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Cartas a Georg
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Libro electrónico786 páginas11 horas

Cartas a Georg

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Las 162 cartas reunidas en este volumen, en su mayoría escritas entre 1933 y 1948, constituyen un documento excepcional en muchos sentidos. Su destinatario es Georges Canetti (Georg), médico de profesión, una personalidad apenas entrevista que sin embargo despierta en sus corresponsales una enorme veneración. Frente a él, su hermano mayor, Elias, y su mujer, Veza Taubner, despliegan el drama a menudo aterrador de su vida en común durante unos años oscuros. Son los años de la ascendencia del nazismo en Austria y, luego, tras exiliarse los dos a Londres, de las ruinas y la miseria en la Inglaterra de la posguerra, en la que sólo muy lentamente Canetti logra abrirse camino como escritor. El particular triángulo afectivo que se establece entre los dos hermanos Canetti y Veza sirve de caja de resonancia para los triángulos amorosos que se establecen entre Veza, Elias Canetti y las amantes de éste. Las cartas arrojan luces enteramente nuevas sobre la vida y la personalidad del autor de Auto de fe, que contrastan de manera a menudo sorprendente con la imagen que éste proyecta de sí mismo en sus justamente célebres memorias. Pero sobre todo descubren la figura fascinante de Veza, que en sus cartas se revela como una escritora desbordante de genio, de excentricidad y de patetismo. El lector asiste asombrado a una constelación amorosa por completo atípica, para comprender la cual debe aparcar no pocos prejuicios y convencionalismos. Y de paso observa desde dentro la construcción de un escritor obsesivamente volcado en su obra monumental, en la que persevera a pesar de todas las adversidades.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 jun 2021
ISBN9788418526541
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    Cartas a Georg - Veza Canetti

    Elias Canetti nació en Rustschuk, Bulgaria, en 1905, en el seno de una familia de judíos sefardíes. Sus años de aprendizaje transcurrieron en Inglaterra, Suiza y Alemania, antes de instalarse en Viena, donde se decantó su vocación de escritor. En 1934 contrajo matrimonio con Veza Taubner, a la que permaneció estrechamente ligado hasta la muerte de ella. Su obra se despliega en múltiples géneros, y en ella destacan la novela Auto de fe (1936), el ensayo Masa y poder (1960), el ciclo autobiográfico Historia de una vida (1977-1985) y las sucesivas colecciones de apuntes. En 1981 le fue concedido el premio Nobel de Literatura. Falleció en Zúrich en 1994.

    Veza (Venetiana) Taubner-Calderón nació en Viena en 1897, también en el seno de una familia de judíos sefardíes. Lectora voraz, bien introducida en los ambientes intelectuales de Viena, en los años 30 comenzó a publicar sus relatos en la prensa austriaca, a los que siguieron varias novelas y obras de teatro que nunca vieron la luz mientras ella vivió. En los años 90 comenzó la lenta recuperación de su figura y de su obra, que han ido despertando un interés creciente. Canetti le dedicó la mayor parte de sus libros, en reconocimiento del importante apoyo que siempre le prestó y del papel decisivo que desempeñó en su propia construcción como escritor. Falleció en Londres en 1963.

    Las 162 cartas reunidas en este volumen, en su mayoría escritas entre 1933 y 1948, constituyen un documento excepcional en muchos sentidos. Su destinatario es Georges Canetti (Georg), médico de profesión, una personalidad apenas entrevista que sin embargo despierta en sus corresponsales una enorme veneración. Frente a él, su hermano mayor, Elias, y su mujer, Veza Taubner, despliegan el drama a menudo aterrador de su vida en común durante unos años oscuros. Son los años de la ascendencia del nazismo en Austria y, luego, tras exiliarse los dos a Londres, de las ruinas y la miseria en la Inglaterra de la posguerra, en la que sólo muy lentamente Canetti logra abrirse camino como escritor.

    El particular triángulo afectivo que se establece entre los dos hermanos Canetti y Veza sirve de caja de resonancia para los triángulos amorosos que se establecen entre Veza, Elias Canetti y las amantes de éste. Las cartas arrojan luces enteramente nuevas sobre la vida y la personalidad del autor de Auto de fe, que contrastan de manera a menudo sorprendente con la imagen que éste proyecta de sí mismo en sus justamente célebres memorias. Pero sobre todo descubren la figura fascinante de Veza, que en sus cartas se revela como una escritora desbordante de genio, de excentricidad y de patetismo.

    El lector asiste asombrado a una constelación amorosa por completo atípica, para comprender la cual debe aparcar no pocos prejuicios y convencionalismos. Y de paso observa desde dentro la construcción de un escritor obsesivamente volcado en su obra monumental, en la que persevera a pesar de todas las adversidades.

    La traducción de este libro ha recibido una ayuda del Ministerio austriaco de las Artes, la Cultura, los Servicios Civiles y el Deporte

    Edición al cuidado de Ignacio Echevarría

    Título de la edición original: Briefe an Georges

    Traducción del alemán: Juan José del Solar Bardelli

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: mayo de 2021

    © Herederos de Elias Canetti, 2021

    © Carl Hanser Verlag, Múnich, 2021

    © de la traducción: Juan José del Solar Bardelli, 2021

    © del prólogo y las notas: Ignacio Echevarría, 2021

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2021

    Imagen de portada:

    Georg Canetti en Saint-Hilaire-du-Touvet, cerca

    de Grenoble (Francia), en los años 30.

    © Peter-Andreas Hassiepen/Carl Hanser Verlag,

    GmbH & Co. KG, 2006

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-18526-54-1

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    Sumario

    Prólogo,

    por Ignacio Echevarría

    I. En Austria, 1933-1938

    II. En Inglaterra, 1939-1948

    Apéndice: 1959

    Notas

    Índice de fotografías

    Índice general

    Prólogo

    «Escribir cartas para después de nuestra muerte, para años después, dirigidas a todos aquellos a quienes hemos amado u odiado.»

    La provincia del hombre, 1967

    «No dejes que las cartas de otros tiempos te den una imagen falsa de ellos.»

    El corazón secreto del reloj, 1975

    Las cartas reunidas en este volumen constituyen un documento singularísimo. Es de suponer que su lectura la motive, en primer término, el interés por la vida y la personalidad de Elias Canetti. Pero sobre esta última se vuelcan aquí luces tan equívocas –y a ratos tan demoledoras– que se impone un importante trabajo de esclarecimiento, razón por la que las cartas se presentan acompañadas de un abultado aparato de notas y de un prólogo inevitablemente extenso. Por otro lado, durante la lectura de las cartas el interés del lector queda absorbido muy pronto por la figura de Venetiana Taubner-Calderon, Veza, la mujer de Canetti, autora de la mayor parte de las mismas. Una mujer cuya personalidad, llena de genio, se revela también llena de ambigüedades, e impregnada además de una sorprendente –y conmovedora– mezcla de excentricidad y patetismo, que dota a esta correspondencia de su tono tan particular. Las cartas de Veza, verdaderas montañas rusas en las que –sin apenas solución de continuidad, y con un estilo siempre sorprendente, cuando no chocante– se pasa de la euforia a la depresión, obligan al lector a un constante trabajo de matización e incluso de rectificación de lo leído, sobre todo en lo relativo a Canetti, lo cual convierte la travesía de esta correspondencia en una especie de reto psicológico, de aventura moral. ¿Hasta qué extremo son condenables los términos de una relación tan poco convencional y a momentos tan devastadora como la que estas cartas reflejan? He aquí una pregunta que planea constantemente durante la lectura de este volumen. Y luego está, al fondo, Georges Canetti, el hermano menor de Elias, destinatario de casi todas las cartas; una figura apenas entrevista pero fascinante, de la que el lector no puede menos que quedar prendado, objeto como es de veneración por parte de los dos corresponsales que escenifican ante él su propio drama.

