentín en Alonso Martínez ya…

    —¡¿No jodas?! Pues yo me he bajado en el Bernabéu porque me he dejado las llaves de casa en una bolsa en la finca de la boda y está viniendo un taxi con las llaves que me ha mandado mi tía y de aquí voy hacia casa. ¿Tú dónde estás?

    Volví a soltar una carcajada y dije:

    —¿Otra vez? Que estoy con Valen en Alonso Martínez. Vale, pues sabiendo que estás esperando el taxi, vamos pillando un par de cervezas y vamos caminando hasta tu casa.

    Colgué el teléfono, y miré a Valentín; estaba apoyado en una de las barandillas que delimitan la acera de la plaza.

    Me dirigí hacia él, extendí mi mano y me la tomó. Tiré de él y se acercó a mí. Pasé mi brazo por encima de su cuello y él se enganchó a mi cintura. En ese momento, mi cabeza transmitió el mensaje de puzzle complete (perdón por la pedantería del inglés, pero lo vi como un cartel de neón) sabía que ese gesto cambiaría la vida, que ese tacto no se olvidaría… Mi pecho volvió a agrietarse…

    Yendo a casa de Bego no nos soltamos, solo nos agarramos, no podíamos separarnos, como dos bebés gemelos en el vientre materno, ese gesto de necesidad de sentir la materia, y la calidez del alma. Como si en tu más profundo fuero interno tu cuerpo supiera que había algo que faltaba y, al no saber qué era, jamás permitía que saliese a relucir esa sensación de vacío o de carencia; pero, por arte de magia, ese sentimiento contenido brotó y, ¡pum!, otra grieta en el pecho… No podíamos separarnos… No podíamos.

    Estuvimos en casa de nuestra amiga en común tomando cerves y solo escuchaba elogios de su parte hacia mí.

    —Te admiro —me dijo; nadie en mi vida me había dicho mirándome a los ojos eso.

    —¿Por qué? No lo entiendo, decidiste coger las maletas e irte a ver el mundo con 23 años, sabes muchos idiomas y ahora estás aquí en Madrid, con tus amigos, a los que no has descuidado y, encima, te abres contando cómo ha evolucionado tu vida hasta la fecha… Y ¿me admiras a mí? —le dije incrédulo sin saber por qué tenía esa visión hacia mí.

    —Pues, sinceramente, te admiro porque, aun sabiendo el rechazo que podría provocar a la gente de nuestro entorno quién eras o dejabas de ser, nunca vacilaste y fuiste como un titán enfrentándote a todos los comentarios y muros que se te fueron imponiendo fuera de tu voluntad y, a pesar de tus días grises, y de lo que te ha podido hacer pasar, estás aquí y nunca has dejado de ser el mismo. Y yo, por mucho que haya viajado mucho, solo estaba huyendo de una realidad a la que tú te enfrentaste diez años antes que yo —me comentó Valentín con los ojos vidriosos y muy emocionado.

    ¡Pum!, la fisura del pecho seguía creciendo. En ese momento me di cuenta de que esas eran las palabras que yo debía usar hacia mí, de mí para mí. Cada vez que tuviese un diálogo conmigo mismo, debería de ser igual de amable que las palabras que me dedicó Valentín en ese preciso momento.

    Disfrutamos de un rato más de anécdotas y elogios y, cuando el reloj marcó las 05:00, decidimos desalojar la casa de Bego.

    No contento con todo lo que había pasado, el alcohol era algo que estaba presente; a las 5:19, empezaron los audios de WhatsApp repletos de obviedades…

    Mauro: Valen, gracias por tus palabras, no sabes lo guay que es tenerte cerca, aunque solo sean unos días, pero me encanta.

    Valentín: No te creo, justo te iba a mandar ahora una nota, gracias a ti por hacerme sentirme tan bien cuando estoy cerca de ti, no sabes la paz que me transmite y lo fácil que me resulta hablar contigo las cosas. Te quiero, Maurete, te quiero mucho.

    He escuchado demasiadas veces ese «Te quiero, Maurete» nadie dice Maurete como él. Es como si endulzara cada sílaba de mi nombre, cada sonido…

    Valentín: Por cierto, me voy unos días a ver a mi familia. A la vuelta cenamos juntos y seguimos hablando.

    Tras ese último mensaje, mi emoción se vio sesgada, pero decidí tranquilizarme porque Valentín era mi amigo, y nada más, y no podía tener las mismas reacciones que cuando tenía 15 años y me quitaban de un momento a otro un juguete que me estaba empezando a jugar.

    Había vuelto a Madrid y tenía que ver a su familia.

    Tomé la decisión de no hablar con él durante unos días, yo no podía ser intrusivo, pero no podía quitármelo de la cabeza.

    II

    REGRESO A LA FICCIÓN

    Días después, previos a que volviese, mientras estaba tomando algo con mi hermana y mi cuñado, partícipes y cómplices de toda la historia, me dispuse a planear una estrategia para poder volver a vernos antes de perderlo de vista un tiempo indeterminado.

    Un sin fin de ideas brotaban de mi cabeza, pero todas demasiada aburridas y quería dar con alguna que fuese lo suficientemente divertida como para que no hubiese opción a rechazar el plan.

    Le puse un wasap con tres restaurantes y le dije: «Elige restaurante y día». Tardó en contestar, poco, pero tardó. Yo estaba intentando disimular el nerviosismo delante de mi hermana pequeña y mi cuñado, pero eran ellos los que me incitaban a consultar el teléfono móvil cada cinco minutos.

