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Marea Morta
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Libro electrónico934 páginas13 horas

Marea Morta

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Información de este libro electrónico

Liz vive con su madre en Edimburgo y acaba de llegar a un pueblo de Galicia para pasar unas semanas con sus abuelos, tíos y prima, de los cuales había estado años alejada. Acompañada de familia y amigos, pasa una de las mejores experiencias de su vida, a la vez que intenta darle sentido a ese secreto que tanto la atormenta, y es que, aunque nuestra protagonista puede llegar a dudar de la existencia de ciertos mitos…, habelas hailas.
Solo Liz nos podrá decir si consigue superar todos sus miedos, pero lo que sí logra es descubrir la importancia de la amistad, la ilusión de un primer amor y el valor de alguna que otra tradición de la terriña
Su curiosidad es la causante de que encuentre unos poemas cuyo significado irá desvelando, a la vez que destapa otros misterios y verdades hasta llegar a convertir ese mes y medio en su mejor verano…, because life is beautiful!

Ana Lojo Chan, nacida en Galicia, España, en 1978, es una maestra de inglés de Infantil y Primaria que empezó escribiendo cuentos para sus alumnos. Esta afición derivó en proyectos más ambiciosos que ensalzan la sabiduría popular y la importancia de la mezcla de culturas.
Su objetivo era que tanto su hija como su hijo recordaran aspectos relevantes del pueblo en el que se criaron y así fue que creó una historia para que toda la información, recopilada tras años de investigación de campo, resultase amena y entretenida.
Su tiempo libre lo pasa leyendo, escribiendo o haciendo deporte. Sin embargo, lo que realmente le apasiona es viajar.
Vivió una temporada en Edimburgo y varias semanas en Canadá, Finlandia, el sur de Inglaterra e Irlanda. Dichas experiencias le aportaron gran riqueza tanto en el ámbito personal como en el profesional.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2022
ISBN9791220132299
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    Marea Morta - Ana Lojo Chan

    I. BAPTISM

    Dejando atrás Edimburgo pensé que también dejaría parte de mi pasado en esa ciudad que me vio crecer. Lo que yo no sabía era que, en menos de un par de meses, mi pasado estaría más presente que nunca.

    —Hurry up, Liz! It´s getting late! —dijo mi madre apresurada antes de salir para el aeropuerto.

    Creo que fueron sus últimas palabras durante el viaje. Estaba preocupada. Ella solo se limitaba a sonreír cuando nuestras miradas se cruzaban, como intentando transmitirme paz y tranquilidad. Sentía que un ansia se apoderaba de su cuerpo haciendo que permaneciera alerta en todo momento, con la cabeza erguida y los ojos bien abiertos como si estuviera preparada para alguna estocada inesperada. ¿Estaría escapando ella de algo también? O, ¿simplemente no quería perder detalle de esta nueva aventura veraniega?

    Inmersa en estos y otros pensamientos que me taladraban la cabeza, aunque quisiera impedirlo, cuando me di cuenta, ya estaba mi tío Luis esperándonos en el aeropuerto de SCQ para llevarnos a ese pueblo de la costa gallega del que mi madre tanto me había hablado pero que, por ciertos motivos, no pudo regresar en años.

    —Are you tired, darling? —preguntó mi progenitora mientras caminábamos hacia las puertas de salida, dejando tras nosotras media docena de maletas en la cinta giratoria. —No, mum —respondí.

    Le quise preguntar cómo estaba ella, pero ya lo vi en su semblante.

    —Cheghamos á terriña! —dijo con una sonrisa serena y escapándosele un suspiro de alivio, como si ese justo instante fuera un momento que tanto deseara y que tardó en llegar más de lo esperado.

    Cuando vi a mi tío, me di cuenta de que no solo nos unía el nombre. Mi madre es de esas madres que les gusta atar cabos y unir vínculos y decidió ponerme Liz ya que era una manera de seguir con la tradición de los Luis dentro de la familia. Había tres generaciones de Luises, la de mi abuelo la primera; y, por supuesto, no podía faltar una generación representando a la familia en el extranjero. Lo que me fascinó profundamente era haber creído durante toda mi vida que los pelirrojos con pecas eran algo típico de Escocia. Pues no, allí estaba mi tío Luis, con sus mejillas encarnadas, su sonrisa afable, su pelo crespo del color del sol y sus pecas disimuladas por el moreno de su tez debido a muchas horas de trabajo bajo el sol en la mar. «Sol y mar… bronceado asegurado», solía decir mi amiga Joanne que era blanca en verano y azul en invierno. En las fotos de familia que había ojeado durante años, no me había percatado de esos rasgos tan peculiares que tenía el hermano de mi madre. En ese momento, me sentí aliviada y pensé: «No soy el único bicho raro», y esbocé, sin querer, entre mis labios una sonrisa que se convertiría en carcajada después del gran abrazo de mi tío, que me dejó sin respiración durante tres segundos. Me encantó. For sure!

    Mi madre ya volvía a ser la de siempre, ya había desaparecido esa rigidez. La miré y la vi feliz, más que de costumbre. Comprendí que lo que estaba viviendo mi progenitora en ese momento lo había soñado millones de veces y, sin darme cuenta, en ese preciso instante, comencé a apreciar más que nunca lo importante que es la familia. Me sentí plena y contenta porque sabía que todos los reencuentros que nos esperaban provocarían que esa felicidad fuera in crescendo. Bueno…, casi todos.

    Después de un viaje en coche, que se me hizo más corto de lo esperado, llegamos a un pueblo con casas de colores separadas por calles estrechas que todas iban dar a la mar. Había barcos y barcas de diferentes tonalidades y pensé que tanto colorido solo podía producir alegría. Suddenly, me entró como una angustia porque nunca me había parado a pensar todo lo que pudo haber sufrido mi madre al estar lejos de su casa: Loureda, aquí era donde estaban mis raíces. Un sitio con encanto, por lo menos, durante el día.

    Al entrar en casa de mis abuelos, percibí un olor familiar que reconocí al instante y, de repente comprendí por qué mi madre siempre ponía flores de lavanda en la entrada de nuestra casa. A partir de ese momento, y más que nunca, yo también asociaría ese olor con el calor de un buen hogar. Durante un rato, estuve con mis abuelos que ya los conocía porque habían venido a Edimburgo a visitarnos en alguna ocasión. Pero, en los últimos años, las visitas escasearon porque como bien decía mi granny: «Xa non estamos para eses trotes». Mi madre estaba eufórica, radiante, feliz y esa plenitud la trasmitía por los cuatro costados. Yo estaba ansiosa por conocer al resto de la familia, pero lo que me apetecía realmente era explorar ese pueblo que tan bien conocía y en el que nunca había estado.

    Mi madre ya me había advertido de que encontraría muchas cosas en común con Edimburgo y que no me daría tiempo a echarlo de menos. Lo que yo nunca había llegado a imaginar es que fueran tantos los aspectos que los unían, que lo único que me separaba de mi país de origen era la lengua y cientos de kilómetros. No tardé mucho en percatarme de que ni la lengua era un inconveniente porque me di cuenta de que podía comunicarme perfectamente y no siempre necesitaba vocablos. En Galicia comprendí ese dicho… Un xesto vale máis ca mil palabras… Y tanto. 

    La gente era amable pero desconfiada. No por nada, sino porque era algo innato. Lo sabía porque mi madre era igual. Antes de que te respondieran a algo, ya te estaban haciendo otra pregunta. 

    —Venden esta leira?

    —Para que a ques?

    Yo lo veía gracioso, otros lo verían de ineptos. Pero los vecinos de Loureda eran cualquier cosa menos ineptos. Era gente que, a través del trabajo y sacrificio, conseguían lo que se proponían. Gente que lo poco que tenían lo compartían. Gente noble con la que podías contar. Por supuesto, en todos lados nos encontramos con la excepción que confirma la regla, y en Loureda también hay excepciones, obviously!