    Un drama de cuyos aspectos más íntimos cabría hacer abstracción para proponer, con una perspectiva más impersonal, una lectura de este epistolario como testimonio de vida de una pareja de intelectuales judíos en la Viena inmediatamente anterior a la Anschluss, es decir, durante los años en que, habiendo llegado Hitler al poder en Alemania, el ideario nazi y los sentimientos antisemitas prosperaban a marchas forzadas en Austria, de la que la pareja debe huir precipitadamente tras la Noche de los Cristales Rotos, en noviembre de 1938. Meses después, el escenario aparece completamente transformado: la ciudad de Viena es sustituida por la de Londres, a punto de ser sometida a los incesantes bombardeos de la aviación alemana, a cuyo término la pareja de intelectuales judíos debe abrirse paso entre las ruinas y las estrecheces de una dura posguerra. La sociedad y los círculos literarios y artísticos de la Inglaterra de aquellos años, comprendidos los de la populosa emigración procedente de Centroeuropa, aparecen así indirectamente retratados en unas cartas que pasan a ser la crónica de una supervivencia.

    Finalmente, cabe proponer una lectura de estas cartas como insólito documento de una constelación afectiva e incluso sentimental por completo atípica, que para ser cabalmente entendida exige del lector que aparque no pocos prejuicios y convencionalismos. Pues a lo que se asiste aquí es –por decirlo provocativamente– a una especie de ménage à trois epistolar en el que, entre otras cosas, se dirime una relación –la de Canetti y Veza– que a su vez acogió más de un ménage à trois –e incluso à quatre– en sentido estricto, o casi. Lo cual, dada la asimetría de las posiciones respectivas, puede ser juzgado con muy diferentes grados de severidad, según la exigencia moral del lector, pero en cualquier caso admite ser contemplado, a su vez, como dramático ensayo –todo lo fallido que se quiera, pero no exento de aspectos admirables, incluso enternecedores– de una manera de afrontar la relación amorosa fuera de los cánones establecidos. Algo en lo que desempeña un papel determinante la mentalidad abierta y en no pocos aspectos rompedora de Veza, que no sin razones se ha hecho objeto de interés creciente por parte de los estudios feministas.

    Pero ya está bien de adelantar al lector el contenido de este volumen. Urge antes dar razón de su origen y procedencia, y trazar el marco en que encuadrar convenientemente su lectura, llamada a suscitar no pocas extrañezas.

    Un hallazgo inesperado

    A la muerte de Georges Canetti, en 1971, el grueso de su legado pasó a manos de su hermano Jacques (el segundo de los tres hermanos Canetti, quien, como él, vivía en París), y quedó luego depositado en el Fonds Jacques Canetti en Suresnes, cerca de París. Fue allí donde, muchos años después, durante el escrutinio de ese fondo, se halló, entre la abundante correspondencia de Georges, un buen número de cartas de Elias Canetti y de Veza, su mujer. Las cartas estaban guardadas en un baúl y se habían impregnado de la humedad del sótano en que se almacenaban. Algunas se conservaban dentro de sus sobres, atadas en legajos, y otras metidas desordenadamente en el baúl. Al ir clasificándolas por remitentes y fechas de redacción se pudo apreciar que la práctica totalidad de las cartas pertenecían a dos períodos netamente diferenciados: uno correspondiente a los años 1933-1938, los últimos que Elias Canetti y Veza pasaron en Viena, y otro correspondiente a los años 1944-1948, cuando ya estaban exiliados en Inglaterra. A estos dos bloques principales de correspondencia, en cuyas respectivas secuencias no se aprecian grandes lagunas, se suman dos cartas sueltas, una de 1939 y otra de 1940, que sirven de tránsito entre uno y otro, y se añaden aquí otras dos mucho más tardías, del año 1959, que se encontraron en los archivos del Instituto Pasteur de París, donde trabajaba Georges. Todo esto es el material que se recoge en el presente volumen.

    Importa dejar claras, de partida, algunas cosas. En primer lugar: con excepción de media docena de borradores de Georges, en estos dos bloques de cartas se conservan únicamente –como es lógico– las de Elias y Veza. De un total de 164 cartas, 119 son de Veza a Georges, y 38 de Elias a Georges. Excepcionalmente, por haber sido copiadas o más bien adjuntadas a otras cartas, se conservan tres cartas de Veza a Elias, y una sola de Elias a Veza. De lo que se desprende que el grueso del presente epistolario –dos terceras partes, de hecho– lo constituyen las cartas de Veza a Georges, cartas, eso sí, en las que, casi sin excepción, se habla de Elias Canetti, y no pocas veces en nombre de él. Tras la muerte de Canetti se supo que en los últimos años de su vida éste había procedido a la destrucción de muchas de las cartas que conservaba, entre ellas todas las de Veza y su hermano. De modo que no es ni será posible reconstruir esta correspondencia en su integridad, es decir, incluyendo las cartas que Georges escribía a Veza y a Elias. Tanto mayor es el valor de las cartas que aquí se reproducen, algunas conservadas por Georges a despecho de los insistentes requerimientos que le hacía Veza para que las destruyese. Las muy pocas que han sobrevivido entre las que se cruzaron Veza y Elias testimonian los términos siempre cariñosos y llenos de complicidad en que se trataban, lo cual es importante tener presente cuando se leen según qué confidencias de Veza a Georges. Pero ya más adelante se abordará esta cuestión. Ahora conviene advertir que el conjunto de estas cartas no abarca, ni mucho menos, la totalidad de las que Elias Canetti y Veza escribieron a Georges. Se ignoran las razones de que sólo se hayan conservado estos dos tramos de una correspondencia que probablemente comenzara bastante antes de 1933 y que sin duda se prolongó más allá de año 1948, como acreditan las dos mencionadas cartas de 1959 que se dan en apéndice. Puede, sin embargo, que estos dos tramos conservados hayan sido especialmente intensos por lo que respecta tanto a la frecuencia de las cartas como al dramatismo de las circunstancias que las inspiraron, en particular desde el punto de vista de Veza. Consta –así lo dice Sven Hanuschek, el biógrafo de Canetti– que éste se propuso en algún momento editar la correspondencia de Veza después de su muerte, y pidió a Georges Canetti que la recopilara con ese fin. En cualquier caso, estas cartas vienen a documentar unos años cruciales en la vida de los Canetti: los que sirven de eslabón entre la parte final de El juego de ojos, el últimos de los tres tomos de memorias de Elias Canetti, y los años evocados en Fiesta bajo las bombas (Los años ingleses).

