Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Léxico de afinidades
Léxico de afinidades
Léxico de afinidades
Libro electrónico328 páginas4 horas

Léxico de afinidades

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Esta nueva edición de Léxico de afinidades, obra fundamental en la trayectoria creativa de Ida Vitale y una de las obras más complejas que ha dado la literatura de finales del siglo XX en lengua española, ha sido revisada por su autora. Libro de difícil clasificación y de indudable valor y originalidad desde su primera aparición en 1994, el lenguaje poético más rico se une a la prosa más ágil para ofrecer un léxico en orden alfabético que evoca la infancia, la juventud y, también, el porvenir.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2013
ISBN9786071614865
Léxico de afinidades
Autor

Ida Vitale

Ida Vitale (Uruguay, 1923) is a poet, translator, essayist, and literary critic. In 2018, she was just the fifth woman to receive the prestigious Miguel de Cervantes Prize, the highest recognition for literature in Spanish. In addition to the Cervantes Prize, she has also received the FIL Literature Prize (2018), Max Jacob Prize (2017), Federico García Lorca Poetry Prize (2016), Reina Sofía Poetry Prize (2015), Alfonse Reyes Prize (2014), and Octavio Paz Prize (2009), as well as many other honours, including being named by the BBC as one of the 100 most influential women of 2019.

Relacionado con Léxico de afinidades

Libros electrónicos relacionados

Crítica literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Léxico de afinidades

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Léxico de afinidades - Ida Vitale

    vaso.

    A

    abracadabra

    Para empezar, la magia:

    abraxas, abrasax, abracadabra.

    ¿Pero acaso

    ce beau mot pour guérir la fièvre

    abscindirá todo fuego desolador,

    los cráteres que no escupen su lava?

    abuelo

    Las fotografías pasan por ser imágenes inmutables. Algunas quizás lo sean. La de mi abuelo no. Durante un tiempo no se me ocurrió dudar de su fijeza. De haberme preguntado alguien por ella, la reflexión obligada y una mirada más atenta me hubieran beneficiado antes con ese pequeño asombro y con la transformación interior, menor o mayor, que toda nueva perspectiva depara. Tengo esa fotografía conmigo desde hace años. Mirarla es recordar lo bueno y lo malo de mi casta, aunque no todo le sea atribuible a este abuelo. Como cualquiera, tengo otro más, dos abuelas, ocho bisabuelos de ambos sexos, dieciséis tatarabuelos. No fui muy inquisitiva de niña; fui todo lo distraída que se logra ser cuando nadie se empeña en ponernos al pie de los altares del empíreo familiar, metiéndonos de cabeza en la historia doméstica. Por lo tanto, la nebulosa, el vago infinito, que es el báratro de los antepasados, se los tragó, pero se sabe que estuvieron ahí, para diluir las responsabilidades de sus hijos y permitirme imaginar que algo de original y propio permanece en uno, a fuerza de entrecruzar naturalezas ajenas diluidas. Sin descartar las posibles, laterales incidencias cuyos frutos alteran en secreto los árboles genealógicos.

    Vuelvo al abuelo Félix, el paterno. Tuvo lo que suele considerarse una cabeza romana: frente alta, nariz recta, boca ni residual ni protuberante; además ojos claros, que sólo heredarían el tío Pericles, mi padre y, a través de éste, yo, de acuerdo a unas leyes de Mendel tan puntuales como las de Malthus, ese siniestro. Y buen pelo, bigote y barba, como correspondía a la moda de entonces, aunque quizás los señores de esa época, ocupados en construir un país —en el caso de estos italianos viajeros, otro, lejos del suyo— y una familia, se despreocupaban de esas superficialidades.

    Digno pero sin hosquedad, con un comienzo de sonrisa más paciente que alegre, se proyecta contra un fondo gris, neutro, en el que reluce un espejo. Nada de plantas de interior finiseculares, de empapelados con granadas o plumas de pavo real, de imaginativos paisajes ondulantes sobre un telón pintado, que rebajan las más proustianas elegancias. Eso le daba un aire muy moderno, al menos muy 1950, a esa toma de principios de siglo. Supongo que lo que hacía dudar de su fecha era su aire doméstico. Por entonces, registrar la imagen requería un profesional, traslados, cierta elaboración. Mucho después de la muerte del abuelo, mi padre y el tío Manlio tenían máquinas fotográficas, elegantes modelos con fuelle que, aunque no necesitaban de trípode, parecían pedir por su base al menos un apoyo horizontal. ¿Fue alguno de ellos el fotógrafo? ¿Algún patio de la casa del Prado ofreció el vago fondo que tan poco pie daba a mi imaginación ganada por la inquietud reconstructiva?

