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Río entre las piedras: Guadalajara como espacio narrativo
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Libro electrónico309 páginas3 horas

Río entre las piedras: Guadalajara como espacio narrativo

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Compilado por Antonio Marts (Guadalajara, 1976), sin ser específicamente una antología, este libro se conforma de 27 cuentos de 27 autores ilustrados por 27 ilustradores en torno a la ciudad de Guadalajara, México. Cada autor tendría libertad de situar su historia donde quisiera con el único requisito de que Guadalajara fuera el espacio geográfico donde se desarrollara, o que por lo menos se hiciera una referencia sutil a la ciudad.

[…] Otro aspecto que desde el principio quedó claro fue que no se trataría de una antología, tampoco una selección tipo "lo mejor de…", ni una lista como a las que nos han acostumbrado las redes sociales. No se intentaría hacer tabula rasa con los narradores de esta ciudad, incluyendo a unos y excluyendo a otros, ni proclamarlo como "el libro" sobre la misma.

[…] Al final, la suma da como resultado 27 narradores y 27 ilustradores, además de René Tapia quien se encargó de diseñar la portada. 27 historias sin un orden específico para leer, se puede comenzar de atrás para adelante, a la mitad del libro, o saltando entre las páginas de manera aleatoria como si de los tracks de un álbum se tratara. No hay más orden que aquel que cada uno quiera darle.

[…] Pero éste es sólo un ejercicio, una más de las posibilidades de lectura con el pretexto de Guadalajara como espacio narrativo. Deseo que disfruten de este río de historias, que se vuelvan cómplices de estos autores e ilustradores y sobre todo, le den a la ciudad un lugar en su biblioteca personal.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 jun 2019
ISBN9786078646159
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    Río entre las piedras - Manuel Fons

    Manuel Fons Bea Ortiz Wario

    Gabriela Torres Cuerva

    Andrea Bárcenas

    Enrique Blanc

    Scott Neri

    Cecilia Magaña

    Paulette Jo

    Nydia Pando

    Alejandro Armenta

    Nylsa Martínez

    Liliana Camacho

    Mariana Mota Mónica Cervantes Sánchez Mocersa Hilda Figueroa

    Gabriela Ibarra

    Rafael Medina

    Diana Martín

    Luis Martín Ulloa

    Fabián Quintero

    Cecilia Eudave

    Jors

    Fernando de León

    Lizeth Arámbula

    Ramsés Figueroa

    Patricia García

    Gabriel Martín Sara Paulina Arámburo Sara Miau Berenice Castillo Chop Suey

    HÉCTOR PALACIOS

    edgarseis

    Elizabeth Vivero Carlos Arias Magusbundus Cástulo Aceves

    Pedro Sánchez

    rogelio vega Guillermo Castellanos Carlos Bustos

    Sergio Vicencio

    J. Raúl Robles

    Manuel Cetina

    Rodrigo Chanampe María Magaña Godofredo Olivares

    Andrea Caboara

    Édgar Velasco

    Topiltzin

    BM Abril Posas Paulina Magos Peras y manzanas

    Rafael Villegas

    Casus Olivas

    Ave Barrera

    Elena Guerrero Amable desconocida

    Geografías narrativas

    A manera de introducción

    El día que vi la película Paris, je t’aime me pareció que sería interesante llevar esa idea a un libro en el cual la ciudad de Guadalajara fuera el espacio geográfico y en el que cada autor —porque sería un libro colectivo— situara su historia en alguno de los barrios o colonias más representativos de la ciudad. Después pensé que, a partir del primer cuento, el siguiente debería comenzar justo en el punto donde terminaba el anterior, como una especie de continuación con diferente narrador y otros personajes.

    Así surgió este proyecto que al final no fue como se imaginó en un principio; preferí que cada autor tuviera libertad de situar su historia donde quisiera con el único requisito de que Guadalajara fuera el espacio geográfico donde se desarrollara, o que por lo menos se hiciera una referencia sutil a la ciudad.

