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La rana de Shakespeare
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La rana de Shakespeare
Libro electrónico364 páginas6 horas

La rana de Shakespeare

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El mundo es del tamaño de lo que recorres, su extensión se limita a lo que has visto y vivido; pero no es todo lo que recorres, solo lo que recuerdas de ese recorrido. La novela transcurre en el norte de Argentina, entre el Gran Chaco y la selva misionera. Un investigador algo irreverente, torturado por un amor que no le es correspondido, desarrolla un proyecto relacionado con el efecto del cambio climático sobre los anfibios.
Con las notas encontradas en sus cuadernos, en las que se expresa de una forma crudamente sincera, el narrador nos muestra su privada forma de mirar un mundo que no entiende. La historia da un giro inesperado a partir de una decisión en apariencia intrascendente.
Hay un trasvase de géneros, una osmosis entre literatura y ciencia, se suceden las casualidades y lo intertextual propone un original juego que influye en la propia trama. Es explícita la influencia de autores como Bolaño, Vila-Matas, Sebald o Houellebecq, entre otros.
El autor, con una reconocible voz propia, mezcla con habilidad la descripción detallada de lugares, las reflexiones, las citas textuales y los retratos psicológicos de los personajes. A veces, la narración se impregna de un tono lírico que es interrumpido por una ironía delirante o un humor fresco y hasta surrealista y hace que su lectura no deje de sorprender.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento20 abr 2020
ISBN9788417263775
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    La rana de Shakespeare - Ricardo Reques

    La rana de Shakespeare

    Ricardo Reques

    Para Mari Paz y para María

    Mi agradecimiento a Miguel Tejedo por invitarme a recorrer el norte de Argentina.

    Deberías saber que nadie ha regresado jamás de ningún viaje. Nadie vuelve a ser el mismo que cuando partió. Envidio, como Pessoa, pero no sé si envidio, a aquellos que realmente han vivido —que han viajado— y de quienes se puede escribir una biografía, o que pueden escribir la propia. Por eso yo las robo. Sí, soy un ladrón de recuerdos; también un prosador. La memoria es lo único que nos ata a la vida, lo único que puede salvarnos. Hoy te devuelvo la tuya.

    Libelia

    El taxi atraviesa fragmentos de luz proyectada en el asfalto. Interrumpen su tránsito voces de la centralita y otros taxistas, que hablan de cosas indescifrables para ti. La ciudad se enciende con el sol rojizo de la tarde que acaba definiendo las líneas que la dibujan justo antes de que se ilumine artificialmente. Las nubes, manchadas de esa luz cobriza, se suceden en su anonimato. Líneas rectas, cortantes, sucias, casi inhóspitas para alguien que prefiere el caos de la selva. Podrías recorrer kilómetros y kilómetros y ver siempre lo mismo: ver pasar las calles, las avenidas, la sucesión de los portales; la gente deambulando, abrigada, con prisa para cruzar la calzada oscura sin pisar los charcos, para detenerse en las paradas de autobús sin sitio donde sentarse, para desaparecer en los túneles del metro. Aunque tu empeño sea cambiar una parte del mundo solo el azar, incontrolable e insensible, lo logra. Podrías seguir allí, inventando nuevos caminos, nuevos recorridos, esperar la llegada de la lluvia o del viento, contemplar cómo la noche prende las farolas, mirar cómo pasan coches con los veloces números de sus matrículas iluminadas que juegas a memorizar, observar cómo los árboles se van oscureciendo hasta fundirse en la negrura, desviar tu mirada hacia las torres y los edificios más altos, desapacibles y soberbios, que proyectan sus últimas sombras inmensas y ahora innecesarias. Los frenos del taxi se quejan cada vez que tienen que detener la marcha. En todo el trayecto no sale ni una palabra de los labios del conductor —mejor así— salvo al final un murmullo, como una pequeña y monótona cascada, con el dedo índice, grueso y oscuro señalando números iluminados de rojo para indicarte la cantidad que debes pagar.

