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El Manchón-La Albarradita: Una mirada cultural de los pueblos prehispánicos del Valle de Colima
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El Manchón-La Albarradita: Una mirada cultural de los pueblos prehispánicos del Valle de Colima

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Expone los resultados de los extensos y profundos trabajos de análisis interdisciplinario de los datos recopilados de la zona arqueológica El Manchón-La Albarradita
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2019
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    El Manchón-La Albarradita - María Ángeles Olay Barrientos

    2001).

    COLIMA EN MESOAMÉRICA Y EN EL OCCIDENTE

    María Ángeles Olay Barrientos

    INTRODUCCIÓN

    Durante nuestra formación académica, muchas veces escuchamos la frase relativa a que el Occidente de México era una de las áreas culturales marginales de Mesoamérica; la ausencia de algunos rasgos culturales como arquitectura monumental, códices, estelas, esculturas colosales en piedra y el desarrollo de una escritura glífica fueron uno de los tantos factores que provocaron que los ojos de la vieja arqueología tornaran su mirada hacia otras regiones en busca de los grandes hallazgos.

    No obstante, hubo algunos investigadores interesados en la región, los cuales iniciaron su estudio a partir del año de 1935. Fue Isabel Kelly la primera que se dio a la tarea de realizar un reconocimiento de gran parte del territorio que comprende al Occidente de México estableciendo, a partir del análisis de las cerámicas arqueológicas recolectadas, lo que ella denominó como las Provincias cerámicas del Noroccidente de México (Kelly, 1948: 55-71). Si bien este trabajo pionero constituyó el primer intento por regionalizar un gran espacio cultural, se debe mencionar que su énfasis sobre la cerámica terminó por causar agudas críticas (Weigand, 1995). No se debe olvidar que en el mismo congreso de la Sociedad Mexicana de Antropología donde se discutió el trabajo de Kelly, Pedro Armillas propuso ampliar el espectro de rasgos definitorios de una región, con lo cual se podría hablar no sólo de provincias cerámicas sino de provincias arqueológicas a las diversas subáreas de la región en un intento por definirlas a partir de un substratum común determinado por rasgos afines (Armillas, 1948: 211-216).

    Las investigaciones posteriores fueron dejando al descubierto que la denominada área marginal contaba con una gran tradición cultural cuyos asentamientos humanos se mostraban desde épocas muy tempranas y cuya evolución cultural, en muchos de los casos, revistió particularidades considerables en razón de sus escenarios geográficos en los cuales resaltaba su largo litoral hacia el Océano Pacífico. Las investigaciones recientes han ido dejando en claro la existencia de grandes centros poblacionales que dieron pie a un sinnúmero de manifestaciones culturales cuya impronta se observa en los restos arquitectónicos que van de espacios funerarios, habitacionales y residenciales a administrativos y ceremoniales. Si bien algunos de ellos han sido explorados, la mayor parte se encuentran bajo un proceso de destrucción sumamente acelerado que está provocando la pérdida de toda índole de información que nos ayude a ir develando la urdimbre y la trama de un pasado que ilustre el devenir histórico de sus antiguos pobladores. Para adentrarnos en la trama de la historia que entretejieron los habitantes del México prehispánico, y con ello, conocer los diferentes escenarios geográficos y sus características culturales, es necesario comprender el papel del Occidente en la conformación de Mesoamérica.

    El concepto de Mesoamérica fue propuesto por Paul Kirchhoff (1960) en el año de 1943 a partir de datos lingüísticos, etnográficos y arqueológicos que caracterizaban a esta gran región al momento de la llegada de los españoles (siglo XVI). Mesoamérica comprende el centro y sur de México, la totalidad de Guatemala, Belice, El Salvador y partes de Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Fue Mesoamérica un espacio donde se desarrollaron numerosos grupos agrícolas y sedentarios que compartieron heterogéneos procesos de desarrollo social, político y económico y que participaron de elementos culturales en común a lo largo del tiempo.