    Veza

    De los tres protagonistas de este epistolario, sólo uno, Elias Canetti, premio Nobel de Literatura en 1981, resulta más o menos familiar para el lector en lengua española. Veza, su mujer, lo es mucho menos, y lo es sobre todo a través de lo que Canetti dice de ella en sus memorias, aun a pesar de que dos de sus libros han sido traducidos al español: la colección de relatos La calle amarilla (Die gelbe Straße, traducción de Helga Pawlowsky, Barcelona, Muchnik Editores, 1991) y la novela Las tortugas (Die Schildkröten, traducción de Pilar Giralt Gorina, Barcelona, Seix Barral, 2000). En cuanto a Georges Canetti, no es probable que el lector tenga más noticias de él que las que el mismo Elias Canetti proporciona en sus memorias y en unos pocos de sus apuntes publicados. El interés de este epistolario, sin embargo, deriva en buena medida del que consiguen suscitar, casi por igual, sus tres protagonistas, y no sólo Elias Canetti; motivo por el que vale la pena aportar aquí unas mínimas informaciones biográficas que contribuyan a perfilar mejor la personalidad tanto de Veza como de Georges.

    Venetiana Taubner-Calderon nació en Viena el 21 de noviembre de 1897, hija de Hermann Taubner, un comerciante judío de ascendencia húngara, y de Rachel Calderon, descendiente de una familia de sefardíes procedentes de Bosnia. Veza –apócope de Venetiana– padecía de una malformación congénita: le faltaba el antebrazo izquierdo (al parecer, la mano le brotaba directamente del codo). Un defecto que ella disimulaba hábilmente, que se esforzaba en ocultar (basta con fijarse en sus fotos para darse cuenta de hasta qué punto lo conseguía), y que el mismo Canetti obviaría en todas las ocasiones en que la menciona. De hecho, el dato no puede menos que sorprender a quien conserva vivo el recuerdo del retrato de Veza contenido en La antorcha al oído, donde no se alude en absoluto a esa discapacidad (como no sea, muy sutilmente, cuando Canetti observa –en la parte II, capítulo 10– que en las lecturas de Karl Kraus, en las que ella se sentaba siempre en la primera fila, «nunca aplaudía»).

    El padre de Veza –como el de Canetti– falleció cuando ella era todavía una niña. Su madre no tardó mucho en casarse en terceras nupcias (Hermann Taubner era su segundo marido), y lo hizo esta vez con un hombre mucho mayor que ella, Menachem Alkaley, un viudo originario de Sarajevo, avaricioso, violento y atrabiliario, que impuso un régimen de terror en la casa de la Ferdinandstrasse a la que la familia se mudó. Canetti le dedica en La antorcha al oído todo un capítulo (el ya citado II, 10), en el que se transparenta lo traumático que debió de ser para la adolescente Veza convivir con su padrastro, del que hay motivos para sospechar que intentara en alguna ocasión abusar de ella sexualmente. Como fuere, Veza hubo de desarrollar una gran fuerza de carácter para contener y doblegar al anciano (que en el relato de Canetti recibe el nombre ficticio de Mento Altaras), y además ultimar sus estudios de bachillerato y aprender por su cuenta varios idiomas: francés, español, italiano e inglés.

    El inglés tuvo Veza ocasión de practicarlo siendo aún muy joven durante varias estancias en Inglaterra, donde residía parte de su familia. Era otra de las cosas que compartía con Canetti: su temprana relación con ese país, y su afición a él. El mismo día en que se conocieron en Viena, con motivo de la lectura número 300 de Karl Kraus, Veza, poco antes de despedirse, le dijo a Canetti:

    «–Debería escuchar una de las lecturas que Karl Kraus hace de Shakespeare. ¿Ha estado usted en Inglaterra?

    »–Sí, de niño. Y fui dos años al colegio. Fue mi primera escuela.

    »–Yo viajo a menudo a casa de unos parientes. Tiene que contarme sobre su infancia en Inglaterra. ¡Venga a verme pronto!» (La antorcha al oído, II, 2).

    Poco podía imaginar ninguno de los dos que buena parte de la vida de ambos acabaría transcurriendo en ese país. Pero esta escena tenía lugar el 17 de abril de 1924, y para entonces la adolescente acosada por su padrastro se había convertido en una joven que despertaba admiración por su belleza e inteligencia. Terminados los estudios, Veza se dedicó a hacer traducciones y a dar clases particulares, generalmente de inglés. Lectora empedernida, su fama en este sentido («Ha leído más que todos nosotros juntos. Se sabe de memoria poemas ingleses larguísimos, además de medio Shakespeare. Y Molière, y Flaubert, y Tolstói») llegó a oídos de Canetti ya antes de que la conociera y lo deslumbrara. En el citado capítulo de La antorcha al oído (II, 2) queda constancia de ese deslumbramiento, que empezó ya frente al aspecto físico de Veza: «Tenía un aire muy extraño: era una preciosidad, un ser que uno jamás hubiera esperado hallar en Viena, sino más bien en una miniatura persa. Sus cejas, muy arqueadas, y sus largas pestañas negras con las que jugaba virtuosamente, moviéndolas con mayor o menor rapidez, me pusieron muy nervioso. Yo miraba todo el tiempo las pestañas, en vez de los ojos, y estaba maravillado por la pequeñez de su boca».

    La relación entre Veza y Canetti comenzó a tejerse un año después de aquel primer encuentro en la Grosse Konzerthaussaal de Viena en que se celebró la lectura número 300 de Karl Kraus, la primera a la que Canetti asistió y que tan decisivo impacto iba a tener sobre él. No fue hasta abril de 1925 que Canetti la visitó por fin en su casa de la Ferdinandstrasse y tuvieron comienzo sus apasionadas conversaciones sobre libros y cuadros. Veza era ocho años mayor que Canetti y su bagaje como lectora era bastante superior. A ojos del veinteañero que era entonces Canetti, «estaba tan llena de literatura como nadie que yo hubiera conocido nunca».

    Hacia el verano de ese mismo año de 1925 los dos formaban ya una pareja y la habitación de Veza era su común refugio. «Podía presentarme cuando quisiera, nunca era inoportuno, mis visitas eran deseadas, sin que ello me obligara a hacerlas. Siempre abordábamos temas estimulantes. Uno llegaba ya con cierta carga y salía con otra no menos importante. En dos horas, lo que me inquietaba sufría una transformación similar a la de un proceso alquímico: parecía más diáfano y puro, aunque no menos perentorio. Seguía inquietándome varios días de forma distinta y sorprendente, hasta que la acumulación de nuevas preguntas servía de pretexto para la siguiente pregunta» (La antorcha al oído, III, 1).

    Esta complicidad se intensificaría gracias a la importancia que tuvo Veza en el proceso de independización personal que, justamente por esas fechas, se precipitó dentro de Canetti, y que se saldaría con el enfriamiento de las relaciones con su madre. Nadie que haya leído Historia de una vida puede haber olvidado a Mathilde Arditti, la madre de Canetti. Ella es el personaje principal de La lengua salvada, en feroz antagonismo con Elias; su personalidad extraordinaria, vehemente y aniquiladora, viene a constituir el armazón en el que se moldea y acrisola la no menos extraordinaria, vehemente y aniquiladora personalidad de su hijo. Mathilde Canetti es, de hecho, el centro secreto en torno al cual orbitan los tres volúmenes de Historia de una vida. No es en absoluto casual que el último de ellos, El juego de ojos, se cierre precisamente con su muerte.

    La relación de Canetti con Veza se fraguó en vísperas de la ruptura de los estrechos lazos que mantenían al primero inmerso en un «constante combate con mi madre» (La antorcha al oído, III, 1). Años antes, también Veza había tenido que sostener una ardua lucha, mucho más encarnizada aún que la de Canetti, para liberarse del yugo de su padrastro. La posibilidad de desahogarse frente a ella, de objetivar así su situación, de seguir su ejemplo y recibir su consejo fueron determinantes para Canetti en esos meses finales del año 1925 en que la confrontación con su madre se saldó por ambas partes con una especie de tregua.