    La mayoría de los anfibios que han existido ya han desaparecido. Los que han llegado a la actualidad son solo una pequeña muestra de lo que fueron a lo largo de su amplia historia evolutiva. Según cuentan con pasión algunos de tus colegas, la máxima diversidad de este grupo se alcanzó durante el Devónico y el Carbonífero, pero en el Triásico la mayoría se extinguió y solo uno de los linajes originó a los anfibios que hoy conocemos. Todo esto se cuenta en millones de años, algo que convierte en fugaz nuestra existencia. La gente que camina apresurada por las calles no llega a ser un insignificante suspiro en el cómputo de la vida en el planeta. La propia ciudad, con toda su historia, con sus intrigas y su pulso de vitalidad, apenas podría decirse que ha existido en una escala de tiempo geológico. Esa insignificancia de la existencia te abruma aún más en la soledad de un aeropuerto.

    En noches sin luna es más fácil viajar y la cabina del avión te parece la mejor guarida. Eso piensas mientras te acomodas en el asiento ligeramente reclinado. Miras por la ventanilla y todo es oscuridad. Una azafata de ojos verdes y pelo negro recogido en un moño se inclina hacia la fila de asientos que compartes con dos hombres y os dice que se llama Felipa y que si necesitáis cualquier cosa durante el trayecto se lo hagáis saber. Tú, el buscador de ranas, el herpetólogo que recorre el mundo con el objetivo de encontrar respuestas sobre la desaparición de anfibios, respondes a Felipa con una indecisa sonrisa. En las últimas décadas las ranas de todos los rincones del mundo, incluso las que habitan los más escondidos e inaccesibles, los mejor conservados, los menos tocados por la mano del hombre, se han ido extinguiendo y la noche ahora es más callada. Por eso eres un buscador de lo imposible. Hablar de ranas será dentro de poco tiempo como hablar de dinosaurios, de seres que han pasado a ser solo ideas, sombras o palabras, nada más que palabras, palabras que se extinguirán como las mismas ranas por la falta de uso. Entonces, eres también un buscador de palabras con vocación de extinguirse.

    Desde hace más de diez años recopilas información para conocer las causas últimas de este declive y extinción de los anfibios. Pensaste que sería una buena forma de recorrer el mundo, de alejarte de algunos fantasmas que te acompañaban. Trabajar con anfibios tiene sus ventajas, hay que buscarlos de noche, a ser posible bajo la lluvia y eso te ayuda a encontrarte con elocuentes silencios. Los anfibios son un termómetro, dices, de la calidad ambiental. Ahora que nos estamos quedando sin anfibios no sabemos hasta qué punto estamos enfermos. De eso trata el artículo que habéis escrito Libelia y tú para Nature. No es que a la gente le importe mucho que las ranas o los sapos desaparezcan, lo que le importa es el significado que esto tiene, conocer hasta qué punto eso puede llegar a repercutir en sus vidas. La vida te empuja por senderos que crees elegir y al final acabas mirándote al espejo extrañado de lo que ves, pasmado al descubrir el lugar en el que te encuentras. Por qué alguien iba a dedicar su vida a estudiar los anfibios, por qué no a las aves que vuelan bellamente, a escribir novelas o a construir pozos en el desierto. Pero no hay respuesta y por eso intentas que lo extraño pueda parecer normal y te rodeas de extraños como tú que, con más o menos asombro, sin saber muy bien cómo, han llegado a recorrer tus mismos caminos. Así, sabiendo que no eres el único que ha dedicado su vida a lo inútil, esta se te hace más llevadera. Y organizáis asociaciones y congresos de gente que cree estar interesada, a veces con pasión, por los mismos temas y te hacen olvidar la vaciedad de tu vida. Al fin y al cabo, cualquier oficio puede ser igual de absurdo. El motor que te mueve no es la utilidad, sino el deseo de conocer y conocerte, el placer de descubrir algo, por pequeño que sea, que nunca antes nadie ha visto. Anotas esto en tu cuaderno y sientes deseo de contárselo a alguien, quizás a Felipa, pero no a tus compañeros de asiento.