    No obstante el sustrato cultural común, Mesoamérica presenta claras diferencias regionales que se explican a partir de los diversos escenarios geográficos en los cuales se desarrollaron los pueblos prehispánicos. Su estudio las ha definido a través del tiempo, estableciéndose en nuestros días la presencia de nueve grandes regiones: Centro de México, Golfo de México, Costa Sur, Oaxaca, Guerrero, Área Maya, Centroamérica, Norte y Occidente de México (Solares y Vela, 2000).

    Mapa 1. Mesoamérica y sus regiones culturales. Fuente: Arqueología Mexicana.

    El devenir de los pueblos prehispánicos fue establecido a partir de numerosas discusiones teóricas. La designación de horizontes como espacios de tiempo caracterizados por fenómenos centrales fue resultado de propuestas tales como la de Armillas, el cual retoma las dos grandes revoluciones enunciadas por V. Gordon Childe —la agrícola y la urbanapara establecer que Mesoamérica habría cruzado un período preagrícola, otro agrícola y otro caracterizado por la presencia de urbes. William Sanders y Barbara Price, por otro lado, enfatizan las diferentes organizaciones sociales que predominaron en cada periodo —bandas, tribus, señoríos y estados teocráticos—; y es por medio de estas discusiones que se aceptó la existencia de cuatro grandes horizontes culturales: Agrícola Incipiente, Preclásico o Formativo, Clásico y Posclásico (Armillas, 1957; Sanders y Price, 1968; Willey y Phillips, 1955: 723-819).

    Es evidente que hubo regiones que concitaron mayor interés a partir de sus notables restos arquitectónicos, como la Zona Maya, los Valles Centrales de Oaxaca y la monumental Teotihuacan. Otras regiones fueron trabajadas a partir de la búsqueda de respuestas tales como el origen de la agricultura o la definición de los rasgos que caracterizaron a los primeros centros ceremoniales. En todo caso, el desarrollo de la investigación arqueológica en México se encontró en un principio profundamente ligado a las necesidades de legitimación ideológica del poder político, y posteriormente, al beneficio económico derivado de la explotación turística de los sitios trabajados y a la utilidad que genera a las comunidades en los cuales se insertan.

    EL OCCIDENTE DE MÉXICO, CONTEXTO GEOGRÁFICO

    El Occidente de México es la región cultural con mayor extensión territorial de Mesoamérica, se constituye por los actuales estados de Michoacán, Nayarit, Jalisco, Colima, Sinaloa y parte de Guerrero y Guanajuato. Su escenario geográfico se encuentra dominado por las estribaciones montañosas de la Sierra Madre Occidental y la Sierra Madre del Sur, entre las cuales surge la Sierra Volcánica Transversal, cuyo eje mantiene una dirección suroeste-noreste y se caracteriza por mantener un pronunciado vulcanismo. La vertiente del Pacífico acusa a la vez los efectos de un marcado tectonismo a causa de encontrarse no sólo en el lindero de una fosa oceánica —la trinchera de Acapulco­, cuyo abismo alcanza los 5 000 metros de profundidad, sino además, en el borde de una de las más dinámicas placas de la América del Norte: la Placa de Cocos. El escenario geográfico es el resultado es pues el resultado de variados fenómenos naturales que se remontan a la Era Terciaria (Hernández, 1991). En todo caso, en el territorio occidental mexicano encontramos tanto volcanes como aguas termales, así como numerosas lagunas interiores formadas en extensas cuencas endorreicas como San Marcos, Magdalena, Zacoalco, Sayula, Chapala, Cuitzeo, Pátzcuaro y Zirahuén.

    Sin embargo los paisajes pueden agruparse en escenarios que comparten rasgos en común. Éste sería el caso de la vertiente pacífica delimitada por las grandes serranías que corren paralelas a la costa. Sus atribuladas cuestas están dominadas por sucesivos balcones que ascienden desde las arenosas playas de suaves o tormentosos oleajes, hasta alturas cercanas a los 3 000 metros sobre el nivel del mar. En estos balcones se forman valles que nunca llegan a ser tan grandes como los ubicados en las laderas orientales de la sierra.

