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Buscando el Centro: Formación de un orden étnico colonial y resistencia maya en Yucatán
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Libro electrónico588 páginas8 horas

Buscando el Centro: Formación de un orden étnico colonial y resistencia maya en Yucatán

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 Buscando el centro es el tercer y último volumen de una trilogía sobre etnicidad y ciencias sociales, pero, a diferencia de los trabajos que lo preceden, se trata de un estudio de caso. Mientras Ecos cercanos yReflejos de un espejo fracturado condensan el esfuerzo teórico de elevar el estatus fenomenológico de la etnicidad al mismo nivel que el de los procesos de clase, y demostrar que la sociedad capitalista moderna no es comprensible de otro modo, este libro presenta un detallado y profundo estudio histórico antropológico. Buscando el centro pretende revelar cómo la constitución del orden étnico colonial maya influirá de manera decisiva sobre el proceso de formación de clases y el desarrollo capitalista de Yucatán. Para ello, tras revisar los avatares históricos de la conquista militar, la obra se aboca a examinar con minuciosidad el proceso de colonización cultural, social, económica y religiosa, describiendo los hechos y adelantando una serie de respuestas no solo para explicarlos, sino también para vincularlos con la estructura social moderna. La conclusión de Baraona es que «el capitalismo se nutre de las jerarquías sociales [y entre ellas de las étnicas] para impulsarse y consolidarse más allá del ámbito económico; es decir, para convertirse en un sistema social». Para el autor, la sociedad yucateca de hoy «es una versión moderna de la sociedad del pasado; una reedición sutil y compleja de la sociedad colonial antigua». Pero la historia no termina aquí: en su trayectoria milenaria, los mayas atravesaron numerosos cataclismos sociales y ecológicos de igual o mayor severidad que el colonial. Por lo mismo, según Baraona, el lugar exacto que ocupará el proceso colonial y neocolonial en su historia, «solo podrá ser determinado cuando América ingrese en una etapa poscolonial, y los diferentes órdenes étnicos neocoloniales que aún subsisten se derrumben o transiten hacia nuevas configuraciones, imposibles de predecir hoy».
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento21 may 2017
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    Buscando el Centro - Miguel Baraona

    Miguel Baraona Cockerell

    Buscando el centro

    Formación de un orden étnico colonial y

    resistencia maya en Yucatán

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2013

    ISBN: 978-956-00-0481-9

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2688 52 73 • Fax: (56-2) 2696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Oquenkin

    oquen-on

    ococ, ná’urich,

    ta jobonché

    dzirurorera…

    dziririrí…

    (Pasa el Oriente

    pasa el Occidente

    pasas tú, esposa y madre,

    por la savia del árbol

    a cantar…).

    Juan de la Cabada

    Para nosotros, los historiadores, una estructura es por supuesto un constructo, una arquitectura, pero, sobre todo, una realidad que el tiempo usa y abusa durante largos períodos. Algunas estructuras, debido a su larga vida, se convierten en elementos estables durante una infinitud de generaciones: interfieren con la historia, obstaculizan su flujo, y al hacerlo la moldean. Otras se desgastan más rápidamente. Pero todas ellas proveen tanto soporte como obstáculo. En tanto obstáculo, ellas se comportan como límites («envolturas», en el sentido matemático del concepto) más allá de los cuales el hombre y su experiencia no pueden ir. Piensen solamente en las dificultades para romper con ciertos marcos geográficos, ciertas realidades biológicas, ciertos límites de productividad, e incluso ciertas restricciones espirituales: algunos entramados mentales también pueden constituir prisiones de «larga duración».

    Fernand Braudel

    A mi padre, Rafael Baraona, cuyo amor por el mundo campesino constituye la fuente original de inspiración

    de la cual se nutre este trabajo.

    Para todos los pueblos originarios de nuestra América, que aún sufren opresión y luchan por ser libres.

    Introducción general

    Este libro es el tercer y último volumen de una trilogía sobre etnicidad y ciencias sociales. Pero, a diferencia de los dos trabajos previos, este es un estudio de caso. Y aunque este libro no es una continuación mecánica de los anteriores, no hubiese sido posible sin el esfuerzo desplegado en ellos. La solución de continuidad entre este libro y los anteriores se evidenciará a lo largo de todo el presente trabajo. Los dos primeros volúmenes condensan un esfuerzo teórico de largo alcance y se concentran en aquellos aspectos conceptuales, disciplinarios y analíticos involucrados en el gran tema de la etnicidad. Si se pudiese resumir en un párrafo la intención cardinal quelos guía, diría que constituyen un intento por elevar el estatus fenomenológico de la etnicidad al mismo nivel que los procesos de clase y colocar a ambos en el centro de los problemas y fenómenos de nuestra sociedad moderna.

    ¿Pero por qué, a mi juicio, la importancia de ese esfuerzo? Por la simple razón de que sin esa corrección epistemológica nuestra sociedad, en transición a la hipermodernidad, sería casi ininteligible. La persistencia de los conflictos étnicos en nuestra era —ya en los albores del tercer milenio— nos obliga a repensar cuáles son los ejes problemáticos esenciales que, como hilos conductores, explican toda la trama compleja de nuestras existencias aparentemente dominadas por la levedad, a menudo dolorosa y trágica, que genera el cambio histórico acelerado.

    ¿Cuáles son los grandes anclajes de nuestra vida actual? ¿Cuáles las grandes fuerzas y encrucijadas materiales y mentales que nos impulsan, conducen, liberan y al mismo tiempo aprisionan dentro de un determinado marco existencial?

