Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Inmigrantes III: Breslavia, Lisboa, La Habana, Moscú, Buenos Aires
Inmigrantes III: Breslavia, Lisboa, La Habana, Moscú, Buenos Aires
Inmigrantes III: Breslavia, Lisboa, La Habana, Moscú, Buenos Aires
Libro electrónico391 páginas5 horas

Inmigrantes III: Breslavia, Lisboa, La Habana, Moscú, Buenos Aires

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Una ciudad nunca es la misma. En estos espacios cambiantes, cinco escritores –Thomas Sparrow, Felipe Cammaert, Nicolás Ordóñez Carrillo, Francisco Montaña Ibáñez, Tatiana Andrade Mejía– se aventuran a contarnos Moscú antes de la Perestroika; la extraña y lejana Wroclaw, en Polonia; la claroscura Habana; Buenos Aires lejos de los lugares comunes; y Lisboa, dividida por el Tajo, de la mano de un experto en Lobo Antunes. En estas historias, el nomadismo parece una condición natural y necesaria. Coedición El Peregrino Ediciones - eLibros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento22 ene 2015
ISBN9789585862883
Inmigrantes III: Breslavia, Lisboa, La Habana, Moscú, Buenos Aires

Relacionado con Inmigrantes III

Títulos en esta serie (59)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Viajes de interés especial para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Inmigrantes III

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Inmigrantes III - Varios autores

    Inmigrantes III

    * * * * * *

    © 2013, Thomas Sparrow, Felipe Cammaert, Nicolás Ordóñez Carrillo,

    Francisco Montaña Ibáñez, Tatiana Andrade Mejía

    © 2013, El Peregrino Ediciones

    © 2015, de la edición electrónica:

    El Peregrino Ediciones, eLibros Editorial

    Cr. 14 No. 91-01 (401)

    Bogotá, Colombia

    www.elpregrinoediciones.com

    Calle 74 A 22-31, of. 311

    Bogotá, Colombia

    Tel. (571) 345 0122

    www.elibros.com.co

    info@elibros.com.co

    ISBN 978-958-58628-8-3 (epub)

    ISBN 978-958-58628-9-0 (azw)

    Concepto editorial y edición:

    Álvaro Robledo Cadavid

    alvaro@elperegrinoediciones.com

    Juan David Correa

    juandavid@elperegrinoediciones.com

    Sandra Staub

    sandra@elperegrinoediciones.com

    Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra

    sin permiso expreso de los editores.

    Hecho en Colombia - Made in Colombia

    ÍNDICE

    WROCLAW

    Nada sucede dos veces

    Thomas Sparrow

    LISBOA

    Ciudad alegre y triste

    Felipe Cammaert

    LA HABANA

    El silencio del espacio no es casual

    Nicolás Ordóñez Carrillo

    MOSCÚ

    La mirada que lava las huellas

    Francisco Montaña Ibáñez

    BUENOS AIRES

    Voy al Sur

    Tatiana Andrade Mejía

    *

    Autores

    Títulos en coedición

    Nada sucede dos veces

    Thomas Sparrow

    La paradoja de este oficio consiste en que la escritura nace del viaje y el viaje imposibilita la escritura, pues es demasiado precioso como para restarle siquiera un ápice de tiempo.

    Ryszard Kapuscinski

    Este libro toma su nombre de un poema de Wislawa Szymborska y lo hace con la única y expresa intención de rendirle un homenaje personal a esa escritora polaca.

    Con el objetivo de simplificar la lectura y a sabiendas de que en algunos casos no corresponde con la gramática actual de la lengua polaca, este libro omitió ciertos caracteres propios de esa lengua.

    Con una rápida mirada sobre mis hombros cerré la puerta de mi apartamento para no volver nunca más. Bajé sin dilaciones los cinco pisos de escaleras de madera del edificio y tiré el destartalado portón de entrada con una fuerza inusitada, como para marcar ese momento definitivo. Ya afuera y mientras se disipaba el eco del portazo, repasé por última vez la calle Nowowiejska, mi calle. Le dije adiós a Wroclaw, mi ciudad, y emprendí el viaje, como tantas veces lo he hecho, hacia un destino desconocido.