    ¿Habrá sido por su aspecto apacible que los cambios fueron invadiendo primero los alrededores? Noté en el abuelo una aureola de bruma azulada, una opalescencia como la que afecta a ciertos ojos ciegos. Su avance aisló la figura oscura, hizo más vaga la vaga realidad que lo había rodeado. Espacio y tiempo sufrían esa transmutación. El espacio, más inasible; el tiempo, más impreciso; sinuosas, siempre, las determinaciones temporales. Cosas lejanas están siempre reservadas en un eterno, al que caemos de pronto, sin esfuerzo —suave descenso de Alicia por el pozo—, o entramos asomándonos a una puerta, desde cuyo vano vemos los gestos suspendidos, las luces sin sombras de una conversación de otros días, deliciosamente letárgica e indiferenciada, que se cumple en una franja, al parecer a salvo de todo naufragio, en la que sin embargo no logramos, ay, hacer pie. La fotografía se transforma y arrastra las pocas noticias a las que puedo asirme, ya que no nací a tiempo para conocer al modelo.

    El obvio nexo con mi abuelo fue mi abuela. Debió vivir su juventud ocupadísima en los trámites previos y en el nacimiento de catorce hijos y en la crianza de doce y era activa y no rememorativa. Murió a los noventa y seis años, habiendo declinado velozmente, ya sentada en un sillón y con la cabeza apenas puesta en tratar de recordar si había tomado o no el café que seguía al almuerzo. Era hora de que la relevaran en el mando y en el mundo. Hoy lamento no haber averiguado sobre su vida matrimonial. Pero, dada mi edad de entonces, dudo que hubiera recibido sus confidencias. Aunque abundaban sus cuentos salpicados de humor ácido respecto al campo no demasiado abierto de sus relaciones, los datos jugosos sobre su infancia y su primera juventud se interrumpían y pasaban a otra tonalidad al tocar el punto de su casamiento. Éste fue demorado por el apego de mi abuelo a sus principios: esperó dos años la creación del registro civil para no pasar, él, garibaldino y masónico, por las que consideraba horcas sagradas. Ésa era la versión oficial. Como me gusta imaginar la cara oculta de la luna, puedo suponer una explicación menos austera: quizás Félix Vitale d’Amico, llegado no sé cómo al pueblo mínimo de Nuestra Señora del Rosario, al terminar sus estudios de abogado en la Universidad de Palermo, se ofreció dos años de libertad antes de lo que previsiblemente se esperaba de él: su propia familia, la ida a la capital y el tejido laborioso de una carrera responsable.

    De ahí en adelante sólo tengo algunas anécdotas de esa carrera y de su vida: el cliente descrito y adjetivado, reconocido por uno de sus hijos, que lo atiende en la puerta y lo anuncia a voz en cuello, con buena memoria infantil: Papá, aquí está el ladrón, provocando la desaparición de aquél; la piedra fundamental para el monumento a un Cristóbal Colón genovés, suceso que parece haber sido lo bastante aparatoso como para que mi abuelo asistiera en carroza. El monumento, que nunca se erigió, iba a estar emplazado en el puerto de Montevideo. (No cuesta imaginar las diligencias de la colonia española para sabotear el proyecto, anticipándose en un siglo a los debates de los quinientos años del descubrimiento.) Reduzco las historias de puertas adentro a una que, aunque nimia, da idea de su severidad: una de sus hijas, niña, rechazó una fresa que le fue ofrecida en la cocina. A la hora de los postres, cuando llegaron ya preparadas, el padre no le permitió comerlas, convirtiendo aquel ínfimo paso en lección para toda la vida. Como ciertos rigores, que yo registraba sin agrado, podían provenir de planas pedagógicas heredadas, ante los venerados retratos pensaba, muy para mis adentros, que era una suerte que las generaciones vinieran a la tierra en olas sucesivas de tiempo y que mi hada madrina, de cuya existencia nunca dudé, se había ocupado de la fecha de mi arribo para evitarme esas intransigencias que sobrenadaban en el decir doméstico.