    Libelia explora el territorio, lo conoce con exactitud, desde la cartografía, desde las imágenes de satélite y a través de la información bibliográfica; ese es su trabajo, el que tú le encargas. Ella marca tu rumbo, un rumbo que sigues ciegamente. Por eso ahora vas a un país lejano, con un destino algo impreciso. Lo siento, recuerdas que ayer te dijo, me quedé dormida. Salimos por la noche y no puse el despertador, te envío toda la documentación por email cuando la termine. Te lo empezó a decir algo seria, con el labio superior levantado, enmarcando unos hoyuelos simétricos y ovalados y terminó mostrando la hilera perfecta de sus dientes blancos. Esa boca. Libelia es bella, su melena corta y sus piernas largas. Pasa la mayor parte del tiempo en el departamento de Biodiversidad y Biología Evolutiva del Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Pronto dejará de ser una posdoctoral adscrita a tu proyecto de investigación y quizás pueda optar a una plaza. Libelia se ha especializado en crear complejos modelos matemáticos de simulación, solapa la información de numerosas variables ecológicas y calcula las probabilidades de encontrar determinadas poblaciones de anfibios en lugares concretos. Nunca viaja contigo, aunque no dejas de proponérselo hasta la humillación. Sueñas por las noches y por el día con follártela salvajemente sobre la mesa del despacho. Pero hasta que te atrevas a tomar la iniciativa, cosa que sabes que jamás ocurrirá, y sabiendo que ella no muestra el más mínimo interés por ti salvo el profesional, te conformas con tenerla a tu lado durante el mayor tiempo posible. No sabes si Libelia ha visto alguna vez una rana o un sapo en su medio natural, aunque sí en el laboratorio. Es posible que, en realidad, no le importen mucho, solo quiere encontrar la precisión de sus modelos matemáticos delante de la pantalla del ordenador. Sus ojos se iluminan cuando miran los mapas de probabilidad y entonces sientes que la pantalla y los mapas te provocan algo parecido a los celos.

    Son muchas horas en el avión, así que has traído lecturas, vídeos y recuerdos. La noche es oscura. Aún no sabes que la muerte de algunas personas no resta belleza al mundo, son muertes que en un momento u otro se olvidan para siempre, igual que se olvida la muerte de una hormiga que aplastas con el índice sin saber por qué; una vida inútil y anónima, como en realidad lo han sido y serán todas las vidas y las muertes que se han sucedido desde que la vida existe. Ayer dejaste el despacho, ese espacio que cada vez te resulta más ajeno, con sus paredes blancas, adornada una de ellas con un póster de ranas coloridas y variados diseños tatuados en su piel, con los archivadores repletos de separatas que, intuyes, ya no volverás a leer, con algunos pocos libros técnicos, los tuyos y los de otros autores igual de aburridos, con la impresora y un barullo de cables grises y negros ensortijados en espirales de colores que venden en los chinos, con la papelera siempre vacía, con el teléfono que dejó de sonar cuando los que intentaban hablar contigo comprendieron que la probabilidad de encontrarte en algún momento en tu despacho era realmente escasa. Ese es tu espacio, el espacio que te han pagado los contribuyentes para que les cuentes algo, para que les digas de una vez qué pasa con las ranas. A tu lado, apenas separado por un panel, hay una habitación de mayor superficie, con una amplia mesa en la que reposan pantallas grandes de ordenador y teclados, de donde salen más cables unidos a dos impresoras y un plóter que escupe mapas inmensos e inútiles. Ese es el espacio de tus ayudantes, el espacio de Libelia, que es ahora tu única ayudante. En su mesa hay decenas de objetos, de muñecos, de adornos, todos perfectamente alineados y simétricos. Hay también unos altavoces por los que escucha música y una foto de su novio que tanto se parece a Wittgenstein. Sin dejar de observarla de forma soslayada —los movimientos de sus manos sobre el teclado, sobre el ratón, los cruces de sus piernas enfundadas en ajustados pantalones vaqueros, el sorber el té caliente de su taza con la cara de Hello Kitty—, repasabas ayer sin interés los correos electrónicos. Pero ya estás fuera de esa rutina, has iniciado un largo viaje que, de antemano, sabes que es innecesario. Podrías haberte quedado en tu casa y nadie te hubiera dicho nada. Los investigadores estáis por encima de horarios de trabajo, de fichar a determinadas horas, de hacer acto de presencia en el despacho o en el laboratorio. Tu único propósito cada mañana es descubrir los cambios sutiles que se producen en Libelia de un día para otro, el peinado, el brillo de sus ojos, el tono del maquillaje, la longitud de la falda o el abrazo ajustado de sus pantalones, aunque, finalmente, siempre acabas recluido en la biblioteca, deportado al único lugar del museo en el que te gusta estar.