    Ese día fue el 18 de junio de 2011 y así, con ese golpe y esa última ojeada, le puse fin a un periodo que marcó mi vida como pocas etapas lo han hecho. Atrás estaba dejando muchas personas y experiencias: dos compañeros de apartamento a quienes apenas he vuelto a ver, un grupo de amigos ecléctico, una universidad que me dio más lecciones de las que jamás imaginé, una rutina que extraño, un amor que a partir de entonces no supo ser el mismo, un idioma que se ha ido quedando sin voz, una felicidad cuyo eco trato de captar en vano desde la distancia, como si fuera ese último eco del portazo. Ya empezaba a repicar en mi mente ese verso contundente de Wislawa Szymborska: Nada sucede dos veces ni va a suceder.

    Pero también estaba llevando conmigo un equipaje pesado. No sólo las tres maletas exageradamente llenas de ropa, libros y recuerdos, sino sobre todo un cargamento de enseñanzas difíciles de ver a simple vista. Es la costra que se va creando en la piel paso a paso, día a día, tras cada trayecto y con cada anécdota. Es la revelación del descubrimiento y el peso inequívoco del aprendizaje. Es, en pocas palabras, el poder transformador del viaje: cuando partimos para no volver, cuando miramos rápidamente sobre los hombros por una última vez, sabemos que, en esencia, ya no somos los mismos que cuando llegamos. Sabemos que algo poderoso ha ocurrido en nuestro interior. Sabemos que el mundo lo vemos con nuevos ojos y que, en respuesta, ese mundo que creció de repente también nos observa distinto.

    Ahora, cuando ya han pasado varios años y mientras trato de acostumbrarme a vivir lejos de Europa, he empezado a entenderlo: Wroclaw, esa ciudad en el suroccidente de Polonia, tuvo el poder de transformarme. Y lo hizo generosa, sin sutilezas, a pesar de mi desconfianza inicial. Pues si bien ahora observo esa etapa con los lentes poco objetivos de la felicidad y la nostalgia, al principio, cuando me estaba preparando para esa aventura, la situación era muy diferente. Muchas veces pensé en desistir, muchas veces me embargó el temor por lo que me esperaba en esa ciudad impronunciable, en esa esquina convulsa, en ese país del que tan poco sabía. Lo admito: yo no hice muchos esfuerzos para vivir en Wroclaw. De hecho, ocurrió al contrario. Cuando yo cruzaba los dedos para radicarme en otras partes del continente, Wroclaw apostó por mí. Y yo, un hombre inseguro pero curioso, me dejé llevar contra todos los pronósticos. Acepté la apuesta. Ya lo dicen: la vida es más astuta y más terca de lo que pensamos.

    Desde cuando tomé la decisión de vivir en Polonia han pasado cuatro años y otras dos experiencias en países nuevos: España y Estados Unidos. Hoy me separa de Wroclaw una distancia que se me hace eterna: 8.592 kilómetros, un océano entero. Nada en mi ciudad actual –Miami Beach– me recuerda a Polonia y, sin embargo, todos los días me acuerdo. Todos los días abro el cofre donde guardo lo único que me queda de Polonia: una bruma de recuerdos. Y lucho a muerte con mi memoria, esa saqueadora obstinada que borronea a su antojo los eventos del pasado y redefine sus contornos. Ya no tengo registro de todo y a veces Wroclaw parece más una invención de mi cabeza que una realidad tajante, pero no estoy dispuesto a dejarme vencer por esa ladrona. Eso nunca. Necesito dejar la experiencia plasmada. Necesito registrarla de algún modo. Por eso, en últimas, escribo este libro.

    ***

    La primera en poner el grito en el cielo fue mi abuela, sentada en su balcón en Bogotá, con sus agujas de tejer en la mano y sus arrugas más pronunciadas que de costumbre. Le conté que la Comisión Europea me había otorgado una beca para hacer primero un año de estudios de maestría en Leipzig, Alemania, y luego otro en Wroclaw. Alemania le pareció natural, pero Polonia la sorprendió: ¿Y usted qué va a hacer en ese país tan desabrido?, me dijo. Semejante pregunta, cuando tal vez esperaba otra menos dramática y contundente o simplemente imaginaba que abriría los ojos en señal de incredulidad, me dejó sin palabras. No supe qué responder. No atiné a preguntarle por qué tenía esa imagen de Polonia. Y parece que me quedaré sin saberlo: desde que una enfermedad dejó su memoria en blanco, ella sólo ríe para combatir el silencio largo y doloroso que se ha instalado en su cabeza. Ya ni recuerda, si alguna vez lo supo, que estuve en ese lugar tan desabrido. Mucho menos sabe que me encantó.

