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La penumbra que hemos atravesado
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La penumbra que hemos atravesado
Libro electrónico217 páginas3 horas

La penumbra que hemos atravesado

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Información de este libro electrónico

¿Qué se nos narra en estas páginas que, desde el título, citan a Marcel Proust y su "tiempo recobrado"?
Una escritora madura vuelve a los lugares de su infancia, recreados en los detalles escondidos en cada piedra, detrás de cada puerta, a la sombra de los pórticos, en los olores que lleva el viento… Cuando era niña, la escritora pasó los primeros años de su vida observando las maravillas de la montaña, imaginando cómo eran sus padres realmente y qué hacían antes de que ella y su hermana pequeña vinieran al mundo. El padre, a principios del siglo xx, era fotógrafo aficionado; la madre, mucho más joven que él, parecía algo apartada de todo, aunque era lo suficientemente sociable… y muy elegante.
Con una sabiduría llena de encanto, Lalla Romano nos ofrece en este texto suyo de 1964 una obra bellísima y exacta, con páginas nunca demasiado melancólicas ni demasiado dolorosas que rastrean la felicidad perdida. La dicha, parece decirnos la autora, se encuentra en los pliegues del tiempo, en esos desplazamientos que a veces se crean entre el pasado y el presente. Toda la novela está impregnada, por lo tanto, de un sentimiento del después, de las cosas reconocidas sólo cuando han pasado y desaparecido.
La propia Romano lo dijo en una entrevista: "No hay arrepentimiento ni nostalgia en este libro, pues aquel mundo no está perdido. Es cierto que ha pasado, irrevocablemente; pero ahora siento su mérito, es decir, lo comprendo, lo amo y, finalmente, lo poseo. Como dice Faulkner, la felicidad no es, pero fue".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 mar 2020
ISBN9788418264108
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    La penumbra que hemos atravesado - Lalla Romano

    LARGO RECORRIDO, 142

    Lalla Romano

    LA PENUMBRA

    QUE HEMOS ATRAVESADO

    TRADUCCIÓN DE NATALIA ZARCO

    EDITORIAL PERIFÉRICA

    PRIMERA EDICIÓN: junio de 2019

    TÍTULO ORIGINAL: La penombra che abbiamo attraversato

    DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez

    MAQUETACIÓN: Grafime

    © Lalla Romano Estate. Publicado en Italia por Giulio Einaudi Editore, Turín.

    Este libro fue negociado a través de Ute Körner Literary Agent

    www.uklitag.com

    © de la traducción, Natalia Zarco, 2019

    © de esta edición, Editorial Periférica, 2019

    Apartado de Correos 293. Cáceres 10001

    info@editorialperiferica.com

    www.editorialperiferica.com

    ISBN: 978-84-18264-10-8

    El editor autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

    … un aire tormentoso, el aire natal.

    UMBERTO SABA

    PRIMERA PARTE

    I

    La habitación, pequeña como una celda, estaba pintada de un fiero amarillo; la cama, enorme, de hierro, con unas rayas que trataban de imitar la madera. En el aire, bochornoso, flotaba un desagradable olor a humo. Revoloteaban dos moscas, como las que tiemblan en unos ojos enfermos.

    Me había tumbado y trataba de no pensar. El somier, a cada mínimo movimiento, gemía con un sonido de órgano.

    De pequeña oí muchas veces criticar los hoteles. Decían que había pulgas. A mí, aquello me parecía una especie de privilegio que tenían los hoteles. En las casas saltaba la alarma si se encontraba una pulga, que apenas vista desaparecía como un duende, y había que buscarla con empeño y aplastarla entre las uñas. Algo horrible que yo observaba con repugnancia.

    Los niños pobres, las compañeras de escuela, tenían infinidad de ronchas rojas en el cuello, eran picaduras de pulga. Porque dormían sin sábanas.

    También Murò tenía pulgas a veces; pero las pulgas de los perros no atacaban a las personas.

    Una vez, papá encontró chinches en un hotel. (Los chinches, más temibles aún que las pulgas, eran una rareza, casi un lujo.) Había levantado la almohada: los chinches, negros, planos, corrían por la sábana. Papá lo contaba despacio, con una precisión fabulosa. Y yo veía los chinches como la imagen lejana, minúscula, de un ejército de guerreros protegidos con sus escudos, en marcha sobre una llanura nevada.

    Aunque quizá no fue en un hotel. Quizá fue en el Santuario de Sant’Anna di Vinadio, donde papá era alojado con gran consideración. Tenía derecho a una habitación para él solo, la de la administración; mientras el resto de peregrinos dormían todos juntos.