    Mathilde Arditti comprendió muy pronto a qué se debía la seguridad y la fortaleza de Canetti, y enseguida empezó a arremeter contra Veza, a la que tenía vista de los días en que –y ya es casualidad– ella se encargaba de ir a cobrar cada mes el alquiler del piso de la Radetzkystrasse que Mathilde y sus hijos ocuparon en Viena durante el invierno de 1924-1925 (véase La antorcha al oído, II, 6). Al principio, la madre de Canetti se refería a Veza de modo indirecto, sutil, temerosa de la reacción de su hijo, que estaba claro que no iba a tolerar ninguna ofensa a su venerada compañera. Pero cuando, por problemas de salud, Mathilde hubo de trasladarse a la Riviera francesa para pasar allí el invierno, sus cartas fueron llenándose de «estallidos de odio tan violentos y obcecados» que llegaron a hacer temer a Canetti por la vida de Veza.

    «Pues en esas cartas comenzó a llamarla abiertamente por su nombre. Le atribuía las motivaciones más bajas y decía las cosas más abyectas sobre ella sin ningún reparo. Que había descubierto mi lado más débil –es decir, mi amor por los libros– y lo utilizaba descaradamente no hablándome de otra cosa. Era mujer y no tenía nada que hacer, me decía, por lo que podía darse el lujo de vivir como una esteta. Que aquello no le diera asco era problema suyo, pero que involucrase en sus tejemanejes a un jovencito que se preparaba para luchar por la vida era realmente un crimen. Lo hacía por pura vanidad, para atraer a una nueva víctima a sus redes, pues ¿qué podía importarle un ridículo jovenzuelo como yo a una mujer de su experiencia? Mi decepción sería horrible, auguró, cuando viera aparecer en su vida al siguiente hombre» (La antorcha al oído, III, 2).

    Para aplacar el odio de su madre y preservar a Veza, Canetti empezó a fingir frente a la primera que mantenía relaciones con otras mujeres. Conviene no olvidar que Canetti siguió dependiendo económicamente de su madre aun cuando, en el verano de 1926, ésta se trasladó con sus dos hijos pequeños a vivir a París, de donde ya nunca regresó. «Yo tenía que inventarme mujeres y entretener a mi madre con historias sobre ellas. Nunca más debía saber nada de mi relación con Veza. Ella se iría a París, muy lejos, Veza se quedaría en Viena, y yo la habría salvado de todas las cosas horribles que mi madre pudiera hacerle» (ibidem).

    Con su familia en París, Canetti, que debía permanecer en Viena, entre otras razones, para proseguir allí los estudios de química que había emprendido en 1924, alquiló «un bonito y espacioso cuarto» en un apartamento de la Haidgasse (véase La antorcha al oído, III, 3). Desde allí, el trayecto a pie hasta la casa de Veza era de sólo diez minutos. «Podía presentarme de improviso ante su casa y silbarle desde la calle, lo que a un ser inquieto como yo le permitía, además, ejercer cierto tipo de control sobre ella. De ese modo no sólo sabía si estaba en casa o había salido, o si estaba sola o con visitas, pues aunque estuviera leyendo o estudiando, en el momento en que se me antojaba aparecer, se veía obligada a hacerme subir. Nunca me hacía sentir que la molestaba, tal vez nunca la molestara de verdad, pero no dejaba de ser una presión: para ella, porque nunca podía estar segura de que no me presentaría inesperadamente, y para mí, porque también tenía motivos indignos para dejarme ver, como por ejemplo estar al tanto de lo que hacía» (La antorcha al oído, III, 7).

    Este pasaje resulta revelador de los celos que muy pronto –avivados acaso por las insidias de su madre– Canetti experimentó hacia Veza y que se convertirían en una constante en su relación. Fue, entre otras razones, para protegerse de ellos por lo que, en abril de 1927, optó por alquilar un nuevo cuarto en un barrio bastante alejado del barrio judío de Leopoldstadt en que se hallaba el domicilio de Veza. Lo encontró en la Hagenberggasse, en las afueras de Viena, en una casa no lejos del zoológico. Allí, en una habitación desde la que se divisaba Steinhof, «la ciudad de los locos», residiría Canetti los siguientes seis años, justamente los seis que preceden al comienzo del presente epistolario.

    Fueron años decisivos para Canetti, quien, mientras terminaba sus estudios de química (se doctoró en 1929), se dedicó de manera cada vez más exclusiva a leer y a escribir. Gracias a su amiga Ibby Gordon pasó los tres meses del verano de 1928 en Berlín, una estancia que supuso, según sus propias palabras, «un giro decisivo» en su vida. Volvería allí el verano siguiente, y esta vez regresaría con el plan de una serie de ocho novelas que había de titularse Comédie Humaine de la locura. Los dos años siguientes los dedica a la escritura de la única de las ocho novelas que llegaría a ver la luz: Die Blendung (‘El encegamiento’, ‘El deslumbramiento’), publicada fuera de Alemania bajo el título Auto de fe (tras un arduo proceso de deliberaciones del que da cuenta el presente epistolario). La concluiría en octubre de 1931, pero tardaría cuatro años en encontrar un editor, años en los que, deslumbrado por la lectura de Wozzeck, de Georg Büchner, escribirá entretanto dos piezas teatrales: La boda, en 1931, y Comedia de la vanidad, en 1933.

    Durante ese tiempo, Veza, estimulada por el ejemplo de Canetti, también se puso a escribir: apuntes narrativos sobre las personas con que se cruzaba en sus paseos cotidianos por Leopoldstadt, y «una novela sobre Kaspar Hauser» que permaneció inédita y se da por desaparecida. En 1932 uno de sus relatos, Der Sieger (‘El vencedor’), apareció en Arbeiter-Zeitung. «Este periódico no sólo era importante como órgano del partido que gobernaba Viena y la administraba de forma nueva y rica en ideas. Por entonces pasaba por ser el periódico mejor escrito de Viena», escribió Canetti en el prefacio a La calle amarilla, volumen que reunió póstumamente, en 1990, tanto Der Sieger como varios otros relatos publicados asimismo por Arbeiter-Zeitung en los meses siguientes. «Los relatos de Veza tuvieron gran resonancia. Mientras la imagen de la calle [un trasunto de la Ferdinandstrasse, en la que la misma Veza vivía] se hacía más rica y más vital con cada uno de ellos, le acometió el deseo de ensamblarlos en la novela de una calle. Lo logró haciendo sólo pequeños cambios. Sin embargo, los acontecimientos de febrero del año 1934 hicieron imposible la aparición del libro», recuerda Canetti en su prefacio.

    No fue la única de las publicaciones de Veza que abortó el imparable ascenso del nazismo en Austria. También tenía lista una segunda novela, Die Geniesser (‘Los sibaritas’), asimismo perdida. En el Arbeiter-Zeitung Veza publicaba sus relatos bajo el seudónimo de Veza Magd. Más adelante emplearía otros varios (Martin, Martha, Martina Munner, Veronika Knecht) para camuflar su condición de escritora judía.

