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El Regalo
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Resumen del libro El Regalo
Mara Martha Calvo

La inhumana prctica de regalar a los hijos, ante la imposibilidad de mantenerlos, desafortunadamente comn hasta nuestros das, es el tema de esta novela.
Una pequea nia, Tana, es el paradigma de la ignorada multitud de nios de los pases en desarrollo, que se ven obligados a enfrentarse con un mundo nuevo donde por su color de piel diferente y desconocimiento de las costumbres de la ciudad son discriminados y a menudo explotados.
Desde su arribo, el calor humano de la familia que la acoge, especialmente las cuatro nias, la ayuda a superar el trauma producido por la separacin de su familia y, aunque nunca logra compenetrarse totalmente, su inteligencia y esfuerzo le ganan un lugar entre la gazmoa sociedad limea de los aos 30.
IdiomaEspañol
EditorialXlibris US
Fecha de lanzamiento20 feb 2014
ISBN9781493175963
El Regalo
Autor

Maria Martha Calvo

María Martha Calvo nació en Lima, Perú. Descendiente de una larga estirpe de abogados y escritores, su vida siempre ha estado ligada al arte y las letras. Cuando la insania del terrorismo hizo presa de su país, su esposo y ella decidieron emigrar a Canadá, donde residen desde 1992 con su familia. Hace unos años las dificultades de otras épocas, que todo nuevo inmigrante debe enfrentar y limitaron en gran medida su producción intelectual, dejaron de existir, permitiéndole dedicarse a tiempo completo a la literatura y la pintura. Ha producido cuatro novelas. Ciudad Madre es su primera publicación.

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    El Regalo - Maria Martha Calvo

    CONTENTS

    Prólogo

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    DEDICATORIA

    Como siempre, para mi familia.

    AGRADECIMIENTO

    A José Luis, el constante soporte que me apuntala cuando

    las fuerzas están por flaquear.

    Prólogo

    Lima, 2013

    —La tarde está tan bonita, que si me tocara morir ahora mismo, lo haría tranquilamente. Satisfecha con mi familia, en paz conmigo misma… filosofaba en voz alta Margarita, sin percatarse de que su amiga hacía ya un buen rato que no la escuchaba.

    — ¡Tana! ¡Tana!— ¿te has dormido?

    — No, ¿cómo se te ocurre?—Le dijo su amiga abriendo los ojos sobresaltada y mirándola sorprendida.

    —Lo que sucede es que esta luz me hiere la vista… ¿has notado cómo el sol se vuelve más brillante cuando está por ocultarse? Para descansar mis viejos ojos los cierro por momentos, pero he escuchado cada una de tus palabras…

    — ¿Sabes que con los años te estás volviendo mentirosa, Tana? ¿Qué te he dicho?

    — Tana, sin poder sostener más la mirada de su amiga, se echó a reír con ganas, con esa risa contagiosa que la caracterizó desde niña y le ganaba las simpatías de todo el mundo.

    — No tengo la menor idea, Margarita, ¿Qué me decías?

    — Nada importante, estaba divagando sobre la belleza del atardecer que inspira pensamientos poéticos. Es como si las preocupaciones que nos afligieron durante el día perdieran toda su importancia. Hasta dan ganas de imitarte, cerrar los ojos y dejarse arrullar por la suave brisa.

    —Tampoco es para que me estés echando en cara toda la tarde que haya cabeceado un instante, escuchando tu cotorreo.

    — Bueno, no te enojes. Te contaba, antes de que te durmieras, que mañana Angelita va a bailar marinera en la actuación de Fiestas Patrias de su colegio. La verdad, es que ésta es la única de mis nietas que nunca ha demostrado afición por la música —no sabía que tuviera esa aptitud — pero mi amiga Consuelo, que tiene una nieta en el mismo plantel, ha tenido oportunidad de ver los ensayos y me cuenta que lo hacen muy bien. Me gustaría ir a verla.

    — Pues anda, ¿Qué te lo impide?