    Pero lo cierto es que, como a ella, mi decisión de viajar a Polonia sorprendió a casi todos a mi alrededor. Cuando revelaba a mis amigos y familiares mi nuevo destino, la reacción siempre, sin falta, era la misma: ¡¿Polonia?! ¡¿Y por qué Polonia?!.

    No los culpo. Incluso a mí me asombró. Cuando me postulé a las becas que ofrece la Comisión Europea alrededor de Europa, lo hice pensando en que me aceptaría para estudiar en Alemania e Inglaterra, los dos países europeos más cercanos a mi corazón. Por el hecho de tener familia inglesa y haber estudiado en un colegio alemán, esos dos países eran dos opciones obvias, cómodas, en las que tenía (eso pensaba) todas las probabilidades de ser aceptado. Pero la carta de admisión llegó con una condición que a la vez fue un desafío: no tenía cupo en Londres pero sí una beca en Wroclaw, una ciudad de la que –confieso– jamás había escuchado. Con la carta llegaron mis dudas: ¿Qué carajos iba a hacer yo en Polonia? ¿Qué giro abrupto estaba a punto de darle a mi vida? Lo pensé, lo volví a pensar, y finalmente acepté por el ejemplo de dos personas, que a la vez son muy distintas y muy parecidas: el escritor Ryszard Kapuscinski y mi padre.

    En esencia, los dos hombres representan el mismo atractivo: unas ansias a veces incontrolables de conocer el mundo, un interés por darle un sentido a lo inexplorado, una inconformidad con el estado natural de las cosas, una curiosidad extrema.

    A Kapuscinski lo conocí muy temprano, cuando yo apenas estaba empezando mi carrera periodística y cuando las dudas sobre la veracidad de sus historias todavía no rondaban de manera tan contundente su imagen de célebre reportero. Inmediatamente, desde la primera página que leí, me atrapó su prosa clara y sin rodeos para desvelar los temas profundos de cada uno de sus destinos. Me fascinó como escritor, como periodista y como viajero. Y, muy pronto lo sabría, también como polaco, pues cuando me enteré de que mi hogar temporal sería Wroclaw, lo releí en una clave distinta. Sentí como si fuera un guiño del destino que el descubrimiento de mi autor favorito precediera mi viaje a su país natal (y con todos los gastos pagos). Sentí que, a mi modo, podría seguir sus pasos, viajar y escribir sobre lo viajado.

    Empecé, entonces, por crear un blog de viajes llamado La Jungla Polaca, en honor a su primer libro, que publicó en 1962 con el objetivo de adentrarse en la Polonia profunda. Mi intención era retratar la que sería mi primera experiencia real como periodista y viajero. Con el paso del tiempo, mi jungla polaca se convirtió en una bitácora en la que reuní una amplia variedad de temas. Escribí sobre el invierno, la vecindad, el idioma, los trenes y la nostalgia. Recordé la vez que me tomé un café en Bogotá con Artur Domoslawski, el biógrafo de Kapuscinski, y narré mis aventuras de viaje por países fascinantes como Azerbaiyán, Ucrania o Bosnia y Herzegovina. Y lo hice con dos metas muy claras: darle sentido a mis experiencias a través de la palabra escrita y no olvidarlas. Fue mi cuaderno de ejercicio, mi experimento literario, mi memoria externa. Y ahora, también, es la base de esta historia.