    Este libro vuelve una mirada inquisitiva hacia un pasado aparentemente distante, hacia una región fascinante pero marginal, y hacia un pueblo y su civilización, que parecen habitar más en los muros y monumentos del pasado —blanqueados aún por el sol y la lluvia inclementes del trópico— que en nuestra época de transición a una nueva meseta de modernidad, aún cargada de enigmas. Sin embargo, los lectores avezados no dejarán de encontrar el nexo entre lo que aquí se narra e intenta analizar y los dramas que informan nuestros días. De hecho, este trabajo no solo intenta poner en práctica los supuestos teóricos desarrollados en los dos primeros volúmenes de la trilogía, sino mostrar, de una manera convincente, las reverberaciones contemporáneas entre sucesos y procesos de la era colonial en Yucatán¹ y nuestra historia contemporánea. Y cuando digo nuestra historia contemporánea, no me refiero exclusivamente a la de Yucatán, o tan siquiera a la de América Latina, sino a un territorio y una problemática mucho más amplios. Pues, como cualquier otro gran drama étnico de nuestra era moderna, cuya historia se remonta a los orígenes del sistema-mundo capitalista, el caso de Yucatán ilumina fenómenos similares en muchas otras partes del orbe, y de este modo su estudio genera una suerte de casuística de proyecciones universales, convirtiéndose así en un fenómeno particular, pero con implicaciones analíticas paradigmáticas.

    El drama moderno de Yucatán se inicia con las primeras invasiones españolas en 1526 y se extiende hasta nuestros días. Del gran estruendo y devastador impacto de ese duro amanecer hasta los inicios del siglo xxi, la península de Yucatán ha sido escenario de la resistencia y voluntad de supervivencia del pueblo maya. A partir de la segunda década del siglo xvi, extendiéndose hasta las postrimerías del siglo xvii, Yucatán se convirtió en un gigantesco laboratorio colonial, donde dos culturas, dos tradiciones, dos proyectos civilizatorios opuestos y dos grupos étnicos se abrazaron estrechamente en una sorda lucha, interrumpida por sonoros golpes de ambos lados, y que determinaría en los siglos por venir el destino social de todos sus habitantes, independientemente de su origen foráneo o nativo. Pero ese prolongado y letal abrazo no sería en condiciones de igualdad. Los invasores y sus descendientes llevaban sin duda una gran ventaja: ser portadores de un nuevo modelo de dominación sustentado por todo el poder de la Europa emergente. Los mayas solo poseían las armas de aquellos que deben luchar o perecer, es decir, la imperiosa necesidad de combinar adaptación con resistencia, silenciosa persistencia de todos los días, con estallidos de rebeldía, a menudo desesperados, pero siempre estremecedores. Y así, ya sea a la sombra de la historia o bajo el sol rutilante de los grandes acontecimientos que usualmente consignan las crónicas oficiales, se fue forjando un sistema, un conjunto de estructuras que se calcificaron como grandes arrecifes de coral, pero, igual que estos últimos, sin nunca eliminar completamente la existencia de sus agentes vitales. O sea, como bien ha dicho Braudel, sirviendo al mismo tiempo de soportes y de límites. Se trata, por tanto, de la construcción de una cárcel de larga duración, pero de ninguna manera exenta de fisuras por las que se cuela el viento libre del cambio y la acción social voluntaria. Pues esta cárcel de largo alcance encierra prisioneros que nunca han cesado de buscar su liberación.

    Hay una vieja leyenda yucateca que relata cómo un príncipe maya que había quedado cegado por un rayo, que cayó intempestivamente del cielo a sus pies, debe buscar a tientas un monolito de piedra labrado e inscrito por el mismo Kukulkan², en el cual está señalado el lugar que cada mujer y hombre ocupa en el gran concierto universal del cosmos³. Según la historia, al encontrar ese monumento oculto en algún lugar recóndito de la selva, el joven príncipe recuperaría la vista, pues conocería su lugar exacto en el cosmos. La idea que la leyenda sugiere es que el príncipe, al avanzar a tientas por las penumbras de la selva en busca de su salvación, descubre, mediante su penoso peregrinaje, la verdadera dimensión de las cosas naturales que le rodean y de su relación con ellas. Así, el viaje hacia un monolito central imaginario se convierte, en realidad, en una travesía al corazón mismo de su propio ser. Lo que se inicia como la búsqueda de una cura para la ceguera física acaba siendo una transmutación interior que ilumina todo desde dentro hacia fuera, permitiendo conocer la verdadera configuración del mundo externo, cuando este es alumbrado por una nueva visión que brota del alma misma. Al final de cuentas, el afligido príncipe nunca logra descubrir el famoso monolito, pero en el proceso se descubre a sí mismo: encuentra finalmente su propio centro y al hacerlo recobra nuevamente la vista. Esta suerte de Serendip⁴ maya sirve en el contexto para ilustrar, a modo de metáfora, lo que a mi juicio se revela en este trabajo.

    Deseo aclarar de antemano que no me propongo de ninguna manera establecer una nueva línea de indagación histórica o desempolvar materiales nunca antes estudiados. Tampoco hacer una novel reflexión sobre la historiografía de Yucatán. Mis pretensiones han sido mucho más modestas. Solo intenté basarme en materiales históricos y algunas fuentes

    ampliamente conocidas para enfatizar aquellos fenómenos y procesos que a mi parecer ilustran mejor la formación de un sistema de relaciones étnicas de duración histórica prolongada en la región. En otras palabras —y para recoger un concepto extensamente desarrollado en los volúmenes previos— intento rastrear, a través del devenir histórico concreto y particular de la invasión y consolidación colonial española en Yucatán, los momentos críticos y los grandes temas que definirán los rasgos estructurales del emergente orden étnico peninsular. No se trata, por consiguiente, de un trabajo histórico propiamente tal ni tampoco de una exploración estrictamente antropológica, sino de un híbrido que lleva impresos en su conformación ambigua ciertos caracteres relevantes de ambas disciplinas.