    Cuando Felipa te da permiso, abres tu portátil y miras el último correo que guardaste de Vogli en el que te envía un fragmento del cuento de Juan Rulfo titulado Macario:

    «Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas».

    Odias el verano y vas hacia él. En las próximas horas has de compartir el reposabrazos del asiento con alguien que no conoces y solo esperas que el sueño te haga leve el trayecto. Os ponen una bandeja con algo que debe ser la cena y te acuerdas del gesto de Libelia cuando ayer fuisteis a comer al restaurante chino Palacio de Oriente, donde quedasteis con su novio, que tanto se parece a Wittgenstein. Libelia resitúa los cubiertos, la copa y la servilleta mientras su novio afirma despreocupadamente que la realidad total es el mundo. El novio de Libelia dice cosas así, dice que de lo que no se puede hablar es mejor callarse. Y tú callas porque prefieres no discutir con él y porque siempre crees ver doblez en su mirada. Tú, que te dedicas a medir lo que ocurre en el mundo, piensas que la única realidad posible está en el interior de uno mismo, pero no en el resto, no en lo que creemos ver o en lo que creemos oír. Para qué sirve la filosofía, le preguntas. Para enseñar a la mosca a escapar del frasco, te dice. La mujer oriental, con su moño de pelo negro y esclavo, aparta con su pequeña mano una mosca que merodea delante de sus ojos pincelados, toma nota de las bebidas y os deja la carta que solo miras para confirmar que siguen sirviendo los mismos platos que siempre pides. El novio de Libelia suelta una frase con una sonrisa resbalada en su rostro mientras tú piensas ingenuamente, como un niño, que cualquier día Libelia se enamorará de ti. Nada es tan difícil como no engañarse, dice de pronto como si hubiese escuchado nítidamente tus pensamientos. Y a ti solo se te ocurre ingerir un trago largo de cerveza que te genera un indecoroso hipo. Quizás tenga razón, quizás una mujer tan inteligente solo se enamore, si es que eso significa algo, de tipos inteligentes como su novio, tan parecido en todo a Wittgenstein. En ese momento preciso, como si hubiera un hilo invisible que os uniera, recibes un SMS de Vogli que desvía tu atención y acoges con gran alivio:

    «¡Que caigan sobre ti murciélagos, sapos y escarabajos!

    La tempestad, acto I, Escena II, verso 340».

    Cuando Libelia termina de explicarte los resultados obtenidos en sus análisis de GIS y que han marcado la ruta de este viaje que ya has iniciado, un viaje que, como todos los viajes, está lleno de incertidumbres al no saber con qué te vas a encontrar, su novio dice, mientras absorbe un tallarín, que lo que está oculto no nos interesa. Pero a ti ya no te interesa nada de ese tipo que tanto te recuerda a Wittgenstein, te arropas con la manta que te ha dado Felipa y cierras los ojos para intentar dormir, aunque antes, no evitas fijarte en el contoneo de sus caderas. ¿Qué pensará Felipa de los pasajeros? ¿Qué pensará de la vida mientras cruza repetidamente el océano?

