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El sueño de la invisibilidad
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Libro electrónico215 páginas3 horas

El sueño de la invisibilidad

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¿Podrá el amor, la magia y el talento derrotar a lo desconocido?

El amor por su madre impulsa al joven Gregorio a salir en su búsqueda. En su barrio adquiere una capa que le protege en sus andanzas por España y Alemania como ilegal, pues lo convierte en un ser invisible. La inmaterialidad lo salva en situaciones peligrosas. Imperceptible para el resto, Gregorio se transforma en voyeur de una vida anhelada que lo lleva a desarrollar su talento musical. En Múnich encuentra por fin a su madre. Aprende alemán y perfecciona su voz, el canto lo libera y lo hace feliz. Famoso y por fin legal viaja a su añorada tierra donde descubre el secreto de la capa mágica. La magia en esta novela de aprendizaje va más allá de la invisibilidad, sugiere el sentimiento de una inexistencia obligada por la situación irregular que vive la figura principal.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 sept 2018
ISBN9788417505578
El sueño de la invisibilidad
Autor

Nieves Macías

Nieves Macías nació en Santiago de Chile. Emigró con sus padres y hermanos a muy temprana edad a Alemania del Este, residió varios años en Madrid y actualmente vive en Múnich con su familia. En esta ciudad estudió Romanística. Fue directora del Festival de Cine Latinoamericano para la ciudad de Múnich por más de una década. Trabaja evaluando conceptos para la televisión. Organiza exposiciones de arte y promueve a artistas chilenos.

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    El sueño de la invisibilidad - Nieves Macías

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    El sueño de la invisibilidad

    Primera edición: julio 2018

    ISBN: 9788417234928

    ISBN eBook: 9788417505578

    © del texto:

    Nieves Macías

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «El mundo es ancho y ajeno».

    Ciro Alegría

    «Creo que es una verdad abstracta que cualquier literatura que represente nuestra vida como peligrosa y sorprendente es más verdadera que cualquier literatura que la represente como vaga y lánguida. Pues la vida es una lucha, y no una conversación».

    G. K. Chesterton

    I

    Envuelto en la luminosidad de la sala, sentía mis latidos en las sienes y una gran emoción me burbujeaba en el pecho. Dudé si sería capaz de enfrentarme a tanta gente. Me tocaba hablar, pero no sabía cómo empezar. Mi procedencia haría que mis palabras sonaran sencillas, quizás mis frases hasta ingenuas. Quería expresarme correctamente delante de este público tan atento.

    «Buenas tardes, soy Gregorio».

    La aguja del reloj de pared dio la una de la tarde. De reojo, la capté y automáticamente resté seis horas, calculé la hora que era en mi país. Luego, mi mirada sobrevoló por encima de las cabezas de los presentes. De ninguna manera quería fijarme en algún rostro, presentí que la menor mímica me desconcertaría. En la sala no volaba ni una mosca, la dominaba un silencio absoluto.

    «Sigue!», me dije. Y así, sin darme cuenta, las palabras fluyeron de mi boca.

    Al parecer todo el mundo se enteró de mi caso —el público sonrió—. Hoy, por fin, la verdad saldrá a la luz. Espero que esto ayude a que nos entiendan mejor, aunque para mí signifique seguir siendo carne de cañón para la prensa sensacionalista. Pero no importa, su acecho no me provocará tanta angustia como cuando la ley me pisaba los talones, primero en España y luego aquí, en Alemania. Les puedo decir que es inimaginable y desesperante a la vez el sentirse una persona de carne y hueso y no poder existir como un ciudadano normal.

    El deseo vehemente de uno es pasar desapercibido, ser como almas errantes, etéreo o simplemente desmaterializarse, desvanecerse como la niebla matutina —al terminar estas frases escuché una especie de eco, presentí que era mi propia voz, continué—. No me gustaría aburrirlos con el cuento de mi vida, pero me han pasado muchas cosas que creo tienen que saber —tomé el vaso que estaba delante de mí y bebí un sorbo de agua—. En mi adolescencia fui un chico ingenuo que contaba con poca educación y experiencia, por eso caí en la ilegalidad.

    La situación irregular me limitó aún más, muchas veces añoré tener una existencia plena, como en la infancia. Claro que aquel estado de armonía infantil duró hasta el día en que mi estructurado universo se convirtió en un caos. Las familias que nos rodeaban se desmoronaron, varios vecinos, la mayoría mujeres, madres de mis amigos, partieron a trabajar al extranjero. Se convertían de un día a otro en el principal sostén económico de sus hogares. Esa fue la razón por la cual nos quedábamos solos.