    Tan pronto pude, corrí hacia la playa de la que tanto había escuchado hablar. Era junio y el tiempo no estaba declarado, pero llovería porque se lo había escuchado decir a mi tío. A medida que me acercaba al sitio que estaba en una fotografía pegada en la pared de mi habitación escocesa, se me empezaba a acelerar el corazón. Tenía miedo a no verla en el medio del mar. Tenía pavor a que no existiera. Pero allí estaba; altiva, cautivadora, de ensueño. La Bensa. Tal cual el tamaño que me había imaginado porque las fotos, a veces, engañan, pero no, esta vez mi imaginación había acertado. Me dirigí directamente hacia ella, embobada, sin ni siquiera percatarme de que estaba cruzando una carretera sin mirar para… en Galicia sería…First left, then right, siempre me lo recordaba mi madre. Para mí, era una tontería, pero no tardé en darme cuenta de lo significativo que es tener clara la lateralidad, sobre todo, si en el suelo no está escrito LOOK LEFT.

    Bajé a la playa y me senté mirando esa isla que me tenía hechizada. Había algo en ella que me atraía de una forma inexplicable y allí me quedé. Observándola, venerándola, idolatrándola. Empezó a llover; sabía que debía regresar a casa, pero sentía una paz interior que me dejaba inmóvil, en estado zen total; y una voz en mi cabeza no paraba de repetirme: «a little bit more». Deseaba quedarme más tiempo y así lo hice. Disfruté de aquel paisaje viendo cómo las gotas de agua dulce cada vez caían con más fuerza y se mezclaban con el agua salada. Este estado pleno de relajación hizo que mi mente comenzara a volar, como de costumbre, y se me ocurrió pensar si en los sitios que llueve mucho el agua del mar es menos salada; a lo mejor, el agua dulce no se mezcla con la salada y si no se mezclan, ¿el agua de la lluvia queda sobre el agua del mar o se hunde? «I have no idea. Tengo que preguntárselo a alguien».

    Un pequeño estruendo de un trueno hizo que volviera a la realidad. Estaba totalmente empapada, I loved it. Pero mi madre no pensaría lo mismo cuando me viera. Si en ese momento alguien me propone convertirme al evangelismo, no lo dudaría ni un segundo. Me apetecía muchísimo meterme en el agua y me acordé de esos afortunados que se bautizan en el mar. ¡Qué gustazo! Realmente, yo no lo había hecho, pero mi mojadura era tal que lo parecía; y no me atrevía a hacerlo porque tenía miedo a que me cogiera la tronada antes de llegar a casa. 

    Me levanté de la arena y me dirigí hacia la carretera. Esta vez miré bien o eso creo. Aún así, casi me atropellan, no era un coche y no fue en la carretera. Era una bici, en la acera. La lluvia caía tan fuerte que no pude escuchar que alguien venía pedaleando. Lo único que oí de forma nítida fue:

    —Adeus peluda!

    —Adeus peluda? What the f…! —No tuve tiempo a reaccionar, solo pensé: «Stupid!».

    Pedaleaba como si estuviera endemoniado y tal fue el susto que me dio que, al intentar apartarme, caí de la acera a la arena de la playa. No era mucha altura ni me hice daño, pero no se dignó a parar. Ni un «Sorry» escuché. Lo único que vi, a pesar del aguacero que estaba cayendo, fue a un chico riéndose de la cara de estupor que puse y sonriéndome como si me conociera de toda la vida. Una sonrisa bien bonita, por cierto. La pena fue que no reaccionara a tiempo para darle un buen tirón de pelos y desdibujarle esa sonrisita en su cara mojada de mojigato.

    Comencé a correr hacia casa de mis abuelos a donde seguían llegando familia y amigos para darnos la bienvenida.

    —Where were you, Liz? —quiso saber mi madre algo preocupada. Si hubiera llevado algunos días en Galicia le hubiera respondido con otra pregunta, pero por mis venas corría más sangre de origen escocés que gallega, de momento, así que me limité a no responder y mirarla con ojos de corderito degollado. Eso también funciona, por lo menos, a mí sí. Mi madre movió la cabeza de lado a lado y seguro que estaba pensando: «No way». Sabía que la aventura me apasionaba y que mi culo inquieto me haría parar poco en casa.

    ——Change your clothes, please —ordenó mi progenitora.

    —Alright. —Fue mi resignada respuesta.

    Fui al cuarto de al lado donde habíamos dejado las maletas y me puse un vaquero, una camiseta y unas zapatillas. Cuando regresé al salón, estuve hablando con diferentes familiares que me presentaban o que se acercaban para saludarme y conocerme. De repente, sentí una mano en mi cintura y me giré; era mi madre que, muy sonriente y pensando algo así como «much better now», me dijo:

    —Come with me.

    —Okay, mum —mascullé impaciente.

    Mi progenitora sabía que poco podía hacer conmigo porque, en el fondo, ella era igual que yo. Ella fue la que me inculcó esos sentimientos, esos valores, esa pasión por la vida. Ella fue la que hizo crecer en mí ese duende que me empuja a descubrir la esencia de todas las cosas terrenales y extraterrenales.

    Al dirigirnos hacia el salón, mi abuela se cruzó en nuestro camino, no estaba sola.

    —Este é Domingo —me dijo poniéndome en frente a un chico moreno más o menos de mi edad con una cámara de fotos colgada al cuello.

    —Hi! —musité de forma tímida levantando una mano como en son de paz.

    —Ola! —replicó él imitando mi gesto y con media sonrisa en la cara.

    Mi abuela nos contó que éramos algo de familia porque una prima de mi madre era la madre de Domingo. Un rollo. Este chico también venía a pasar las vacaciones de verano con sus tíos y abuela que vivían cerca de la casa de mis abuelos. Por lo tanto, parecía que estábamos predestinados a pasar el verano juntos o, por lo menos, a vernos a menudo. Domingo ya conocía el pueblo porque venía todos los años siempre que podía, con o sin sus padres.

    Mientras mi abuela estaba hablando, mi progenitora miraba a Domingo sin perder detalle; como si lo estuviese analizando medio pasmada. Seguramente, estaba valorando si sería una buena compañía para mí. Creo que le gustó ya que no osó a decirme nada y, con el tiempo, lo comprendí.

    Cuando me di cuenta, madre e hija habían desaparecido. Como por arte de magia, ya no estaban allí. Eso debía de ser otro truco típico de los gallegos que yo todavía no había adquirido. Yo aún estaba en el proceso de «Tierra, ¡trágame!», pero no funcionaba, yo allí seguía pensando «And now?».

    —Gústache este sitio? —preguntó Domingo rompiendo el hielo.

    —Yes —respondí temiéndome que iba a ser una conversación con muchos monosílabos.

    —É a primeira vez que ves? —atacó el chaval de nuevo. —Yes —contesté con cara de póker.

    —Que sitio che gustaría visitar? —continuaba Domingo de forma afable.

    —What about you? —Me salió del alma—. ¿No dicen «When in Rome, do as the Romans do»? Pues, en Galicia, yo hago como los gallegos.

    Salí del apuro de forma airada y Domingo comenzó a contarme con detalle sitios que él había visitado y que merecía la pena perderse en ellos. Su relato estaba siendo tan apasionante que, en ese mismo momento, vi ese brillo en sus ojos y me di cuenta de que este chico no solo sería mi vecino este verano, sino que iba a ser mi compinche en todas las batallas que íbamos a vivir durante las próximas semanas.