    Es algo inquietante, te asomas a la noche y te encuentras un artefacto enorme, rectangular y blanco flotando junto a la luna. El desconocimiento, el temor, la angustia de ver un elemento extraño en un paisaje conocido. Blanco como la luna, aunque con los ángulos rectos de un prisma rectangular que delatan su artificialidad y, por tanto, su potencial peligro. Podría ser incluso bello, pero no es amable. Luego la espera y la esperanza de la mano, confiando en que alguien resuelva el enigma, que averigüe qué es, por qué está ahí y qué va a suceder a partir de ahora. Te despiertas angustiado y ya no vuelves a tener un sueño profundo en todo el trayecto.

    Con el Proyecto Lázaro se intentó, mediante clonación, dar vida a una especie extinguida de anfibio que hasta hace tan solo unas décadas vivía en Queensland, en el noroeste de Australia. La rana de Australia (Rheobatrachus silus) tenía una particularidad única: cuando los huevos habían sido fertilizados, la hembra los ingería y los mantenía dentro de su estómago. Allí se desarrollaban hasta que pasaban la metamorfosis. En ese momento, cuando finalizaba su desarrollo larvario, su descendencia iniciaba su ascenso y, por la boca de la madre, surgían una veintena de minúsculas ranitas. El desarrollo podía prolongarse durante seis semanas en las cuales la hembra inhibía cualquier secreción gástrica y dejaba de alimentarse. La inhibición enzimática de la digestión y el endurecimiento de las paredes estomacales para formar una bolsa de incubación, al parecer, era inducida por los propios huevos y este mecanismo hizo que los investigadores se fijaran en esta especie para resolver patologías gástricas en humanos.

    Mediante una técnica de transferencia nuclear de células somáticas se logró clonar embriones aunque, finalmente, no sobrevivieron. El trabajo consistió básicamente en introducir ADN congelado de la especie en otra próxima filogenéticamente a ella. El resultado fue un huevo que comenzó su división celular, pero no logró pasar de los estadios iniciales de desarrollo. Lo más curioso del caso Lázaro es que los tres investigadores que trabajaron en la clonación de la rana de Australia, aquellos que manipularon los huevos, murieron de hambre. Uno de ellos aprovechó su falta de apetito para reivindicar, mediante una huelga de hambre indefinida, la necesidad de más recursos para la ciencia. No consiguió nada, la gente se fue acostumbrando a su cada vez más efímera presencia encadenada delante de la casa del parlamento australiano y murió solo y seco una mañana bella y soleada. Otro, desesperado, se fue a Praga a trabajar a un circo como artista del hambre. Llegó a ser muy famoso, aunque la frustración le acompañó hasta sus últimos días. Le hubiera gustado que le admiraran, pero sabía que no era digno de ello porque su ayuno no suponía ningún esfuerzo. El tercero, que hasta ese momento era un reconocido gourmet que recorría el mundo en busca de los platos más exquisitos, intentó suicidarse con barbitúricos, pero al ver que no le entraban en el estómago y, por tanto, no los podía digerir, decidió lanzarse desde lo alto del puente del puerto de Sídney.

    Los llanos del Paraná

    Jueves

    Hoy el mundo se ha estirado hasta hacerse un poco más grande. El mundo es del tamaño de lo que recorres, su extensión se limita a lo que has visto y vivido. Nada más. Pero no es todo lo que recorres, solo lo que recuerdas de ese recorrido.