    Los valles más amplios y fértiles son los que se forman a lo largo de los deltas de los ríos que desaguan en el Pacífico. Debido a los prolongados estiajes o a las escasas precipitaciones anuales, los caudales son claramente estacionales. Las excepciones son pocas y dependen, más que nada, de la riqueza de las fuentes que los abastecen o del número de ciclones que se formen en el verano. Se debe resaltar que la costa del Pacífico mantiene una humedad relativa y que los numerosos esteros en esta región constituyeron lugares privilegiados en donde el hombre podía cazar, pescar y recolectar aquellos animales y plantas, permitiéndole satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, vestido y vivienda.

    En torno a las condiciones geográficas y climáticas del Occidente de México, debemos resaltar el hecho de que buena parte de su territorio presenta un régimen de lluvias austero, pues sólo cuenta con las lluvias de verano. Las veleidades del fenómeno de El Niño —fenómeno caracterizado por la interacción de las corrientes frías y calientes que circulan por el Océano Pacífico— pueden causar períodos de sequías o, por el contrario, excepcionales temporales lluviosos. Esto explica en buena medida que los asentamientos humanos hayan privilegiado desde épocas tempranas a aquellos valles que cuentan con corrientes de agua permanentes o la vera de ríos, lagos y lagunas.

    Otro elemento digno de resaltar es que los fenómenos volcánicos y tectónicos propiciaron la formación de ciertos estratos rocosos que tendrían un valor excepcional para los grupos prehispánicos. Así, a lo largo de todo el desarrollo cultural de estos pueblos la obsidiana tuvo el valor de su gran utilidad como herramienta; los objetos de prestigio utilizados por las élites fueron variados y sobresalieron entre ellos las piedras duras de color verdoso como la serpentina y la jadeíta, las cuales fueron trabajadas con abrasivos minerales como el corindón, el crisoberilo, el topacio, el esmeril, las calcedonias y otros (Langenscheidt, 2006: 55-60). Otras materias primas relevantes en etapas prehispánicas fueron la concha y el caracol. Dado que el occidente tuvo a la mano el litoral del Pacífico, los objetos realizados con estos materiales proveyeron a sus pueblos de objetos susceptibles de ser comercializados.

    El territorio del Occidente, al ser tan amplio, conjunta en sí mismo una serie de escenarios en los que la altura, el clima y la topografía crearon diferentes nichos ecológicos, sus características permitieron el cultivo y/o el aprovechamiento de diferentes especies vegetales, animales y minerales. Esto quiere decir que la permuta de bienes y productos se vio favorecida por la diversidad y la capacidad que desarrollaron los diversos pueblos para producir excedentes susceptibles de ser intercambiados.

    Otra característica del Occidente fue que sus linderos tocaban territorios notablemente distintos entre sí, de tal suerte que Sinaloa y Nayarit mantuvieron una gran interacción con pueblos cuya égida cultural se encontraba determinada por una geografía difícil y poco propicia al desarrollo prolongado de grupos sedentarios. Hacia el sur, Michoacán y su Tierra Caliente mantuvieron un intercambio poco documentado entre pueblos sensiblemente distintos a la tradición cultural del Occidente. En este ámbito el espacioso y fértil llano, conocido como El Bajío, formado a partir de la lenta desecación de lo que fueron antiquísimas cuencas lacustres, significó el corredor por el cual entraron y salieron a lo largo del tiempo numerosos impulsos culturales que impactaron a las diversas poblaciones ubicadas hacia ambos lados del camino.

    Mapa 2. Colima y el Occidente de México. Fuente: Occidente, MNA, 2004.

    Así pues, el desarrollo cultural del Occidente puede considerarse como un proceso particularmente heterogéneo en donde los desarrollos locales propiciaron dinámicas regionales de cuando en cuando. El Occidente fue una tierra de encuentros, tanto de grupos y productos venidos de las secas planicies norteñas, como de navegantes sureños cuya necesidad de objetos sagrados les impulsó a comerciar y compartir ideas, nociones religiosas e innovaciones tecnológicas.

