Yo maté a Leopoldo María Panero: Viaje a Guayaquil con el poeta
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Henar Galán nos conduce, a través del laberinto de la mente perturbada de un poeta extraordinario: Leopoldo Maria Panero, al centro de la Feria del libro de Guayaquil, Ecuador.
Celebrada en un contexto político complejo y cambiante, Panero, al que temen y adoran por igual, es el Rey. Realismo mágico en estado puro.
Era el mes de octubre de 2010 cuando la autora, psicóloga de profesión y poeta de vocación, se embarca desde el manicomio del Dr. Rafael Inglott en Las Palmas, en la titánica misión de acompañar como cuidadora, secretaria, curadora y fedataria de un hombre desmesurado, con un universo propio al que las convenciones sociales no l'afecten per res, a un homenaje internacional a su persona y su obra.
Henar Galán Mañas
Henar Galán nació en Villanueva de Gómez (Ávila) y vive en Figueres (Girona) desde la infancia. Licenciada en psicología por la UB, es autora de diversos artículos en este ámbito. Ha publicado poemas en opúsculos y revistas. Autora del poemario 'Els quatre elements' (2015), ha esparcido relatos en diversas publicaciones, entre ellas 'Revista de Girona'. Un cuento suyo fue seleccionado entre los mejores, en el XVI Premio Internacional de Cuentos Max Aub. Ha participado con relatos en libros antológicos de diversos certámenes literarios de Cataluña y Baleares.
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Yo maté a Leopoldo María Panero - Henar Galán Mañas
Créditos
Yo maté a Leopoldo MaríaPanero.
Viaje a Guayaquil con el poeta
Henar Galán
Edicions Cal·lígraf
Figueres, 2018
Primera edición — abril de 2018
Publicación
Edicions Cal·lígraf, SL
Monturiol, 2, 1r 1a
17600 Figueres
Tel. (0034) 615 261 764
www.edicionscalligraf.com
info@edicionscalligraf.com
Diseño y maquetación
Jaime Vicente
Imagen de cubierta
Jaime Vicente
Impresión
DC PLUS,
Serveis Editorials
ISBN
978-84-121734-8-2
© del texto
Henar Galán
© de esta edición
Edicions Cal·lígraf, SL
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografía y el tratamiento informático. Las infracciones de estos derechos están sometidas a las sanciones establecidas en las leyes.
A Hortensia Mañas, mi madre,
que dio argumento a mi vida
y creyó en este libro.
Prólogo
En el transcurso de una agradable conversación, la autora de este libro me ha sorprendido al pedirme que lo prologue. A mi entender, la función más apropiada del prólogo es presentar al lector el texto que va a conocer, algo así como el uso social entre personas aunque, inevitablemente, un poco más extenso. Frente a la ya tópica frasecita «no necesita presentación», tan discutible como su propio uso retórico, siempre he creído conveniente una introducción, sea de una persona o, como en este caso, de un libro.
Tras haber pisado la luna, en plena era de los desplazamientos a cualquier lugar de nuestro planeta, por curiosidad o por necesidad, el tema literario del viaje sigue renovándose en toda su complejidad y trascendencia. Continúa suscitando interés, emoción, incluso inquietando o perturbando. Ese movimiento hacia otros lugares más o menos alejados de nuestro entorno habitual nos saca de lo acostumbrado, de la rutina, y acaba conduciéndonos a nosotros mismos. Si recordamos el viaje «mítico», el héroe asume una misión inesperada, llena de aventuras arriesgadas, antes de alcanzar felizmente su tierra de origen. Ese ha sido su premio después de salir airoso en su lucha contra toda suerte de enemigos externos y contra sus propias debilidades. La analogía con la vida humana es muy sencilla: un viaje lleno de dificultades y cuya recompensa es satisfacer anhelos, alcanzar la paz espiritual. Solo que la ineludible condición, vencer y vencerse, no parece al alcance de la mayoría de nosotros, pobres mortales; así que elegimos construir héroes, particulares o universales, y mitificarlos, levantar ídolos con los que suplir o mitigar las carencias de nuestra naturaleza.
