El mimo
Por Arturo Argüello
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«La Plaza Bolívar de Bogotá es el escenario donde dos almas separadas y atormentadas, aunque unidas por un intenso amor, sobreviven el día a día de los artistas callejeros de la capital colombiana.»
Con nostalgias del cálido y mágico Caribe, con sus diferentes pasados y recuerdos felices e infelices, un mimo mulato y analfabeto y una poetisa, junto a un titiritero, un payaso, un fotógrafo, un bailarín y otros eternos buscadores de aplausos y monedas, transmiten desde su música, actuación, baile y poesía su propia visión de las miserias, vicios, pasiones y alegrías de la vida cotidiana. El reencuentro y la unión sólo serán posibles si lo permiten estas intensas y a veces incontrolables pasiones.
Arturo Argüello
Arturo Argüello nació en Bogotá, Colombia, en 1982. Estudió medicina y educación. En el año 2004 el Banco Interamericano de Desarrollo le otorgó una mención de honor por su ensayo Mujer: sumisión, abnegación y objeto. Un milenario rol. Es columnista del periódico El Tiempo y la revista Gacela. El mimo es su ópera prima.
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El mimo - Arturo Argüello
original: El mimo
Primera edición: Abril 2015
© 2015, Arturo Argüello Ospina
© 2015, megustaescribir
Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Contenido
I Félix, el mimo
II Antonio, el payaso
III Ella, la mujer que iba a ser su esposa
IV Félix, el mimo
V Jesús, el titiritero
VI Rogelio, el fotógrafo
VII Félix, el mimo
VIII Ella, la mujer que iba a ser su esposa
IX Salvador, el cuentero
X Jesús, el titiritero
XI María, la campesina
XII Antonio, el payaso
XIII Marco, el bailarín
XIV Félix, el mimo
XV Arturo, el escritor
XVI Ella, la mujer que iba a ser su esposa
XVII Jesús, el titiritero
XVIII El abuelo Pepe
XIX Félix, el mimo
XX Ella, la mujer que iba a ser su esposa
XXI Jesús, el titiritero
XXII El hombre estatua
XXIII Félix, el mimo.
Epílogo Arturo, el escritor
A Carolina,
que brilla como el ámbar.
I
Félix, el mimo
M amá había muerto, se había desvanecido frente a mí cuando volvíamos de la plaza con una bolsa de pan tibio, ese que preparaban en el pueblo y que tanto me gustaba, tal vez por su sabor y su textura abullonada, o porque siempre, a las seis, cuando resonaba la campana de la iglesia, la hija del panadero salía a persignarse y con esa sonrisa que desdibujaba un hoyuelo en su mejilla izquierda, me saludaba con un gesto, con una ovación que hacía con la mano izquierda, y me llenaba de ternura en la mitad del pecho, donde dicen que queda el verdadero corazón. No puedo recordar su rostro ni su nombre, tal vez jamás lo pregunté, tal vez nunca me detuve a admirarla lo suficiente para grabarme el color de sus ojos, de su piel, su pelo, el tono de su voz, su risa; ni siquiera recuerdo la sonrisa y las caricias de mamá. Como los necios, como los viejos que se lamentan, sólo puedo recordar que Bogotá solía ser más fría de lo que es esta mañana.
El sol apenas se despereza y los primeros rayos pintan de color salmón un firmamento que agoniza. Abro los ojos sin el despertador, por instinto, como un pajarillo que se prepara para atravesar la bruma espesa. Pero, a diferencia del alegre petirrojo, no despierto con alborozo, agradeciendo el nuevo día. Suspiro sin esperanza, al escuchar una vez más el canto del alba. Cantan los pájaros y en el suelo de madera vieja, mis pasos intentan no buscar a mi mujer.
El agua del baño baja helada y me despierta a la terrible realidad de otro día sin ella, la que pensé que iba a ser mi esposa, la mujer que amo. Desnudo, mojado, me sobrecoge entre espasmos y sollozos la amargura. Me visto con la trusa negra y la camiseta de licra con rayas que me hace parecer un preso, encerrado en una celda horrible, anclado a un corazón que no le pertenece. A la tibia luz de una bombilla, que titila por momentos, me maquillo frente al espejo color sepia: paso primero una capa de crema barata y después, haciendo círculos, la pintura blanca, cuidando de no manchar el cuello y las orejas; me miro una y otra vez, buscando espacios donde el blanco haya quedado diferente, ora por descuido, ora por mi piel mulata, o porque la bombilla nunca alumbra lo suficiente. Después me aplico la capa de talco como el abuelo Pepe me enseñó, para que la pintura blanca se conserve intacta todo el día y, pinto mis ojos con el delineador, los labios y las dos lágrimas. Me pongo el bombín negro, me guardo unos pesos en el bolsillo y salgo caminando hacia la Séptima para coger un bus que me lleve al centro, a ese barrio sucio y hermoso que llaman con orgullo la Candelaria.
En el bus, para no pensar en la mujer de mi mente, termino diciéndome, como los viejos, con convicción y melancolía, que Bogotá solía ser más fría. Cierro los ojos y me sumerjo en el viaje, tratando de recordar otras historias, lejanas, distantes de esa zona prohibida en mi memoria.