    Mi padre también jugó un papel central en mi decisión de aventurarme a lo desconocido, pero de manera distinta al célebre escritor polaco. Pues mientras Kapuscinski fue la inspiración teórica, mi padre fue la inspiración cercana, real y práctica. Él, un inglés de rutinas estrictas, viajó 8.500 kilómetros en diciembre de 1982 para establecerse en un país que no conocía y que vivía una de sus peores épocas de violencia: Colombia. Lo hizo por amor a una colombiana que ya no está, pero también, estoy seguro, por ese hormigueo extraño pero emocionante que se siente en la lejanía, cuando todo es nuevo, cuando todo es ajeno. Preguntarle por su experiencia, por sus miedos y sus sueños me convenció definitivamente de viajar a Wroclaw y me sirvió como aliciente cada vez que las dudas me tentaron con preferir la comodidad de lo conocido: si él dejó su Europa natal para establecerse en Colombia, un país tan remoto en su imaginario, ¿por qué no iba a hacer lo mismo yo, casi treinta años después, pero a la inversa?

    ***

    Dos ojos grandes, de un azul inolvidable, marcaron mi primer acercamiento real a Polonia: los ojos profundos e indescifrables de Aleksandra, más conocida como Ola, una estudiante políglota con la que empecé un tándem lingüístico durante mi estadía en Leipzig, la ciudad alemana en la que me preparé para mi aventura polaca.

    Una vez a la semana, a veces más, Ola y yo nos reuníamos en el café de una librería en el centro de la ciudad, siempre acompañados del aroma de un té de vainilla, para crear nuestra propia Torre de Babel: yo, un colombiano inglés, le explicaba el español a una polaca en alemán, para que la polaca me explicara en alemán a mí, el colombiano inglés, lo que debía entender de su idioma, el polaco.

    Con ejercicios en mano, una disciplina rigurosa y una paciencia que nunca dejé de admirar, Ola exponía en cada una de nuestras reuniones el inventario de sonidos, géneros y casos que hacen de ese idioma eslavo uno de los más complicados del mundo.

    No exagero: palabras tan básicas como hombre, niña, disculpe o gracias son tan enredadas que es casi imposible pronunciarlas bien. Y cuando gracias a Ola lo lograba, empezaba el siguiente reto. Claro, los sustantivos hay que declinarlos.

    Y como no tengo suficiente con los cuatro casos del alemán –que duré quince años en aprender– el polaco tenía siete. Eso significa que cada sustantivo polaco tiene siete terminaciones en plural y siete en singular. Así, por ejemplo, la palabra rower (bicicleta) podía terminar convertida en roweru, rowerowi, rower, rowerem o rowerze, y en plural en rowery, roweróv, rowerom, rowery, rowerami, rowerach (¡!) Y si decidía agregarle un adjetivo, se complicaba el problema hasta el infinito: éste también cambia, pero de forma distinta al sustantivo. Eso da, en total, algo así como ocheta y cuatro formas distintas.

    Y no es todo: a diferencia del inglés, del español y del alemán, en polaco los nombres propios también se modifican dependiendo del caso. Así que además de jugar con palabras como Bogoty y Kolumbii cuando debía explicar de dónde venía, a veces me tocaba pensar en mi propio nombre: unas veces me decían Thomas (o Tomasz) y otras veces Tomek, Tomku o Tomaszu. Se complica aún más. Casi todos los nombres en polaco tienen un diminutivo que predomina en el día a día: Aleksandra es Ola, Ewa es Ewunia, Jaroslaw es Jarek, Katarzyna es Kasia, Joanna es Asia y Agnieszka es Aga. Y hay que aprendérselos de memoria.

    Así, en medio de esa locura lingüística que me fascinaba y aterraba por igual, trascurrieron nuestras tardes hasta que pasó lo inevitable. Mi interés por las conjugaciones verbales empezó a decaer al tiempo que aumentaba mi curiosidad por la mujer que se escondía tras todas esas reglas. El tándem dio paso al coqueteo, al misterio, a esas estrategias de conquista tan típicas del amor juvenil.

    Una noche, después de compartir nuestros conocimientos lingüísticos, Ola y yo salimos de nuestro café de siempre, fuimos a un restaurante popular del centro de Leipzig y, con una luz tenue que me llenó de valentía, la tomé de la mano. Hablando en alemán, una lengua contundente que se presta poco para cuando brota mi sentimentalismo colombiano y se esconde mi pragmatismo inglés, la hermosa polaca y yo confesamos nuestros sentimientos y nuestros miedos. Nuestro amor, concluimos, era imposible: ella debía permanecer en Alemania y yo estaba por marcharme a Wroclaw. Pero nos prometimos, todavía con nuestras manos enlazadas en una sola, que sin importar nuestros caminos, sin importar la distancia ni las diferencias culturales, haríamos hasta lo imposible por vernos al menos una vez al año.