    El capítulo inaugural de este libro intenta adelantar una visión panorámica sobre los temas centrales que se abordarán de una forma u otra a lo largo de todo el trabajo. Esencialmente examina aquellos mecanismos y procesos

    ideológicos y materiales sobre los que se asienta el nuevo orden étnico emergente, y alrededor de los cuales se precipitan conflictos culturales y sociales que marcarán el futuro de la región por un largo tiempo. El capítulo 2 describe a grandes rasgos las características principales de la sociedad maya yucateca hasta poco antes de la invasión europea. El siguiente capítulo se concentra en examinar en forma bastante sumaria la historia de los primeros contactos entre europeos y mayas, así como el desarrollo del proceso de conquista-invasión, la resistencia de los nativos y las consecuencias que este proceso tuvo sobre la sociedad indígena. Como se verá más adelante, ello es fundamental para entender a cabalidad la naturaleza de la resistencia maya a lo largo de varios siglos, así como su capacidad de adaptación a cambios sobre cuya esencia los indígenas tendrían escaso control. Los mayas serían capaces de reorientar en parte el curso de la historia, pero no podrían detenerlo ni mucho menos revertirlo —aunque esa haya sido originalmente su intención—.

    Los capítulos 4, 5, 6 y 7 rastrean a lo largo del tiempo y de los aconte-cimientos más importantes el proceso de instauración de un establecimiento colonial duradero, fundado a su vez sobre un nuevo orden étnico. El capítulo 8, que sirve a modo de conclusiones generales, sintetiza lo expuesto con anterioridad e intenta mostrar su significado universal. Porque al final de cuentas ningún estudio de caso sería realmente interesante si no pudiese, de una forma u otra, conectarse con los grandes problemas universales del ser humano y su condición.

    San José, Costa Rica

    1 Quiero aclarar que desde ahora en adelante, cuando me refiera a Yucatán, me estaré en realidad refiriendo específicamente a los tres estados mexicanos que integran la península, aunque incluyendo también al vecino Belice.

    2 O también conocido como una versión maya del viejo dios olmeca, Quetzalcóatl

    Serpiente Emplumada

    , que llegase a ocupar también un lugar destacado en los panteones mixteca, tolteca y azteca, y cuyos orígenes se pierden en la noche del tiempo, con templos dedicados en su honor que datan de alrededor del año 200 a.C.

    3 Véase Matthew G. Looper y Julia Guernsey Kappelman, 2001.

    4 Vieja leyenda persa que nos habla de los logros inesperados y magníficos que una empresa puede arrojar, independientemente de que se alcancen o no sus objetivos iniciales.

    Capítulo 1

    Temas y perspectiva

    1.1. Nuevos actores sociales para un nuevo escenario histórico

    Como he sostenido a lo largo de muchos pasajes en los dos primeros volúmenes de esta trilogía, la etnicidad se constituye como un sistema específico de relaciones sociales, mismo que emerge cuando determinadas poblaciones, con diferentes orígenes históricos y distintos sustratos culturales, son incorporadas dentro de una estructura jerárquica común —a la que he denominado «orden étnico»—. El establecimiento de este particular sistema de relaciones sociales asume formas discernibles cuando las nacientes relaciones étnicas se organizan y reproducen a lo largo de procesos estructurales prolongados. El proceso inicial mediante el cual la etnicidad —esta propiedad emergente de sociedades complejas, jerárquicas y multiculturales— comienza a tomar forma es de cardinal importancia. Pues es precisamente en los comienzos de la formación de un sistema social nacional moderno cuando se establecen los patrones, mecanismos y jerarquías que definirán ciertas modalidades de estructuración que pueden perdurar por largos ciclos históricos. En este sentido, podemos decir, sin aventurarnos demasiado, que los rasgos esenciales del orden étnico que ha imperado hasta nuestros días en Yucatán fueron cimentados durante los primeros trescientos años de la historia regional, en los siglos xvi, xvii y xviii.

    Las relaciones sociales contemporáneas en Yucatán contienen numerosos estratos del pasado lejano y reciente que conectan las desigualdades presentes con las jerarquías étnicas que resultaron de la invasión española en el siglo xvi. Por ello, el estudio hoy de la constitución de un moderno orden étnico en la región nos conduce necesariamente a una reconstrucción del pasado colonial, desde sus sangrientos y brutales inicios hasta su consolidación en los siglos xvii y xviii. Es la reconstrucción analítica de este proceso de estratificación histórica de la sociedad¹ de Yucatán la que arroja luces

    distantes que se proyectan desde el pasado hasta nuestros días, y que permite vislumbrar la solidez del tinglado interétnico que aún persiste en la región.

    Sin embargo, una advertencia temprana (o simple recordatorio para aquellos lectores familiarizados con los dos primeros volúmenes) es apropiada en este punto del texto. Deseo enfatizar, desde ya, que una de mis preocupaciones centrales consiste en alejarme de los enfoques estructuralistas en boga durante muchos años, y que con frecuencia reducían la acción social consciente a una mera sombra que dimanaba de los grandes procesos de estructuración. Aquí los mayas, los españoles, los criollos y los mestizos de Yucatán son agentes activos de su propia historia, y los procesos de formación de la conciencia colectiva de estos distintos sectores, manifestados en su práctica material y simbólica, ocupan un lugar preeminente.

    Como discutí acuciosamente en el cuarto capítulo del segundo volumen, no suscribo el viejo precepto metodológico de Durkheim, según el cual los hechos sociales están definidos, en su contenido y contornos, por factores externos que los constriñen y les dan forma y sentido. Noción que en general me parece errada, pero que en el caso particular que nos ocupa aquí, parece derrumbarse de manera estrepitosa ante la complejidad de la acción social en el Yucatán colonial —es decir, durante los dos primeros siglos de la ocupación española—.