    El ambiente en casa era tan agradable que yo comencé a sentirme segura de mí misma y a soltarme a parlotear alguna palabra en español. El esfuerzo de mi madre durante estos trece años no fue en vano. Todos hablaban en gallego, yo Spanglish y gastrapo; a lo que yo le llamo… Galispanglish. Nunca había escuchado a tanta gente junta hablar en gallego. It was great! De repente, me vi transportada a diferentes países como Portugal, Brasil, Angola o Cabo Verde ya que la lengua era realmente parecida y me di cuenta de que los gallegos eran gente privilegiada porque podían aprender diferentes lenguas similares a la suya con tantísima facilidad; wow!

    Alguien me estaba tocando en el hombro para volver de nuevo a la tierra. Era Domingo que me estaba preguntando:

    —Ques ir mañán alí?

    —Pardon? —No sabía de lo que me estaba hablando.

    —Se ques ir maña á canteira? —repitió Domingo con entusiasmo.

    —Of course —respondí. Mi boca estaba esbozando una gran sonrisa porque sabía que al día siguiente empezarían mis vacaciones de verano.

    Los familiares y amigos iban marchando:

    —Deica logo.

    —Ata mañá.

    —Adeus.

    Saltó el chip en mi cabeza, «Adeus peluda», pensé y, en décimas, de segundo me estaba imaginando que había reaccionado a tiempo y conseguido sacarle de la cara esa sonrisita a aquel ciclista burlón. Me sentía satisfecha con la rapidez con la que había actuado y mi semblante desprendía un aire faraónico mientras miraba a mi contendiente por encima del hombro; ahora era yo la que esbozaba una sonrisa de complacencia. De repente, noté unos toquecitos en mi pierna que obligaron a mi imaginación a volver de mi hazaña vengativa y miré hacia abajo cuando vi una muñeca rubia con tez blanca y ojos azules. She was so pretty.

    —Tes un pelo moi bonito —me dijo esa cosa tan linda.

    —Thank you —«Va de pelos hoy», pensé —. What´s your name? —musité.

    Estaba intrigada en saber si el nombre que habían seleccionado para esa monada pegaba con su rostro y ya estaba haciendo mentalmente una lista de cuáles le irían bien: ¿Carmen, María, Andrea, Blanca?… No acerté ni de broma.

    —Sabina —replicó pizpireta y orgullosa de su nombre.

    —Beautiful! —admití intentando de forma rápida y mentalmente, antes de que se me olvidara, asociar el nombre con algo que me diera una pista para volver a mencionarlo en otra ocasión porque sabía que no me acordaría. ¡Madre mía, gran esfuerzo en ese momento, me noté agotada! Pasé por completo de la asociación. Intuí que ese nombre iba a escucharlo a menudo.

    —I´m Liz —puntualicé esperando su opinión sobre mi nombre, pero no surgió comentario alguno de sus labios, se limitó a decir:

    —Xa o sei. —Se echó a reír y salió corriendo. Volvió a los diez segundos.

    —How old are you? —indagué.

    —Sete. —Sonrió y escapó de nuevo.

    Que quería play tag era evidente, pero yo estaba exhausta. Era incapaz de correr detrás de ella imitando que la pillaba. Había sido un día lleno de emociones y sensaciones, necesitaba una cama urgentemente. Lo más parecido que encontré fue una silla y allí tiré con mi cuerpo. Sabina, al ver que no le seguía el juego, volvió más tarde, no estaba tan enérgica. 

    —Cóllesme no colo?

    Y ya vi que se sentaba sobre mi regazo. Estuvimos hablando de cosas triviales, mi pelo, mis pecas, mis ojos (parecidos a los suyos ahora que lo pienso). Sabina era una niña muy dispuesta que te sacaba una sonrisa con su espontaneidad. 

    —Where is your house? —inquirí después de llevar un rato hablando y darme cuenta de que casi no quedaba ninguna de las visitas.

    —Aquí —se apresuró a reconocer la pequeña contenta y despierta.

    De repente, me di cuenta de que, desde que se sacó aquella foto de bautismo en la que aparecían mi tío Luis y su esposa Mary con un bebé en brazos, ya habían pasado siete años. Oh my God, seven years! Si siete años pasaron en un vuelo, no te quiero contar los meses de verano. «Don´t waste your time, Liz», pensé. No podía desaprovechar ni un segundo. 

    Quería irme a la cama para comenzar mañana mis tan ansiadas holidays. Sabina se dio cuenta de la expresión de mis ojos y noté que su brillo comenzaba a cambiar, como si se sintiera desilusionada al sentir que yo no la había reconocido. Intenté disimular lo mejor que pude echando mano de todas las posibles técnicas que Miss Cathy me había enseñado en mis clases de teatro durante dos años.

    —It was a joke! —repliqué con descaro intentando salir del apuro, tocándole en su hombro con mi mano y guiñándole un ojo.

    —O que? —inquirió Sabina con cara de asombro.

    —Where is my bedroom… My cousin?

    Pregunta en vez de respuesta y cambio de tercio. Empezaba a encantarme este recurso. Al utilizar mucho énfasis en la palabra cousin, Sabina se sintió totalmente aludida y creo que mi prima sucumbió ante mi apaño. Se levantó, me cogió de la mano y echó a correr conmigo. —Where are you going? —escuché una voz detrás de nosotras; era mi madre.

    —Arriba —respondió mi primita.

    —Stop! —ordenó mi madre. Las dos paramos en seco y nos volvimos hacia ella.

    —What´s up, mum? —pregunté intrigada.

    —Dinner? —añadió ella de forma obvia.

    —I´m tired, mum! —alegué de forma evidente también.

    —Only a sandwich —puntualizó solventando el problema, sin dar opción a nada y poniéndose manos a la obra.

    Mi madre sabía dónde estaba todo lo necesario para preparar ese snack. No dudó en ningún momento qué puerta o cajón de la alacena abrir. En ese preciso instante, me di cuenta de que, para ella, nada había cambiado. Como cosa de encantamiento, en Galicia, el tiempo se había parado; y creo que mi progenitora también había reparado en ese detalle. No parecía darle importancia, al menos, de momento.

    Engullí el sandwich, bebí un vaso de leche, me despedí de todos y así a Sabina de su mano para seguir con lo que nos habíamos propuesto hacía diez minutos y que mi madre había interrumpido.

    Subimos las escaleras y llegamos a un pasillo largo. Caminamos hasta el final y Sabina abrió la puerta de la izquierda. Mi cuarto era amplio. Tenía moqueta, igual que mi casita en Edimburgo, esta era jaspeada en color granate y gris; también había un gran armario y dos camas separadas por una mesita. En ese momento, deduje que no dormiría sola.

    —Is this your bed? —pregunté un poco desconcertada y señalando la cama más alejada de la ventana porque yo ya había elegido la que quería y no era esa. Nunca había compartido habitación; ni tan siquiera por una décima de segundo me había imaginado esa situación. Pensé que podía ser interesante, incluso divertido, pero también caí en la cuenta de que mis noches en vela y mis pesadillas nocturnas no serían del agrado de nadie.

    —Non —contestó Sabina.

    —That? —Señalé la cama cerca de la ventana intentando fingir que me daba igual que fuera esa y resignándome a la elección predeterminada.

    —Non —replicó y salió corriendo con una sonrisa picarona en su linda cara.

    La verdad es que quedé aliviada. Tenía la habitación para mí sola y la cama de la que me había enamorado a primera vista era mía. Miré por la ventana, pero no veía nada. Estaba todo oscuro y seguía lloviendo. La lluvia me era indiferente, no iba a ser un impedimento para que mañana no fuera un día inolvidable. De hecho, ahora que lo pienso, en las mejores excursiones con mi madre descubriendo parajes increíbles en Escocia, estaba lloviendo; como no. Después de una experiencia memorable: ducha caliente, cosy pijamas y fuera.