    — Si me hubieras escuchado antes te habrías enterado que Juan, el chofer, tiene una diligencia que hacer mañana y no podrá llevarme…

    —Y dale con repetirme lo de mi cabeceada ¡Llama un taxi! no es tan difícil —le respondió Tana irritada— pero al notar la mirada asombrada de su amiga, continuó:

    —Perdona, no sé qué me ocurre últimamente que de un momento a otro me vence el sueño. Mejor dicho, si lo sé; es el calorcito de estas tardes, tan inusual en los meses de invierno, sumado a la modorra que entra después del almuerzo y la cantidad de años que llevo sobre mis espaldas. Supongo que nos sucede a todos los seres humanos. Subconscientemente negamos la posibilidad de envejecer, de enfermarnos, de sufrir desgracias familiares o accidentes; asumimos que esas cosas les pasan a otros, nunca a nosotros, y cuando nos damos cuenta de que estamos perdiendo nuestras facultades, nos da rabia. No tiene sentido, pero es muy común. No hace mucho, no podía ni pensar en dormir, si no era noche cerrada y estaba acostada en mi cama. Más bien me admiraba de que hubiera gente capaz de hacerlo sentada en una silla, echada en una banca del parque o dando tumbos en el ómnibus. Ahora yo estoy igual y peor porque, sin darme cuenta, me quedo profundamente dormida de un momento a otro y cada vez me ocurre más seguido, así que lo de antes debe haber sido algo más que un cabeceo porque hasta he tenido un sueño.

    — ¿Y qué estabas soñando? —Le preguntó Margarita—

    — ¡Uff! Había retrocedido como mil años; las dos éramos niñas y no teníamos preocupaciones… estábamos cantando algo y jugando con una pelota roja. Tú estabas vestida con ese vestido amarillo de tafetán que tanto te gustaba y el inmenso listón del mismo color con el que tu mamá ataba tu cabellera, tratando de sostener en su sitio los rizos rebeldes que yo admiraba tanto. Al menor movimiento de tu cabeza, se soltaban en una cascada de oro. Para mi eras tan bella como un ángel.

    Ja, ja un ángel chino y cachetón. ¿Y tú eras un angelito negro como los de la canción? ¿Cómo estabas vestida?

    Yo tenía puesto el vestido rosado que heredé cuando te quedó chico y el inevitable lazo haciendo juego. Mi deseo más recóndito era que mis pasas se soltaran en cascada igual que tus rulos, cosa que, por supuesto, nunca ocurrió. El color rosa lo único que hacía era resaltar más mi negrura de foca y mi cabeza parecía un perro poodle envuelto para regalo. Solo faltaba meterme en una canasta, pero era muy patilarga y no hubiera entrado en ninguna.

    —Ja, ja, ja. Qué graciosa eres, tú nunca cambias. Yo te veía muy bonita con tus ojazos negros que querían abarcar todo de una sola mirada y tu sonrisa amplia llena de dientes blanquísimos; a veces me parecía que en tu boca tenías más dientes que nosotras en las nuestras.

    Tana, ensimismada en sus pensamientos continuó:

    —Estábamos en una especie de plaza muy grande, un grupo de niños cantaban «estaba don Juan jugando al catchascán». No había vuelto a recordar esa canción en muchísimos años. La calle era empedrada como todas las calles de antaño, donde se veían más carretas que automóviles y nos rodeaban tus padres, tus hermanas, mi familia de Cañete, Escolástica, todas las personas de las que recibimos y a las que dimos tanto cariño y ya no existen. Pero ese sueño tan agradable se tornó inesperadamente en una pesadilla. Absurdamente, como casi siempre ocurre en los sueños, los mirábamos desde abajo, desde nuestra estatura de niñas, y les reclamábamos por habernos dejado sin compasión, solas en el mundo, y todos ellos, nos miraban con mucha tristeza, pero no nos respondían. Cuando me despertó tu voz, sentí un gran alivio por no tener que seguir viendo esos ojos desconsolados.

    — Entonces, en buena hora te desperté.

    — Ya lo creo, el corazón me latía muy fuerte y rápido, la angustia me ahogaba y estaba a punto de echarme a llorar, pero al despertar comprendí que no nos queda más remedio que aceptar nuestra realidad. Hoy estamos en este jardín tan similar al de la casa vieja, conversando como cuando teníamos siete años y nos sentábamos en el suelo de la terraza para jugar zapatero, ¿te acuerdas? Se jugaba con piedritas, casi igual a los jackses que a alguien se le ocurrió inventar mucho mas tarde. Las losetas eran tan frías que nos íbamos sentando poco a poco para que no se nos congelara el que te dije. ¿Recuerdas qué fácil era la vida entonces? Jugábamos y charlábamos como si no existieran otros seres en el mundo. Eso era mientras estábamos en la casa, sin embargo, no salíamos juntas muy a menudo.