    ¡Ay, cuántas y diversas cosas nubosas salen de la superficie de un retrato nublado!

    afectación

    Adolescente, descubrí Brise marine de Mallarmé y quedé empapada por el acento conclusivo de su célebre primer verso: La chair est triste, hélas, et j’ai lu tous les livres. Por ese entonces lo ignoraba todo sobre la tristeza de la carne, según él la entendía. Disfrutaba del viento asoleado, de una buena caminata, de los sabores preferidos. Podía sentir, quizás, melancolías metafísicas, incluso morales, no físicas. Con familia extensa que se había ido descabalando y con una abuela paterna que iluminaba con regularidad el altar oral de nuestros difuntos, la muerte no era fácil de olvidar y aparejaba estados melancólicos. No me faltaron ejemplos de injusticia y de cobardía ofrecidos por algún pariente que, entre tantos muertos domésticos de buena fama y añorados, aún seguía vivo, sin duda por descuido celestial. Era lógico, pues, que me arañara la sospecha de que la vida adulta ofrece, entre otros misterios, el de una duplicidad difícil de tolerar y que levantara un andamiaje ético contra eventuales derrumbes. Pero nada de esto justificaba la obsesiva modulación de aquel verso que establecía la tristeza carnal al ritmo hipnótico de sus dos nítidos hemistiquios. En cuanto al segundo de éstos, por ese entonces yo derrochaba lectura, devorando más de lo que podía asimilar. De caer la tarde sobre el final del libro cotidiano, las horas hasta la de dormir se me hacían eternas. ¿Qué hacer lejos de esas vidas recién reveladas? Eran mi verdadero mundo. Al cerrar las tapas sobre personajes de cuyos sueños, dolores y peripecias me sentía desbordante, era desolador no poder hablar de ellos, encontrarme entre seres a quienes nada importaba ese paraíso artificial que acababa de apagarse. Pero, claro, yo no había leído todos los libros. Por el contrario, mi mayor felicidad provenía de la certeza de que me esperaban en número infinito. Me lo habían prometido. Al terminar de leer La montaña mágica de Thomas Mann, sentí por primera vez la angustia de haber atisbado un mundo ante el cual seremos siempre ajenos y cuya revelación ha sido una experiencia conclusa e irrepetible. Se lo dije al poeta Carlos Sábat Ercasty, nuestro profesor de literatura en ese momento, que me aseguró que me esperaban otros libros que también iba a admirar. Con ciertas dudas, quise creerle. Después sabría que la escritura era inagotable, que todos los libros estaban, estarían para siempre en la perspectiva del futuro inmediato. Fue necesario que pasaran muchos años, años que llevan tanto como traen, para que mermara la obsesión por el libro o el autor nuevos. Era suficiente dicha releer los pocos pero doctos. La verdad de Mallarmé no era, pues, mi verdad y sin embargo aquel verso se entretejía conmigo en un lazo más estrecho que el que me ataba a otros libros, leídos con pasión y a veces de inmediato olvidados. Un día me asombró descubrir que Mallarmé tenía apenas treinta y tres años a la hora de ese verso escéptico. Tampoco él había leído todos los libros, sin duda, y su carne, aunque triste, había contribuido ya al nacimiento de una hija.

    agosto (y las Perseidas)

    Lo imaginado apenas,

    lo radiante fugaz,

    has de seguir, año tras año,

    ciega que pretende

    crearse en un espejo.

    ajedrez

    Arde sobre el tablero la lucha absurda,

    trasladan los peones

    su endeble juego agónico

    o recalan en un falaz descanso.

    La torre tambalea, precipita

    el destino, el desastre,

    sucumben los caballos luego

    de un volcado girar de alfiles.

    Ya no hay rey.

               Sola la reina,

    dueña de inútiles poderes,

    prolonga la pesadilla vana,

    crea y destruye ciegas diagonales,

    pierde la muerte limpia.

    ajo

    Ajo enemigo de la digestión apacible,

    merodeador de azufres del infierno,

    sólo el castigo del aceite hirviendo

    te redime y te lleva al paraíso.

    almácigo

    Se descubre la utilidad de los almácigos cuando, después de una mirada rencorosa sobre un jardín que insiste en la gama del verde, se compran con premura y poca atención al almanaque varios sobres de semillas no lisérgicas de futuro imaginario: rojas caléndulas o anaranjadas, lilas o azules espuelas de caballero, lino púrpura, alisos blancos, y se esparcen con orden en tierra propicia y muelle. Ésta no tiene que ser necesariamente propia, aunque debemos tener un acceso legítimo a ella para regarla. No es imprescindible que esto lo hagamos nosotros, pero se sabe que el dedo devoto, si verde, ayuda a las plantas. De tanto en tanto se desencadena alguna contrariedad climática que sirve para observar las reacciones de los gérmenes y las nuestras propias. Mi experiencia señala angustias al llegar el momento, a veces letal, del trasplante; también las excrecencias ominosas de la persecución del gato zapador y luego, un periodo de olvido, difícil de evitar, en cuyo lapso mana y leuda a pasmosas velocidades la necesidad de atender otros asuntos que pueden incluir anteriores almácigos y sus posibles resurrecciones.