    LOS TRES PERIODOS DE LA INVESTIGACIÓN ARQUEOLÓGICA EN EL OCCIDENTE MESOAMERICANO

    El estudio del desarrollo cultural del Occidente de México puede dividirse en tres grandes momentos. El primero de ellos va de 1930 a 1970 y abarca el periodo en el cual la exploración arqueológica corrió a cargo de investigadores de la Universidad de California (UCLA). Durante este periodo la arqueología institucional brilló por su ausencia dejando campo fértil a actividades como el saqueo, la venta de piezas y la reproducción de objetos. No fue sino a través de múltiples denuncias como el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) fue fortaleciendo y estableciendo museos regionales con el fin de propiciar el respeto al patrimonio arqueológico.¹

    El segundo periodo puede ubicarse entre 1970 y 1990, y corresponde al momento en el cual el INAH prohibió a la UCLA realizar exploraciones e investigaciones en el Occidente. Es en este momento también cuando se promulga la Ley Federal de Monumentos y Zonas Arqueológicas, Artísticas e Históricas (1972) la cual otorgó al INAH y al Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) responsabilidades jurídicas en cuanto al registro, estudio y conservación del patrimonio arqueológico, artístico e histórico de la nación. La magnitud de las tareas obligó a establecer los primeros Centros Regionales con objeto de cumplir los dictados de la ley.

    El tercer momento va de 1990 hasta nuestros días y se caracteriza por ser un periodo particularmente complejo, en el cual el proyecto económico implantado por la clase política en el poder deprime las actividades agrícolas y propicia la privatización de los ejidos. El alto crecimiento demográfico del país se observa en el impactante engrandecimiento de las ciudades, las cuales avanzan sobre las antiguas parcelas campesinas. La especulación inmobiliaria, los proyectos de construcción de vivienda de alta y mediana densidad, el equipamiento urbano y un modelo que privilegia el uso del automóvil, propician que los contextos arqueológicos de literalmente todo el país se encuentren en riesgo de desaparecer. Por esta razón dicho periodo puede definirse como aquel en el cual el estudio de los remanentes culturales del país deriva de los innumerables rescates y salvamentos arqueológicos.

    Entendemos que este esquema es sumamente general y requiere de una puntualización que enmarque, por un lado, el desarrollo de la arqueología como disciplina y, por el otro, las condiciones en las cuales construyó tanto su objeto de estudio como sus herramientas teóricas. Hacerlo en extenso sería tema de una investigación de largo aliento, el cual no es el caso del presente trabajo. El repaso de la trayectoria de la arqueología en la región tiene como objeto enmarcar aquí los problemas e interpretación que enfrenta la historia antigua del área de estudio que nos ocupa: el Valle de Colima.

    El primer periodo

    El estado que guarda el conocimiento de Colima es producto, en gran medida, de la labor realizada por la UCLA durante lo que hemos denominado como el Primer periodo. El interés de esta entidad sobre el Occidente mesoamericano fue producto de la necesidad de conocer su propia trayectoria histórica previa a la llegada de los europeos a su territorio. Esto se hizo patente a partir de los primeros trabajos realizados hacia la década de los años veinte por Clark Wissler (1923) y Alfred Kroeber (1948). Wissler fue el primero en darse cuenta de la importancia de organizar los rasgos de cultura material como un modo de inferir aspectos diversos de la cultura de los pueblos. Sobre esta premisa Kroeber buscó definir, desde 1923, las regularidades en la distribución, la asociación y la agrupación de rasgos de cientos de culturas tribales del Continente Americano y su correspondencia a áreas geográficas con medio ambientes uniformes.² Al momento de definir los límites de áreas como Mesoamérica y el Suroeste de Norteamérica, Kroeber se habría enfrentado al problema de conocer dónde empieza y dónde termina una cultura, esto es, cómo definir esta frontera.