    El acuerdo me satisfizo. Era, al fin y al cabo, una promesa romántica, una decisión que me permitía seguir soñando. Pero de repente, sin dar ninguna señal, Ola desapareció. No volví a saber de ella. No respondía a mis llamadas ni a mis correos llenos de florituras vergonzosas. No aceptaba mis invitaciones a practicar idiomas. Una vez, incluso, nos cruzamos en la calle y ella siguió derecho. Me vio, lo sé, lo sentí, pero no se detuvo. Mis dudas aumentaron. Yo tenía claro que no había hecho nada malo (más allá, tal vez, de ser demasiado romántico) y sin embargo no hallaba la respuesta a una pregunta que no salía de mi cabeza: ¿Por qué se esfumó de repente tras hacer semejante promesa?

    Obstinado con buscar una respuesta a esa duda que me estaba atormentando, no noté de inmediato que mi dilema estaba generando un efecto inesperado. Tal vez precisamente porque nunca entendí las razones de su partida, o más bien porque no tenerla cerca hizo que la quisiera aún más, su ausencia causó en mí una necesidad infinita por tratar de comprender Polonia (y de paso, obvio, a sus mujeres).

    Y como ella seguía en silencio y yo no estaba dispuesto a cejar en mi objetivo de aprender de su país, me rendí ante una forma más tradicional de conocimiento. Con un grupo de alemanes me inscribí en clases de polaco en la universidad con un profesor bigotudo, bonachón y de nombre impronunciable: Matijaszczuk. Y ya sin riesgo alguno de tener distracciones amorosas pude empezar a desplegar mis incipientes habilidades en mi nueva lengua: aprendí cómo dar indicaciones a un taxi, decir que soy periodista y explicar el popurrí de países que componen mi biografía. Sobre todo, me llevé una frase valiosa, que me serviría una y otra vez: nie mówie po polsku (no hablo polaco). Fue la base perfecta (o eso creía) para cruzar finalmente la frontera entre Alemania y Polonia.

    Pero faltaba cerrar un capítulo. Del mismo modo en que desapareció, Ola volvió a mi vida de repente, cuando apenas me faltaban unos días para partir de Leipzig a Wroclaw. En un breve mensaje de texto, me pidió que nos viéramos en el centro de la ciudad al día siguiente. Y yo, con un sutil indicio de esperanza, acepté. Ola no dio muchas explicaciones. O puede que sí, pero admito que esta batalla la ganó mi memoria: estaba tan confundido que no logro acordarme de todo lo que me dijo. Sí recuerdo, eso sí, el aroma del café que nos tomamos, sus ojos como siempre indescifrables y un perdón escueto en el que me confesó que estaba confundida. Y como prueba contundente de que el reencuentro no me lo inventé, de que mi cabeza no me está haciendo trampa, me queda la hoja rasgada de un libro que me regaló sobre Polonia y que llevo conmigo desde entonces. Contiene una dedicatoria en polaco escrita a mano, en letra pegada, con pluma y en tinta negra: Conocer a aquellas personas que sienten lo mismo que nosotros y perciben el mundo de la misma manera es la mayor fortuna en la tierra, dice. Y concluye con una frase que considero, desde ese día, una hermosa premonición: Para que Wroclaw y toda Polonia sean una de las paradas más importantes en tu vida.

    ***

    La primera impresión de Wroclaw, en vez de calmar mis dudas e inseguridades sobre lo desconocido, consiguió aumentarlas. Y sin mucha dificultad. A Wroclaw llegué en un día lluvioso de otoño, con un excesivo cargamento de maletas e ilusiones, y mis primeros pasos los di en su estación de tren. ¡Y vaya estación de tren!