Y aquí no puedo menos que asombrarme, pues cuesta creer que la modestia sea una virtud tan extendida en la sociedad. Me explico. Hace demasiados años como para que recuerde el a quién y dónde, oí una definición de héroe realmente inspiradora y, me atrevería a afirmar, rotundamente sensata: «Es un héroe aquel ser humano que cada día afronta los retos de la vida, asume sus responsabilidades y lucha contra cualquier obstáculo interpuesto en el camino de su existencia». O sea, sin ser conscientes de ello, formamos parte de una categoría superior a la que aspiramos y de la que, al tiempo, nos sentimos profundamente alejados. Resonancias platónicas aparte, esta paradoja se explicaría como un profundo impulso por la excelencia, que incluso podría alterar la proporcionada percepción imprescindible en cualquier trayectoria vital. Pero, lo más importante es la consecuencia que se puede extraer: entre tantos héroes anónimos, muy pocos alcanzan el estrato superior; aunque inexorablemente paguen el precio de esa gloria. Porque hay una profunda desmesura en el fondo de tales seres, tan por encima del resto en algún aspecto como al mismo nivel o muy por debajo en otras facetas.
Si nos centramos en el mundo del arte y más concretamente del literario, la figura de Leopoldo María Panero es un buen ejemplo de lo dicho hasta ahora: alguien que elige la poesía como método para luchar contra lo que se le hace insoportable en la vida; quien, en su impulso creador, rebosa el manifiesto desequilibrio de su extraordinaria capacidad poética para caer en el insondable pozo del desequilibrio psicológico. Otra paradoja más, la de quien con tanto sufrir y luchar por la vida acaba marginándose o siendo relegado entre sus semejantes. Bueno, no todos. Afortunadamente, siempre hay alguna persona capaz de aunar admiración y compasión, susceptible en este caso de rendirse a la magia de la palabra, de la inteligencia, de la cultura, y de servir de apoyo al dotado con esos dones pero que, a duras penas, puede sostenerse sin ayuda. Aún más, capaz de transformar la ingenua fascinación adolescente en el cariño que todos necesitamos, especialmente cuando arrecia el frío de la soledad hacia el fin de nuestra existencia.
Llegado a este punto, quiero hacer hincapié en el concepto de responsabilidad ética, moral y social, que alumbra las páginas de este libro y que es fruto de una decisión valiente, llevada al extremo de la solidaridad hasta convertirse en un acto de amor por quien más lo precisa. Un sentido del compromiso que, más allá de lo esperable, se desborda y da sentido al título Yo maté a Leopoldo María Panero.
Jesús Rodríguez
Prefacio
Este es el relato de un viaje. Un largo recorrido transoceánico de trece días, en octubre del 2010, a la ciudad de Guayaquil, adonde el escritor Leopoldo María Panero, acompañado por mí, acudía como invitado especial a la Feria Internacional del Libro. Esta se celebró, bajo el lema «Vive el libro, vive el bicentenario», en el Centro Cultural Simón Bolívar, a orillas del río Guayas, de aguas mansas unas veces pero agitadas otras. En este período conviví con él, me convertí en su brújula, su agenda, su madre, su escriba (una suerte de road manager, como en broma diría Bruno Montané).
Concebí la posibilidad de narrar esta especie de road movie o de cuaderno de bitácora, por diversos motivos. El principal, sin ninguna duda, la singularidad del poeta Leopoldo María Panero (el coqueluche de José María Castellet en Nueve novísimos poetas españoles [1970]). También, su condición de personaje radical y esperpéntico (catapultado a la fama por dos cineastas: Jaime Chávarri en El Desencanto [1976], y Ricardo Franco en Después de tantos años [1994]). El último de la saga de los Panero, el más carismático y peculiar, el de más enjundia y más prolífico escritor. Alicientes personales y sociológicos aparte, otra razón para dar palabras a esta aventura han sido las vicisitudes y sobresaltos susceptibles de ser rememorados y contados: desde un intento de golpe de estado a vernos bajo sospecha de tráfico de drogas…
El relato pretende ser una aportación biográfica, reflejar la voz y el gesto de Panero en un contexto fuera del habitual. Escrito en forma de diario, en tiempo presente y con abundancia de diálogo directo, intenta hacerse eco asimismo de la atmósfera literaria que Panero y yo vivimos en Guayaquil. El solo hecho de viajar con él fue una peripecia prometedora de sorpresas; aunque, según se verá, no exenta de riesgos.