    Aproximé la cama lo máximo que pude a la ventana para intentar ver las estrellas mientras estaba acostada. Obviamente, esa noche las estrellas no se veían, pero no tuve ni tiempo a imaginar por dónde se encontraría el asterismo El Carro. Estaba muerta de cansancio y dormí como nunca. Por lo menos, mejor que los últimos meses. Esa noche no hubo pesadillas ni malos presentimientos. A ver si iba a tener razón el Dr. McIntosh al recomendarle a mi madre este cambio de aires.

    Por la manaña, desperté con el sonido del viento contra los cristales. Parecía que no estaba lloviendo. Me asomé a la ventana y me quedé petrificada. Mis ojos no daban crédito a lo que estaban viendo. Mi corazón latía tan fuerte que parecía que se me iba a salir del pecho. ¿Sería esa la sensación que tiene mi madre cuando dice que le dan taquicardias? No podía creer lo que estaba observando. Por un momento pensé «I´m dreaming»; y me pellizqué en el brazo. Estaba bien despierta y divisando algo que no podía estar aconteciendo ni en el mejor de mis sueños. Allí estaba. Majestuosa e imponente. Preparada para cualquier ataque. Lista para afrontar cualquier peligro: La Bensa. Podía verla desde la ventana de mi cuarto y eso me producía una sensación de embriaguez. Estaba totalmente emocionada, excited, loca de alegría.

    Allí estaba yo, mirando al mar como el cuadro de Salvador Dalí Muchacha en la ventana. Disfrutando de cómo el viento acariciaba mi rostro y respirando profundamente para empaparme de ese olor con el que ya empezaba a familiarizarme. Olor a mar. Olor a pureza. Olor a libertad. Abrí los ojos y el pedazo de tierra que me tenía encandilada seguía allí. El paisaje me marcó de un modo indeleble. Continuaba sin entender por qué me atraía tanto esa isla. Me había embrujado sin yo haberme dado cuenta. Was it enchanted?

    Unos toquecitos en la puerta me hicieron mirar el reloj y darme cuenta de que, probablemente, Domingo estaría a punto de llegar; si no lo había hecho ya, claro.

    La puerta se abrió lentamente provocando un chirrido que, si fuera por la noche, a más de uno se le hubieran puesto los pelos de punta. Rápidamente pensé: «Tengo que evitar por todos los medios ese ruido de las bisagras porque sino sabrán cuando entro y salgo de la habitación». Un algo de aceite o incluso un poco jabón solucionará el problema.

    Creía que se asomaría mi madre, pero era Sabina.

    —Bos días —susurró como para no molestarme.

    —Good morning —le dije con una sonrisa de oreja a oreja.

    Están esperando para almorzar —inquirió la pequeña.

    —I go in a minute, thank you —contesté mientras empezaba a buscar mi ropa.

    —Moi ben —musitó ya cerrando la puerta.

    —Sabina, where´s the bathroom? —pregunté apresurada.

    Ven comigo —me dijo al mismo tiempo que movía su mano para indicarme que la siguiera.

    Me di una ducha rápida y bajé lo antes que pude. Ahora que mis abuelos estaban más mayores, mi tío Luis, su esposa Mary y Sabina vivían con ellos. Estaban todos sentados a la mesa para desayunar. Esto se dio en pocas ocasiones. Era domingo, día de descanso y tenían por tradición celebrar las comidas que pudieran todos juntos. Relajados, charlando, sin prisas. Un momento para disfrutar en familia y echarnos unas risas. Era un ambiente distendido. Todo fluía con naturalidad. Me sentía a gusto con mi familia.

    La mesa estaba repleta. Esto, en vez de un breakfast, ya perecía un brunch. Mi madre siempre me hablaba de lo bien que se comía en su tierra y la verdad es que, esa mañana, ya empecé a experimentarlo. Juice, toasts, butter, jam, biscuits, milk, yogurts, bread, fruit salad… Wow! Lo que más me llamó la atención durante esos meses es que la mayoría de las cosas eran caseras. Elaboradas con materia prima de gran calidad. La variedad de productos frescos era pasmosa, todo tenía buena pinta y todo estaba delicious.

    Eran las diez, pero parecía más temprano porque el día estaba nublado, triste. Evidentemente, eso no iba a afectar a mi estado de ánimo, ya estaba acostumbrada a este clima y, precisamente hoy, era ese típico día que en Escocia decimos que está dreich.

    Durante el almuerzo, mi madre se puso al tanto de la vida de muchos vecinos y conocidos. Yo escuchaba entusiasmada ya que me encantaba, y me encanta, cómo suena el gallego. Esa melodía diferente a mi primera lengua, pero a la que me acostumbré como si nada.

    Empezamos a recoger la mesa y sonó el timbre, era Domingo, con su cámara de fotos, que venía a buscarme para empezar nuestras correrías. Nos saludamos con una sonrisa y un movimiento de cabeza a la vez que arqueábamos las cejas. Dejé todo lo mejor ordenado que pude, cogí mi mochila y nos despedimos de mi familia.

    Cuando salimos, no llovía. La casa de mis abuelos estaba rodeada por una huerta grande en donde había una construcción que desató mi curiosidad.

    —What´s that? —me apresuré a preguntar.

    —Un hórreo —respondió Domingo de forma evidente y agarrando las correas de las que pendía su cámara.

    —What? —pregunté extrañada.

    Domingo me explicó que aquella especie de cabaña alargada de piedra levantada sobre cuatro pilares a cada lado se utilizaba para secar, curar y guardar maíz y otros cereales antes de desgranarlos y molerlos. También me contó que los hórreos estaban sobre columnas para evitar la entrada de humedad y animales. Me pareció muy interesante lo que me comentó y, aunque no era el momento, yo quería saber lo que había dentro de esa casita. Quería averiguar si cumplía todas las funciones que Domingo me había explicado. Pensé que sería un refugio perfecto para estar tranquila, para evadirme del mundo cuando lo necesitara y poder pensar con claridad

    Bajamos unas cuestas y no tardamos en llegar a la playa. Empezamos a caminar por una acera que, de repente, se convirtió en un paseo de madera. La playa estaba a nuestra derecha y yo, de vez en cuando, miraba de reojo la isla que me tenía abrumada por su belleza. A nuestra izquierda, todo árboles y plantas; como un bosque frondoso donde había alguna casa camuflada. Sentía cómo el aire puro llenaba mis pulmones. Un aire que no era frío, a pesar de que el tiempo no era bueno.

    Domingo siempre tenía tema de conversación. Era imposible aburrirse con él porque contaba muchas curiosidades. Yo escuchaba entusiasmada; no quería perder detalle de la infinidad de sitios que podríamos visitar los dos juntos. Mentalmente yo ya estaba haciendo una lista con mis prioridades. Los argumentos que daba Domingo de porqué valía la pena visitar ese sitio eran la clave para variar el orden de posición in my list. Llevábamos un rato caminando y hablando de diferentes cosas cuando, de repente, me dijo:

    —Vai vir un amigo con nós.

    —A friend? —pregunté un poco extrañada. Pensé si no seríamos multitud.

    —Si. Xa está alí —dijo Domingo señalando a una plataforma que tenía la función de mirador.

    Nos fuimos acercando y vi a un chico sentado con las manos en las orejas y los codos en las rodillas. Pensativo. Al escuchar nuestros pasos, se levantó. Nos miró y sonrió. Me sonaba su cara. ¿A quién se me parecía? ¿De qué me sonaba? ¿Algún actor? ¿Algún cantante? ¿Algún cartoon? Me parecía que ya lo había visto antes. ¿Dónde fue? ¿Cuándo? Piensa, piensa, piensa… No me acuerdo. De repente, este chico amplió su sonrisa y… Oh my God! No puede ser. I can´t believe it!

    Mi cara era un poema, y no precisamente de los buenos como los de Walter Scott, y mi cuerpo se quedó rígido, erguido, espigado, tal cual el monumento que le dedicaron a este escritor escocés en Princess Street, calle emblemática de Edimburgo.