    A lo largo de toda la historia de la región, podemos percatarnos de que la transformación de estructuras subjetivas y simbólicas generan, obstaculizan, encauzan y sostienen en forma contradictoria el funcionamiento de la sociedad peninsular por largos ciclos históricos. Debo, sin embargo, aclarar que no estoy interesado realmente en aquellos procesos ideológicos y relaciones sociales que dominaron transitoriamente la sociedad regional colonial —como por ejemplo el seudosistema de castas² y la ideología segregacionista primitiva que primaron durante las primeras décadas de dominio colonial—. Sino que, por el contrario, intento concentrarme en aquellas ideas que se encarnaron en estructuras sociales duraderas y cuyo significado desde el punto de vista étnico es por lo tanto esencial.

    Pero esta revisión diacrónica de los procesos étnicos en Yucatán no busca iluminar la relación entre los llamados factores «mentales» y «materiales», acorde con una visión que remite a los primeros a una condición superestructural o al mero reflejo de la base material de la sociedad³.

    La insólita ubicuidad de los fenómenos étnicos sorprende incluso al experto. Pero cuando consideramos que estos fenómenos carecen

    verdaderamente de una base económica o material universal⁴ que los «explique», su categorización en tanto procesos sociales se torna aún más oscura y difícil de aprehender. Esto es en parte por nuestras rutinas intelectuales, que nos llevan a pensar la realidad social dentro de ciertas escalas de prioridades que enfatizan la importancia de los procesos económicos y productivos por encima de otras esferas de la acción social. Desde la misma óptica, los procesos de estructuración no pueden ser apropiadamente explicados sin incluir el tema de la agencia social⁵; es decir, el análisis de los procesos de estructuración social a partir del estudio de los actores y sus opciones y actos, basados en determinadas formas de pensar, en cada coyuntura histórica. Es claro entonces que los procesos ideológicos o ideacionales ocuparán aquí la misma importancia que cualquier otra escala o categoría analítica que sea relevante para el estudio de los procesos de estructuración de la etnicidad en Yucatán. Al final de cuentas, nada relacionado con el ser humano puede ser realmente aprehendido sino a través del estudio de la formación de la conciencia social⁶ y la praxis que de ella se deriva.

    La formación histórica de cualquier orden étnico siempre asume ribetes dramáticos que jamás podrían explicarse sin concentrarse primordialmente en la simbología y mentalización de los distintos actores involucrados. ¿Como se explica de otro modo que dos poblaciones con distintos orígenes y

    derroteros históricos previos puedan llegar a constituir un conjunto de jerarquías mediante las cuales la superioridad e inferioridad de ellas quedará establecida por largo tiempo? Sin duda aquí los reordenamientos mentales que legitiman y al mismo tiempo permiten cuestionar esas jerarquías tendrán una función central. Pues al fin y al cabo es la «reeducación» radical y prolongada de la mente humana la que permite que tales desigualdades, así como sus brutales consecuencias para unos y sorprendentes privilegios para otros lleguen a constituirse en primer lugar.

    Como he discutido en distintas secciones en los dos primeros volúmenes de esta trilogía, la cuestión de los símbolos étnicos debe ser considerada como más que un artefacto emblemático; un simple instrumento que concita y facilita la integración y movilización de un determinado grupo humano. Los símbolos étnicos, más que una representación, son una verdadera interpretación. Esos dos primeros trabajos condensan una determinada visión y explicación de lo que define a una comunidad étnica, encarnadas en una sumatoria simbólica de su nacimiento, vicisitudes históricas y destino final. Todas las reconstrucciones míticas sobre los orígenes de una población, sus migraciones, sus heroicos logros y su eventual declive, nos brindan las claves para detectar los puntos álgidos sobre los que se intenta fundar una cierta certidumbre colectiva, a menudo en contra de todo aquello que los propios hechos históricos parecen revelar. Las mitologías de grupo ponen de manifiesto, a menudo de manera invertida, distorsionada u oblicua, el marco de referencia simbólico indispensable para que esa colectividad humana logre un cierto nivel de cohesión interna. Por ello, son los énfasis (mismos que posiblemente revelan carencias, temores o flaquezas que buscan ser exorcizados a nivel discursivo) más que las narrativas propiamente tales las que aquí nos interesan. Son esos puntos de inflexión dentro del discurso étnico, más que la historias que discurren entre ellos, los que resultan a mi juicio particularmente significativos.

    La conciencia étnica es indudablemente nutrida por aquellas experiencias históricas peculiares que conducen a diversos individuos a tener una percepción común de la realidad. Pero estas formas de conciencia agregan nuevas dimensiones a la llamada «realidad objetiva»: se incorporan a ella y constituyen también referentes objetivos que al mismo tiempo constriñen y posibilitan la acción social. La subjetividad se torna objetiva cuando las ideas asumen significación material a través de las prácticas sociales tangibles que ellas generan; y estas últimas, a su vez, pasan a ser la expresión inmediata de las relaciones estructurales profundas que informan el funcionamiento de la sociedad durante determinados períodos históricos.

    Como se evidenciará a través de la lectura de este trabajo, el estudio de la etnicidad maya que aquí se propone no está exclusivamente fundado en una descripción abstracta de una sucesión de estructuras sociales inmóviles ni se reduce a desnudar solamente los mecanismos básicos que iluminan la cuestión étnica en Yucatán. Se trata sobre todo de un esfuerzo por capturar el drama humano que se desencadena a lo largo de los primeros doscientos años de historia colonial en la región. Aquí estoy principalmente interesado en el ser humano en el sentido más lato del concepto; en los seres humanos que son a su vez agentes de cambio y actores del drama en el cual están inmersos. Por ello algunos capítulos o secciones parciales ofrecerán un énfasis de tipo analítico, mientras otros tratarán de recrear mediante un estilo más narrativo los acontecimientos y sus protagonistas⁷, intentando así complementar una visión estructuralista con una que enfatice los aspectos existenciales del proceso.