    Finalmente dijo que sí; eligió el lunes sabiendo que se iba el jueves y que, a lo largo de la semana, iba a tener varios compromisos.

    El momentazo llegó cuando, a los quince minutos, me escribió un wasap diciendo:

    Valentín: Maurete, al estar hospedándome en casa de Álvaro, puede que se una con nosotros a la cena.

    Yo no vacilé ni dos segundos en contestarle con mucha sinceridad y le dije:

    Mauro: Con Álvaro cenas el martes.

    Y aceptó sin miramientos, diciéndome:

    Valentín: Vale, el lunes es para hablar de nuestras cosas.

    La fugacidad con la que pasaron las siguientes veinticuatro horas hizo que me entrara vértigo; de la nada ya era lunes, y el nudo de mi estómago era de tal mesura que tuve que hacer doble sesión de deporte para poder mantener la compostura.

    A dos horas de nuestra cita, me prometí a mí mismo comportarme, controlarme con las copas de vino en la cena para no tirar barreras que no tiraría estando sereno al cien por cien.

    Me puse el casco, abrí su conversación del chat y le dije:

    Mauro: Salgo ya, tardo como quince minutos.

    Guardé el móvil sin esperar respuesta de vuelta. Durante todo el trayecto, me juré no saludarlo con besos ni abrazos, le entregaría el casco y le diría que se subiera a la moto.

    Y así fue, me planté en la puerta de su casa y le entregué el casco, no hice ni medio gesto más, ni abrazos ni nada. Quería crear duda, ante mi obviedad constante, y más sabiendo que en cuatro días estaría conviviendo con su ex, durante dos meses, ese que decía que era el hombre de su vida, ese al que le gustaba ver dormir y comer…

    Sí, estaba celoso, pero no podía decírselo. Mis menos de veinticuatro horas compartidas en una semana no podían ser razón de discusión sobre qué íbamos a hacer. Él tenía una vida antes de que yo apareciera y nos estábamos dejando llevar porque ambos sabíamos que todo esto tenía una fecha de caducidad y se estaba acercando.

    Al llegar al sitio, él pidió él vino y yo, la comida.

    La conversación fluyó y fluyó, un guiño, una carcajada con una tonalidad más alta de lo que debería, gestos de complicidad… Hasta que le dije:

    —Ratón, nos hemos encontrado

    Valentín se me quedó mirando y, dejando unos segundos en silencio lo suficientemente largos como para saber que algo importante iba a decir, tomó aire y habló:

    —No, Mauro, tú me llevas volando la cabeza desde hace mucho tiempo.

    ¡Pum! Se abrió mi pecho y lo sentí, un brote verde. Me hizo sentir estelar… Alguien que, en su mayor temor de aceptar su sexualidad, estuvo desde antaño mirándome con intriga, deseo y recelo, alguien que me miraba y no entendía nada y lo entendía todo. Nadie, jamás, nadie me ha hablado así, nadie.

    Como si un escenario hubiese aparecido entre nosotros, nuestros cuerpos dibujaban otra postura, nuestras palabras tenían otra actitud y nuestra forma de relacionarnos pasó al siguiente plano. Me preguntó por mis líos y mis rollos, y también si tenía a alguien a quien llamar para un affaire. Con toda la impulsividad del mundo, y sin parecer un flipado, como si vomitara, se lo dije:

    —Ratón, perdóname, pero es que he follado mucho… y quiero algo más que un ajeno me toque en un mero affaire. Está claro que el factor sexual está ahí, y a quién no le gusta, pero llegados a este punto, y sabiendo la cantidad de energía que se mezcla cuando te acuestas con alguien, prefiero primero ver que la gente está sana de la cabeza, y no suele ser así… —contesté soltando una amplia carcajada al final.

    —Me encantaría estar en ese punto, pero haber sacado las fuerzas para aceptarme tan tarde, con mis 33, es como si tuviese de nuevo 18 años, estoy salidísimo, todo el rato. Como si todo lo que me he perdido en estos años, se me estuviese cociendo ahora…

    La botella de vino se acabó y el personal del restaurante ya estaba con ganas de cerrar.

    —¿Nos podría poner otra botella de vino, por favor? —le pregunté rápidamente al camarero y recibí fugazmente la mayor de las negativas, ya que el restaurante cerraría en quince minutos.

    No nos sirvieron otra botella, pero sí otra copa, la última.

    Un lunes en Madrid, todo cerrado. Había una parte de mí que, en ese momento, se sentía muy hipócrita y todo lo que le dije anteriormente de «ya he follado mucho y estoy cansado» se derrumbó. No quería que se acabara ahí, sin tocarlo, sin besarlo. En mi interior deseaba besarlo para que no me gustase y poder seguir tranquilo con mi vida.

    Miré a Valentín y vi cómo tragaba el último sorbo de vino, todo lo que tuviese relación con su boca me daba envidia.

    —¿Qué hacemos? Es lunes va a estar todo cerrado. Podemos ir a la casa de tu colega, pero entiendo que mañana trabaja, podemos pillar un par de cervezas y tirar de un parque o podemos ser muy cautelosos e ir a mi casa…

    No había muchas opciones, así que fuimos a mi casa. El trayecto en moto era Crónica de una muerte anunciada. Empezó el contacto, notaba el calor que desprendía su entrepierna a

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