    Otro aspecto que desde el principio quedó claro fue que no se trataría de una antología, tampoco una selección tipo «lo mejor de...», ni una lista como a las que nos han acostumbrado las redes sociales. No se intentaría hacer tabula rasa con los narradores de esta ciudad, incluyendo a unos y excluyendo a otros, ni proclamarlo como «el libro» sobre la misma.

    Se trató más bien de encontrar un rasgo común entre los escritores participantes, y éste fue que la mayoría son originarios de la ciudad, otros se han avecindado en ella o la habitaron por un periodo más o menos importante para el desarrollo de su narrativa.

    Se hizo una invitación directa a participar en el proyecto en la que se mencionaba la premisa para ser incluidos, la mayoría aceptó; hubo quienes declinaron debido a la carga de trabajo que tenían en esos momentos, porque no contaban con un cuento de las características solicitadas o carecían de interés en escribirlo. Los menos ignoraron la invitación.

    ¿Cómo se sumaron los ilustradores? Me gustan los libros ilustrados, los aprecio, como lector y como diseñador. Fue por eso y por una extraña afición a complicarme la existencia, que decidí que cada historia contaría con el trabajo de un ilustrador el cual, con su interpretación gráfica, complementara los cuentos.

    Curiosamente con los ilustradores sucedió casi lo mismo que con los autores; algunos de inmediato se sumaron, otros no disponían de tiempo para un nuevo proyecto, unos pocos no respondieron, o bien tan sólo recibimos respuestas automáticas con un número de cuenta para depositar.

    Al final, la suma da como resultado 27 narradores y 27 ilustradores, además de René Tapia quien se encargó de diseñar la portada. 27 historias sin un orden específico para leer, se puede comenzar de atrás para adelante, a la mitad del libro, o saltando entre las páginas de manera aleatoria como si de los tracks de un álbum se tratara. No hay más orden que aquel que cada uno quiera darle.

    Me retractaré un poco: el acomodo de los cuentos en el libro sí es una sugerencia de lectura para quien guste aceptarla. El camino comienza con el texto de Manuel Fons que, me atrevo a decir, bien puede ser la carta de presentación de esta colección de cuentos, pues a través de un fino sentido del humor, que enmascara una crítica mordaz, desnuda a una Guadalajara contradictoria, oportunista, hipster, intelectualoide.... Ese mismo tono humorístico lo mantiene Gabriela Torres para luego dar paso a cuentos más realistas de Enrique Blanc, Cecilia Magaña, Nydia Pando, Nylsa Martínez, Mariana Mota, Hilda Figueroa y Luis Martín Ulloa; la ruta da una vuelta gradual hacia la fantasía con los cuentos de Rafael Medina, Cecilia Eudave, Fernando de León, Ramsés Figueroa, y Gabriel Martín, enseguida podemos disfrutar los cuentos de Berenice Castillo, Elizabeth Vivero y Héctor Palacios que se encuentran a medio camino entre la fantasía y la ciencia ficción. Una nueva desviación nos conduce hacia el terror con la plumas de Cástulo Aceves, Rogelio Vega, Carlos Bustos y J. Raúl Robles. No menos terrorífico, aunque de nuevo con un giro en el timón, un par de textos incómodos sobre la pederastia y el abuso producto de la imaginación de Rodrigo Chanampe y Godofredo Olivares. Abandonamos lo obscuro para volver a la ciudad en su lado más punk con Édgar Velasco, Abril Posas y Rafael Villegas. Como epílogo el cuento desde la distancia de Ave Barrera.

    Pero éste es sólo un ejercicio, una más de las posibilidades de lectura con el pretexto de Guadalajara como espacio narrativo. Deseo que disfruten de este río de historias, que se vuelvan cómplices de estos autores e ilustradores y sobre todo, le den a la ciudad un lugar en su biblioteca personal.

    ANTONIO MARTS

    Guadalajara, noviembre de 2015

    Apenas y se le había visto en público (circulaban un par de videos tomados en el aeropuerto y las fotos borrosas que un paparazzo capturó en un restaurante de Chapalita), pero las comunidades culturales, pseudoculturales y comerciales reaccionaron con gran entusiasmo. La impresión general era que, con el famoso cineasta aquí, Guadalajara ya no era tan provinciana, ni tan católica, ni tan emergente; su sola presencia le daba un aire cultural, cosmopolita, un rostro de primer mundo.