No sé por qué, hoy me han venido fragmentos de mi infancia, de papá, de mamá, de mi hermano y nuestros juegos matutinos. Tal vez porque es una mañana cálida y todo está cubierto de escarcha dorada, como en el pueblo, como los días en los que despertaba con el corretear de Sasha, una hermosa perra que desde muy temprano salía a cazar, gruñendo y ladrando a cuanto pájaro y cuanta rana se le atravesara. Me levantaba y corría descalzo en busca de papá, pensando que ya se había ido a pescar mientras yo dormía y soñaba con las ballenas y con ser poeta. Papá tenía listas sus redes, había preparado la barca y nos esperaba con tranquilidad fumándose un cigarro a la entrada de la casa, sentado sobre el único escalón del porche, los pies sobre la arena, ensimismado en sus pensamientos. Cuando nos veía sonreía con sus dientes de algodón y miraba al cielo, como leyendo la hora.
—¡Dormilones! —nos decía, medio en broma medio en serio—. ¡La comida no llega caminando a las tripas del dormido!
Recuerdo que salíamos los tres, Camilo, papá y yo, sin decir una palabra, contemplando la belleza única del mundo cuando el sol le da un primer vistazo al mar, a la arena, a los higuerones, a las ceibas que iban quedando a nuestras espaldas. Era ese momento mágico en el que los rayos de luz acariciaban las bromelias, los platanillos y las orquídeas. Recuerdo que el rumor del mar era más hermoso en las mañanas.
Papá y Camilo remaban con fuerza, sorteando el oleaje hasta el punto apropiado para arrojar la atarraya. Me habían encomendado la labor desde que empecé a acompañarlos. En silencio, mientras el mar mecía la barca, los tres esperábamos viendo sobrevolar a las primeras gaviotas que graznaban llamando a su alimento. Algunos días, la atarraya salía a reventar, y otros apenas sacábamos suficientes pescaditos para venderlos en la plaza. Sin embargo, papá sonreía todos los días y en el camino de vuelta nos contaba historias de su papá en las que siempre, por alguna razón, terminaba diciendo cuánto le gustaba el olor del pescado fresco.
De regreso, cuando el sol ya estaba alto, me parecía que los pescados aun húmedos me miraban, con los ojos brillantes, jadeando, boqueando, pidiéndome ayuda, como si supieran que yo era la única esperanza en la barca que los conducía hacia su cruel destino. Yo trataba de mirar hacia la playa y me armaba de valor pensando en los huevos y en el jugo de carambolo que mamá tendría en la mesa cuando regresáramos de vender los pescados suplicantes en la plaza. A veces me distraía mirando la morena espalda de papá, amplia, ágil, que remaba en armonía con el mar.
Antes de llegar a la orilla, mi labor consistía en clasificar los pescados y meterlos en dos baldes, uno azul, grande, que llamábamos de mercancía
, y otro más pequeño, verde, donde echábamos para el almuerzo y también para la cena. Papá cogía un balde, Camilo el otro y yo corría detrás distrayéndome con cangrejos y con ranas, a los que me gustaba molestar con una ramita.
—Félix, vamos, no te quedes tan atrás —me gritaba a veces papá con voz tranquila.
La plaza del pueblo me parecía enorme. Era un campo de tierra seca y roja, que los domingos se convertía primero en cancha de fútbol, después en iglesia y finalmente en plaza, donde se levantaban por lo menos treinta carpas. Había puestos de pescado, mariscos, madera, vegetales, frutas, y yo los recorría de uno en uno, como si fuera uno de esos comerciantes que venían de otros pueblos. Saludaba a todos y no veía la hora de llegar al puesto de frutas de mi madrina Carmen, que siempre me tenía listo un buen vaso de agua coco y a veces, cuando la semana había sido bendecida por la Providencia y el clima había acariciado los árboles y los cultivos, me traía un arazá. Yo lo cogía y me lo llevaba a la boca con nerviosismo, pensando que iba a espichárseme entre los dedos. Quería olerlo, pero por esa época era demasiado ansioso y prefería comérmelo de un bocado antes de que se me cayera al piso. Ahora ya no me gusta, y no quiero olerlo nunca, ni volver a sostenerlo entre las manos. Pero esa es una historia que hoy, en esta mañana cálida, no quisiera recordar.
El bus se mueve y me zarandea de un lado a otro. Perdido en mis pensamientos, contemplo las cabezas que oscilan como péndulos, hacia adelante y hacia atrás, al compás de los rugidos tristes del motor. Por la hora, la mirada de los hombres, y el silencio lúgubre que envuelve el interior del bus, supongo que todos los que vamos aquí tenemos vidas desdichadas. La gente alegre, los que son felices, no salen de sus casas tan temprano.
El sol está aún indeciso, no sabe si salir a las calles o regresar tras la montaña. Del asfalto se eleva un vaho matutino que me recuerda las mañanas de pesca y la bruma del mar. Papá solía silbar una canción que había aprendido de sus ancestros. Alguna vez me contó la historia. Un hombre que iba en su barca se había extraviado a causa de la niebla. En el pueblo todos lo daban ya por muerto, porque decían que la neblina era obra del diablo, que de vez en cuando salía antes de que aclarara, a pescar almas sin confesar. Aún así, lo buscaron, pero nunca encontraron los restos de su barca. Después, en las mañanas de cielo cerrado, pasados ciento veintisiete días de su desaparición, se empezó a oír un silbido que guiaba a salvo a tierra a los pescadores extraviados. Ellos le contestaban con silbidos alegres, porque, si la alegría no era sincera,