    Tú ibas con tus padres a visitar parientes o hacer compras al centro de Lima, mientras que a mí Escolástica me hacía levantar temprano y me llevaba en volandas a lo largo de la avenida Pardo, hacia el Mercado de Surquillo, para conseguir los alimentos fresquecitos. La carne llegaba de los camales a esa hora, los carniceros se ponían un costalillo al hombro y descargaban las reses para llevarlas a sus puestos y descuartizarlas ante nuestra vista. No teníamos refrigeradoras en las casas, por lo que había que hacer las compras diariamente. Los camiones que traían las verduras y las frutas de las chacras, habían llegado sólo unos minutos antes y los propietarios de kioscos las arreglaban atractivamente para la venta. En nuestra casa, como en todas las demás, había un gallinero, o sea que teníamos huevos frescos en abundancia; ¡que diferente sabor tenía todo! las gallinas se alimentaban con maíz, no con harina de pescado; casi nunca comíamos los pollos, había que dejar que crecieran para reemplazar a las ponedoras viejas; el resto de las provisiones las traían hasta la puerta los vendedores ambulantes que hacian su aparición todas las mañanas. Recuerdo a casi todos los vendedores que venían diariamente a nuestra casa; los conocíamos por su nombre y ellos a nosotras. El que primero llegaba era el lechero, Manuel, que nos despertaba tempranito haciendo sonar una moneda contra las botellas de leche; enseguida venía Enrique, soplando su corneta, en un triciclo al que le habían adaptado una caja grande, blanca, donde llevaba el pan. Cuando abría la tapa, el aroma del pan francés, los toletes, los cariocas y las marraquetas llenaba toda la cuadra.

    — ¡Y los chancays, no te olvides de los chancays que comíamos con mortadela y café con leche en las tardes! exclamó Margarita entusiasmada. Lo que más recuerdo es el budín llenito de pasas que nos regalaba como yapa, en un pedazo de papel, ¡qué rico era! Pero mejor ni nos pongamos a comparar la Lima de los años veinte con la actual, no me gusta sentir que somos antediluvianas.

    —Pues a mi sí me gusta recordar. Nos hacían felices las cosas más sencillas. No teníamos televisión, ni computadoras, ni juegos electrónicos. Una bicicleta servía para las cinco, por turnos, igual los patines, pero no peleábamos, nos divertíamos entre nosotras jugando a la pega, saltando a la soga, recogíamos moras que caían de los árboles que había en todas las calles de Miraflores y nos dábamos tales atracones que nos enfermábamos del estómago.

    —Y mi mamá nos castigaba sin comer postre, ¡no hubiéramos podido ni probarlo con el dolor de barriga que teníamos!

    — ¿Te acuerdas del florista Aniceto, al que Escolástica le regateaba el precio? —Le pregunto Tana riéndose a carcajadas— Cada viernes aparecía con flores frescas para adornar la casa y se enfrascaban en la misma discusión:

    —« ¿Cuánto quieres por estos claveles raquíticos, cholo vivo?» —Le preguntaba Escolástica.

    — ¿«Ratíquicos»? —Contestaba Aniceto con indignación— nunca aprendió a pronunciar la palabra correctamente, «tú sabes que son cincuenta centavos, negra gorda».

    «Te doy treinta y ni un centavo más cholo atrevido».

    «Te aprovechas de mí porque sabes que soy pobre y necesito la plata, eres una mala gente» —rebatía Aniceto— que normalmente vendía sus claveles en veinticinco centavos y, cargando su canasta en el hombro, se marchaba con aire ofendido con los treinta céntimos en su bolsillo, feliz por haber engañado una vez más a su cliente. El regateo y el intercambio de frases hirientes se habían convertido en el condimento con el que los dos aderezaban su fin semana.

    — Y a ti, una vez que te arrancas a hablar no hay quien te pare, dijo Margarita.