    1.2. Transfiriendo un «orden natural» a estructuras sociales

    Como toda otra categoría de diferenciación social, los roles étnicos contemporáneos, así como las fronteras y las relaciones sociales en la península de Yucatán, no fueron simplemente impuestas por los españoles. No quiero con esto decir que al final de cuentas las estructuras sociales coloniales no fuesen del pleno agrado de los invasores y sus descendientes. Tampoco estoy insinuando que surgieron como un bric a brac que en forma algo caótica expresaba democráticamente las aspiraciones de todos los actores involucrados. Ni siquiera quiero sugerir que los mayas hayan conseguido mitigar y humanizar de algún modo los ímpetus, con frecuencia despiadados, de la conquista y la colonización. No, lo que quiero defender es la noción de que los mayas en todo momento encontraron formas y mecanismos de adaptación, sobrevivencia y resistencia que les permitieron mantener algunas esferas de su existencia cultural y social relativamente autónomas con respecto al proyecto de dominación foránea. El estudio de la formación y defensa de estas esferas relativamente autónomas constituye, por consiguiente, uno de los focos principales de este trabajo.

    Los mayas no fueron nunca completamente avasallados, aunque esa era desde los inicios de la invasión la obvia intención de los conquistadores y los colonos. Así, la moderna (entendida en su sentido más amplio) etnicidad en la región surgió gradualmente, entre sobresaltos y largos períodos de aparente letargo, y durante un proceso histórico de interacciones diversas entre los invasores europeos y la población nativa⁸. Por lo tanto, de ningún modo estoy sugiriendo que el orden étnico colonial que se constituyó en la península no tuviese todas las características esenciales de una estructura desigual que garantizaba la dominación foránea en la región y la casi absoluta predominancia de los grupos que ocupaban la cúspide del sistema social. Pero es claro que los mayas no fueron en ningún momento víctimas pasivas sobre las cuales los españoles pudieron imponer sin contratiempos un sistema de dominación étnica y política, un modelo cultural hegemónico y formas extremas de explotación económica. Como ya he señalado poco antes, desde el comienzo los mayas se transformaron en agentes activos que resistieron, se adaptaron y consiguieron sobrevivir no solo físicamente, sino como una entidad social y cultural relativamente autónoma por casi cinco siglos. La historia de Yucatán es por tanto una saga de conquista y colonización, como una crónica de persistencia nativa a través de numerosos periplos y desafíos de excepcional complejidad. Podría decirse que, como ya lo apuntara Goethe tiempo atrás, «la libertad y la vida son logradas solo por aquellos que las conquistan cada día de nuevo».

    Luego de los primeros encuentros apocalípticos con un enemigo misterioso y desconocido, las enfermedades y una larga campaña militar debilitaron la resistencia indígena inicial, y por fin consiguieron los españoles poner un pie firme en la península. La historia avanza a veces en forma oblicua e incluso por períodos da la impresión de retroceder, especialmente si se la mira desde una perspectiva temporal muy corta. Lo que ocurre es que la historia como tal simplemente no existe y, cuando hablamos de su fluir, estamos en realidad refiriéndonos al tejido complejo de innumerables actos individuales y cotidianos que se van trenzando para formar algo así como un flujo indistinto⁹, que se mueve siguiendo grandes meandros, como un gigantesco caudal de agua turbia.

    Algunos de esos meandros siguen curvas que parecen retroceder hacia puntos ya superados. Pero es solo una ilusión, puesto que en realidad no se regresa realmente jamás a un punto anterior dejado atrás por el caudal en su progreso constante a lo largo y a través de los puntos de menor resistencia. Cuando los puntos de resistencia son grandes y se suman para detener el progreso del caudal de casi infinitos actos individuales sumados en un solo gran flujo, entonces una gran fuerza potencial se acumula hasta que las barreras se rompen y la corriente que le sigue se desboca con desenfreno. Luego de que la primera fase más despiadada y devastadora de la invasión y conquista pareció haberse consolidado en Yucatán, sobrevino un período relativamente largo en que el avance del flujo histórico comenzó a avanzar lentamente, siguiendo amplios meandros que a veces parecían retroceder. Sin embargo, es precisamente en esta fase histórica «lenta» en que se sientan las bases para lo que sería la capacidad de adaptación y resistencia del campesinado maya a lo largo de siglos de dominación. La lentitud del avance histórico incluso por momentos pareció detenerse por completo. Pero siempre, a raíz de este estancamiento momentáneo, se acumularon las energías que usualmente llevarían al campesinado maya a transitar en forma inesperada y violenta a formas de resistencia más radicales bajo la forma de revueltas.

    Cuando la empresa colonial por fin pareció afianzada, los mayas se vieron forzados a adaptarse a estas nuevas circunstancias en las cuales su rol quedaba definido en forma tan simple como despiadada: como el de una cultura en vías de asimilación total y como una gran reserva de mano de obra barata. Pero no bastaba con la victoria militar; no bastaba ni siquiera con la formación de un Estado colonial bien sostenido sobre sus dos pilares principales: la fuerza militar y el poder casi omnímodo de la Iglesia. Se necesitaba una base más sólida que eso; un cimiento sobre el cual se pudiese levantar todo el complejo tinglado de relaciones sociales coloniales: y esa gran loza de sustentación sería el nuevo orden étnico colonial, cuyo poder estructurante se extendería en realidad mucho más allá de la colonia misma, incorporándose con algunas modificaciones al proceso de constitución del Yucatán moderno que surge luego de la independencia de España.