    Mientras Woody Allen estaba recluido en su casa, según se rumoraba, escribiendo una novela, sus frases circulaban en toda la ciudad, por medios analógicos y digitales; la gente las recitaba de memoria para probar su alto nivel cultural. Entre lectores la más citada era: «Tomé un curso de lectura rápida y leí Guerra y paz en veinte minutos. Tenía algo que ver con Rusia», pero las que vendían más playeras eran: «Alístate en el ejército, contempla el mundo, conoce gente interesante, asesínala» y «La última vez que estuve dentro de una mujer fue cuando visitaba la Estatua de la Libertad».

    De un día para otro aparecieron legiones de «alleners», distinguidas en dos categorías. Los primeros, copiaban la superficie: usaban lentes gruesos de pasta, eran vegetarianos, tartamudeaban muletillas en inglés y fingían todas las fobias que conocían de nombre: hidrofobia, acrofobia, claustrofobia, aracnofobia, agorafobia. Los segundos escribían a máquina y emulaban su obra: creaban personajes neuróticos, artistas de clase media con éxito o fama moderada, ancianos intelectuales que se acostaban con jóvenes hermosas y las adoctrinaban sobre literatura, arte moderno, cine y filosofía.

    Sus detractores eran mucho menos, pero también formaban dos flancos: unos tildaban sus películas como un asqueroso onanismo estético, puesto que todo remitía a él y a sus traumas; los otros lo acusaban de ser un insensible burgués, por reproducir en sus películas un mundo de fantasía para snobs, e ignorar en forma cínica la realidad social de las mayorías. No obstante, esas diatribas eran un murmullo en medio del big bang.

    Era tal la influencia de Woody Allen, que en Providencia aparecieron decenas de psicoanalistas y en Avenida Vallarta se replicaron como Oxxos toda suerte de bares y cafés dedicados al jazz. Uno imitaba una escena de Sweet and Low Down, con todo y el guitarrista rasgueando los ritmos manouche, sentado en una luna dorada horrorosa. La Universidad de Guadalajara y el Iteso le ofrecieron sus doctorados honoris causa, pero el artista, en ambos casos se limitó a enviar un discurso de agradecimiento aderezado con chistes sobre Kierkegaard y Freud. Un joven videoasta creó su versión «allenesca» de Guadalajara, con pintores, poetas, bailarinas y personas cultas que jugaban ajedrez en la acera del ayuntamiento, escuchaban música culta en el Degollado, discutían sobre el escorzo en el «Hombre de fuego» sentados en los equipales del Café Fénix, frente al Expiatorio, al tiempo que vivían sus amores cambiantes e impredecibles como la frase improvisada de un saxofón.

    En medio de esta efervescencia, los ciudadanos exigieron un cambio de rumbo político que hiciera juego con el nuevo look intelectual de Guadalajara. Surgió el partido rojiazul, constituido por jóvenes universitarios, ninguno mayor de treinta años, que prometió invertir en educación y cultura, abrir carriles para ciclistas en las avenidas importantes, iniciar el más grande programa de reciclaje de la historia, garantizar el respeto a todas las expresiones religiosas, políticas y sexuales, dar asilo a perseguidos de todo el mundo, volver inteligentes a todos los edificios y habitantes de la zona metropolitana.

    ¿Qué es una estrella supernova?

    Con el partido rojiazul en el poder, los teatros, los museos, las bibliotecas, dejaron de ser la chatarra espacial de Guadalajara y se volvieron sus constelaciones más luminosas. Los partidos de futbol, los payasos callejeros, los comerciantes informales, las películas tipo Fast and Furious, quedaron de la Calzada «para allá»; de la Calzada «para acá», sonaba la Quinta Sinfonía de Mahler, se proyectaban los clásicos de Bergman y Fellini, había presentaciones de novelas existencialistas, musicales de Broadway, teatro de Ionesco al aire libre. Incluso dentro de esa mitad de la ciudad surgió una subdivisión: en los escenarios importantes sólo se exhibían espectáculos de primer mundo; para los artistas locales, se destinaron los lugares menos visibles del centro, pequeños cafés o enormes bodegas donde no dañaran la imagen de la urbe.