    Tana impertérrita siguió rememorando:

    A eso de las once se presentaba Roque con su pescado recién sacado del mar, — tan fresco que parecía que las corvinas y los lenguados iban a saltar de la carretilla de un momento a otro—y el domingo tempranito, llegaba el tamalero Fidel, con su vozarrón que se oía desde varias cuadras de distancia: ¡tamaaales!, buenos tamales caserita, ya llegó Fidel, su tamalero favorito, con sus tamales calientitos para el desayuno, ¡tamaaaaales! No había domingo que no se los compráramos y los acompañábamos con la salsa de cebollas de Escolástica, el pan francés crujiente y la sempiterna taza de café con leche. Se me hace agua la boca de sólo recordar esos desayunos domingueros.

    Margarita la miraba divertida mientras Tana, sumida en sus recuerdos, continuaba imperturbable: ¿recuerdas al chino Pancho, que era sordo como una tapia y a Alejandro con la trenza que nunca se cortó soñando con volver a China? De paso al mercado les dejábamos la lista con lo que necesitábamos, el arroz, el azúcar, la harina, que ellos ponían en una caja y llevaban a la casa. Cobraban a fin de mes, iban apuntando cada artículo en una libreta de tapas negras y nunca se les ocurrió cobrar algo de más. Eran muy buenas personas.

    — Sí, me acuerdo que alguna vez oí decir que cuando se iniciaban en el negocio mi papá los ayudó con su licencia o algo así y nunca lo olvidaron. Cada Navidad nos regalaban una gran canasta llena de chocolates, panetón, fruta seca y otras cosas ricas, dijo Magarita. Entre las golosinas acostumbradas y la botella de vino dulce, encontrábamos todos los años una corbata horrorosa para él. ¿Te acuerdas que feas eran esas corbatas? Seguramente la falta de gusto para elegirlas se debía a que ellos no tenían costumbre de usarlas. La gente de antes era muy agradecida… pero sigue con lo que estabas diciendo, te interrumpí sin querer.

    Solo recordaba que las pulperías o tiendas de abarrotes eran llamadas todas «el chino de la esquina» aunque el propietario fuera árabe, italiano o peruano y hacía un recuento de lo diferente que era vivir en la época en que no existían los supermercados. El ganado no era tan espectacular, no le inyectaban hormonas, esteroides ni antibióticos, tampoco los vegetales, sin tantos fertilizantes ni preservantes, eran tan grandes ni coloridos, pero la gente era más saludable.

    — Hablando de salud, tanto recordar los manjares de antes me ha despertado el apetito. ¿Crees que Teodosia ya tendrá lista nuestra comida? la tarde está fresca y está empezando a correr un airecito frio. Mejor vamos entrando a la casa, no nos vayamos a resfriar. Nuestra sopita caliente y una tacita de té, nos van a caer muy bien.

    Las dos amigas se levantaron de sus sillas con esfuerzo y cogidas del brazo se dirigieron a la cocina donde Teodosia, la cocinera que entró a trabajar en la casa en reemplazo de Escolástica muchos años antes, les tenía preparada la ligera comida y el té con bizcochitos que acostumbraban tomar cada tarde antes de irse a sus respectivas habitaciones para el descanso nocturno.

    Su conversación vespertina con Margarita, a pesar de que se repetía casi a diario con ligeras variaciones, infaliblemente tenía la virtud de despertar en ella muchos recuerdos; algunos gratos y otros no tanto. Tana, presintiendo que aquella noche, como le ocurría frecuentemente, la iba a pasar en vela, se quitó sin prisa la ropa que había usado durante el día, cambiándola por un amplio camisón y envolviéndose bien con una capa de lana que, unos años antes, ella misma había tejido a crochet para protegerse del frio húmedo de las noches invernales, aceptó como algo inevitable la idea de entretener gran parte de la noche con sus reminiscencias y reconfortada por el alimento y el abrigo, recostándose cómodamente en sus almohadones, se dispuso a dejar que los recuerdos fluyeran libremente.

    Después de todo, se dijo a sí misma, una de las pocas cosas buenas de la vejez es que uno ha coleccionado suficientes recuerdos como para llenar muchas noches de insomnio. Hay momentos en los que casi no puedo creer que haya pasado tanto tiempo. Si no fuera por la creciente dificultad para caminar, las canas, las arrugas y los dolores de huesos que me lo recuerdan a cada momento, pensaría que todavía tengo veinte años.

    -1-

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