    A algunos los dejaban con familiares o, simplemente, con un vecino. Este cambio negativo en mi entorno me desconcertó, pero, a pesar de eso, a mi tierra la seguí percibiendo como la más bella del mundo, tan perfecta como mi madre.

    —Cuéntame otra vez lo que pasó el día que vine al mundo —le pedía a mi madre.

    Las historias familiares me encantaban. De pequeño fueron mis narraciones predilectas, por la noche me hacían conseguir un sueño profundo y tranquilo.

    Atento, la escuchaba, me imaginaba a mi madre con su panza enorme corriendo en busca de mi padre para que la acompañara al hospital. Caminando rápido por las polvorientas calles le invadió un inmenso calor y un tremendo dolor de barriga que la obligó a tocar en la primera puerta vecina que encontró. Sin saludar ni pedir permiso, pasó de largo, llevaba las manos sosteniendo su panza. Cruzó la sala, luego la cocina que desembocaba en el patio interior de aquella casa baja.

    Las personas que allí vivían la siguieron, la vieron encuclillarse. De inmediato, las mujeres se dieron cuenta del parto inminente y corrieron en su ayuda. La comadrona no alcanzó a llegar. Para su suerte y la mía, el parto fue espontáneo y rápido, así cuenta ella. Al dejar sus entrañas me quemaron el cuerpo los rayos del sol y grité tan fuerte que todos los que me escucharon salieron corriendo de sus casas a conocer al nuevo chillón. Con mi primer respiro llené los pulmones de aire, se inflaron como dos globos enormes.

    Mi pecho se ensanchó y con aquella cavidad torácica fuera de lo común mi voz obtuvo una resonancia muy especial y como «el que no llora no mama», me pasé gritando la mitad del día y la otra mitad mamando.

    —¡No aguanto más a este llorón!, ¿qué le pasa a este niño? —se quejaba mi madre. Para mi pesar, el delicioso período de lactancia finalizó demasiado pronto. Los brazos de mi abuela suplieron a los de mi madre y en vez del pecho, me consolaron con un asqueroso chupete de goma, que al principio aborrecía, su olor me producía náuseas, pero nadie prestó atención tampoco a mis arcadas. El hambre venció mi rebeldía y tuve que aceptarlo, como también el olor dulzón que emanaba la piel de mi abuela, por él la adivinaba de lejos.

    Le gustaba perfumarse con aromas de rosas y jazmines. Aquellos perfumes en botellitas de cristal y la colcha de algodón tejida a ganchillo le daban un toque romántico a su humilde habitación. A mi madre la divisaba de lejos, no estaba nunca quieta, se pasaba todo el santo día haciendo las cosas de la casa o si no salía a trabajar fuera. Desde mi camita de madera le pegaba unos gritos agudos a más no poder para que se parara y me viera lo grande y gordo que estaba. Y varias veces lo conseguí, en aquellas ocasiones acercaba su cara a la mía, me cogía de los mofletes, me los apretaba y se reía de mis diabluras. Rebosaba de orgullo, sobre todo cuando sus amigas la admiraban por su retoño tan lindo. Pero no lo tenía nada fácil conmigo, porque yo mientras más crecía, más reclamón me puse, la quería para mí solo. No soportaba que mi madre pasara todo el día por delante de mis narices y no me prestara atención. Mi abuela me cogía con paciencia de santa, me mecía tranquilizándome y consolándome en su regazo para que mi madre pudiese descansar un rato. En realidad, mi abuela debería haber sido mi madre. Ella siempre estuvo cerca cuando necesité algo, hasta aquel día en que la tuve que dejar, y todo por el amor hacia mi madre.

    Ya más grande, con mis amigos dábamos rienda suelta a nuestros cuerpos; corriendo, saltando desaforadamente, gritábamos hasta quedar afónicos y deshechos de calor. En la cancha, jugando con los demás chicos del equipo, disfrutaba plenamente, me sentía el mejor, el centro del juego. Ahí no existían límites. En mi hogar era diferente, tenía que obedecer, portarme bien. No logré nunca entender tanto rigor. Yo quería comer solo cuando me daba hambre e irme a dormir cuando estaba realmente agotado. Siempre me trataron de convencer de lo contrario y si no comprendía, entonces me castigaban con la escoba. Sabía de antemano que, si pillaba algo para comer en la cocina a deshora, me castigaban dándome un palo. Si llegaba muy de noche del fútbol, eran dos golpes. Si la profesora comunicaba que me olvidaba de los deberes, me tocaban una infinidad.