    En algún momento del trayecto has anotado en tu cuaderno: no me interesa conocerme, prefiero intentar conocer el resto del mundo. Quizás sea este el motor de tus viajes, huir de ti mismo y maravillarte de lo que te rodea. Desde niño te sientes seducido por la naturaleza y solo deseas explorarla. Llegas a Buenos Aires a las siete de la mañana. Estas cansado, nervioso e ilusionado. La espera del equipaje es larga y no es fácil pasar la aduana, pero te encuentras ahora en la terminal del aeropuerto, desconfiado, sin soltar tu ordenador portátil ni un segundo. Miras tu moleskine y lees las últimas anotaciones que hiciste en vuelo. Has venido leyendo 2666 de Roberto Bolaño, que descargaste en tu portátil por recomendación de Vogli, y has encontrado una historia de un tal Bobby que, imaginando que iba a morir ahogado en un lago, se resignó y pensó en sus seres queridos entre los que estaban un amigo, un perro y una rana amaestrada. En el momento de anotarlo, una azafata que no es Felipa, rubia, de unos cuarenta años y con una mancha en el cuello que trataba de ocultar con un pañuelo, al retirar las bandejas, te empujó el brazo con el que escribías y dibujaste una raya que se extendió hasta el límite del cuaderno como si quisieras subrayar la frase anterior.

    Aún tienes que esperar un buen rato hasta que Alcadio te encuentra y te saluda con una sonrisa. Viste una remera azul, unos pantalones cortos y unas chancletas flip-flop que no paran de repiquetear por los suelos pulimentados del aeropuerto. Cargáis el equipaje en su coche y salís hacia Corrientes. A esas horas el tráfico es denso y tardáis en salir de la ciudad. Cómo odias las grandes ciudades. El trayecto que os espera es de unos novecientos kilómetros y supone unas doce horas de viaje, pero has descansado lo suficiente en el avión y no te preocupan las incomodidades. Subirte al colectivo hubiera sido tedioso a pesar de sus asientos reclinables y la promesa de buenas películas, que nunca se cumple, por eso agradeces que Alcadio haya ido a buscarte. Atravesáis la avenida 9 de Julio y dejáis atrás el obelisco y las muchachas vestidas de primavera. Te agrada ver tanta piel desnuda ahora que vienes de un otoño frío. Los grandes edificios se alejan, te has fijado en un cartel que indica la avenida Leopoldo Lugones y no has podido evitar recordar uno de sus cuentos que te envió tu amigo Vogli, no hace mucho, cuando supo que ibas a hacer este viaje, titulado El escuerzo, donde narra una de las decenas de supersticiones que hay sobre los sapos. «Si no lo quemas resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que puede hacer con él otro tanto». El humor y el horror de Lugones te alejan de la ciudad. Las rutas, líneas rectas, están en buen estado aunque casi siempre son de doble dirección y hay muchos camiones de gran tamaño, la mayoría con enormes remolques enganchados que van a Brasil, difíciles de adelantar. El recorrido transcurre siguiendo el trazado paralelo del río Paraná, cerca también de la frontera con Uruguay. En la provincia de Entre Ríos os detenéis a comer en una cantina no muy limpia de la carretera.

    Alcadio es algo más alto que tú, su cabello corto, negro y rizado con grandes claros que presagian una acelerada deforestación capilar. Hasta ahora solo habéis hablado de la situación de las poblaciones de anfibios en Argentina en general y de alguna cosa más cotidiana. Alcadio es el laborante o auxiliar de laboratorio que te han asignado para el proyecto, pero es, ante todo, un buen herpetólogo y un gran conocedor del territorio chaqueño. Con él has estado en contacto permanente desde Madrid para organizar este viaje y preparar todo lo necesario. Aún no sabes medir el grado de confianza, aún no conoces su sentido del humor. Aún tampoco te interesa. Pedís un asado y la cocinera, amable y gorda, con un delantal lleno de grasa y flores bellamente bordadas, te ofrece probar la Vizcacha en escabeche. Es un bar desvencijado, con mesas y sillas de plástico, con un reloj con el logotipo de Coca-Cola, ventiladores de pie y tejado de uralita recalentada por el sol. La cocina, que imaginas sucia y desordenada, está separada por unos paneles y se escucha el trajín de los cacharros, el golpeteo necesario para descuartizar la carne que sirven en grandes platos de plástico. El corte de la carne es distinto al que hacen en España, eso te explican, aunque a ti no te importa mucho. Pero allí se come bien, en cantidad y en sabor. Consultas en tu libreta antes de preguntar: la Vizcacha de las llanuras (Lagostomus maximus) es un roedor de mediano tamaño, de hábitos nocturnos, parecido en el pelaje a las chinchillas. Tiene la particularidad de que, al igual que hacen muchas lagartijas, puede desprenderse de su cola y así salvarse de algunos depredadores. Miras tu móvil y ves que tienes un mensaje de Vogli con un fragmento de La carretera, de Cormac McCarthy: «Más tarde el hombre se despertó a oscuras creyendo oír bramidos de ranas toro por la parte de las lomas. Luego el viento cambió de dirección y solo hubo silencio».