    La iniciativa pública y, sobre todo, la privada, transformaron de forma milagrosa la zona de Puerta de Hierro en una pléyade. Había boutiques de Gucci, Armani, Dolce & Gabbana, un cubo de Apple, teatro de Broadway, un museo de Ronald Hubbard, galerías de arte contemporáneo, restaurantes, casinos, librerías de cinco pisos; entrar ahí era como viajar a otro país, de forma económica y expedita, sin papeleos, sin maletas, sin manoseos en los aeropuertos. Carlos Slim entró después a la competencia, pero lo hizo en forma sonora, como una big band, cuando erigió en la Avenida Acueducto el Woody Hall, una sala de conciertos deconstructivista, con acabados de cristal, diseñada por Frank Gehry en honor al ícono de la Gran manzana. Faltaban algunos detalles para terminarlo, pero se presumía que ese edificio sería mejor que los escenarios de su tipo en Nueva York, más moderno, con mejor acústica, luminoso como estrella supernova; el Woody Hall sería la torre de Babel que daría a Guadalajara fama internacional.

    Para inaugurarlo, dentro de dos meses celebrarían una charla con tres famosos neoyorquinos: Woody Allen, Paul Auster y Scarlett Johansson. Esta vez la presencia del cineasta estaba confirmada porque en ese mismo evento le entregarían las llaves de la ciudad. Las únicas condiciones del artista, como cuando tocaba con su banda en el Café Carlyle, eran que la gente no se le acercara ni le hablara, y que los reporteros mantuvieran una prudente distancia.

    Los grupos conservadores y ultraconservadores estaban furiosos. Según sus voceros, Guadalajara se estaba convirtiendo en la Sin City por culpa de Woody Allen, pues era un pederasta, un ateo, un blasfemo, un decadente y, desde que llegó a la ciudad, sólo había traído los peores vicios de Nueva York: la vida nocturna, las bebidas embriagantes, las mujerzuelas. Por su culpa los jóvenes se embrutecían con vinos caros, llegaban a sus casas a altas horas de la noche y hacían bromas sobre el complejo de Edipo.

    En todos los estratos socioeconómicos surgieron rumores relacionados con el llamado «fenómeno Allen». Los más sonados eran:

    a) «el Tío Sam exige de vuelta a sus enemigos políticos. Los agentes de la

    CIA

    ya caminan en nuestras calles»;

    b) «el gobierno tapatío está desapareciendo a los opositores en campos de concentración ubicados en Huentitán el Bajo»;

    c) «el siguiente golpe del gobierno es contra la iglesia. Van a incautar sus bienes y a convertir los templos en librerías, teatros, escuelas de cine;

    d) «están preparando el terreno para que Woody Allen sea el próximo gobernador».

    Cada quien creía el rumor más cercano a sus ideas y lo abrillantaba con información propia. Algunos sospechaban que esos relatos eran un ingenioso marketing para generar más intriga y curiosidad sobre la ciudad; así parecía confirmarlo la creciente cifra de turistas.

    A muchos tapatíos les encantaban esas historias porque, por primera vez, todo mundo se interesaba en Guadalajara; esos relatos eran una evidencia de su altura. Las novelas de los escritores más ambiciosos del país ya no sólo se ubicaban en Estocolmo, Tokyo, Berlín, Moscú; ahora ocurrían en la Colonia Moderna, en el Café D´Val, en la Escuela de Música. El artista urbano Banksy, diseñó un esténcil donde Woody Allen tocaba su clarinete vestido de mariachi. Obras de teatro, coreografías, documentales, orquestaciones, series escultóricas, estaban edificando una Guadalajara cultural, mítica como París, Londres o Nueva York. El éxito de la ciudad era tal, que en Yucatán y Querétaro ya había ganado el partido rojiazul, y amenazaba con expandirse hasta tomar las riendas del país.