    En el prefacio a La calle amarilla, Canetti declara abiertamente –como ya antes, en La antorcha al oído– su deuda literaria con Veza, que en los primeros años de su relación actuó como valiosa mentora de sus esfuerzos por convertirse en escritor. Se lee allí: «En aras de las abismadas y acaloradas conversaciones que manteníamos, tomó en serio los malos poemas que durante algunos años yo le llevaba. Ella sabía bien lo que estaba haciendo y los tomaba en serio, tan segura estaba de que les seguirían cosas distintas. Cuando eso ocurrió se asustó, porque amenazó con destruirnos: a ella, a mí mismo, nuestro amor, nuestra esperanza. Para no renunciar a sí misma, empezó a escribir, y para no poner en peligro mi convicción de que me hallaba sumergido en un gran proyecto, trató sus propias cosas como si carecieran de importancia».

    Unas palabras que a menudo han sido malinterpretadas como una muestra de arrogancia o de condescendencia, pero que no dejan de constituir un abierto y doliente reconocimiento del sacrificio que Veza hizo de sus propias dotes como escritora en aras de la obra de Canetti, en la que confió siempre sin reservas, por la que sentía una enorme admiración –continuamente expresada en estas cartas–, y de la que se sentía hasta cierto punto partícipe.

    «El marido de Veza Magd»

    En las últimas décadas, sobre todo en el ámbito alemán, la obra literaria de Veza ha sido justamente reivindicada; se han publicado varios acercamientos biográficos a su figura y se han prodigado los trabajos críticos sobre sus escritos. En no pocos casos, la pasión apologética redunda en valoraciones bastante negativas del papel desempeñado por Canetti, y de los términos de la relación que ambos mantuvieron, bastante difícil de comprender y de matizar. Pero lo cierto es que fue el mismo Canetti quien, cuando tuvo oportunidad, impulsó la publicación de los dos primeros libros de Veza que vieron la luz: La calle amarilla, en 1990, y El ogro, en 1991, los dos acompañados por sendos textos escritos por él mismo en los que, además de reiterar su «abrumadora» deuda de gratitud hacia ella, expresa bien a las claras la estima en que la tenía como escritora. A sus auspicios se debió también que en 1992 se estrenara en la Schauspielhaus de Zúrich un montaje de El ogro, con una puesta en escena de Werner Düggelin que no terminó de convencer a Canetti.

    En el epílogo a El ogro cuenta Canetti cómo Veza «siguió escribiendo incluso en el exilio, en las más difíciles circunstancias». Pero, «a pesar de todos nuestros intentos, de ella y míos, no tuvo suerte». En efecto, ya en Inglaterra, Veza seguiría escribiendo relatos, novelas y dramas, que intentaría publicar –como se ve en las cartas aquí reunidas– sin llegar nunca a conseguirlo. En las cartas se la descubre en más de una ocasión dejándose arrastrar por el optimismo en lo que respecta a las perspectivas de publicación de sus escritos y sobre el estreno de sus piezas teatrales, una y otra vez frustradas, lo que la condenaba a conformarse con trabajos de traducción –realizados casi siempre en penosas condiciones– e informes para editoriales. No cabe descartar cierta tendencia a boicotearse a sí misma, conforme sugiere Sven Hanuschek cuando dice que en 1949 hubiera podido reanudar su carrera literaria anterior a 1938. Al parecer, el escritor austriaco Ernst Schönwiese, que conocía sus trabajos, y que fue desde 1945 hasta 1954 director de la sección literaria del grupo de emisoras de Salzburgo «Sendergruppe Rot-Weiss-Rot», aceptó su relato El vidente, que fue radiado el 13 de enero de 1949. Era de esperar que ella hubiese mandado otros trabajos, pero no lo hizo. Lejos de eso, en una carta al escritor Hermann Kesten, de ese mismo año, le manifiesta su rechazo a ser recomendada a ningún editor, a que se hablara de ella… «Quería ser escritora y no quería», concluye Hanuschek, quien trae a colación un apunte inédito de Canetti de ese mismo año, referido a Veza: «No puede tener éxito porque siempre se hace la moribunda».

    Como fuere, Veza seguiría escribiendo guiones, relatos y novelas hasta el año 1956, en que desistió de continuar haciéndolo, dolida –escribe Canetti– por «el hecho de que diez años después del final de la guerra siguiera siendo imposible encontrar un teatro que representara El ogro», drama escrito aún en Viena, y que a su juicio –y el de Canetti– era lo mejor que había hecho. Cumplió su promesa y los siete últimos años de su vida se negó a escribir nada, llegando en ese tiempo a destruir muchos de sus manuscritos. En adelante, se dedicaría en exclusiva a administrar la obra y la carrera de su esposo.

    Mucho antes, sin embargo, en esos seis años –de 1927 a 1933– en que Canetti ocupó el cuarto de la Hagenberggasse, Veza llegó a cobrar cierta reputación como escritora entre los círculos afines a lo que se conoce como «la Viena Roja», nombre con el que se alude al período comprendido entre 1919 y 1934 en el que el partido socialdemócrata gobernó la ciudad e impulsó amplias reformas en política social, sanitaria y educativa, y sobre todo en el ámbito de la vivienda social, para combatir la extrema escasez de viviendas tras la Primera Guerra Mundial. En este marco, destaca la impronta que en la prensa de izquierda dejaron algunas autoras judías como Else Feldmann y la misma Veza, que en sus obras representan vívidamente la pobreza extrema y la violencia que prevalecía en la vida familiar vienesa. La escritora austriaca Hilde Spiel, que formó parte de la emigración austriaca a Inglaterra, contaba que en los años treinta, en Viena, Elias era conocido como «el marido de la escritora Veza Magd, un químico extraño e interesante que también tenía fuertes intereses intelectuales». Pero su testimonio, conviene advertirlo, no deja de ser el muy escorado de una veinteañera que por entonces (año 1933) acaba de ingresar en el SDAPÖ, el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores de Austria.

    Aunque no se tiene constancia de que ni Veza ni Elias Canetti llegaran a afiliarse al SDAPÖ, y menos aún al KPÖ, el partido comunista de Austria, a comienzos de los años treinta los dos tenían amistad con un buen número de escritores de tendencia marxista. Durante sus dos estancias en Berlín, en 1928 y 1929, Canetti –que conoció allí a Isaak Bábel y a Bertolt Brecht– se había codeado estrechamente con personalidades como el editor Wieland Herzfelde y los artistas George Grosz y John Heartfield, los tres miembros del partido comunista alemán; y recuérdese que su trabajo allí consistió en documentarse para una biografía del escritor estadounidense Upton Sinclair, por aquel entonces todo un referente de la izquierda tanto en Norteamérica como en Europa. En Viena, Canetti y Veza contaban entre sus más cercanos amigos a Ernst Fischer, editor en el Arbeiter-Zeitung, y a su mujer, la periodista y escritora Ruth von Mayenburg, quienes no tardarían en militar en el KPÖ. Todo invita a pensar, pues, que Canetti y Veza eran vistos como una pareja de intelectuales progresistas, que compartían afinidades tanto literarias como políticas. Si bien, de los dos, era sin duda Canetti quien se proyectaba de manera más resuelta y calculadora como escritor, y quien –con el manuscrito de Auto de fe bajo el brazo, aunque aún inédito, y con un drama, La boda, publicado en 1932 por la editorial Fischer de Berlín– se introdujo con mayor determinación y más altas ambiciones en los círculos literarios y artísticos vieneses, como ya antes lo había hecho en los berlineses, entablando relaciones con algunas de las más destacadas figuras del momento, como Hermann Broch, Robert Musil, Alban Berg, Avraham Sonne, Fritz Wotruba…

    A su vuelta de Berlín, y al tiempo que se dedicaba a la redacción de Auto de fe, Canetti estuvo ocupado con las traducciones de libros de Upton Sinclair que le había encargado Herzfelde para la editorial Malik, y recibió de su madre una pequeña cantidad de dinero en concepto de herencia paterna. Con eso aguantó aún algunos meses, antes de verse en situación de trasladarse a vivir, en noviembre de 1933, a la casa de Veza en la Ferdinandstrasse, una decisión que aceleró el mal estado de salud de Rachel Calderon, la madre de Veza, que fallecería el año siguiente.