    En mi tierra no se les habla ni se les da muchas explicaciones a los niños, muchos padres creen que, si sus hijos no entienden a la primera con palabras, lo comprenden más tarde a golpes. Siempre preferí y soporté mejor un largo sermón, por lo menos las palabras me ofrecían la oportunidad para reflexionar; de la otra manera, tenía que recuperarme de un doble dolor, el corporal y el de los sentimientos. Para mí la escoba no era el símbolo del vehículo móvil de una bruja. Todo el tiempo pasaba impávida y escondida detrás de la puerta de la cocina, hasta que la necesitaban para barrer o darme a mí una zurra. Veía a esa rubia chascona caer sobre mí como una traidora. Muy bien recuerdo que un tiempo pasó el suelo lleno de polvo, porque la escondí. La até a un árbol, pero no al tronco, sino a una rama bien alta. A nadie se le ocurrió mirar hacia arriba, hasta que creció la fruta y hubo que cosecharla. Pero aquella vez no me azotaron, se rieron mucho por mi astucia.

    «¡Aquí ya no hay futuro para mí, tengo que ir a buscar suerte por otros lados!». Tendría ocho años cuando escuché aquella frase y mi padre se despidió para siempre de mí. Nos dejó, partió a trabajar a la costa en la industria pesquera. El primer tiempo de su ausencia mandó dinero, después se olvidó de nosotros.

    —Las malas lenguas dicen que tu padre se juntó con otra mujer —me sopló un día la abuela. Incrédulo, me hice mis propias conjeturas, aquel rumor no podía ser verdad. Me consolaba pensando que estaría pescando en una barca en alta mar.

    —¡Tuvo hasta una hija con la otra! —fue el amargo comentario de mi madre.

    Escuché eso y le deseé la muerte, me lo imaginé ahogado, a su hinchado cuerpo flotando sobre el mar. Lo borramos de nuestras vidas y nunca más se habló una palabra sobre él en nuestro hogar.

    El dinero que nos enviaba comenzó a faltarnos, entonces me iba después del colegio a trabajar de aparcacoches o a llevarles las bolsas repletas de mercancías a las señoras que compraban en el supermercado para meterlas en los maleteros de sus autos o si andaban a pie, se las cargaba hasta su casa.

    «No lo lograremos solos, la situación está cada día más difícil», se lamentaba mi madre con sus amigas. Un día se arriesgó y determinó coger un pequeño crédito, compró una máquina de coser para hacer zapatos, mocasines. Mi aporte era ir a comprar el cuero e ir a despacharlos, pero, aun así, el dinero no nos alcanzaba; fuera del alquiler había, además, que pagar las letras al banco. El trabajo ese no duró mucho, porque introdujeron al mercado el calzado chino. No existía más demanda para los nuestros, la producción nacional salía muy cara. Mi madre, al parecer, no aguantó más y desesperada salió a ver a un amigo al cual yo le decía «tío». Él era un tipo bajito, tranquilo, de piel tostada, pisaba suave como si anduviese encima de nubes. Esa vez llegó tarde y muy seria.

    —Madre, te noto rara, ¿te ocurre algo? —No me contestó.

    Agria y tensa, siguió así hasta que semanas más tarde sacó una maleta grande y empacó ropa, zapatos y algunas fotos que quitó del álbum de familia. Aquel enorme bulto quedó delante a los pies de su cama, hasta que un día enérgicamente tiró de la maleta, la hizo rodar hasta la sala. Desde allí nos llamó.

    —¡Ya, apúrense, que el vuelo hacia Madrid sale dentro de pocas horas, tengo que partir!

    —¿Qué? —pregunté, impresionado.

    —Gregorio, prométeme que te vas a portar bien con la abuela mientras yo esté ausente. —Nadie se imagina el susto que sentí al darme cuenta de que partía lejos. Solas saltaron las lágrimas.

    —¡Quédate, no te vayas, mamá! —le supliqué, presentía que se alejaba para siempre.

    Se estremeció mi cuerpo, mi pequeño corazón aceleró sus palpitaciones, creí que iba a estallar. Cada latido lo escuché nítidamente golpeando el tímpano. Esa sensación me atemorizó, olas de miedo me azotaron y avisaron que no la vería nunca más. Lo más terrible fue que ella no escuchó esas tremendas palpitaciones. Busqué sus ojos, encontré mucha ternura en su mirada mientras me susurraba suavemente:

    —Hijo, volveré pronto, te lo prometo.

    —¿Pero por qué te vas?, ¿por qué?

    Mi madre me repetía una y otra vez la razón de su viaje.