    El asunto de la frontera, sin embargo, era tan sólo una parte del problema. A la par del mismo se encontraba el hecho de que una buena parte de los rasgos culturales que definían a las grandes áreas culturales (el Suroeste, en este caso) constituían rasgos típicos del área mesoamericana. Fueron éstas las razones que impulsaron la llegada de lo que en el occidente mexicano sería conocida como la Escuela Norteamericana de Arqueología. El impulso de Kroeber a las primeras exploraciones en diversos puntos de Sinaloa tuvo como objetivo conseguir evidencias acerca de la existencia o no existencia de un corredor prehistórico entre la serranía mexicana y el país Pueblo del suroeste de Estados Unidos (Sauer y Brand, 1932: 1).

    Las investigaciones de Carl Sauer y Donald Brand en Sinaloa, dieron la pauta para la realización de estudios específicos en varios de sus valles costeros como los de Isabel Kelly en Chametla (Kelly, 1938) y Culiacán (Kelly, 1945), y los de Gordon Ekholm en Guasave (1942). A través de estos trabajos se encontró y se definió la tradición Aztatlán, desarrollada en las planicies costeras de Sinaloa y Nayarit.³

    Una vez concluidos sus trabajos de campo en Sinaloa (realizados hacia 1935), Kelly volvió a México cuatro años más tarde dispuesta a realizar una serie de exploraciones en las costas occidentales de México, entre el sur de Sinaloa y la Costa Norte de Michoacán. Fue entonces cuando llevó a cabo el reconocimiento del área de Los Ortices en Colima, la investigación de siete tumbas de tiro no alteradas y el hallazgo, en el interior de una tumba saqueada en Chanchopa (en las cercanías de Tecomán), de varios tepalcates de la cerámica típica de Teotihuacan, el Naranja delgado (Ortoll, 1994: 3-12).

    La relevancia de los hallazgos obedece al contexto de ese momento en el que las premisas aceptadas por la comunidad arqueológica mesoamericana respecto al Occidente eran dos: que todas sus expresiones eran tardías y que todas ellas podían ser definidas como tarascas. Así pues, los hallazgos de Kelly dejaban entrever, primero, que las expresiones locales no eran tarascas y, segundo, que su antigüedad se remontaba por lo menos al periodo de Teotihuacan III. A pesar de estos hallazgos, el estudio de los materiales recolectados (tanto procedentes de los reconocimientos como de las exploraciones realizadas) no arrojó los resultados esperados, pues Kelly no se encontró segura de las secuencias obtenidas dado lo difícil de enlazar los datos que le ofrecía el interior de las tumbas con los testimonios que ofrecía el material de superficie:

    Frustrada, decidí darle el carpetazo al reporte de Colima hasta que pudiera haber una oportunidad para trabajo de campo suplementario o hasta que el fechamiento indirecto fuera accesible. En 1940, literalmente nada se sabía sobre la arqueología a lo largo de cientos de millas en todas direcciones, así que los enlaces cruzados estaban fuera de la cuestión. Y por supuesto, el fechamiento con carbono era desconocido (carta de Isabel Kelly a Carl Sauer, 28 de noviembre de 1939, en Ortoll, 1994: 10).

    Es importante mencionar que la construcción de datos a lo largo de cientos de millas en todas direcciones fue otro de los servicios que Kelly prestó a la arqueología del Occidente pues no sólo llevó a cabo las espléndidas monografías de la región de Autlán, Tuxcacuesco y Zapotitlán (Kelly, 1945 y 1949), sino también la de Apatzingán en la Tierra Caliente michoacana (Kelly, 1947).

    De cualquier manera, la tarea de caminar y conocer las regiones, la recuperación de material cerámico —a partir de reconocimientos y pozos de sondeo—, y el estudio de colecciones particulares y de acervos museográficos le permitió llevar a cabo su famoso trabajo sobre las características de las diferentes provincias cerámicas del Noroeste de México. La definición de Colima como una región le llevó a proponer la existencia de cuatro complejos cerámicos: Ortices, Armería, Colima y Periquillo;⁴ los cuales no le parecieron suficientes para acomodar a todo el material cerámico de Colima toda vez que faltaban más exploraciones y un conocimiento más acabado del comportamiento de sus materiales.

