Las ciudades de agua
Por Raúl Zurita
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Raúl Zurita
Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950) estudió Ingeniería Civil. Entre sus obras se cuentan Purgatorio, Anteparaíso, Canto a su amor desaparecido, La Vida Nueva,INRI y Los países muertos. En 1982 sobre la ciudad de Nueva York, traza el poema “La Vida Nueva” con humo de aviones y en 1993, de forma permanente sobre el desierto de Atacama, la frase “ni pena ni miedo” que puede ser vista desde las alturas. Ha recibido las becas Guggenheim y daad de Alemania y, entre otros, los premios Pablo Neruda y José Lezama Lima de Cuba. El año 2000 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura de Chile. Libros y poemas suyos han sido traducidos a cerca de una decena de idiomas.
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Las ciudades de agua - Raúl Zurita
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Cielo abajo
Cielo abajo
El lecho reseco del río se abría como un tajo en la planicie rojiza del desierto mientras que arriba el cielo subía combándose suavemente, azul, inconmovible, como si nunca hubiese sido hollado por un sueño o una mirada. Un poco más allá, petrificadas en el suelo, interminables huellas de orugas se perdían hacia el horizonte mientras que esparcidos a lo largo del antiguo cauce los restos calcinados de los camiones cisterna parecían querer recordar un pasado demasiado lejano donde algo como unos seres habían vivido: mi madre Ana Canessa, mi hermana Ana María, la madre de mi madre, Josefina, todos olvidados en la arena. Consignaré también mi nombre porque me desprecio y los desprecio: Raúl Zurita.
Cielo abajo
Como una vergüenza que yo tenía empecé a soñar, mire sí, soñé que estaba acurrucada en el medio de una calle, igual que una india chamana, y que una gran cantidad de gente se había amontonado a mi alrededor mirándome y yo toda sola, muerta de vergüenza, trataba de cubrirme. Iba a parir, y mi terror era qué iba a hacer para cortarle el cordón a la guagua cuando ella saliera. Cada vez más encogida trataba de tapar la poza que habían formado mis aguas vaciándose y ya no sabía dónde poner la vista porque lo único que quería era hacerme más chica y más chica para desaparecer de los ojos que me observaban. Parí. Entonces le tomé el cordón con la boca y se lo corté mordiéndolo. Creí que todo se había terminado, pero detrás de esa venía otra más pujando. Cuando ya estaba afuera también le corté el cordón con los dientes. Pero todavía venía una más y detrás de esa otra y después otra y otra más que igual parí, una por una, rebanándoles el colgajo a mordiscos. Entonces me fui para adentro y me vi enteras las entrañas. Me veía como por una ventana transparente, toda por dentro yo me miré y allí estaba el cordón umbilical colgando, como si fuera una tripa, cortado, goteando sangre.
Cielo abajo
Tengo 52 años y mi vida es vacía. Aplastadas en la planicie infinita del desierto todavía se pueden ver las huellas de un puente roto y más acá las líneas cuadriculadas donde estuvieron unas calles, unas casas y después lo indescriptible: miles de camiones cisterna descuartizados en la arena y los interminables surcos que dejaron las orugas de los convoyes militares perdiéndose hacia el horizonte. Distingo entonces la cara de mamá entre el montón de piedras y a su lado un pequeño tocador con un espejo y luego la ventana de una pieza, el nombre de una calle, General del Canto, y de una ciudad arrasada hace miles de años: Santiago. La calle tal vez estuvo aquí, no lo sé. Todos los puentes fueron dinamitados y los trazados se interrumpen. Hay también unas rocas trituradas flanqueando el cauce reseco y detrás el sol que se oculta lentamente. Ha empezado a helar. Mamá se pinta los labios frente al espejo y de tanto en tanto me mira. Es una gran puesta de sol. Alguien toca la bocina. Ella se retoca por última vez y sale. Por la ventana la veo subirse al auto y luego el rápido fulgor de las luces traseras que se hunden en la noche. Afuera el desierto brilla como si fuera una gigantesca poza azul y fría.
Cielo abajo
Cielo abajo los pedregales de los ríos dibujaban un laberinto de líneas blancas que se hendían bajando por la inmensidad plomiza del desierto hasta cortarse en el mar. Mi abuela nos lleva de la mano por una playa de arenas gruesas y cada tanto mi hermana se agrapa a su falda asustada por el estrépito de las rompientes. La playa se llama Pichilemu. Punta de Lobos, exactamente, y mi madre se las arregló para llevarnos. Por lo menos un verano, dijo, pero cuando vio la minúscula pieza lloró. Yo me duermo con una sensación de paz mamá, con una sensación dulce. Estamos todos muy bien; mi hermana, Veli y yo, mamá. Papá también habría celebrado este lugar, ¿cierto papá? ¿Sabes cómo se llaman los primeros ríos? Son el Pisón, el Guijón, el Tigris y el Éufrates, pero hace miles de años que se secaron igual que nosotros papá. Vistos desde arriba los ríos resecos que ahora cruzan la tierra son como infinitas carreteras blancas. En Punta de Lobos están las salinas donde comienza el desierto. Te escribiré más seguido papá. Te habría gustado mi nueva esposa, ¿verdad que sí mamá? Sólo a ti y a ella les escribiré mis poemas. Tengo claves que nadie sabe papá. Muchas gracias por traernos acá mamá.
Cielo abajo
Como serpientes prehistóricas, las huellas dejadas por las orugas surcaban la sequedad de la tierra mientras que la oblicua luz del atardecer se iba cerrando sobre ellas, suavemente, en un juego de luces y sombras que parecían alargarlas hasta el cielo. Hondo es así el pozo del tiempo. Diré aquí que odio a José y sus hermanos. Partieron con mamá al funeral y me quedé solo. Que el desierto se trague a esos primos mamá. Son pájaros de mal agüero. Como buenos hijos de puta sólo se ven en los funerales. Vamos caminando en fila por un río de sal mamá. Veli me lleva tomado de la mano y yo a la vez llevo de la mano a mi hermana. Son las salinas de Punta de Lobos y entre ellas se ve el mar. Cada tanto nos alejamos y nuestros brazos se alargan sin soltarse. ¿Ves allá abajo las huellas que dejaron los tanques mamá? Parecen serpientes o ríos que se secaron. El funeral partió en la calle General del Canto, pero de eso no quedan más que unas pocas piedras. Era mediodía. Caminamos en fila siguiendo unas tumbas de sal y nuestros brazos se alargan sin soltarse. Nuestros brazos son también un río. Un río que también se ha secado,