    —Parto porque necesitamos ganar lo suficiente para vivir dignamente, ahora no nos alcanza.

    Angustiado, lloré sin parar, me atraganté de tanta agua salada y mocos que producía mi cuerpo. Aferradas mis manos a su blusa, se la tironeaba hasta que al final se la desgarré de un tirón.

    —¡No te vayas, por favor!, ¡quédate, yo te ayudo!

    Mi abuela, con fuerza, me tiró y despegó por unos segundos de ella. A pesar de oponer gran resistencia, mi madre logró desligarse de mí y partió finalmente como lo había hecho tiempo atrás mi padre. Por esa fecha eran bastantes los conocidos y vecinos que emigraban y se sabía poco de ellos, o yo no me enteraba por mi corta edad. A la mayoría no los volví a ver nunca más. Aquel fue el momento más terrible de mi vida. Desesperado por el alejamiento de mi madre, me invadió una enorme soledad. Percibí que nadie más me quería en el mundo, dudé de mí mismo, llegué a pensar hasta que no era tan buen hijo. Corrí detrás de ella y le hice millones de promesas: que dejaría el fútbol y me quedaría más tiempo en casa y cumpliría siempre con todos los deberes, pero, igual, siguió de frente y resuelta en lo que se había propuesto. La figura de mi madre desapareció en el interior del bus que se perdió al final de la calle. Una profunda pena me invadió, una pena que triplica el peso del cuerpo, una pena inefable. Esa misma pena me dejó aturdido, mudo por días, también ciego y petrificado. No veía, no sentía en mí lo que ocurría a mi alrededor, no tenía ganas de nada, ni de comer. Era el niño más infeliz de la Tierra.

    —¡Ya, no sigas así, levántate! —mi abuela me remecía y regañaba para que me levantara de la cama y fuese a la escuela.

    Otras veces, desesperada por mi situación, me hacía cariño en la cabeza. Débilmente, la atraía hacía mí y la abrazaba. Quería sentir el calor de su piel y apoyaba mi cabeza en medio de sus contundentes pechos blandos, pero en esos días, perdido en la profundidad de un abismo infinito, nada logró traspasar a mi interior. No la escuché y ni le hice caso, tampoco a mis amigos que entraron hasta mi pieza y me tironearon para que saliera a jugar al fútbol. Allí me quedé inerte, hediondo, postrado en mi cama no sé por cuánto tiempo, porque también perdí el sentido por el día y por la noche. Absorto en mi obsesión de haber quedado huérfano, lograba solo dormitar a ratos, hasta que un día el cartero entró a la casa.

    —Tengo una carta para ustedes, no me iré hasta saber qué es lo que dice.

    Las líneas de Madrid fueron el remedio que me reanimó y me sanó de mi primera crisis emocional. La abuela corrió con la carta hasta mi cuarto. Al oír que se trataba de mi madre, acumulé energías y me senté en mi cama. Tiritando, tomé el sobre en mis manos y lo abrí con nerviosismo. Leí en voz alta. Al terminar, nos abrazamos y lloramos de alegría.

    —Ella no nos mintió, abuela, se fue de nuestro lado para trabajar. Allí en Madrid tiene un puesto fijo y le pagan buen sueldo —le repetía tan contento que sin darme cuenta se me borró la pena y algo me cosquilleaba en el pecho, eran unos tenues rayos de alegría.

    Me dieron ganas de reírme y cantar. Rememoré las emisoras y las canciones que antes sintonizaban en la radio y de las veces que mi padre la cogió de la cintura y bailó con ella en casa. La música que emitía aquella mañana la radio me motivó, canté del corazón y en voz alta. Mi abuela, que estaba sentada frente a mí, se quedó embobada con la boca abierta.

    —¡Qué voz más linda tienes! —me dijo.

    La saqué a bailar, la atraje y apreté bien contra mí y le hice dar dos vueltas. De altura ya le llegaba arriba del pecho, entonces enterré mi nariz en su ropa y la olfateé. Su perfume penetró en mi alma, al mismo tiempo percibí la temperatura cálida que emanaba su cuerpo. Espontáneamente, le di un gran beso en la mejilla. Qué sensación tan maravillosa era el contacto con aquella piel tibia junto a la mía. Cuánto tiempo había estado petrificado y no la había percibido. Me vestí rápidamente y salí corriendo a la calle mientras le decía a mi abuela que no se preocupara. No contestó, pero se le iluminó el rostro. En la parada de la esquina, de donde había partido mi madre, tomé el bus que me sacó del barrio y me llevó directo a la

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