    Fue en este trabajo también donde Kelly deja entrever las relaciones existentes entre el área de Ixtlán del Río en Nayarit con Colima, en un periodo relativamente temprano:

    Desde siempre el material de las tumbas de Ortices y los ejemplares de tumbas de las tierras interiores de Nayarit han llamado la atención, pues se ha especulado acerca de la existencia de relaciones entre ambas regiones. Hay consenso en el número de detalles precisos los cuales hacen improbable la existencia de desarrollos independientes [....] en primer lugar en ambas regiones su material procede de tumbas preparadas o sepulturas; en Colima y probablemente en el sur de Nayarit los grupos de entierros forman complejos. En segundo lugar, en ambas áreas las grandes figuras huecas muestran a uno y otro lado ejemplares sólidos [....] las dos provincias produjeron esculturas de perros. Las figuras antropomorfas en ambas áreas representan jorobados, tocadores de tambores, guerreros, individuos sentados y un enorme rango de figuras en acción. La idea de elaborar figurillas dinámicas es un paralelo significativo aun si no hubo concordancia en el detalle (Kelly, 1948: 66).

    Las palabras de Kelly sin duda fueron proféticas pues afirmó que se podía efectuar el pronóstico, algo temerario, de que cuando estas regiones fueran mejor conocidas, la por ahora discreta distribución pueda ofrecer una continuidad constituyéndose en una suerte de horizonte temprano común (Kelly, 1948: 69).

    Desde el punto de vista de la arqueología institucional, las acciones desarrolladas durante la década de los años cincuenta en el Occidente de México se encontraron llenas de claroscuros. El interés surgido a partir de la exposición de Diego Rivera en el Palacio de las Bellas Artes y la realización de la IV Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología dedicada a esta región (ambas llevadas a cabo en 1946) languidecía en el olvido. Acorde con los nuevos vientos dictados por el Estado mexicano, la arqueología oficial se encontraba dedicada a la exploración y restauración de los que se asumían como los grandes centros ceremoniales mesoamericanos. Dado que el Occidente —a excepción de la cuenca lacustre michoacana— carecía de sitios con arquitectura monumental, la región no recibió ni el interés ni los recursos para ser investigada. Inútil es decir que en este periodo se disparó a niveles dramáticos el saqueo de los sitios arqueológicos y la venta y reproducción de objetos.

    La depredación y la comercialización de toda suerte de objetos arqueológicos dieron pie no sólo a renombradas colecciones, sino también al interés científico. Hacia 1954, el Southwest Museum de Los Ángeles recibió una vasta colección de vasijas y artefactos procedentes de un lugar de la costa nayarita conocida como Peñitas. Esta colección contenía materiales que mostraron enorme semejanza con los típicos materiales del Horizonte tolteca.⁵ Los elementos despertaron la curiosidad de George Brainerd, quien buscó y encontró financiamientos privados que le permitieron emprender exploraciones en dicho lugar a partir de 1956 bajo la tutela de la UCLA. Los asistentes de Brainerd, George E. Fay (1956) y Jacques Bordaz (1964) llevaron a cabo la secuencia de ocupación del sitio y el hallazgo de elementos que establecieron la existencia de relaciones con la zona central de Mesoamérica; a la vez, la realización de extensos reconocimientos de superficie en el sector norte de la planicie costera nayarita permitió registrar abundantes asentamientos, muchos de los cuales habrían desaparecido sin dejar huella de no haber sido por esta intervención.⁶

    Los trabajos de la UCLA en la costa nayarita pronto quedaron a cargo de Clement Meighan, quien exploró el sitio de Amapa a partir de la utilización de fechamientos absolutos, base sobre la cual se elaboró una sólida tipología cerámica; a la vez, el análisis de los objetos de metal y el estudio de los individuos recuperados —el cual proporcionaría datos sobre las características físicas y biológicas de los habitantes del lugar—, constituyeron un verdadero hito en el desarrollo de la arqueología del Occidente mesoamericano (Meighan, 1976).