    Será precisamente sobre esa gran loza de sustentación donde se irá moldeando y alzando el edificio de la nueva sociedad colonial, fundada sobre la premisa esencial del orden étnico emergente; a saber: que la asignación desigual de roles sociales entre colonizados y colonizadores era el resultado natural de las diferencias culturales y biológicas entre ambos grupos. En este sentido, la nueva sociedad podría parecer más una suerte de reedición en el Nuevo Mundo de nociones ideológicas estructurantes típicamente feudales. Pero esta no sería sino más que una simplificación del drama real. Pues no se trataba de un sometimiento exclusivamente de clases, carentes estas de movilidad social —y en apariencia congeladas históricamente debido a su supuesto carácter divino y natural—, sino de la subyugación de una cultura y un pueblo otrora plenamente soberano. Era una nueva forma de dominación de clases sustentada en una nueva forma de dominación étnica. Era un orden social colonial que se sostenía en un orden étnico.

    Además, el establecimiento colonial no se estaba impulsando con la finalidad de que los grupos dominantes pudiesen vivir exclusivamente del diezmo y el trabajo servil de sus vasallos —aunque ese modelo de vida y éxito no estuviese completamente ausente de la mente de los colonizadores—. Pero las demandas de la nueva economía mundial impedirían que esos sueños feudales de vasallaje, justificados en la mente de los conquistadores por mandato de Dios y de la naturaleza, pudiesen realmente fructificar. A la larga se buscaría, por el contrario, explotar una mano de obra cautiva y sumamente barata con el objeto de acumular capital y producir para un mercado mundial muy incipiente, pero en claro proceso de formación. Sería entonces un orden social hecho de numerosos híbridos ideológicos e institucionales de la Europa feudal y de la nueva sociedad global orientada al mercantilismo capitalista. Sin embargo, lo que no sería ambiguo es el orden étnico colonial que permitiría que esa gran empresa colonial pudiese tener cierto éxito. Y ese orden sería incuestionable en la mente de los grupos dominantes, ya que se trataba de un sistema natural¹⁰ de jerarquías sociales que dispensaba de mayor justificación moral o religiosa —especialmente una vez que se aceptó que los indígenas eran seres humanos poseedores de un alma a igual título que los europeos—.

    Los españoles se percibían como conquistadores que eran portadores de una civilización superior, la que a su vez era la prueba tangible de su superioridad natural. Así, los horrores que infligían a los nativos eran al mismo tiempo el precio que estos debían pagar para purgar los vicios de su cultura (especialmente a nivel religioso) y una necesidad práctica, resultante de la propia necedad y obstinación de los indígenas, quienes por lo general se negaban a aceptar de buen grado y con buena fe la salvación que se les ofrecía de forma tan magnánima. Es necesario tener presente además el clima cultural e ideológico imperante en Europa al momento de la invasión del Nuevo Mundo.

    España acababa de reconquistar los territorios del sur que estaban en manos del Reino Almorávide de Córdoba y Granada¹¹ el mismo año en que Colón llegó a las Islas Guanajas, «descubriendo» América. Los conquistadores eran por tanto criaturas del Medioevo, apenas ligeramente matizadas por el Renacimiento¹², sirviendo a una empresa que conduciría al predominio global del capitalismo. Portadores de grandes contradicciones, había no obstante ciertas convicciones básicas que estaban firmemente arraigadas en la visión del mundo de estos jóvenes, rudos, intrépidos y ambiciosos soldados de fortuna a los que precisamente la fortuna había destinado para una de las empresas más notables y dramáticas de todos los tiempos: una fe religiosa a toda prueba, cimentada no sobre la compasión cristiana, sino sobre la furia inquisidora¹³ que ya desde el siglo xii comenzaba a erguir su cabeza ponzoñosa, en una España multireligiosa y multiétnica, buscando imponer una unidad nacional y cultural que le era tan imprescindible como esquiva. Por lo tanto, para los conquistadores y para la Iglesia temprana en América, era claro que los pecados de idolatría, magia y herejía nativa solo se podían expiar mediante elevadas cuotas de dolor físico y moral¹⁴.

    El espíritu de la reconquista¹⁵ de España impregnaría y determinaría, también, el espíritu de la conquista del Nuevo Mundo. La prolongada guerra contra los infieles se convertiría, con toda naturalidad, en la prolongada guerra contra la idolatría hereje. La reconquista y la conquista se fusio-

    narían en un solo movimiento que conduciría a España a ocupar al mismo tiempo el pináculo de la Europa en expansión y el de la cristiandad, llevando la luz de su verdad a los extramuros de la civilización occidental. La idea de que los indígenas eran cultural y biológicamente inferiores, y por ende destinados a ser dominados con puño de hierro, era pues una idea medieval sostenida por los fuegos de la intolerancia religiosa y el optimismo arrogante de la reconquista. El espíritu de la reconquista se vería así exaltado por las primeras experiencias del descubrimiento. La percepción relativamente benévola que los españoles tuvieron inicialmente de los nativos isleños del Caribe pronto se trocaría en desprecio debido a las prácticas religiosas heréticas que observaron, su impudicia corporal y su aparente falta de «elevación» cultural. Años después, al entrar en contacto con las avanzadas y complejas civilizaciones de Mesoamérica¹⁶ y Sudamérica, los españoles se verían forzados a modificar ligeramente su discurso: ya no se trataba de «bárbaros»¹⁷, según la vieja acepción romana, sino de practicantes de cultos demoníacos¹⁸, sodomía, sacrificio, esclavitud (sic!) y perversión sexual¹⁹ —hecho que la riqueza material y la sofisticación cultural de estas civilizaciones no podía ocultar completamente—.