    Faltaban dos semanas para el magno evento que llevaría el brillo de la Perla Tapatía a todos los confines del universo y en la ciudad había una gran expectación. Aún trabajaban a marchas forzadas varios cientos de personas en los últimos detalles del edificio, pero nadie tenía la menor duda de que estaría listo para el gran día. Se repavimentó la Avenida Acueducto y le impostaron árboles al camellón para que luciera más orgánica. Ni el gobierno, ni la iniciativa privada, ni el narcotráfico, escatimaron en recursos para que la avenida luciera como Campos Elíseos, Oxford Street o la Quinta Avenida.

    Una semana antes de la gran inauguración, la manzana donde vivía Woody Allen fue cercada para alejar a los admiradores, paparazzi, reporteros que asediaban su casa y se dispuso una valla humana con cientos de elementos de seguridad para evitar que algún loco perturbara el reposo del cineasta. Los serigrafistas no se daban abasto con la producción masiva de objetos conmemorativos. Se redujo veinte kilómetros el límite de velocidad para los choferes de transporte público y a todos los indigentes del centro los hospedaron con viáticos pagados al otro lado de la Calzada.

    ¿Cómo se forman los hoyos negros?

    La fresca mañana de otoño en que premiarían al astro neoyorquino, ocurrió uno de los sucesos más insólitos, un acontecimiento de primer mundo, en el peor de los sentidos. Cuando apenas asomaban los primeros rayos de luz, un avión privado que sobrevolaba el cielo de la Colonia Americana cayó en picada y se estrelló sobre la mansión de Woody Allen. El impacto produjo un estruendo aterrador y desató un terrible incendio. Dos personas captaron con las cámaras de su celular la colisión y las llamas que, en unos minutos, convirtieron la apacible residencia del artista en un infierno. Los vecinos, gritaban y se movían erráticos, pero no hubo ninguno ni tan héroe ni tan loco como para exponer su integridad física por una causa claramente perdida.

    Los reporteros locales aparecieron primero que los bomberos para registrar con sus cámaras la consunción de la casa. Cuando los medios internacionales llegaron al lugar de los hechos, ya sólo quedaba una pila de escombros ennegrecida por el fuego. Los analistas de la televisión aprovecharon la ocasión para informar que la gente «de a pie» extrañaba su antigua ciudad, tranquila, sin cámaras en cada esquina, sin batallones de extranjeros apoderándose de restaurantes, bares, teatros. Según ellos, la gente estaba harta de que todas las frecuencias radiofónicas estuvieran saturadas con música de cámara u óperas en alemán e italiano que duraban hasta cuatro horas. Además culpaban al gobierno de esa catástrofe: si el hombre más connotado de la ciudad no estaba seguro, ¿quién podría estarlo? Su interpretación era que ese atentado tenía la rúbrica del fascismo y, si no actuaban rápido, Guadalajara entera correría con la misma suerte.

    Los medios de comunicación de todo el mundo informaron que en el Palacio de Gobierno se presentó un tumulto de inconformes: amas de casa, estudiantes, trabajadores honestos, para exigir la destitución inmediata del gobernador. Scarlett Johansson, Paul Auster y otras celebridades regresaron en bandada a Nueva York. Desde la tarde de ese día, el aeropuerto Miguel Hidalgo y Costilla, tenía saturados sus vuelos internacionales. En el noticiero estelar de Carlos Loret de Mola, se informó que las fuerzas policiacas trataron a la gente con la mayor brutalidad y, en consecuencia, había decenas de heridos y, tal vez, un muerto. Las cámaras de Televisa también registraron a algunos tapatíos desesperados, suplicando ayuda del exterior para liberarlos de esa dictadura.

    Y fue así como implosionó el «fenómeno Allen», dejando fuego y escombros por toda la ciudad. Los restaurantes, cafés y foros de primer mundo, impagables para el grueso de la gente, fueron cerrando sus puertas. Las zonas de Chapultepec y Puerta de Hierro quedaron en ruinas, como un pueblo fantasma. Despacio, como un atardecer, se fueron esfumando los lentes de pasta, el jazz, el teatro del absurdo, los medios internacionales, las estrellas, las playeras con chistes cultos.

    En los días siguientes se restituyó el gobierno tradicional y volvió el viejo orden, los partidos de futbol, los poetas locales, las canciones de sólo tres minutos. Ya sin Woody Allen,

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