    Fue en esta etapa también cuando se realizó el Trigésimo Tercero Congreso de Americanistas en San José, Costa Rica (1958), en el cual se dio marco a la discusión sobre la forma en la cual el desarrollo de las áreas nucleares de América habría irradiado sus innovaciones culturales a otras regiones en períodos muy tempranos (correspondientes al Formativo). Los participantes en la discusión señalaron que los probables intercambios sucedidos entre el área Andina y Mesoamérica —con la activa participación de Centroamérica— podrían dar la pauta que explicara la conformación de ambas regiones en zonas de alta cultura.

    A través del Institute of Andean Research —dependiente del Nacional Science Foundation— se acordó llevar a cabo una serie de financiamientos de exploraciones arqueológicas a lo largo de la costa pacífica desde de México a Ecuador. El denominado Proyecto A consideró una serie inicial de 10 operaciones que arrancarían con un reconocimiento de la costa pacífica mexicana comprendida entre la desembocadura del Río Grande de Santiago en Nayarit hasta Puerto Ángel, en Oaxaca. A la cabeza de este magno proyecto quedaron Henry B. Nicholson y Clement Meighan (1974: 8).

    Las características y logros del Proyecto A han sido expuestos en otros trabajos, para el caso que nos ocupa queremos señalar que una de las áreas sujetas a exploración fue la ubicada entre la bahía de Chamela y la desembocadura del río Marabasco en los límites de Jalisco y Colima. En esta área se realizaron tres estudios de sitio entre 1960 y 1961: Barra de Navidad, Playa del Tesoro y Morett. El trabajo en Barra de Navidad fue la primera intervención de un conchero realizada en el Occidente, misma que documentó las características de pobladores cuya economía se basaba en la explotación estacional de recursos de costa y estero (Long y Wire, 1966). Los trabajos realizados en Playa del Tesoro se limitaron, por otro lado, a la sola realización de pozos de sondeo que ofrecieron una inesperada muestra de materiales arqueológicos producto de una larga deposición cultural (Crabtree y Fitzwater, 1962).

    El caso de Morett fue distinto. En sus depósitos culturales se realizaron dos temporadas de excavación en virtud de que se obtuvieron indicios de presentar materiales relativamente más tempranos que los recuperados en los otros sitios. Los resultados del análisis de los materiales fueron publicados en una extensa monografía, la cual contuvo 16 series de fechamiento por radiocarbón y 115 fechas obtenidas por hidratación de obsidiana que permitieron ubicar la ocurrencia de sus tipos cerámicos en el tiempo, estableciendo la que acaso sea hasta ahora una de las secuencias culturales más sólidas de todo el Occidente. Gracias a ella se pudieron caracterizar las dos grandes fases de ocupación del sitio. La primera: Morett Temprano, se ubicó entre el 300 a.C. y el 100 d.C. y la segunda: Morett Tardío, entre el 150 y el 750 d.C. (Meighan, 1972: 87-95).

    Las tareas realizadas por el Proyecto A no se limitaron al reconocimiento y exploración de sitios costeros. Dado que las tumbas de tiro habrían sido asumidas como uno de los rasgos compartidos entre Meso y Sudamérica, se procuró la localización y estudio de algunas de ellas. Fue claro, sin embargo, que los saqueadores no iban a permitir una intromisión de esta índole, razón por la cual fue difícil la ubicación de alguna como objeto de estudio. El Proyecto de la Cuenca de la Magdalena (Etzatlán) a cargo de Stanley Long (1966) logró finalmente su cooperación a cambio de la no interferencia en la venta de las ofrendas de una tumba magnífica que ofreció numerosas figuras y vasijas de barro y otros elementos. Long pudo tener acceso a los materiales no comercializables (como los entierros) así como la posibilidad de conocer las características físicas de ésa y varias tumbas más ubicadas en cinco cementerios del área en donde se encontró la que acaso sea la tumba de tiro más espectacular reportada

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