Por último, trato además de rendir un sentido homenaje al poeta a quien admiro desde mi adolescencia, quien tantas neuronas ha puesto en marcha en mi cerebro, quien tanto cariño y respeto ha despertado en mí y a quien tanto debo, fallecido la noche del 5 de marzo del 2014 en el Hospital Juan Carlos I de las Palmas de Gran Canaria (para él, simplemente, el manicomio del Dr. Rafael Inglott). El epílogo lo escribí al dictado del mismo Leopoldo María, al visitarlo en Las Palmas de Gran Canaria, por noviembre del 2013. Sitting Bull ha muerto y no hay tambores para hacerlo volver desde el reino de las sombras. En la Reservación no anida ya serpiente cascabel, sino abandono. (del poema «Deseo de ser piel roja» de L.M. Panero).
Buen viaje a Guayaquil con Panero.
Y flores desnudas al viento para ti, Leopoldo María, que eres un Ícaro del verso.
Figueres, 5 de mayo del 2014
Yo maté a Leopoldo MaríaPanero. Viaje a Guayaquil con el poeta
Primer día
Viernes, 15 de octubre de 2010
Barcelona está aún somnolienta con esa atmósfera imprecisa de otoño incipiente, de equilibrio coloidal casi perfecto. Estoy iniciando una «misión» muy especial. Me dirijo a las Palmas de Gran Canaria a buscar al poeta, a Leopoldo María Panero. Me espera un largo viaje; mejor dicho, nos espera. Estaré doce días con él, doce días con sus noches, más el de mi regreso a casa. Le han convidado a la Feria Internacional del Libro de Guayaquil, y tengo el honor de ser su acompañante para conducirlo hasta el centro del mundo. El loco más conocido de España, por escritor y por loco. Una bruma cercana al arrepentimiento se desplaza conmigo, pues la decisión de escoltarlo ha sido fruto más del entusiasmo que de la sensatez.
Me he alojado en la casa de mi hermana, un piso del Poble Sec, junto a la plaza del Surtidor. En una de esas callejas empinadas nacieron Joan Manel Serrat y también mi hijo, por lo que el barrio me despierta muchos recuerdos y añoranzas. Evoca mi adolescencia, cuando las canciones de Serrat se convirtieron en banda sonora de mis suspiros; así como los primeros balbuceos y sonrisas de mi niño en su despertar al mundo. He llegado ayer, tras rechazar la idea de coger hoy un tren temprano en la ciudad donde vivo, Figueres, (comarca del Alt Empordà; el norte del norte) y arriesgarme a ser víctima de alguna jugarreta de Renfe. Estoy dispuesta a aceptar que no solo me embarga la emoción ante ese gusanillo de lo incierto, sino también algo de miedo.
Conozco el personaje desde mi adolescencia, cuando en 1976 vi la película El desencanto, de Jaime Chávarri. En la pantalla, Leopoldo María era un joven de 28 años que daba testimonio de la decadencia y facetas más ocultas de su familia. Sentada en la butaca, una adolescente de dieciséis años con una efervescencia rayana en la incomodidad, se hacían evidentes otras realidades que la dictadura se había empeñado en oscurecer.
Se empieza a hablar más de Leopoldo María a partir de su aparición en el citado film, un testimonio a modo de documental que reflexiona e indaga en las contradicciones de una familia de intelectuales burgueses, azotados por la ruina y la desesperanza. Lo verdaderamente justo sería retroceder hasta 1970, fecha en que su poesía es reconocida en aquella recopilación de Nueve novísimos poetas españoles, donde J.M.ª Castellet reunía algunos de los nuevos valores de la poesía española en los sesenta. Los más jóvenes (Panero el más tierno) bautizados como poetas de la Coqueluche (tos ferina en francés, enfermedad altamente infecciosa y muy molesta). Leopoldo María, ya desde sus inicios (Canto a los anarquistas caídos sobre la primavera de 1939, Para evitar a los ladrones de bolsos, Primer amor), pero, sobre todo, en su primer poemario Así se fundó Carnaby Street, versificó desde la irreverencia y la confrontación, a todas luces iconoclasta. Su esperanza, escapar del tiempo, como Peter Pan.