    Las cartas que aquí se presentan comienzan justamente por estas fechas, en las que la relación de Veza y Canetti ha adquirido ya los extraños contornos que el lector apenas vislumbra a través de las palabras de uno y de otro. El caso es que se trató siempre de una relación poco convencional, marcada ya de partida por la diferencia de edad y sus respectivos cuadros familiares, que había determinado los caracteres muy fuertes de ambos, abocados a chocar con frecuencia, pese a la dependencia tan grande que nunca dejaron de sentir el uno del otro. Ya se ha aludido a los celos que muy pronto experimentó Canetti respecto a Veza. También Veza los sintió respecto a Canetti, quien da cuenta de ellos en un capítulo de La antorcha al oído (III, 12) que resulta altamente ilustrativo de la naturaleza de su relación.

    Ocurrió que un pretendiente de su amiga Ibby Gordon, librero de profesión, le regaló un libro muy particular que acababa de aparecer por esas fechas: El rostro eterno, de Ernst Benkard, una colección de fotografías de cerca de un centenar de mascarillas funerarias de personalidades en su mayoría conocidas. Canetti había ido ese mismo día a ver a Ibby y quedó fascinado con el libro, como cuenta en el capítulo de La antorcha al oído titulado «Entre mascarillas funerarias» (III, 10). Enseguida le habló del libro a Veza y poco después le regaló un ejemplar. Cuando se lo entregó, sin embargo, Veza «lo arrojó con furia al suelo». «No era suyo, me dijo, era de la otra persona, de esa que se las daba de poetisa y siempre sonreía con sorna, la que me había enseñado aquellas mascarillas.» Veza sabía de Ibby Gordon. «Yo se lo contaba todo, era de una sinceridad total con ella», cuenta Canetti. Veza aceptaba la relación de Ibby y Canetti, pero no toleraba que entre ambos se estableciera una complicidad intelectual como la que ella misma tenía con él, mucho menos en un asunto como el de la muerte, «pues todo lo relacionado con la muerte pertenecía al reino de Veza». En represalia por lo que ella consideraba una traición, un día Veza subió al cuarto de la Hagenberggasse que ocupaba Canetti, cogió todas las cartas que le había mandado y se fue con ellas al cercano zoológico de Lainz, en cuyo parque buscó un árbol donde esconderlas. De regreso, le dijo a Canetti que las había arrojado en medio del parque, y éste, desesperado, le urgió que la acompañara y le indicara el lugar, para tratar de recuperarlas. «Mi pánico la alivió: era innegable que sus cartas me importaban muchísimo.» Veza deshizo el camino recién hecho y condujo a Canetti junto al árbol en cuyo hueco había escondido las cartas. Cuando él metió la mano y tocó el papel, «enseguida supe que eran sus cartas, las saqué y las abracé y besé muchas veces. Bailé con ellas al volver a la Hagenberggasse […] Veza me seguía, pero no le hice caso: toda mi atención estaba en las cartas recuperadas, llevaba el paquete en brazos como si fuera un niño, subí a grandes trancos las escaleras de casa y, una vez en mi cuarto, guardé el paquete en el correspondiente cajón. Emocionadísima por todo el incidente, Veza olvidó sus celos y creyó en lo mucho que la amaba».

    «Soy como la mejor madre para ti»

    El vínculo que unió a Veza y Canetti a lo largo de toda su vida se desentendió bastante tempranamente de la dimensión, por así decirlo, carnal de su relación. Veza parece haber asumido muy pronto que Canetti iba a conocer y frecuentar a otras mujeres, y que la fidelidad que le cabía reclamarle no pasaba por que se privara de mantener con ellas relaciones sexuales. En su biografía de Canetti, Sven Hanuschek cita una larga e insólita carta que Veza le escribió a aquél en 1932. En ella le dice que «tu respiración me es tan necesaria como a ti la mía», que el vínculo que los une a ambos es «indisoluble», «nada ni nadie puede separarnos»; y añade: «Para mí no sólo eres el más grande de los hombres vivos, también eres el más bondadoso a mis ojos. En el fondo no temo por ti. Cuando era niña, no servía de nada que me amenazaran con que comer demasiado chocolate iba a hacerme daño. Pero una vez comí demasiado, y el efecto fue demoledor. Tomé nota para siempre de que luego se acaba vomitando. Es mi método contigo. Habría sido la más inteligente de las madres y te lo demostraré, nunca volverás a oír una pregunta mía y no tendrás que rendirme cuentas en lo que respecta a ciertos aspectos de tu vida. Cuando hayamos establecido esto de una vez para siempre, mis reacciones histéricas dejarán de tener fundamento. Porque lo que a menudo me agobia es la unión de tu frescura con mi madurez, y lo que a menudo deseo para ti es frescura. Soy como la mejor madre para ti, y nada puede arrebatarte a nosotros».

    Según Hanuschek, esta carta «redefinió por completo» la relación entre Canetti y Veza. Al parecer, antes de escribirla Veza había padecido al menos un aborto, no se sabe si involuntario o no. Hanuschek pretende que «esta decisiva experiencia» la habría cambiado: en lo sucesivo, «Elias Canetti pasó en cierto modo a ocupar para ella el papel del hijo». En la misma carta parece que le está proponiendo poner fin a las relaciones sexuales entre los dos («lo último, lo más seco en nuestra relación, ha de ser amputado», escribe) y lo autoriza explícitamente a tenerlas con otras mujeres: «Me doy cuenta de que tienes que tener tu libertad, tus aventuras y secretos. ¡Pero no veo por qué yo he de sentirme humillada por eso! Si no supiera que desde el gran vuelco de este verano todo en mí se ha orientado por vías intelectuales y humanas (y que por tanto puedes estar tranquilo en lo que a mí concierne), no tendría la superioridad necesaria para hablar así contigo. Yo misma estoy tranquila respecto a ti. Creo que vomitarás a tiempo, y que la plena libertad no te hará daño. Pero en modo alguno estaría dispuesta a dejar extraviarse el puro flujo que mi vida toma a través de ti. Ya no quiero volver a vivir estallidos, que me atormentan mucho más que a ti. Esta carta es la mayor prueba de amor que ha habido nunca…».

    Es enormemente difícil valorar el trasfondo sobre el que Veza escribe estas palabras, en las que, junto a la devoción amorosa, no dejan de vibrar notas sufrientes, resignadas, incluso sacrificiales. Especula Hanuschek que «el gran vuelco de este verano» podría ser la situación precipitada entonces por el aborto recién padecido, la conclusión por parte de Canetti de Auto de fe, y la aceptación de las narraciones de Veza para su publicación en el Arbeiter-Zeitung. Esto último le habría brindado a ella esa «superioridad» a la que alude sin soberbia, simplemente afirmándose en su recién afianzado estatus como escritora, que le permite asumir el difícil papel de Yocasta –esposa y madre– que se reserva en el drama que apenas ha hecho más que empezar.