    Las ventanillas están abiertas, el ruido del motor es monótono y a él se incorporan otros esporádicos de otros vehículos que pasan a vuestro lado y que vienen acompañados de un ligero bamboleo cuando pasa un camión grande en dirección contraria. A veces Alcadio dice cosas a las que no atiendes, cosas sobre el paisaje, sobre la ruta, cosas a las que tú asientes como si te interesasen. Entre breves cabezadas inspiradas en el sopor y el calor de la tarde, seguís atravesando parte del país, la vegetación natural se alterna con extensas plantaciones forestales. Hay enormes praderas con ganado extensivo. Los llanos del Paraná son inmensos. Pasto interminable y, de tarde en tarde, algo parecido a las madreselvas en flor. Los europeos no estamos acostumbrados a esa inmensidad, a horizontes infinitos, sin obstáculos, sin orografías que dibujen límites. No hay colinas, no hay terraplenes en los márgenes de la ruta. Pasáis cerca de Goya, el pueblito llano al que llegó navegando, cuando ya anochecía, el escritor polaco Witold Gombrowicz, pero de eso hace ya más de cincuenta años. Os detenéis a repostar en una estación de servicio; hay un camión rojo y se asoma un perro, un bodeguero, al umbral del establecimiento. Luego, Alcadio te dice que va a recargar el termo de agua caliente para el mate y, al regresar, ladra el perro y os ponéis de nuevo en marcha. ¿Cómo entretener a un conductor al que apenas conoces y con el que parece que ya se han agotado los temas comunes? Tú no eres muy hablador y él parece algo hermético en lo personal. Quizás podrías inventar un juego para hacer más cortas las horas, sin embargo, no tienes confianza, ni ganas. Le podrías confesar, por ejemplo, que, hagamos lo que hagamos, nuestra vida no tiene el menor sentido y que cuando nos damos cuenta de ello no podemos sentir más que un profundo desasosiego. Le podrías explicar que cada uno malgasta su vida como le sale de los cojones, tú persiguiendo ranas y él llevando en coche a un perseguidor de ranas. Pero no dices nada, sigues dando breves cabezadas y la carretera continúa siendo recta. Recta y llana: interminable. Ya hablaréis durante días del trabajo o de lo que sea; cuando estás de viaje tus días son largos. Alcadio a cada rato vierte un poco de agua de su termo sobre el mate y succiona por la bombilla. Eso es lo que le mantiene despierto durante todo el viaje; eso y la sensación de que el tiempo ha de pasar sin prisa, sin planificar horas de llegada, ni paradas, ni nada: lo que surja en cada momento. También atiende a las llamadas del celular y escribe mensajes mientras conduce. Piensas que el siglo pasado, como todos los siglos anteriores, fueron de manos y este es un siglo de dedos. No sabes quién le escribe ni a quien contesta, pero tampoco te importa en ese momento. Alcadio tiene la piel oscura y en sus brazos musculados no se aprecia el vello. De vez en cuando un olor acre, penetrante, incisivo entra por las ventanillas bajadas e inunda el coche. Son mofetas o zorrillas que mueren atropelladas o, simplemente, que han sido asustadas por el tráfico. Al avanzar hacia Corrientes la vegetación es prácticamente la de una sabana. Empieza a anochecer cuando pasáis como fantasmas por un altar de luces de colores, banderas y cintas rojas dedicado al Gauchito Gil, un ídolo al que veneran y rezan y cuyo cuerpo está enterrado, allí, cerca de Mercedes. El cansancio