He aprovechado mi llegada a Barcelona por la mañana para una reunión de trabajo. Las discusiones se han alargado; habitualmente, nos devanamos los sesos en cuestiones intranscendentes. Al anochecer he buscado un momento para redactar el informe correspondiente, que debía enviar antes de mi partida. Mis sobrinos se acababan de acostar, agotados por nuestros juegos. A pesar de haber escrito cientos de informes sobre estos cónclaves de druidas de la psicología, no es fácil decidir qué aspectos reflejar en el papel. En esos momentos ha sonado el teléfono; era Carmen Pérez de Vega. Con tanto ajetreo había olvidado nuestra cita para cenar en el japonés de la calle Provenza, al que solía acudir con su novio Roberto Bolaño. Un restaurante, ahora emblemático para nosotras, donde deshilvanar recuerdos y recomponer la historia. La vida se vive, pero luego hay que relatarla, poner nombre a las vivencias, ordenarlas y buscar un sentido; como si, al privar de palabras a lo vivido, todo corriera el riesgo de desvanecerse, de convertirse en sombras invertidas en un espejo. Cuando estamos juntas, siento que no hay átomo de oxígeno que no desate vivencias con Roberto. Afortunadamente, ella disculpa mi descuido: «Tienes muchas cosas en la cabeza» —me ha dicho. Tanta comprensión, si no disuelve mi sentimiento de culpa, por lo menos lo alivia.
Saco a relucir a Carmen porque es parte importante de mi viaje con Panero. La historia se remonta al 22 de octubre del 2004, fecha en que se concluían las Jornadas Homenaje a Roberto Bolaño organizadas en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Aquel anochecer habíamos asistido al ágape final con los organizadores y participantes del evento. Ella y yo en condición de convidadas por los amigos de Roberto. Después de la cena, Bruno Montané (poeta), Roberto Brodsky (escritor y ponente en las Jornadas) y nosotras dos estuvimos dando tumbos por diversos pubs y cerrando bares de la ciudad.
«Dios estaba en nuestro vaso de whisky», como dijera Panero citando a Pound. Entre vaso y vaso, Brodsky, que estaba organizando un evento en Santiago de Chile en el que quería contar con la presencia de Panero, propuso a Bruno acompañarlo. Este, que es chileno, llevaba ya 30 años sin volver a su país. No sólo era una oportunidad para pasearse por las tierras que le vieron nacer y crecer, sino una experiencia con un personaje fascinante: el poeta maldito, la reencarnación de Antonin Artaud. Cierto titubeo ante la propuesta sacó mi parte más intrépida, y lo animé efusivamente a aceptarla. Carmen también lo alentó y, naturalmente, el trasnochado Brodsky, quien, con barba de cuatro días, más que aspecto de abandono tenía un aire a Charles Bronson en el Justiciero de la noche, o tal vez a Mickey Rourke en Orquídea salvaje; desde que llegó a Barcelona procedente de Chile no se había dado tregua. Ante nuestra insistencia y entusiasmo (el alcohol licuaba las dificultades ante nuestros ojos), Bruno aceptó la oferta. Declinarla hubiera sido, parafraseando al poeta, la palabra FIN, la palabra que es el silencio, la muerte que desaparece. Así que fue a Chile con Leopoldo María Panero, para quien, a sus cincuenta y seis años, aquel era el primer vuelo transatlántico. El viaje duró una semana.
Seis años después, en 2010, Latinoamérica se despierta acordándose de Panero como escritor estrella para la 1ª Feria Internacional del Libro de Guayaquil. Ernesto Carrión, del Ministerio de Cultura de Ecuador, solicita a Bruno Montané que vuelva a hacer de acompañante. Debido a motivos familiares, éste se