    De lo que no hay duda, en cualquier caso, es de que, a partir de 1932, y por las circunstancias que fuera, la actitud maternal que desde un principio caracterizó las relaciones de Veza con Canetti se haría cada vez más pronunciada y explícita, conforme se constata en las cartas aquí reunidas. No cabe duda tampoco de que, en lo sucesivo, el pacto amoroso entre los dos daba margen a que al menos Canetti se embarcara en otras relaciones sentimentales. En la primera de las cartas que éste escribe a su hermano Georges, entre las que aquí se reproducen, se refiere a Veza como «mi amiga más cálida y generosa», y añade: «En realidad ella es ahora mi madre» (el subrayado es del propio Canetti).

    Corre el mes de marzo de 1934. Canetti y Veza acaban de contraer matrimonio de manera casi clandestina, sin comunicárselo a la familia. Georges ha tenido noticia del mismo, y trata de alertar a su hermano sobre el paso que da, al que él mismo se opone. No es sólo el dolor que la noticia acarrearía a la madre de los Canetti, cuyo estado de salud es preocupante. Con la oposición de Georges tiene que ver además el hecho de que, conocedor de la naturaleza tan poco convencional del lazo que une a Canetti con Veza, teme por las consecuencias de ese matrimonio, que para él no pueden ser otras que hacer «sumamente desdichada a Veza». Las razones que Canetti da a su hermano para justificar su «extraña boda» son contundentes: en la situación política por la que atravesaba Austria, Veza, que tenía ciudadanía yugoslava, corría el riesgo de ser expulsada del país; su matrimonio con un apátrida, como era Canetti, le permitiría al menos elegir –como en definitiva hicieron ambos– el país de destino. En cualquier caso, importa prestar atención a las palabras de Canetti: el matrimonio entre él y Veza «no interfiere en nada lo que había antes»; «entre los artistas Veza ha pasado siempre como mi esposa. Y lo es en el sentido hermoso y espiritual que ellos dan al término. Tú y ella, los dos, seréis siempre las personas a las que más quiero, y tengo el firme propósito de pasar siempre una parte del año a su lado» (carta número 6, del 2 de marzo de 1934; en las citas de las cartas, todos los subrayados se corresponden con el original). Palabras de las que se desprende sin margen de duda que los términos de relación de Veza y Canetti distaban mucho, por esas fechas, de ser los más comunes entre una pareja de recién casados.

    Dado que en sus memorias Canetti no alude en absoluto a nada de esto, es conveniente que el lector de este epistolario tenga muy presente estas circunstancias para no llamarse a engaño ante lo que se refleja aquí de sus relaciones con Veza.

    Ya en la segunda de las cartas de Veza aquí recogidas (la número 11, de diciembre de 1934), ésta le cuenta a Georges, con toda naturalidad, que Canetti está enamorado de Anna Mahler. «El Canetti ya es un pelmazo hecho y derecho y muy egoísta, destetado e independiente, sabe arreglárselas muy bien sin mí. Me quiere, pero quiere más a Anna, y quién no la querría. Yo misma he sucumbido a ella por completo. Y qué cosas raras disponen los hados: Anna me ama a mí y no a Canetti, y cuando quiere verme tiene que negociar: a cambio debe concederme una cita con Canetti». Un pasaje sorprendente, en el que la naturaleza maternofilial de la relación de Veza con Canetti se manifiesta muy claramente, como también las funciones de tercería que asumiría Veza en no pocas de las relaciones de Canetti con otras mujeres.

    En realidad, por las fechas en que Veza escribe esta carta el breve pero intenso episodio amoroso de Canetti con Anna Mahler (la hija de Alma y Gustav Mahler) ya hace más de un año que ha quedado atrás, si bien Canetti aún había de resentirse durante mucho tiempo de las magulladuras que le produjo. Pues es cierto que Canetti seguía enamorado de Anna, tanto como que ella y Veza entablaron una duradera amistad, que se prolongaría en Inglaterra, adonde también ella se exilió. De hecho, la forma que Veza encontró de preservar la exclusividad de su vínculo con Canetti consistió en «tutelar», en cierto modo, sus relaciones con otras mujeres, lo cual pasaba por seducirlas a ellas, ganárselas para sí. El esquema iba a repetirse a menudo. Muchos años después, ya en Inglaterra y en los años cincuenta, cuando Canetti tuvo una liaison con la entonces emergente escritora Iris Murdoch, también ésta sucumbió al encanto personal de Veza. En sus recuerdos de Iris, su marido, el crítico John Bayley, dice que ella le hablaba «de aquella mujer [Veza], de su rostro dulce y su aspecto paciente, cordial y reservado». Y a continuación cuenta cómo «a veces [Veza] se encontraba en el piso cuando el Dichter [Canetti] le hacía el amor a Iris, poseyéndola como si fuera un dios». Un testimonio que no puede menos que suscitar consternación y escándalo en quien ignora los precedentes que se acaban de consignar.

    Los riesgos de estos particulares ménages à trois se harían patentes en la larga y tormentosa relación de Canetti con Friedl Benedikt, que acapara un importante protagonismo en las cartas aquí publicadas. Pero antes de discurrir sobre ella se impone hacerlo sobre un ménage à trois todavía más particular: el que se estableció entre Veza y los dos hermanos Canetti a los que profesó un amor apasionado: Elias y Georges.

    Georges

    El destinatario de la mayor parte de estas cartas, Georges Canetti, termina siendo una figura poderosa y fascinante para el lector, tanto es el afecto y tantos la admiración y el respeto que una y otra vez le declaran sus dos corresponsales, Canetti y Veza.

    Georg o Georges, el pequeño de los tres hermanos Canetti, también nació en Rustschuk, Bulgaria, el 23 de enero de 1911. Era, por lo tanto, apenas seis años menor que Elias. Su padre falleció en 1912, de modo que mal podía conservar recuerdo alguno de él (pese a que en La lengua salvada, II, 2, Canetti rememora una conmovedora escena entre los dos). Tanto más fuerte fue el vínculo con su madre, a la que siempre acompañó, y de la que se ocupó devotamente hasta el final de sus días. En las desavenencias que muy pronto se dieron entre Mathilde Arditti y su hijo mayor, Elias, Georges tomó siempre el partido de la primera. De ello derivaron buena parte de los conflictos entre los dos hermanos. Más arriba se ha dicho que la relación de Canetti con su madre es el centro de gravedad de los tres volúmenes de Historia de una vida, el título que engloba los tres tomos de sus memorias. Importa añadir ahora que lo que le impulsó a escribirlas fue la perspectiva de que sus recuerdos de infancia contribuyeran a distraer y a animar a Georges cuando su salud empeoró gravemente, en 1970. Las figuras de su madre y de su hermano menor permanecieron íntimamente asociadas en la mente de Canetti. Las líneas finales de El juego de ojos, transidas de emoción, dibujan a los dos, a Mathilde y a Georges, en el lecho de muerte de la primera, el hijo atendiendo a la madre, prestando oído a su débil susurro, consolándola, a solas los dos, en íntimo coloquio. Georges heredó el mismo mal que terminó con la vida de su madre y que había de terminar con la suya propia: la tuberculosis. Y a combatirla dedicaría todos sus esfuerzos, como si con ello tratara de reparar el daño sufrido por ella. Lo expresaba así Canetti en un estremecedor apunte del año 1970, cuando Georges todavía estaba con vida:

    «G. es la víctima de mamá. Haberla sobrevivido ya treinta y tres años es algo que debe a un ardid de su alma: aún sigue viviendo tal y como habría vivido con ella, y ha excluido de su vida a cualquier otra mujer. La enfermedad de la cual murió mamá ha pasado a ser su vocación y su ciencia. Ambas cosas siguen siendo un firme y esforzado intento por curarla. Le ofrece en sacrificio miles de conejillos de Indias, él, un hombre tan suave y tierno; pero ella jamás tiene ni tendrá suficiente. Como verdadera víctima la ve a ella, no a sí mismo. Por salvarle la vida aún daría hoy la suya. En estos treinta y tres años su cuerpo no ha dejado de padecer para mantener fresca la herida que le produjo el separarse de ella. Y aún hoy la sigue viendo ante él tan viva como entonces. Si alguna vez ha habido un esclavo del amor, es él. Pensando en ella trae, siempre que puede, alguna nueva distinción a casa. Conoce su ambición, que es indomable, y la lleva, junto con ella, bajo su piel desgarrada» (Hampstead, año 1970).

    Georges realizó estudios de medicina primero en Viena y luego en París, donde se licenció y se doctoró. Siendo todavía estudiante, en 1934, se le declaró una tuberculosis pulmonar, por lo que ingresó en el Sanatorium des Étudiants de France, en Saint-Hilaire-du-Touvet, cerca de Grenoble, adonde habría de regresar a menudo, y donde lo visitará su hermano Elias en la primavera de 1948. Una vez licenciado, en 1936, cursó microbiología en el Institut Pasteur; allí realizó trabajos de investigación del tratamiento de la tuberculosis, que prolongó gracias a una beca de la Fundación Roux. Entretanto, se convirtió en jefe del laboratorio de anatomía patológica en el hospital Cochin de París, de 1937 a 1944. Su tesis de doctorado, leída en 1939, discurrió sobre Reinfecciones de tuberculosis latente del pulmón. A ella siguió toda una serie de trabajos que le valieron importantes reconocimientos, como el premio Péan de la Academia Nacional de Medicina, en 1940, o el premio Ricaux, concedido por la misma institución, en 1947. Durante la guerra sirvió en el centro de transfusión sanguínea del hospital militar de Val-de-Grâce, París, si bien pasó largos períodos ingresado en el sanatorio de Saint-Hilaire-du-Touvet. En 1946 publicó dos importantes monografías: Le bacille de Koch dans la lésion tuberculeuse du poumon y L’allergie tuberculeuse chez l’homme, a las que se alude en las cartas aquí recogidas. En 1954 fue nombrado jefe de laboratorio del Institut Pasteur y ese mismo año publicó Infección primaria y reinfección en la tuberculosis pulmonar. Su reputación como especialista en esta enfermedad no dejaría de crecer y lo llevaría a participar como ponente en numerosos congresos internacionales sobre la misma. En 1958 fue nombrado experto de la Organización Mundial de la Salud, y al año siguiente se le otorgó el título de Caballero de la Legión de Honor (asunto sobre el que versan las dos cartas de 1959 que se dan aquí en apéndice). En 1960 se incorporó a la oficina del Comité Nacional de Defensa de la Tuberculosis (CNDT), y en 1969 fue nombrado secretario general adjunto de la Unión Internacional contra la Tuberculosis. Al año siguiente, fue elegido vicepresidente de la junta directiva del Institut Pasteur y en 1971, el mismo año de su muerte, secretario general de la Unión Internacional contra la Tuberculosis.

    Esta brillante trayectoria se vio constantemente amenazada por la enfermedad contra la que el mismo Georges luchaba con denuedo y que en los años 1944-1947 –uno de los períodos comprendidos en las cartas aquí reunidas– tuvo varios episodios graves, por los que hubo de ser intervenido quirúrgicamente con frecuencia.

    Dada la diferencia de edad entre Elias y Georges, las vivencias familiares de uno y otro fueron muy distintas. El particular vínculo entre los dos hermanos surgió con ocasión de tener que convivir los dos solos durante cuatro meses, en Viena, durante la primavera-verano de 1924. Coincidió con el momento en que Canetti conoció a Veza, en la ya mencionada lectura número 300 de Karl Kraus, el 17 de abril de ese mismo año. Los meses pasados con Georges son rememorados por Elias en un capítulo de La antorcha al oído: «Vivir con mi hermano» (II, 1). Él estaba a punto de comenzar sus estudios de química mientras Georges continuaba los de secundaria. Tenían dieciocho y trece años, respectivamente. «Una estrecha relación fue surgiendo entre nosotros; pasé a ocupar el lugar de un mentor que lo aconsejaba sobre todo, pero muy en particular sobre cualquier tipo de problemas morales», recuerda Canetti. «Su deseo de saber era equiparable al mío a su edad, y cualquier tema suscitaba en él preguntas, muy sensatas […] Georg me interrogaba sobre autores latinos, historia –en cuyo caso, siempre que podía, yo desviaba la conversación hacia los griegos–, sobre problemas de matemáticas, botánica y zoología y, con especial agrado, sobre países y pueblos relacionados con su curso de geografía […] Tampoco escaseaban los comentarios sobre la conducta humana, y cuando hablábamos de la lucha contra las enfermedades en los países exóticos, me embargaba un entusiasmo enorme. Aún no me había consolado totalmente de mi renuncia a la medicina, y le comunicaba mi antiguo deseo ingenuamente y sin reservas. Me gustaba su insaciabilidad […] Su intención era saber, y la mía, transmitirle lo que sabía […] Los dos éramos totalmente sinceros y no nos ocultábamos nada. En esa época dependíamos uno del otro, no teníamos a nadie a nuestro lado y sólo debíamos satisfacer una exigencia única: no desilusionarnos mutuamente.»

    Canetti insistió siempre en que era él quien había infundido en Georges el deseo de ser médico, la carrera a la que él renunció por adecuarse a las expectativas de su madre, para quien se trataba de una carrera demasiado larga. «Sólo bajo una condición había aceptado yo estudiar química: la de que Georg, a quien quería más que a nadie desde esos meses que pasamos juntos en la Praterstrasse, pudiera estudiar medicina en mi lugar […] La medicina, a la que había renunciado, era el regalo que le hacía a mi hermano como prueba de mi cariño. Él era un trozo de mí mismo, juntos podríamos adquirir todo cuanto hubiera que saber, y así nada lograría separarnos nunca más» (La antorcha al oído, II, 7).

    Pocos años más tarde, en la primavera de 1927, Canetti visitó a su madre y sus hermanos, que llevaban casi un año instalados en París, y anota con satisfacción sobre aquellos días: «Se sentían muy a gusto, y sobre todo Georg, el menor –a quien ahora llamaba Georges–, había evolucionado conforme a mis propios deseos. Era un muchacho alto, de ojos oscuros y muy locuaz, que destacaba particularmente en filosofía. Me sorprendió su talento –que sin duda no podía atribuirse a mi influencia– para las distinciones lógicas: a sus

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