    Es claro, en todo caso, que la nueva ideología dominante impuesta por los invasores iría buscando afanosamente los puntos de menor resistencia para avanzar aquellas explicaciones que brindasen un aura de naturalidad a la terrible arbitrariedad de las nuevas estructuras de desigualdad étnica y social, que gradualmente se forjarían en los primeros dos siglos de la colonización española. Obviamente, esto no sería el fruto maligno de un plan elaborado con antelación, sino el resultado progresivo de la aplicación de ciertos preceptos ideológicos de índole racial y religiosa que la cristiandad europea había gestado durante siglos de enfrentamiento con el Islam. La reconquista de España que resultaría en la caída final del Reino Almorávide a fines del siglo xv daría a estas premisas una corporeidad casi tangible en su naturalidad aparente. La cristiandad española y europea había probado su natural superioridad respecto a sus contrapartes judía y mora en la península ibérica; y esta misma supremacía natural, pero de origen celestial, podía ahora fácilmente extenderse a los nuevos sujetos subordinados de América. Eran, así, principios organizadores ideológicos que, aunque inicialmente elaborados en el escenario del Viejo Mundo y en el Medio Oriente durante siglos de enfrentamientos con el Islam (y en menor medida contra judíos, cátaros, protestantes y otros grupos heréticos), podían ahora extenderse a todo el naciente sistema-mundo, permitiendo la gestación de jerarquías étnicas destinadas a perdurar por siglos. Era una prisión de larga data, cuyos cimientos podían ser ahora trasladados allende los mares para crear una vasta jerarquía étnica universal, donde cada grupo, religión²⁰ y cultura encontrasen su justo lugar dentro de ese orden natural (pero de origen divino) de las cosas humanas.

    Sin esa jerarquía natural de razas y pueblos; sin esa prisión, el naciente sistema-mundo hubiese carecido de la necesaria coherencia ideológica y subjetiva como para ser culturalmente viable.

    De entrada, la magnífica e impúdica desnudez de los indios lucayos —los primeros nativos que Colón encontró cuando puso un pie en las islas Guanajas— impresionó fuertemente a los europeos. Pero lo que en un inicio fuera benévola tolerancia, gracias a la idea de que los hijos e hijas de Dios habían deambulado desnudos en el paraíso antes de su precipitada caída luego del incidente de la manzana, se trocaría pronto en desprecio no desprovisto de una buena dosis de hipocresía. Años después, el encuentro con las grandes civilizaciones de Mesoamérica y Sudamérica pareció confirmar la idea básica del Occidente europeo en expansión: existe una suerte de ley moral universal que revela y justifica la naturalidad de las distinciones entre grupos humanos derivadas de preceptos divinos. Se hacía evidente, además, de que el Occidente cristiano y europeo era la expresión suprema de esa ley moral sobre la tierra²¹. Y que, por consiguiente, era una obligación principalmente moral asumir la pesada carga de llevar la antorcha de la civilización al corazón de las tinieblas, allá donde la ignorancia y la barbarie aún reinaban supremas.

    El tema de la desnudez, mismo que ocupase un lugar inicialmente importante en la imaginación medieval de los invasores²², sería eventualmente reconstruido como una prueba tangible y perturbadora que demostraba que los nativos en realidad carecían de cultura y que ello ponía en entredicho su naturaleza humana. Los debates posteriores sobre la esencia humana de los indígenas americanos serían prolongados, absurdos, envueltos en las espesas humaredas de la superstición medieval y en los fuegos redentores de la Inquisición, pero no enteramente desprovistos de cierta piedad cristiana. En ellos, la obsesión represiva con la desnudez de una sociedad atrapada en su propia hipocresía sexual sería gradualmente desplazada por la obsesión por la inclinación diabólica de culturas nativas complejas atrapadas en la brujería, el sacrificio humano y la idolatría. El incipiente narcisismo cultural de Occidente se iría consolidando por etapas, transitando del repudio a la impudicia corporal y sexual de los nativos de las islas del Caribe a la condena furibunda hacia la bestialidad religiosa de aquellos que poseían civilizaciones avanzadas pero fundadas en el oprobio demoníaco. Así, la gran aventura expansiva de la España aún medieval colocaría a esta nación por varios siglos en el centro del naciente sistema-mundo, al tiempo que establecería ya los lineamientos generales de la gran jerarquía concéntrica de razas, culturas, pueblos, naciones y grupos étnicos que formarían la base, hasta hoy, de la modernidad.

    Las grandes hipérboles medievales²³ con las que el hombre del Viejo Mundo intenta caracterizar al hombre del Nuevo anuncian en forma incipiente el derrotero ideológico que seguiría la invasión de América —que quizá hubiese debido llamarse Colonia, no solo en justo homenaje a quien inauguró su eventual gestación, sino a la que por desgracia sería su historia.

    Ya desde su llegada al Nuevo Mundo, Colón trazaría con sus desmesuradas descripciones —posiblemente orientadas al impacto propagandístico entre sus donantes financieros en España— El Gran Almirante del Mar-Océano, que describe mediante polaridades exageradas la belleza física de los nativos, en contraposición con una supuesta inclinación al canibalismo²⁴. Al comienzo, en un esfuerzo posiblemente orientado a capturar la imaginación de la sociedad europea, Colón recurre a los recursos retóricos y los clichés literarios propios de la época y de su cultura de origen²⁵; ²⁶. Así, para esbozar una visión idílica de sociedades en su bucólica naturalidad, sus escritos evocan el ideal utópico occidental de un mundo pastoral, más allá del bien y del mal²⁷. Pero, como he señalado poco antes, esta idealización basada en la invención precoz de un realismo mágico utópico, distintivo de América, lleva, a poco andar, a una visión maniquea en la que el nativo comienza a surgir como la personificación de un ser precultural, en el mejor de los casos, y de uno diabólicamente salvaje, en el peor²⁸. La razón moral, religiosa y cultural que permitiría articular el discurso de la invasión y conquista queda así prefigurada de manera muy temprana entre el segundo y el último viaje de el Almirante²⁹.