    —Liz, este é Carlos. Carlos, esta é Liz —nos presentó Domingo.

    —Encantado —se asombró tanto o más que yo.

    —Nice to meet you, cycler — repliqué con descaro y mirando por encima de su hombro la bicicleta que casi me pasa ayer por encima.

    Si mi cara era un poema, la suya era una fábula. Pero supo reaccionar rápido. Era bueno disimulando. Muy bueno. Buenísimo. No se cortó ni un pelo, nunca mejor dicho.

    —Encántame o teu pelo —dijo ampliando su sonrisa si cabe aun más.

    —Thank you —me limité a decir. «Idiot» estaba pensando para mis adentros.

    Sabía que nuestra relación se basaría en indirectas y directas en todo momento. Si de Domingo pensaba que sería un buen compinche, de este Carlos opinaba que sería a pain in the ass. Complicidad cero. Eso creía.

    A Domingo nunca llegamos a mencionarle aquel percance que unió nuestros destinos por primera vez y del que tantas veces nos reiríamos juntos.

    —Vamos —insistió Domingo.

    OK —repliqué todavía un poco en estado de shock.

    —Vale —contestó Carlos animado.

    La marea estaba alta y Domingo, que sacaba fotos de vez en cuando a algo que le parecía interesante, nos comentó que esta semana pocos metros bajaría.

    —É marea morta —alegó con desparpajo explicando el tema como si fuera un experto.

    Comenzó a relatar que las mareas muertas son menos intensas y que se producen cuando las posiciones de la tierra, el sol y la luna forman un ángulo recto. Las atracciones del astro rey y del satélite son en direcciones opuestas, por lo tanto, se restan entre sí en vez de sumarse, provocando que la marea no sea tan amplia.

    Yo escuchaba embobada, pero Carlos también controlaba del tema porque añadió que estas mareas se producen durante las fases de cuarto creciente y cuarto menguante. Domingo acabó puntualizando que la marea no sube ni baja tanto como cuando es marea viva.

    —Wow! —musité con asombro. Ellos sonrieron.

    Seguro que estaban pensando que era una ignorante, pero a mí me daba realmente igual. No tenía pensado disimular. Siempre había tenido claro que la gente debería aceptarme tal cual soy. Una freaky a la que le gusta disfrutar de la vida con las personas que la rodean. A ellos les llamaba más la atención mi inquietud por aprender que mi ignorancia redomada; por lo tanto, me siguieron contando cosas sobre el paraje, la fauna y la flora. El paseo estaba siendo agradable, pero el trayecto estaba llegando a su fin.

    —Ves a canteira? —quiso saber Domingo señalando a una especie de monte escarpado.

    Yes! —me apresuré a reconocer.

    —Subimos? —preguntó Carlos.

    —Vamos a intentalo —musitó Domingo.

    Carlos manifestó que las vistas desde la cima de la cantera eran impresionantes y que valía la pena intentar subir. Dijeron que hacía tiempo que no iban por allí, pero que había unas escaleras de madera que facilitaban la subida a la cúspide. Lo que menos nos imaginamos era que nuestra primera visita se viera frustrada por unos peldaños intransitables llenos de maleza. Continuamos con nuestra hazaña, pero estaba todo devorado por zarzas. Imposible acceder a lo más alto sin echar mano de algún utensilio que facilitara la labor de desbrozar aquella maraña.

    —Imposible —dijo Carlos.

    —What a pity! —me lamenté.

    —Volveremos outro día —puntualizó Domingo sacándole hierro al asunto.

    Yo tenía claro que quería volver y, si tenía la oportunidad, ya lo haría al día siguiente, aunque fuera yo sola. Continuamos explorando el sitio. Justo en frente a la cantera, se encontraba el final del paseo marítimo por el que habíamos venido. Nos acercamos y las vistas quitaban el hipo. Si bajábamos unas piedras, podíamos tocar ese líquido salado. Me acerqué lo máximo que pude para meter la mano en el agua. Estaba fresquita y transparente. Aquel era un gran lugar para estar relajada leyendo un libro. Escuchando cómo el sonido del mar te embauca.

    De repente, noté que alguien se acercaba por detrás y me tocaba un poco la espalda, como emulando que quería empujarme. Apenas me rozó, pero yo perdí el equilibrio y me caí al mar.

    —Que fas? —oigo que Domingo le dice a Carlos.

    —Non quería tirala! —exclamó Carlos con cara de susto.

    —Ti es parvo, carallo! —masculló Domingo moviendo la cabeza de lado a lado y arqueando las cejas.

    Yo no daba crédito de lo que había pasado. Vestida y dentro del agua. Si ayer deseaba meterme en el mar como los que se bautizan en el evangelismo, hoy solo quería estrangular al que había provocado que estuviera allí dentro. No articulé palabra porque no podía. Estaba llena de rabia. Tenía ganas de vengarme porque ya me estaba imaginando a este individuo haciendo todo lo posible por evitar una carcajada. Domingo no reaccionaba ante tal atrocidad. Carlos, por lo menos, se dignó a acercarse para darme una mano y ayudarme a salir y subir por las rocas. Lo miré y quedé sorprendida porque su boca no estaba esbozando esa sonrisa burlona que yo ya conocía y me había imaginado. Lo vi más bien serio e incluso algo inquieto. Sin embargo, yo no lo pensé dos veces. Entre lo de Adeus peluda y ahora este chapuzón inesperado, bien merecido tenía que él me acompañara en el baño. Agarré su mano auxiliadora bien fuerte y tiré de él provocando su inmersión justo a mi lado. Mientras todavía no había salido a la superficie, lo primero que se me pasó por la cabeza fue que se iba a enfadar muchísimo y que seguro me agarraría por los pelos. Estaba alerta. Esperando su reacción, así como esperan los luchadores de wrestling un contraataque.

    Emergió de las profundidades, hizo ese movimiento inconsciente con la cabeza que suele hacerse al salir del agua para intentar escurrir su pelo y…, suddenly, vi esa sonrisa, con esos dientes tan blancos; sonrisa que se convirtió en carcajada. Yo me quedé boquiabierta pero feliz de no haber recibido ningún golpe y de que mi cabello siguiera intacto. Carlos tenía una risa contagiosa y no sé por qué motivo yo también me empecé a reír. Allí estábamos los dos descojonándonos como dos gilipollas, pero comenzamos a reírnos más cuando vimos la cara que tenía Domingo. Nos estaba mirando, incrédulo, sin pestañear y seguía sin reaccionar, como si estuviera viendo una película de cine en la que él era un mero espectador. Carlos y yo nos estábamos riendo tanto que era difícil mantenerse a flote y tragamos agua hasta por la nariz. —Vamos, ho! —dijo Domingo dejándonos por imposible y echándose a caminar. Ni se acordó de su cámara de fotos porque nosotros estábamos como para un cuadro. Hubiera sido un gran recuerdo para la posteridad.

    Nosotros, entre la risa y la tos por haber tragado agua, no éramos capaces de subir a las rocas para salir del mar. Nos ayudamos mutuamente y, al levantarnos, nos miramos durante unos segundos. Quietos. Inmóviles. Sin darnos cuenta de la humedad que teníamos en el cuerpo. Mientras nos mirábamos, paramos de reírnos, pero no fuimos capaces de esconder una sonrisa. Sus ojos azules transmitían seguridad; eran preciosos. Pero, súbitamente, me acordé de la canción gallega sobre el color de los ojos que solía cantarme mi madre y mi mente empezó a tararearla repitiendo varias veces: «azuis son mentireiros».

    All in a sudden, Carlos me guiñó un ojo que me sirvió de disculpa por todo lo que había pasado y me dijo:

    —Esto non queda así!

    Se echó a correr para atrapar a Domingo que seguía caminando como si la película no fuera con él, y yo corriendo detrás, atónita, sabiendo que habría represalias y empapada hasta la médula.