    De aquel lugar, papá nos traía a los niños escapularios. Eran pequeños retales de felpa con imágenes de Santa Ana, atados a un cordón de áspera lana negra. Debían colgarse al cuello, bajo la ropa. Pero nunca llegamos a llevarlos.

    Papá no regresaba jamás de un viaje sin un regalo. De Turín nos traía ramilletes de miosotis o de muguete en cucuruchos de papel; de la montaña nos traía flores raras, como la llamada «reina de los Alpes», una flor azul, rígida y de hojas dentadas como un broche.


    En Ponte nunca estuve en un hotel; todos los parientes solían alojarse en nuestra casa.

    Pero es cierto que, en aquel tiempo, los hoteles empezaron a encontrar su lugar en la forma de vida del pueblo.

    El más familiar era el Europa, que ocupaba dos pisos del edificio de nuestra casa; éramos amigos de Lino, dueño del Tre Colombe, que se llamaba así porque él era cazador; luego estaba el Hotel del Giglio, en la Piazza Nuova, que había diseñado papá y era de lujo.

    Quizá no era de lujo ni siquiera el Giglio. Una vez leí en una guía que todos los alojamientos de Ponte Stura eran de cuarta categoría.

    Me dio pena. ¿Acaso era tan mísero el pueblo donde papá había sido admirado, amado, donde «ellos» habían sido felices, donde «habíamos sido ricos»? Me pareció un desprecio, una humillación. (La pobreza manifiesta del pueblo no me importaba más que la de cualquier otro.)

    Lo increíble fue que Ponte Stura continuara existiendo.

    Inmediatamente después de irnos, desde la ciudad a la que nos habíamos mudado, miraba hacia las montañas que cercaban el horizonte y pensaba: allí está… pero en realidad lo que quería decir es allí estaba

    Respecto a nuestra partida, sólo recuerdo que era otoño y llovía. También que mamá repartía toda suerte de objetos: animales disecados que había encontrado en la casa cuando llegó recién casada, algunos muebles, los cuadros que no vinieron a la nueva vivienda. Quizá regaló también todos mis preciosos tebeos pensando que, puesto que ya iba a pasar a secundaria, no volverían a interesarme.

    No recuerdo nada más. Sé que estábamos en guerra, fue el otoño de Caporetto, y se respiraba un aire de derrota.


    Nos dábamos cuenta, de pequeñas, de que mamá evitaba hablar de Ponte. Apretaba los labios, como con gesto de desdén. Aquello me entristecía.

    Sabíamos que había estado Madrina, y que habían estado «las señoras». (En la ciudad, mamá no recibió más visitas ni frecuentó a más señoras.)

    Según nosotros, eran tonterías. Ella no se explicaba. Le parecía, incluso, que en verano Ponte no era fresco, que no había paseos a la sombra.

    Pero en uno de sus últimos días, en una tregua de su enfermedad, exclamó súbitamente: «¡Qué felices fuimos!».

    La antigua felicidad que mamá había perdido junto con Ponte, cuando era pequeña, yo la percibía sólo por breves instantes, en inesperados relámpagos. Era, creo, como una corriente profunda que alimentaba mis raíces, mientras yo me sentía azotada por conflictos, incertidumbre y miedo. En esos momentos me esforzaba por aislar o recuperar el hilo de los recuerdos.

    La singularidad de ese esfuerzo consiste en que pertenece a aquel tiempo. Fue entonces cuando empezó.

    Apenas fui capaz de reflexionar, conseguí distinguir un presente y un pasado; en el mismo pasado distinguía dos tiempos; uno comprendía mi primera infancia y la vida de mis padres, tiempos de los que, a retazos, lograba rescatar la memoria; antes se daba otro tiempo aún más vago, los antecedentes: episodios de la infancia y juventud de mis padres. (La historia y los cuentos coinciden en algo que no es temporal, porque no iba ligado a mi existencia ni a la de los míos.)

    Esta cronología era amplia, compleja y, además, esquemática, igual que decimos: alto, medio y bajo Imperio.

    El sentimiento dominante era el de haber llegado tarde: cuando lo más importante ya había sucedido. El tiempo maravilloso era siempre «el tiempo pasado».


    También pertenecían al «tiempo pasado» algunas fiestas que yo trataba de imaginar. Su encanto venía sugerido por la forma en que mamá nombraba los lugares, las personas. Los nombres eran pronunciados por ella con expresión hierática más que nostálgica y, sin embargo, fugazmente, como solía hacer, de forma que aparecían y desaparecían y resultaban mucho más misteriosos.

    Papá y mamá fueron en trineo a Festiona. Festiona la recuerdo muy bien: era una aldea al lado del Stura, oculta en el bosque, adonde se iba a recoger setas; estaba algo lejos, no muy conocida, sin ninguna particularidad, sólo que era muy húmeda, como todas las poblaciones que se encuentran cerca de los bosques.