    De cualquier manera, el hecho es que cuando los europeos finalmente comienzan a incursionar en Mesoamérica, la percepción de que los indígenas pertenecían a un orden natural inferior, estaba firmemente plantada y enraizada en la mente occidental³⁰. El tema central de la campaña propagandística de desprestigio orientada a justificar la devastación infligida a los indígenas ya no sería solo la de canibalismo, sino la del sacrificio humano³¹ en gran escala —como si la sociedad europea de la época no hubiese estado sumida completamente en interminables carnicerías y guerras producto de la ambición desmedida de las elites dominantes, la rapiña crónica de los ejércitos mercenarios al servicio de muchas «causas» deleznables, y la crueldad sin fin ejercida por toda clase de fanáticos religiosos—. Pero ya fuese bajo el manto condescendiente del «noble salvaje» o bajo las imágenes abiertamente derogatorias del «primitivo brutal», la idea de la inferioridad inherente de los indígenas perduraría por siglos³², al margen de todo escrutinio racional.

    Contrastes muy obvios entre las prácticas sexuales nativas y las europeas desempeñarían también un rol importante en la proliferación de nociones racistas sobre la inferioridad indígena. Desde su primer contacto con los indios del Caribe, los españoles manifestaron abiertamente su sorpresa ante lo que algunos de ellos (especialmente los sacerdotes que acompañaban la expedición) percibían como hábitos morales y sexuales extraordinariamente libres y decadentes. Sin embargo, luego de su larga y azarosa travesía a través del Atlántico, los hombres de Colón se apresuraron a disfrutar de las ventajas de ese fácil y libre acceso a la sexualidad con las atractivas mujeres isleñas³³. Pero estas primeras experiencias que abrieron el camino hacia el vasto y prolongado proceso de mestizaje³⁴ en América, no impedirían que las imágenes negativas de los nativos y sus culturas continuasen expresándose cada vez con mayor determinación y nitidez. De hecho, las costumbres nativas serían siempre utilizadas a conveniencia cuando el interés material y moral de los invasores así lo prescribiera, al tiempo que constantemente devaluadas. El mestizaje, que se originaría en parte por la hospitalidad nativa y las ventajosas condiciones de acceso sexual que el conquistador tendría respecto a las mujeres de los grupos indígenas subordinados, proveería con el tiempo uno de los ejemplos más dramáticos del doble discurso europeo. La miscegenación racial sería tolerada con ciertas restricciones al principio³⁵, pero ello no conduciría a la postre a ninguna mayor igualdad racial entre distintos estamentos étnico-raciales. Por el contrario, el emergente orden étnico-colonial estaría sólidamente erigido sobre una firme base de ra-

    cismo³⁶ que se plantaría ya en los albores de la conquista, y que se haría más compleja con el paso del tiempo, perdurando hasta nuestros días.

    Desde los momentos tempranos de la invasión, una ideología racista difusa³⁷, pero efectiva, se diseminaría ineluctablemente como una mancha de aceite en superficie porosa entre capitanes de la conquista y soldados de fortuna, sacerdotes, burócratas, intelectuales y gente común en España y el resto de Europa³⁸. Esta ideología racista y la noción subyacente de que la naciente sociedad colonial era el lógico producto de ciertas diferencias naturales preexistentes constituyó la columna vertebral del nuevo orden étnico emergente. Mediante su naturalización, la sociedad colonial y el orden étnico en que este se sustentaba adquirieron una legitimidad que perduraría por largo tiempo, a pesar de los numerosos embates y tormentas que le deparaba la historia futura.

    1.3. Redes campesinas versus confinamiento colonial: resistencia y dominación

    En el transcurso de un largo proceso histórico durante del cual se constituyó y consolidó un determinado orden étnico en Yucatán, tanto los españoles como los mayas experimentaron transformaciones profundas, al ritmo que la sociedad colonial en general se tornaba más compleja y cobraba perfiles mejor definidos. Las influencias fueron mutuas y, de una manera a menudo penosa para los mayas, ambos componentes fueron calzando dentro de un mismo universo económico, cultural y político. Las tajantes aristas étnicas de los años de conquista y guerra inicial poco a poco se fueron limando y los actores étnicos fueron encontrando acomodos —a menudo insólitos, como veremos más adelante— que permitieron que la sociedad colonial funcionase a pesar de los conflictos que periódicamente la sacudían; y a pesar también de las flagrantes asimetrías sociales y culturales en las que estaba basada. Gradualmente, la aún frágil sociedad colonial comenzó a operar más en función de arreglos económicos y políticos y menos como simple resultado del terror militar. El surgimiento impetuoso de los mestizos vino también a morigerar un tanto las cortantes aristas de la desigualdad étnica original entre españoles y mayas.

    El mestizaje no solo hizo más complejo el proceso cultural e ideológico de estructuración de la sociedad colonial naciente, sino que facilitó e influyó en la formación del sistema regional de clases. El mestizaje eventualmente conduciría a la constitución de un orden étnico más sutil en el que una gradiente de distinción racial, y no las tajantes diferenciaciones entre europeos y nativos, predominaría. Esta gradiente racial, que ya he discutido en el capítulo 3 y en las conclusiones del volumen ii de esta trilogía, se reflejaría al mismo tiempo en la estructura de clases en formación y en el orden étnico no solo de Yucatán, sino de toda América Latina.

    Pero el proceso de mestizaje y la aculturación relativa³⁹ de los mayas a la nueva cosmogonía cristiana y occidental no previno los conflictos étnicos. Así, a pesar del surgimiento de nuevas estructuras de mediación cultural y social en Yucatán, los mayas continuaron sintiéndose aprisionados dentro de una regimentación colonial que amenazaba su propia sobrevivencia étnica. Pero esa prisión dentro de la cual los mayas parecían haber perdido irremisiblemente el centro de su otrora grandeza, no estaría desprovista de fisuras a través de las cuales se filtraba y se podía respirar aún la gentil brisa de la libertad. A medida que los períodos de estabilidad entre brotes de rebelión parecían extenderse más y más, al afianzarse la dominación colonial, los mayas descubrían otros medios para sobrevivir y preservar un cierto margen

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