    Parecía que iba a llover y decidimos apresurar el paso, aunque a Carlos y a mí ya nos daba igual mojarnos algo más. Definitivamente, esta visita no había sido en vano porque iba a significar el inicio de una gran aventura. Lo mejor estaba por llegar y, de regreso a casa, vi algo que jamás habría imaginado. Mirando en dirección a la Bensa, había muchas rocas en medio del mar. Un grupo de piedras estaba más cerca de la playa, pero otro grupo se encontraba a una distancia de doscientos metros aproximadamente mar adentro, como dos islotes rocosos sin atractivo aparente. Pero lo que llamó mi atención fue que, desde la playa hasta el primer islote, había como un sendero cubierto por un agua cristalina que recordaba a esas fotos de revista del Caribe. Era como una serpiente de arena que unía la playa con las rocas.

    —What´s that? —me asaltó la curiosidad.

    —Os Baos —respondió Carlos mirando hacia las rocas.

    —No, that? —insistí señalando la sinuosa senda.

    —Ah! É o Carreiro dos Baos de Terra —contestó Domingo aclarando el malentendido.

    Debió de ver mi cara de circunstancia porque empezó a recopilar información de primera mano para compartirla conmigo. Carlos, que no quería sentirse desplazado, también aportó datos que me dejaron pasmada. Los Baos eran un conjunto de piedras a las que se podía acceder andando cuando la marea estaba baja. El sendero de arena que facilitaba este acceso era provocado porque las corrientes se encuentran y forman un montículo de arena de dos metros de ancho aproximadamente que baja en picado a los lados, adquiriendo más profundidad.

    —E as outras pedras son os Baos de Fóra —añadió Carlos.

    Lo más sensacional e insólito que había escuchado hasta el momento era que esas corrientes de agua se prolongaban hasta los Baos de más afuera, haciendo posible el acceso a través de otro sendero de arena.

    —That´s impossible —musité incrédula.

    —Si, é verdade —fue la decidida respuesta de Domingo.

    ¿Cómo podía ser posible que se pudiera ir andando hasta aquellas piedras que se encontraban a más de doscientos metros de la orilla? Pues, según ellos, eso podíamos hacerlo cuando la marea estuviera baja, si seguíamos esa senda. Marvelous. Verlo para creerlo.

    —Amazing —dije sorprendida, pero, al mismo tiempo, pensando que yo ya lo había vivido algo parecido antes, y vinieron a mi mente unas imágenes que evocaban un sitio con gran similitud cerca de mi casa escocesa.

    —Si, impresionante —recalcó Carlos.

    —Similar to Cramond Island —admití contenta.

    —En serio? —preguntó Domingo interesado.

    Aquí tenía que lucirme yo. Hasta el momento, todas las novedades las habían proporcionado los chicos gallegos y, ahora, yo tenía la posibilidad de demostrarles que mi ignorancia tenía un límite. Les conté que Cramond Island es una isla mareal en Edimburgo, y esto aumentó su curiosidad porque no sabían a lo que me refería. Les expliqué que, cuando la marea baja, esta pequeña isla queda unida a la costa y se puede acceder a ella andando a través de una pasarela pavimentada de un kilómetro y medio que la conecta con el pueblecito de Cramond que está a las orillas del Firth of Forth. Esta isla está a diez kilómetros de mi casa en Edinburgh y era uno de los parajes que solía visitar con mi madre en esas excursiones inolvidables.

    —E esto está no Fiordo de Forth en Escocia? —indagó Carlos.

    —Yes —asentí orgullosa.

    —Que pasada! —exclamó Domingo

    —Igual que o Monte Saint-Michel en Normandía —dijo Carlos para sacarle importancia a lo que yo había contado e intentando quedar por encima echando mano de sus conocimientos geográficos.

    —No —respondí algo mosqueada.

    —Como que non? —quiso saber Carlos de inmediato.

    Fue aquí donde le di mi estocada final, presumiendo de mi bagaje cultural adquirido gracias a mi afición por los documentales sobre curiosidades del mundo. Pues le conté, con un poco de arrogancia, que ahora se había sustituido el acceso tradicional por un puente pasarela de setecientos sesenta metros de largo con una calzada central para los vehículos y un paseo recubierto de roble para los peatones. Me quedé tan ancha como satisfecha. Carlitos se quedó absorto o eso me pareció a mí. Sin embargo, debía estar pensando su célebre respuesta que me sentó como una patada en el culo. Me quedé patidifusa pero muy contenta de haberle tirado al mar.

    —Os Baos teñen enlace natural e as outras illas non — me soltó sereno y triunfante.

    Ya no me dio tiempo a reaccionar porque Domingo se había dado cuenta que nuestro diálogo, lleno de reproches, no nos llevaría a ningún lado y comenzó a contarnos, para relajar el ambiente, que hay una gran diferencia entre los Baos, Cramond Island y el monte Saint-Michel y es que, en este último, la marea puede llegar a subir más de catorce metros, aunque esto es un fenómeno que se sucede cada dieciocho años que responde a la inusual alineación del sol y la luna. Sin embargo, también nos comentó que no es en el noroeste de Francia donde más sube la marea, sino que es en la bahía de Fundy, en la gran península de Nueva Escocia, donde la diferencia entre el nivel del mar, en marea alta y baja, son dieciséis metros en vertical.

    — In Scotland? —quise indagar entusiasmada.

    —Non, Escocia non, en Nova Escocia que está en

    Canadá —explicó Domingo —Okay —musité.

    En contraposición a las mareas en Canadá, Domingo nos contó que, en sitios como el golfo de Méjico o el mar de Japón, las mareas no cambian su nivel más de veinte centímetros aproximadamente.

    —Temos que marchar —admitió Domingo, como quien no quiere la cosa, después de haber actuado como una enciclopedia andante.

    —I want to visit the Baos —me apresuré a reconocer.

    —Claro —dijo Carlos.

    —Outro día —insistió Domingo insinuando que por hoy ya había tenido bastante.

    Comenzaba a llover y no tenía buena pinta. Echamos a correr para llegar pronto a casa. Me daba pena despedirme porque había disfrutado de su compañía. Ellos estaban ansiosos por enseñarme y yo anhelaba aprender lo máximo posible sobre esta tierra que tanto esconde.

    Llegamos al punto donde nos habíamos encontrado con Carlos y donde él había dejado su bici.

    —Vémonos pola tarde? —quiso saber Domingo.

    —Of course —repliqué con descaro.

    A que hora? —se apresuró a preguntar Carlos.

    —At four o´clock —fue mi decidida respuesta.

    Onde? —indagó Domingo.

    —At my house —contesté sin dudarlo.

    Nos despedimos. Domingo y yo empezamos a correr. Carlos tardó nada en adelantarnos con la bici. Pedaleaba tan rápido que parecía que estaba poseído. Por mucho que nosotros corriéramos, Carlos se perdía en la distancia. Después de subir las cuestas trotando, sin aliento y encorvados, con un simple movimiento de cabeza, ya que ni hablar podíamos con lo exhaustos que estábamos, sobreentendimos el adiós y cada uno se fue a su casa.

    Yo ya estaba imaginando la cara de mi madre cuando me viera con esa mojadura again. Pero no tenía más remedio que afrontar la bronca. Solo serían dos minutos de charla aproximadamente, según mis cálculos. Lo peor es que era siempre el mismo tedioso repertorio. Be responsible, be mature, blah blah blah. La teoría la sabía de memoria, a la perfección, pero, a veces, era muy, pero que muy, difícil ponerla en práctica. No porque yo no quisiera, sino porque las circunstancias me lo impedían. Y hoy era una de esas ocasiones, pero cualquiera le explica eso a una madre; en menos de nada, te sale con la típica frase de que ella también fue joven.

