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La maldita pintura
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Libro electrónico77 páginas1 hora

La maldita pintura

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Con una prosa tan arrebatada como certera, Héctor Manjarrez cuenta la historia del pintor Seix y su extraña relación con el arte. Cuando descubre que no ama a su pareja, este joven absolutamente noble y autocrítico decide abandonarlo todo, incluso a sus mejores amigos, y se esconde durante años, a fin de dedicarse a descubrir su propia pintura. Lue
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento20 jun 2020
ISBN9786074451382
La maldita pintura
Autor

Héctor Manjarrez

Héctor Manjarrez es narrador, poeta, dramaturgo, ensayista, autor entre otros libros de las novelas Yo te conozco, Pasaban en silencio nuestros dioses, La maldita pintura, El otro amor de su vida y Rainey, el asesino; de los volúmenes de cuentos No todos los hombres son románticos y Ya casi no tengo rostro; y de los ensayos de El camino de los sentimientos y El bosque en la ciudad. También es autor del Útil y muy ameno vocabulario para entender a los mexicanos. Ha obtenido los premios Diana Moreno Toscano, Xavier Villaurrutia, José Fuentes Mares, Internacional de Novela de la Diversidad y Nacional de Narrativa Colima. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores y de la Guggenheim Foundation, y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. También ha sido columnista, colaborador y miembro del consejo de redacción de importantes revistas político-culturales. Es profesor titular de tiempo completo en la carrera de Comunicación de la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Xochimilco (UAM-X). Nacido en la Ciudad de México, se fugó de ella durante años y vivió en Belgrado, Madrid, Ankara, París y Londres. Es padre de dos hijas.

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    La maldita pintura - Héctor Manjarrez

    III

    I

    Me toca a mí: la historia de una de mis locuras, decía Rimbaud al principio de uno de sus poemas. Pero si bien esta historia es muy mía –me involucra y me atañe–, la locura no lo es; o no lo era...

    Una y Dos eran esposos de idiomas distintos, de culturas diferentes. Se amaban y se odiaban y se despreciaban y se maltrataban y se reconciliaban como los titanes griegos; eran personajes, también, como del Antiguo Testamento, de esos que maldicen a los suyos y viven ciento ochenta años y engendran plétoras de hijos a los que combaten en guerras de exterminio. Una y Dos sólo tuvieron dos hijos uno tras otro –Tres y Cuatro– para mejor concentrarse en esa pasión repleta de sí mismos y sus dos varones, pasión por entero enemistada con la tranquilidad.

    Entre ellos todo era violencia, espantosa violencia, exquisita violencia. Cuando se hablaban sin rencor y sin insultos, parecían sentirse exhaustos, derrotados, rebajados al nivel mediocre y prudente en que los demás vivimos. Es inútil que reproduzca aquí las maldiciones, las amenazas y las burlas que se enderezaban el uno y la otra, porque las empeoraban constantemente ya sea con palabras, o con el tono, o con un gesto, o a golpes.

    Su relación sexual era extraordinaria, con constantes placeres que muy pocos de nosotros conocemos apenas en nuestras vidas, si acaso. Llevaban diecinueve o veinte o veintiún años así, y sus hijos eran como ellos, salvajes, tiernos, ariscos, audaces, estúpidos, geniales, brutales y, desde luego, bellos. Cuando Tres y Cuatro peleaban uno tenía la sensación de que disputaban no sólo como hermanos, sino como semidioses; o tal vez como Abel y el trágico Caín, que por lo demás es de quien se nos achaca que todos descendemos.

    Dos y yo éramos amigos y, sobre todo, colegas. Mayor que yo y mucho mejor pintor que yo, me aconsejaba, apoyaba, encaminaba. Durante muchos meses, incluso, utilicé uno de los cuartos altos de aquella casa grande como mi estudio, y almorzaba con ellos, sus gritos, insultos, sin que ya me diera cuenta de que me trastornaban.

    Un día llegó a vivir Cinco, una muchacha de diecinueve años, senos redondos, pelo rojo rizado, bajita, con una carita deliciosa de inocencia y avidez retratadas, profundamente herida por unos padres cretinos, un condiscípulo que la violó o no, una personalidad quizá homosexual y en todo caso muy dividida y plural. Esa muchacha tímida y audaz encajó en aquella casa tal cual reza la expresión: como mandada a hacer. Tres y Cuatro la adoraban, y ella los quería con una fraternidad conmovedora. Una era la hermana mayor casi venerada. Dos era la potestad masculina, el protector. Yo era el primo y los demás amigos (pintores, músicos, actores, artesanos, vagos, escritores), la familia ampliada que ella nunca había tenido y la familia artística con la que había soñado en su pueblito natal y mortífero.

    A Cinco le sobresaltaba aún menos que a mí la violencia entre Una y Dos. Le conmovía su pasión, tan distinta de la hipocresía de sus padres, quienes le habían enseñado que lo Bello es Peligroso. Mediaba en las grescas, si se lo pedían, y los cuatro energúmenos acataban sus sentencias. Como ella misma estaba espantada de sus propias pasiones –tanto el odio a sus padres como los amores por venir–, tanto más amaba y respetaba a Una y Dos, que le parecían los seres más valerosos del mundo.

    Así pasó un año y medio: al principio me enamorisqué de ella y la llevaba a todas las exposiciones de pintura y fotografía y conversábamos sobre su miedo al cuerpo y nos convertimos en buenos amigos y yo acabé viviendo, y hasta casado, con una mujer húngara cuyo nombre ya no viene al caso mencionar. Y Cinco también venía a nuestra casa y nos mostraba sus fotos y escuchaba con fervor naturalmente decreciente nuestros comentarios, pues cada vez era más experta con su Leica. Yo seguía yendo a discutir con Una y cocinar con Dos y jugar futbol con Tres y Cuatro.

    Un día Cinco decidió romper con el mundo tal como es y hasta con la prestigiosa escuela de fotografía e incluso con sus hermanos adoptados y sus protectores. Le parecía que las artes mismas son cómplices, tal vez los peores, de la mentira del mundo. Que la verdad no existe, o no existe aún. Y en cuanto a todos los temores y pavores que sentía respecto a los deseos de su cuerpo, decidió abandonarlos de golpe, de una sola vez por todas. Cinco, sin previo aviso a nadie, una tarde se marchó –dejando sus cámaras y casi toda su ropa– a una comuna campestre donde se despreciaba las ropas y, sobre todo, toda noción de propiedad.

    A Una, Dos, Tres y Cuatro les pareció casi tan inesper ado –aunque no por ello sorprendente– como a mí, y su partida desencadenó nuevamente, y con mayor fuerza que nunca, el vulcanismo de sus mentes y cuerpos. Dos decidió culpar a Una de que Cinco hubiera tomado ese paso que podía ser fatal para alguien tan sensible: ¿cómo podía no haberse dado cuenta?, ¿qué tipo de madre o hermana mayor era? Una consideró que una acusación tan baja era lo que podía esperarse de un patán como él. Tres y Cuatro fueron suspendidos de la escuela por no sé qué escandalosa infracción.

    Durante meses no supimos nada de Cinco, ni siquiera si estaba viva ni dónde. La violencia entre Una y Dos traspasó umbrales de dolor que incluso ellos habían temido profanar. Una tarde llegó una postal

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