    Pero pensando que habían ido hasta allí con un trineo, una tarde de invierno –¿llevaban también cascabeles?– y que regresaron por la noche –¿usaron antorchas?– se convertía en un lugar remoto y fabuloso.

    Habían alcanzado el Ponte di Festiona pasando por la carretera nacional. El trayecto no es muy largo cuando se hace en verano. Pero yo lo imaginaba larguísimo y, además, recorrido a velocidad de sueño.

    En adelante no volvieron a utilizar el trineo. ¿Por qué no se repitió más aquel viaje?

    –El Maestro ha muerto –anunció mamá.

    Yo conocía a un maestro, nuestro vecino de casa, pero al Maestro de Festiona no llegué a conocerlo; sólo sabía que tenía barba.

    Había comprendido, por cómo hablaba mamá de él, que debía de ser una de esas personas –pocas– que ella admiraba sin reservas. Podía llegar a suponer en él algún matiz de caballerosidad, de originalidad.

    Mamá admiraba incluso la muerte del Maestro. Para ella fue un hecho ejemplar; siempre parecía iluminarse cuando lo contaba, como maravillada ante algo simplemente perfecto.

    El Maestro era también campesino. Trabajaba en el campo cuando sintió que llegaba su hora. Entonces se sentó en el suelo, se quitó el sombrero, hizo la señal de la cruz y murió.


    Casi todos los lugares de Ponte Stura tienen para mí la fascinación del «tiempo pasado».

    Papá solía salir de caza por las montañas, cuando yo no había nacido aún, en aquellas famosas expediciones con Gino de Cornalè y otros cazadores. Expediciones que duraban a veces días y de las cuales regresaba con un rebeco como trofeo. Papá continuó, en el futuro, yendo de caza, pero sus excursiones no volvieron a ser hazañas memorables.

    Los nombres de aquellas montañas, de sonido extraño y misterioso, como si vinieran de una lengua ignota, acompañaban con su eco aquellas hazañas. Eran el Tinibras, el Nebius, el Ischiator. Evocaban paisajes árticos, desolados y solemnes. Papá hablaba de la caza de alta montaña desde la experiencia de quien ha estado allí; prometió llevarme.

    Me llevó una vez cuando era muy pequeña, a través de un desfiladero llamado de la Ortica. Pero las montañas más inmensas se mantenían siempre allí delante, con sus picos colosales ante nosotros. Y no sólo para mí resultaban inalcanzables; ya nadie solía atravesarlos.


    ¿Y las verbenas? Siempre había verbenas: como la de la Perosa, o la de Fedio. Cada año, en septiembre. Entonces, mamá hacía aquel gesto de fastidio, papá no decía que no, pero luego tenía mucho que hacer, y al final nunca íbamos.

    ¡Sólo una vez! La vez que el señor Termignon elevó un globo por encima de la pradera de Perosa: un balón de papel con forma de globo aerostático, que ascendía impulsado por una llama.

    ¿Y las meriendas en el Castello? Papá fotografió al grupo con el mantel extendido en la hierba. Detrás, de pie, estaban las sirvientas.

    También aparecen los niños. Felicino vestido de niña. Con el gorrito de largos encajes, en brazos de su madre, manifestaba ya un aire de suficiencia muy cómico en un niño tan pequeño. En la fotografía vemos también a los padres de Idina; el padre con la caña bajo el brazo y un hombro más alto que el otro, los ojos entornados por la luz como quien vive siempre a oscuras. De hecho, yo nunca lo vi fuera de la farmacia; todo lo más en los soportales, sentado en el parapeto de profundo arco alto del lado de la calle, jugando a las damas.

    Tengo la sospecha de que esa excursión al Castello fue cuando yo ya existía (quizá aún en mi cuna).


    El «tiempo pasado», libre de remordimientos, fue aquél.

    Mi madre, recién casada, fue recibida en la Piazza Valloria, justo delante de casa, por la banda de música municipal. Es fácil imaginar que mi madre se sintió incómoda pero que sonrió por amabilidad.

    Aquélla fue su época más secreta para mí; sólo mucho tiempo después, tras su muerte, he aprendido a considerarla como parte esencial de ella.

    Pero en Ponte Stura he querido encontrarme sólo con mi madre de entonces, olvidando el final. He tratado de evitar recordar, siempre que he podido, que mi madre ya no está.

    También es cierto que ella, hacia el final, había vuelto a parecerse mucho a aquella muchacha de Ponte: pálida y sutil, con la sonrisa algo orgullosa, esquiva (para los demás), tierna e irónica (para nosotros).