    Cuando abrí la puerta de casa, noté un calorcito acogedor, envolvente, y el aroma a lavanda se veía desbancado por otro olor que provocó que me entrara un hambre voraz. Me cegué de tal manera que, en vez de precipitarme escaleras arriba hacia mi cuarto, me dirigí autómata hacia la cocina. Allí estaba mi abuela.

    Ola bonita, estou facendo cocido e probarás o caldo —ya me contestó antes de que yo le preguntara porque debió de ver mi cara de Sherlock Holmes.

    —Broth? —indagué. 

    —Si, pero galego, caldo ghallegho —puntualizó.

    Rápidamente me aconsejó que fuera a cambiarme que mi madre estaba en la huerta cogiendo zanahorias y que tardaría cinco minutos en volver. Tiempo suficiente para subir, sacarme esa mojadura y estar de vuelta para ayudar a poner la mesa. Oh My Goodness! No podía creer que iba a librarme de la reprimenda. Comencé a correr por las escaleras y, de repente, escuché:

    —Psst Psst.

    Frené en seco. Ya me parecía a mí raro que mi madre no me cachara. En Galicia no iba a ser distinto. Ella siempre me descubría en mis andanzas. Pero bueno, es lo que hay. Estaba dispuesta a escuchar la charla. Me giré con una sonrisa fingida que automáticamente se convirtió en sorpresa y asombro. ¡No era mi madre, milagro!, era mi tía Mary que me dijo:

    —Cando acabes ven ao garaxe.

    —Okay —musité algo confusa.

    Poco o nada había hablado con tía Mary. Era tímida y callada. Pasaba desapercibida totalmente y me daba la sensación de que no le importaba. Era una chica delgada, de estatura normal, con media melena castaña y ojos marrones. Parecía agradable, aunque yo le notaba un semblante algo triste, como si algo le preocupara. Trababa de sonreír a menudo, pero su sonrisa escondía un desasosiego que me inquietaba.

    Me cambié rápidamente y fui al garaje. Estaba un poco intrigada porque no tenía ni idea de las intenciones de mi tía. Cuando llegué, justo antes de entrar, escuché la risa de Sabina. Entré y vi que mi primita se reía a la vez que señalaba algo. Su risa era cómplice y Mary musitó:

    —É para ti.

    —What? —pregunté ignorante de lo que Sabina estaba señalando.

    Había tantas cosas en el garaje, por el suelo y por las paredes, que me fue imposible descubrir a lo que se referían y que causaba tanto entusiasmo a la pequeña de la casa.

    —Esa bici —puntualizó Mary.

    —Really? —insistí.

    —Era miña pero non a uso —explicó mi tía.

    —Oh, thank you! —contesté ilusionada.

    Le di un abrazo y un beso agradeciéndole el detalle. Significaba mucho para mí que ella se percatara de que una cosa que parecía tan insignificante sería esencial para disfrutar de mis vacaciones. Así, con esta acción, empecé a comprender que un gesto vale más que mil palabras.

    La bici era verde, una BH. Tenía las ruedas negras y las llantas blancas. Era una bici de montaña con marchas. Great! No era bonitísima, pero sería mi medio de transporte este verano. Tía Mary la guardaba con cariño para cuando Sabina fuese más mayor y así poder utilizarla, pero, mientras tanto, yo la tendría a buen recaudo.

    Fui a poner la mesa y como todavía no llegaba mi tío, decidí ir a inspeccionar la casa a sabiendas de que mi abuela me avisaría cuando fuera la hora de sentarnos a comer. La planta baja ya la conocía: salón comedor, una habitación, cocina y un baño, pero en la primera planta no me había fijado tanto y es que allí solo íbamos a dormir. Sin embargo, había una habitación que estaba cerrada con llave y eso era una incógnita que no dejaría sin resolver; pero aquel no era el momento. La estancia de la casa que no dominaba en absoluto estaba la parte superior. Subí las escaleras, ignorante de lo que me iba a encontrar detrás de esa minúscula puerta. La abrí despacio y me llevé una gran sorpresa porque era un desván amplio y luminoso donde había cientos de cosas que podrían resultar interesantes, pero que requerían mucho tiempo y dedicación para examinarlas. El estupor alcanzó su cenit cuando me acerqué a la ventana que proporcionaba una claridad inaudita a ese habitáculo. Las vistas eran, si cabe, más sorprendentes que las que yo había tenido la fortuna de haber observado desde mi cuarto. Parecía que estaba en lo alto de Arthur´s Seat, el asiento de Arturo, que es el pico principal de un grupo de colinas cerca del castillo de Edimburgo que proporciona una vista panorámica de la ciudad.

    Desde aquel perfecto mirador de mi particular colina, también divisé una torre que llamó mi atención por su palidez en comparación con todas las casas coloridas que la rodeaban. Su tonalidad y su forma cuadrangular me evocaron a la famosa Torre de Belém, en Lisboa. Esta torre portuguesa sirvió para la defensa de la ciudad, pero posteriormente se convirtió en un faro. ¿Cuántas cosas en común tendrían estas dos torres? ¿Habría también una prisión en la torre que estaba observando? Me entró un gran deseo de visitarla. Tenía que indagar para saciar mi curiosidad.

    Me senté en una silla de un escritorio viejo que había cerca de la ventana del desván, desde la cual podía seguir observando ese regalo para los ojos; y me puse a pensar que la casa de mis abuelos estaba situada en una especie de colina, lo había percibido por las cuestas que había subido y bajado para ir a la playa. Mentalmente, hice un recorrido impreciso por todas las ventanas de las habitaciones a las que había accedido y me di cuenta de que, desde todas ellas, podía ver el mar: diferentes playas, el muelle, el puerto náutico, el paseo marítimo. Así, basándome en esta perspectiva, la casa en la que viviría las próximas semanas parecía que estaba en una isla, porción de tierra rodeada de agua por todas partes, pero realmente la casa estaba en un cabo. De cualquier manera, el espectáculo era sorprendente. Uno podía respirar con libertad, podía sentirse con fuerzas para contar un gran secreto a los cuatro vientos. Mi secreto.

    —Pero onde está esta rapasa? —escuché una voz muy lejana.

    Pegué un brinco y comencé a bajar las escaleras de tres en tres.

    —Here! —grité mientras descendía de los cielos.

    —Vamos comer, ho! —susurró mi abuela.

    Ya estaban todos sentados a la mesa. Esperando. Sonriendo. Charlando. Allí estaba mi familia. Me integré sigilosamente. Tomé asiento intentando no hacer ruido para pasar desapercibida. Respiré y sonreí. Los miré a todos uno por uno y, de repente, pensé si alguno de ellos albergaría algún secreto igual que yo; y es que tenía la sensación de que todos escondían algo o se escondían de algo o de alguien. Who knows? Hay cosas que mejor no contarlas ni saberlas porque pueden cambiar nuestro sino de forma irremediable.

    El menú era gallego de pura raza: empanada, cocido y filloas. Me puse las botas. Disfruté de la conversación, de la compañía y de los suculentos manjares. Better impossible. La verdad es que mi abuela le dedicaba tiempo a la cocina, pero realmente valía la pena. Mientras disfrutaba del entrante, me acordé de muchas de las excursiones que hice con mi madre ya que ella solía cocinar este snack; decía que ese día no solo íbamos a deleitarnos con la vista, sino también con el paladar. Mientras gozaba del cocido gallego, me compadecí varias veces de Nuzha, mi amiga musulmana, que nunca probaría esta delicatessen porque su ingrediente principal es el cerdo. Finalmente, mientras saboreaba las filloas, no me acordé de nadie porque mi estado de satisfacción era tal que mi mente aunó mis cinco sentidos para experimentar una sensación única y esperemos que repetible.