    Acostumbrado a las impolutas e impersonales estaciones alemanas, donde casi todo funciona sin mayores inconvenientes (y donde podía comunicarme sin titubear), la de Wroclaw me pareció a primera vista un remanente de la guerra. No sé por qué ese fue mi primer pensamiento cuando me bajé del tren: tal vez por mi ignorancia del país o por la tendencia –a veces imprecisa– de vincular a Polonia con la Segunda Guerra Mundial, así como algunos tienden a relacionar a Colombia con el narcotráfico.

    Lo cierto es que la estación Wroclaw Glowny, construida en el siglo XIX, parecía no haber avanzado mucho desde entonces. Monocromática en gris, alborotada y sucia, carente de orden y sin otra guía para el recién llegado más que un altavoz ininteligible, me dispuse a bajar mi equipaje por las escaleras (claro, no había ascensor ni rampa) hasta un túnel aún más lúgubre donde debía encontrar un taxi bajo la lluvia. Me invadía ya ese sentimiento de aventura y de exploración que tantas veces iba a sentir desde entonces, y en mi cabeza empezaba a repetirse una pregunta como un disco rayado: ¿Dónde carajos me había metido?

    En ese momento no lo sabía, pero luego entendí el caos: la estación de tren estaba en obra como preparación para la Eurocopa de 2012, en la que Wroclaw serviría de sede. Por eso nada funcionaba sin molestias. Volvería a visitar esa estación una y otra vez para iniciar mis viajes por Europa del Este, cada vez con la valentía para tratar de entender su funcionamiento y siempre, al final, con más de una anécdota para contarles a mis amigos. Hoy, cuando rememoro con algunos de ellos nuestra época polaca, todavía nos reímos de las filas eternas para comprar un billete, las dificultades idiomáticas para entender los mensajes de los altavoces o las innumerables veces que nos equivocamos de peron, como se le dice a cada andén en la estación. Era toda una aventura salir de Wroclaw en tren, pero cuando lo lográbamos –a veces molestos, a veces triunfantes– nos sentíamos invencibles.

    Pero no tuve esa sensación al llegar a Wroclaw por primera vez y tampoco cambió mucho cuando di el siguiente paso: conocer mi hogar. Algunos estudiantes ya me habían explicado la locura que se genera en las habitaciones compartidas de las residencias estudiantiles llamadas Kredka y Olowek. Significan crayola y lápiz en polaco –palabras que me remiten a mi niñez– y justifican sus nombres por la forma alargada de los dos edificios y su terminación en punta, pero por nada más. Adentro, todo lo que ocurre carece de cualquier carácter infantil (y, de paso, también de cualquier responsabilidad adulta).

    Olowek, mi residencia, no se parece a nada que haya visto en mi vida. A veces, cuando intento describírsela a alguien que no tiene referencias de mi vida en Polonia, siento que se me escapan las palabras exactas, que no logro abarcar el lugar en toda su magnitud. Ya varias veces me ha pasado que, al terminar mi explicación sobre mi primer hogar, mi interlocutor se queda en silencio, abre los ojos y sólo atina a preguntar ¡¿en serio?!.

    Olowek, cuya fachada es gris y está sucia, tiene un ambiente internacional marcado, que se nota desde la misma entrada por el flujo constante de estudiantes de intercambio que viven apiñados en pisos y pisos de impersonales habitaciones. Éstas, en su mayoría, son compartidas: cuatro personas –escogidas aleatoriamente, pero siempre del mismo sexo– utilizan dos cuartos, un baño y una cocina. Cada persona paga alrededor de 100 euros al mes y a cambio recibe un catre (no es una cama), un escritorio y un armario. Esta vida frugal es un contraste evidente con la poblada y colorida vista de los techos de la ciudad, un privilegio de los cuartos más altos y una de las pocas ventajas de este lugar si se compara con un apartamento privado.

    En Olowek, a diferencia de Kredka, la mayoría de los residentes no son polacos y esto, claro, afecta las actividades que se desarrollan en su interior. Juntar a tantas nacionalidades y culturas tan distintas en un lugar cerrado y concentrado –y sobre todo si se trata de universitarios de intercambio– es una bomba a punto de explotar. O, mejor, una bomba que en Wroclaw explotó con frecuencia. Casi todos los días, alguna de las habitaciones terminaba convertida en el escenario de una fiesta irracional.