    Luego, mejor sería no hablar del insonoro desprendimiento, del luctuoso desgano con que, para cerrar el tiempo de espera, de las matitas de un verde monótono nacen escamas acuosas, apenas discernibles, puntitos de coloración tenue que no logran desviar ningún insecto y no compensan tanto trabajo con el himno de una mínima pista perfumada. Poco después pierden sus pétalos, mientras el esplendor proletario del geranio, exento de todo mimo, luce cada día más empinado, indeleble y amistoso.

    anafórica

    Presente que remite

    por más sombra

    que luz, hacia el pasado,

    sepulcre solide où gît tout ce qui nuit,[1]]

    en cuyas infinitas cavernas

    nos espera el recuerdo

    de cómo,

         ilusos,

                      soñamos el futuro.

    aquaster

    Decía Paracelso, antifeminista, como sin duda lo fue también Fausto, su reencarnación, que la cabeza de la mujer tiene una hendidura en su parte posterior y la del hombre en la anterior, por donde ambos reciben el aquaster o principio espiritual (húmedo, medieval anticipo del inconsciente). Esta entrada o conexión funciona como una antena telepática, necrocósmica. La mujer, por mala orientación, recibe turbas diabólicas. El hombre, espíritus de la vida, sutiles. Gracias a tal principio se encontraron las mujeres dedicadas a la minuciosa, maliciosa organización de las guerras, en los ratos que les dejaban libres tareas más evidentes como la brujería y el comercio. Entre tanto, hombres llenos de espíritus generosos, hilaban y componían los preciosos cuadros en amarillo y rojo sangre de la Santa Inquisición, inventaban los saludables guetos y su más saludable exterminio, la pólvora y la bomba atómica, las dictaduras, las intervenciones militares, las tergiversaciones en la historia, la destrucción de los bosques, la aniquilación de las ballenas, el envenenamiento químico de los mares y otras formas de sobrevivir. Y el antifeminismo, aun el que se practica sin formularlo.

    arándano

    En un momento en que me orienta a despavorida y refutable memoria entre los datos confusos de viejas lecturas, sin el socorro de una biblioteca a mano, el denigrado y lento diccionario de la RAE me aclaró una frase de Ramón del Valle-Inclán, al cabo de un puente de años. Citada como gracioso disparate por Rafael Alberti, en Imagen primera de…, se me quedó como tal en espera de explicación. El escritor mayor expone al joven poeta las magnificencias de los jardines del Pincio, en Roma. Al pasar junto a unos macizos de mirtos, Valle-Inclán los señala como una planta con la que se hace una exquisita compota. También yo pensé: ¿compota de mirtos? Me dije que la fantasía del escritor no se limitaba a los múltiples y contradictorios orígenes de su manquera y también invadía el dominio de las cocinas.

    Muchos años después, la búsqueda de una precisión huidiza, al deparar paseos azarosos por el diccionario, de una palabra en otra, transformó la fantástica mermelada de mirtos en la navideña mermelada de arándanos, Vaccinium myrtillus, inglés, cranberry. Todo entraba en cajas o, si se quiere, en potes. Pero no pude dejar de pensar en las confusiones casi insalvables que surgen cuando hablamos de plantas y de pájaros. ¿Conozco o no el boj? El éxtasis de Hudson ante el canto de la calandria, ¿es pariente cercano de mi éxtasis ante el canto del cenzontle o sinsonte? ¿Cómo mencionarán en otras tierras y lenguas a la ratonera tímida y vivaz? Confusión de nombres, confusión de rasgos, como la que, para muchos, vuelve descorazonadora la mitología griega, cuyos dioses cambian de características y de funciones al pasar de una región a otra, de una advocación a otra, sin que logren saber si están ante el mismo Heracles, ante el mismo Apolo, ante la misma Venus.

    Estas imprecisiones crean abismos. A su orilla surgen rechazos y antipatías, en la misma medida en que el común de los mortales —y alguno que otro inmortal o aspirante a esa condición académica— desconoce cada vez en mayor grado las palabras almacenadas en los diccionarios. No es difícil imaginar cómo

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1