    Después de la sobremesa, ya todos estaban pensando en la sagrada siesta; mi madre no había perdido esa costumbre a pesar de los años lejos de su tierra y, aún por encima, el tiempo invitaba a descansar.

    —Sería un pecado non respectar a tradición —dijo mi abuelo que poco hablaba, pero lo que decía iba a misa.

    —Di que si, papá —puntualizó mi tío.

    —Are you having a siesta, sweetie? —quiso saber mi madre.

    —Not today, mum —fue mi decidida respuesta.

    Ayudé a recoger y limpiar la cocina. En menos de nada, todos habían desaparecido como por arte de magia, pero, para mí, ir a dormir a esa hora era una pérdida de tiempo. Como todavía no eran las cuatro, decidí ir a pasear por el jardín. Seguía realmente interesada en saber lo que el hórreo escondía.

    Me dirigí a esa especie de despensa rectangular sobre columnas y vi que había una escalera móvil con ocho peldaños de madera que me facilitaba el acceso a la puerta que estaba en una de las paredes transversales. Lo que menos me imaginaba yo era que necesitaba llave para entrar. Me llevé un gran chasco al llegar a la cima de la escalera y comprobar que la puerta estaba cerrada a cal y canto. Totalmente desilusionada, bajé por donde había subido.

    Me dispuse a indagar alrededor del hórreo. Esta construcción descansaba sobre ocho columnas de piedra, cuatro a cada lado. Estos pilares eran cuadrados, robustos, y medían cerca de dos metros de alto. Sobre ellos estaban posadas unas piedras redondas, como si fueran ruedas, sobre las que, a su vez, yacía la estructura que ejercía de almacén. Comencé a pasear por debajo del hórreo observando los materiales que lo componían y cuando me fijé, vi que, por detrás de una de las columnas, colgaba una inmensa llave oxidada. La cogí y ocupaba toda mi mano. Su parte ancha era ovalada con una gran perforación y el vástago era muy largo y tenía varias muescas al final, hendiduras que contenían el código de acceso. Mi semblante se tornó alegre al pensar que esa podía ser la llave con la que podría accionar la cerradura del hórreo. The magic key.

    Volví a emprender el viaje escalera arriba. Intrigada. Inquieta. Metí la llave en el agujero de la cerradura que tenía un tamaño acorde a su compañera. Encajaba a la perfección. Hice fuerza al girar la llave que movió el cerrojo sin dificultad. Era un viejo mecanismo, pero cumplía con todas las expectativas: proteger el contenido del hórreo. 

    Empujé con cuidado la puerta de madera esperando oír un chirrido, cosa que no sucedió, y entré. Al principio, no veía nada porque, a pesar de que las paredes estaban llenas de rendijas, supongo que para que hubiese ventilación ya que una de sus funciones era secar, la claridad que penetraba me cegó durante unos segundos. Cerré los ojos para evitar esa mala sensación de ceguera y, cuando los abrí, me percaté de que el interior del hórreo estaba casi vacío. Al fondo, había unos cestos de mimbre y unos sacos; también vi algún apero de labranza y una escoba. El suelo, al igual que la escalera y la puerta, era también de madera y daba sensación de inestabilidad porque parecía que no era consistente. Me arriesgué a poner los pies encima y comprobé que los tableros cumplían de forma segura con su cometido.

    Definitivamente, este sitio sería para mí. De pronto, escuché voces de lejos.

    —Liz.

    —Liz.

    Me parecían Domingo y Carlos. Me acerqué a la puerta y, efectivamente, me estaban buscando. Tardé en contestarles. Los estaba mirando con una sonrisa en la cara, pensando que el hórreo sería para mí sola o… who knows? Cuando me di cuenta, sus voces eran más fuertes y me acordé de la divina siesta. Podía haber un problema si alteraban este ritual y entonces decidí descubrir mi escondite.

    —I´m here!

    —Onde? —preguntaron los dos a la vez.

    —Here —repetí agitando mi mano.

    —Apuradamente —musitó Domingo cuando me localizaron.

    Subieron, entraron y Carlos cogió los sacos para sentarnos sobre ellos y así no mancharnos.

    —Que fas aquí? —quiso saber Carlos.

    —Investigate —respondí encogiéndome de hombros.

    —Vai caer unha boa! —advirtió Domingo.

    Y, nada más decir eso, empezó a llover de forma estrepitosa. El agua caía con tanta fuerza que parecía que se iba a derrumbar el tejado. Me asusté un poco, pero ese susto se transformó en miedo cuando escuché el primer estruendo.

    —It´s thundering! —exclamé atemorizada.

    —Non pasa nada —aseguró Carlos.

    —Are you sure? —pregunté temerosa.

    Claro, está o pináculo —dijo Domingo todo sereno.

    Las explicaciones que recibí me tranquilizaron un poco, pero no las tenía todas conmigo, ya que los truenos no cesaban. Los chicos me contaron que el hórreo se protege de la lluvia con el tejado de teja a dos aguas y este se adorna en los dos extremos con formas de piedra. Una de las formas es el pináculo que tiene la función protectora contra los rayos, pero también contra las meigas y el demonio; y, en contraposición, la otra forma es la cruz, con la que se conseguía la protección divina de la cosecha.

    Cuando los escuché hablar con tanta campechanía de las brujas y del diablo sentí que no era la única freaky que creía en esas cosas. «Galicia é terra de meigas», me decía siempre mi madre para sacarle hierro a mi secreto y hacerme ver que mis visiones, mis corazonadas, mis pálpitos, mis premoniciones o lo que fuera que yo tenía no debían amargarme la vida; que tenía que aprender a vivir y convivir con ello; y tratar el tema con naturalidad.

    Los chicos también me contaron que el hórreo más largo de Galicia medía más de treinta y siete metros y estaba en el Araño, un sitio que pertenecía a Rianxo, no muy lejos de Loureda. Esta podía ser otra visita en potencia que añadiría a mi lista. Ahora que tenía la bici, se ampliaba el abanico de posibilidades gracias a este medio de transporte.

    Hablamos, soñamos, reímos y hasta cantamos. No me extraña que no parara de llover. La tarde estaba horrenda, pero nosotros lo pasamos genial en nuestra nueva guarida. For sure, este sería nuestro meeting point.

    Decidimos que era hora de marcharnos porque ya había poca claridad dentro del hórreo.

    —Mañá eu teño clases —dijo Carlos.

    —Eu tamén —añadió Domingo.

    —In the morning? —quise saber.

    Si, só pola maña —contestaron.

    —OK —asentí.

    Pues acordamos vernos por la tarde, a la misma hora y en el mismo sitio, pero esta vez con las bicis.

    No era tan tarde como parecía, pero este tiempo provocaba que se hiciera de noche antes. Después de cenar algo light, porque aún estaba empachada del mediodía, estuve viendo un rato la tele con Sabina. Me fui a descansar sobre las diez. Estaba exhausta. La lluvia, el viento y los truenos habían cesado. Me acosté en la cama mirando hacia el cielo, pude divisar la luna, Venus y poco más. Si mañana amanecía sin chubascos, volvería a la cantera.

    II. CONFIRMATION

    Esa noche volvió a suceder. La angustia volvió a apoderarse de mi pecho. El miedo no cesó hasta que vino mi madre a tranquilizarme. Las luces tardaron en desaparecer; sería porque esta vez tuve el valor de quedarme más tiempo mirándolas.

    Tenía fe en que con este cambio de aires las cosas mejoraran y que todo lo que me acontecía fuera algo psicológico, como bien indicaba el Dr. McIntosh. Albergaba una pequeña esperanza de que este break sirviera para dejar atrás una parte de mi vida que no conseguía acostumbrarme a sobrellevar; era imposible de controlar.

    Por la mañana, cuando desperté tenía una mala sensación en el cuerpo. Mi madre estaba acostada a mi lado. Seguía durmiendo con su mano en mi pelo.

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