te hace cerrar los ojos, por eso te sobresaltas cuando Alcadio detiene el vehículo en mitad del campo. En el estrecho arcén hay un carpincho recién atropellado, un roedor enorme, de rostro amable y pasos torpes en tierra, aunque buen nadador. Te parece un animal precioso y está intacto, como si durmiese. Cerca del trópico la muerte no tiene la quietud de la muerte, al calor de la noche sientes que hay algo que palpita aún en el inerte cadáver, es como si en los cuerpos muertos ensayasen otras formas de vida agazapadas en sus entrañas. Pronto llegarán las moscas y se iniciará el proceso de descomposición. Con dificultad Alcadio aparta el cadáver arrastrándolo unos metros hasta dejarlo parcialmente escondido bajo la hierba. La muerte también seduce, el carpincho atraerá a carroñeros que correrán el peligro de morir atropellados. La brisa parece arrastrar el canto de unas ranas de alguna charca próxima, tras unas suaves lomas que se dibujan al este. Luego, el viento se detiene y solo hay noche y silencio. Miras al cielo y no reconoces la noche de allí. Es sobrecogedora y bella. Las estrellas dibujan nuevos mitos. El mismo firmamento que imaginó Dante cuando atravesó el embudo infernal y se asomó al nuevo cielo, en el otro polo del planeta, cerca de la montaña del Purgatorio que daba acceso al Paraíso terrenal. En el mundo de Dante, incluso el infierno podía servir de refugio. Ahora que Dios ha dejado de existir, el hombre se siente más solo que nunca. Buscamos otras formas de vida inteligente en el universo, emitimos señales a los lugares más remotos, escuchamos atentos, pero no recibimos ninguna respuesta, no hay nadie que hable ni nadie que nos conteste. Nadie a una distancia alcanzable por ningún ser humano incluso con tecnologías ahora inimaginables. Solos, absolutamente solos, viajando por un firmamento absolutamente hermoso. Una soledad abrumadora y bella, anotas en tu cuaderno de hojas pautadas. Ante esa lejanía de cualquier otro mundo habitable con el que comunicarnos, los humanos deberíamos de preocuparnos por cuidar los frágiles mecanismos de nuestro planeta pero, lejos de eso, el interés de la mayoría se centra en su propio cuerpo, en controlar su propia vida, en ralentizar la llegada de la muerte, en esquivar las enfermedades.

    Llegáis tarde y muy cansados, a la ciudad de Corrientes. Grillos y ranas, en su griterío, te invitan a instalarte en el CECOAL del CONICET. Necesitas descansar, dormir, resetearte para volver a ser tú. Alcadio te muestra el lugar que han destinado a tu estancia y se marcha. Vas al cuarto de baño a orinar y a lavarte los dientes; apenas te fijas en lo estrecho que es. Te das una ducha muy rápida con agua fría; el grifo del agua caliente parece no funcionar. Hay un cacharro en la parte superior de la alcachofa que podría tratarse de un termo eléctrico, aunque ahora prefieres no indagar en eso. Lees en tu cuaderno, antes de cerrar los ojos, que Gombrowicz en el barco se sentía indefenso frente a algo que le amenazaba sin poder actuar porque ni siquiera había una razón para la más ligera inquietud. No sabes para qué escribes estas cosas en tu cuaderno de campo, intercaladas con notas de los experimentos, pero ahora, acostado boca arriba con el torso desnudo, te sientes como el escritor polaco. Una bombilla con hirientes filamentos de luz cetrina

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