    Para papá, el valle era en cierta manera su lugar natal. Fue entregado al nacer a una nodriza en Rialpo, una aldea de montaña a una hora de Ponte; y allí se quedó hasta los seis años. El misterio de aquella larga estancia, no nos causó mayor interés de pequeñas, de manera que nunca supimos el motivo.

    Papá quería mucho a su ama de cría; ya de vieja vino a verlo algunas veces a Ponte. En la fotografía que mi padre le hizo, de pie junto a la escalera exterior de madera de su casa de Rialpo, la pequeña mujer, con sus manos cruzadas sobre el estómago, era modesta y solemne como los santos antiguos.

    Ya había muerto cuando mis padres se casaron, y mi madre supo de ella a través de Madrina.

    La nodriza salía de Rialpo e iba hasta Ponte para ver a mi padre. Lo buscaba en la plaza, o en el Ayuntamiento, y lo miraba de lejos sin hacerse notar: para no molestarlo. Después se volvía a su pueblo sin haberle hablado, feliz.

    Tanta humildad fascinaba a mi madre.


    De pequeñas todo lo que supimos de la historia de su amor fue que papá, mientras todavía iba al instituto, hacía prácticas en el taller del abuelo, y algunas tardes le pedían que llevase de paseo, por la muralla, a mi madre, que era pequeña (papá tenía quince años más que ella). Papá decía que fue entonces cuando decidió que se casarían.

    Esta cuestión nos dejaba indiferentes, y cuando le preguntábamos a mamá, apretaba los labios.

    Pero una vez mamá confesó algo sorprendente.

    En el comedor había colgado un enorme cuadro en el que unos pescadores lanzaban las redes; llevaban los pantalones remangados hasta la rodilla y en la cabeza sombreros rojos y negros; al fondo humeaba el Vesubio. Toda la escena era plomiza. Aquel cuadro era un regalo de boda; no tenía mucha calidad como pintura, pero a mi madre le gustaba porque le recordaba a Nápoles, adonde había ido de viaje con papá.

    Mirando hacia el cuadro, mi madre contó no recuerdo a quién, pero fue en Ponte (en la otra casa el cuadro ya no estaba), que ella «se había enamorado de papá» en Posillipo.

    ¿Cómo podía ser posible? ¿Se había enamorado después de casarse? Estaba acostumbrada a las fábulas y a las historias en las que los amores difíciles acababan en boda. El amor de las fábulas, abstracto y frío pero también funesto y arrollador, no me aclaraba nada acerca de las emociones que lo acompañan.

    Mamá añadió que fue porque (que se enamorase por un motivo concreto era otra cosa inaudita) papá se olvidaba de comer –estaban en un restaurante– mirando el mar y los pescadores que faenaban con las redes.

    La imagen de papá absorto mirando con aire meditativo, grave, me era muy familiar: lo había visto contemplar así los cuadros, las montañas; había comprendido también que, puesto que para mi madre la belleza era algo primordial, quien fuese capaz de apreciarla le sería siempre alguien querido.

    Ella no amaba las «cosas bellas»; admiraba los momentos fugaces de la naturaleza. La contemplación de mi madre era muy diferente a la de mi padre: era rápida. Después, se mostraba feliz. Y bajaba los ojos como si hubiese visto algo que los demás no veían.

    II

    Salgo a la calle frente al hotel y respiro profundamente. El aire es suficiente. Es mi aire.

    En ningún otro valle cercano o lejano existe este aire. Lo reconozco por su aroma leve a leche, a estiércol, a hierbas silvestres. Pero no es un verdadero olor hasta tiempo después.

    No he agotado nunca mi necesidad de aquel aire. Lo recuerdo pasado el tiempo y me nutre. Me atormenta también: por alguna razón incomprensible y quizá terrible. Ese aire es para mí el pasado: todo lo ocurrido. Para mí los representa también a «ellos». Y en ellos estoy incluida yo. La conciencia de ellos y de mí, que no estuvo diferenciada entonces y mucho menos lo está ahora.


    El edificio largo y blanco a continuación del hotel era el Colegio de la Inmaculada. Todos los días, mamá me acompañaba a la ida y después venía a recogerme. Puesto que entonces no tenía que hacer el camino sola, el colegio no me parecía que estuviera lejos, como sí me lo pareció tiempo después.

    En el Giovedí, la gacetilla que circulaba cuando mamá era pequeña (las gacetas se encontraban todas recogidas en un grueso volumen encuadernado), aparecía un largo relato por entregas titulado «Cuando iba al colegio». Las gacetillas estaban amarillentas, y aquél era el mismo color del patio del colegio. No había leído el relato, pero me

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