    A veces eran temáticas: mi amiga Magda, que vivió una larga temporada en Olowek y participó en todas las actividades, recuerda la fiesta celestial, en la que unos jóvenes disfrazados de curas se dedicaron a ‘casar’ parejas, o la fiesta de los cerrojos, en la que se repartieron candados para que los libidinosos pudieran encerrarse donde quisieran. Y cuando no eran temáticas, igual se llevaban a los extremos. Por solo nombrar un ejemplo menor, más de una vez algún borracho hizo sonar la alarma del edificio a las 4 de la mañana. Y no era cualquier cosa: a diferencia del ruido tradicional de una alarma, la de Olowek era una voz portentosa que gritaba ¡uwaga, uwaga, uwaga! (¡atención!) por un altoparlante. Casi muero del susto la primera vez que me despertó esa voz desconocida en ese idioma extraño, a esa hora inhumana y por un parlante que ni siquiera había notado en mi habitación.

    En realidad, todo podía pasar en las noches de Olowek, pero nunca faltaba la Zubrowka: un traicionero vodka de centeno con 40 por ciento de alcohol que se toma solo o con jugo de manzana. Es uno de los productos más conocidos de Polonia, no sólo por su sabor sino también por un pasto largo que flota dentro del líquido y que representa la pradera donde rumian los bisontes. Es uno de esos suvenires que todos, tarde o temprano, terminan llevando a casa.

    Para contrarrestar la locura estudiantil están unas conserjes, un batallón de mujeres impertérritas, todas de edad, todas reacias a hablarles a los extranjeros en cualquier idioma que no sea polaco y cuya única labor es prohibirlo todo. Prohibir las visitas nocturnas a Olowek, prohibir las fiestas, prohibir el ruido, prohibir la entrada de los residentes a deshoras. Todas las noches, entre las dos y las tres de la mañana, estas mujeres recorren piso por piso, habitación por habitación, para asegurarse de que no haya nada fuera de lugar. A esa hora no entra ni sale nadie de Olowek y ellas están ahí para asegurarse de ello. Son mujeres amargadas e incapaces: a pesar de sus esfuerzos, casi nunca se salen con la suya ante la creatividad desbordada de los jóvenes en plan de fiesta.

    Desde mi llegada a Olowek supe que me quería ir. No porque desdeñara las celebraciones en sí, sino porque esperaba que mi hogar fuera un sitio más privado, donde el control lo pudiera tener yo y no las viejas porteras, y donde me acompañaran el silencio y el espacio para hacer lo que más soñaba: escribir sobre mi vida polaca.

    Tuve la fortuna, eso sí, que un golpe de suerte me permitió obtener uno de los pocos cuartos individuales durante el tiempo que viví en Olowek, que además estaba en uno de los pisos desde donde podía ver la ciudad a lo lejos. Un estudiante español, desesperado en su soledad, me abordó apenas entré por la puerta de la residencia por primera vez, me preguntó si yo recibiría una habitación compartida y, tras mi respuesta afirmativa, me ofreció un trueque: él me entregaba su soledad y yo, una vida comunitaria. Los dos quedamos felices. Así, yo me instalé en una enorme habitación individual y sólo tuve que dividir la cocina y el baño con una persona: un químico ucraniano de unos cuarenta años, casado y con un pequeño hijo, que estaba haciendo una investigación en Wroclaw.

    Pensé, apenas lo conocí, que sería otro golpe de suerte: no un estudiante ruidoso sino un profesional con cierta edad y experiencia. Pero me equivoqué. Viktor –así se llamaba– era en efecto silencioso, pero tenía un serio problema con el alcohol. Cuando en las noches llegaba cansado de su laboratorio y me veía leyendo o estudiando, siempre insistía en que lo acompañara y yo, incapaz de decirle que no, terminaba escuchándole sus quejas. Nuestra primera conversación, cuando yo apenas me estaba instalando, fue así:

    —¿Perdón, tiene un minuto?— me dijo en un inglés cortado.

    —Sí, claro. ¿Cómo puedo ayudarle?— le respondí, pensando que tenía algún problema.

    —¡Maravilloso! ¡Vamos a tomar!.

    Acto seguido sacó seis cervezas de su cuarto, se disculpó por no

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1