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Inmigrantes: Nueva York, Bogotá, Madrid, El Paso, Montreal
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Inmigrantes: Nueva York, Bogotá, Madrid, El Paso, Montreal
Libro electrónico238 páginas2 horas

Inmigrantes: Nueva York, Bogotá, Madrid, El Paso, Montreal

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Cinco ciudades –Nueva York, Bogotá, Madrid, El Paso, Montreal– contadas por igual número de escritores –Alain de Beaufort, Jaime Arracó, Adriana V. López, Joseph Avski, Catalina Holguín– que suponen un viaje a lo más íntimo y conmovedor de la experiencia del viajero. A la manera de los diarios de viaje, estos relatos tienen la fuerza, el humor y la emoción de la mejor literatura de No-Ficción. Coedición El Peregrino Ediciones - eLibros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento22 ene 2015
ISBN9789585862845
Inmigrantes: Nueva York, Bogotá, Madrid, El Paso, Montreal

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    Inmigrantes - Varios autores

    Inmigrantes

    * * * * * *

    © 2012, Alain de Beaufort, Jaime Arracó Montoliu,

    Adriana V. López, Joseph Avski, Catalina Holguín Jaramillo

    © 2012, El Peregrino Ediciones

    © 2015, de la edición electrónica:

    El Peregrino Ediciones, eLibros Editorial

    Bogotá, Colombia

    www.elpregrinoediciones.com

    Calle 74 A 22-31, of. 311

    Bogotá, Colombia

    Tel. (571) 345 0122

    www.elibros.com.co

    info@elibros.com.co

    ISBN 978-958-58628-4-5 (epub)

    ISBN 978-958-58628-5-2 (azw)

    ISBN 978-958-44-9337-8 (colección impresa)

    Concepto editorial y edición:

    Álvaro Robledo Cadavid

    alvaro@elperegrinoediciones.com

    Juan David Correa

    juandavid@elperegrinoediciones.com

    Ana Virginia Isaza

    ana@elperegrinoediciones.com

    Diseño:

    Clementina Grillo

    Ana Virginia Isaza

    Traducción Madrid. El oso y el madroño:

    Álvaro Robledo Cadavid

    Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra

    sin permiso expreso de los editores.

    Hecho en Colombia - Made in Colombia

    ÍNDICE

    NUEVA YORK

    Sueños de 99 centavos

    Alain de Beaufort

    BOGOTÁ

    Creencias de un reconquistador

    Jaime Arracó Montoliu

    MADRID

    El oso y el madroño

    Adriana V. López

    EL PASO

    A un Paso de Juárez

    Joseph Avski

    MONTREAL

    Días breves

    Catalina Holguín Jaramillo

    *

    Autores

    Títulos en coedición

    Sueños de 99 centavos

    Alain de Beaufort

    "It occurred to Jeff that he had entered the vague phase of his life. He had a vague idea of things, a vague sense of what was happening in the world, a vague sense of having met someone before. It was like being vaguely drunk all the time".

    Jeff in Venice, Death in Varanasi, Geoff Dyer.

    Tengo una idea para escribir un best seller. Tendría lugar aquí, en Williamsburg, y su protagonista sería un asesino en serie. Cargo conmigo una libreta que compré en un almacén llamado 99 Cent Dreams, ‘Sueños de 99 centavos’. Me costó un dólar y tres centavos con el impuesto de venta. Es una libreta de Dora, la Exploradora y en ella anoto todo tipo de torturas y aberraciones sexuales. Cuando llegue el día que me siente a escribirla, quiero tener estas ocurrencias a la mano como referencia.

    Se me ocurre que sería chistoso y trágico que mi libreta cayera en manos extrañas. En manos, por ejemplo, de una compañera de trabajo a quien no creo caerle bien. No me lo ha dicho con palabras, pero me da la sensación de que ella piensa que soy ridículo.

    Se te olvidó colocar la cuchara para la sopa de la mesa seis, me dijo el otro día.

    Lo siento, tengo problemas en la casa, le dije yo.

    ¿De qué hablas?.

    Yo me encogí de hombros porque no supe explicarle que soy adicto al chiste flojo.

    Su ceño estaba tan fruncido que creo que se demoró media hora en desarrugarse.

    Pero yo no tengo nada contra ella. Me parece talentosa. Hace unos dibujos abstractos en tinta que parecen cortes horizontales de troncos de árbol. Son neuróticamente detallados: se demora semanas enteras terminando una obra.

    Me gustaría tener un talento. Que alguien dijera: ¡Ese Alain es un putas para volar cometas! o "Nadie le llega a los tobillos al Alain en cuestión de Súper Mario Bros.".

    Me han dicho que soy bueno para animar fiestas y dormir bebés, pero creo que solo lo dicen para hacerme sentir mejor cuando me auto-compadezco.

    En mi fantasía le mandaría un par de capítulos a todas las casas editoriales gigantes y ellas se pelearían por mi manuscrito. Random House, la misma que publicó El Código Da Vinci, saldría ganando luego de darme un anticipo de cinco millones de dólares. Esa misma noche saldría con mi esposa y mi hijo a celebrar a Daniel, el mejor restaurante francés de Nueva York (o por lo menos el más caro). Pero antes iríamos de compras a Bergdorf’s porque el smoking con el que me casé tiene un roto en la manga y mi esposa siempre ha querido un par de tacones de Christian Louboutin. Gastaríamos unos cincuenta mil dólares en nuestra pinta para esa noche, incluyendo un traje confeccionado con lana asargada para mi hijo, diseñado por Tom Ford.

    En el restaurante pediría una botella de Dom Pérignon Oenothèque y caviar Ossetra. Mi hijo, que tiene dos años, lo escupiría sobre el mantel blanco. Pensándolo mejor, lo dejaríamos con una niñera tibetana en una suite del hotel Gramercy.

    Hagamos un brindis, le diría en inglés a mi esposa Amanda, porque ella es gringa.

    ¿Por qué brindamos?.

    Brindemos por nosotros que ya éramos felices sin tanta riqueza.

    ¡Chin-chín!.

    Nos tomaríamos la copa entera de un sorbo.

    ¿Pero sabes qué?, le diría yo.

    ¿Qué?.

    Siento que debo reconectarme con mis raíces bogotanas. Siento que tengo que reconectarme con lo que es real. Esto no es real, es una fantasía. Quiero que compremos una casa en Chapinero y vivamos en ella hasta que termine mi novela.

    Está bien, pero primero pasemos unas vacaciones junto al mar, diría ella.

    Entonces pasaríamos una semana idílica en el Irotama en donde engendraríamos una hija.

    *

    Mi álter ego en la novela del asesino en serie, el detective Alonso Barbosa del precinto 22, investiga el asesinato de un tatuador cuyo cadáver fue encontrado dentro de la fábrica abandonada de azúcar Dominó, cuando recibe una llamada de la central.

    ¿Qué? ¿Otros cadáveres?, le grita a su celular.

    Resulta que han encontrado otros dos cadáveres, el de una diseñadora de modas y el de un barista.

    ¡Maldita sea!, le gritaría a la orilla del Río del Este. Esto es justo lo que yo necesitaba.

    Barbosa está bravo, su esposa quiere divorciarse porque él trabaja demasiado. Estos asesinatos no van a mejorar la situación.

    Su compañero, el teniente Manischewitz, está interrogando al graffitero que encontró el cuerpo. Barbosa los interrumpe.

    Vamos, encontraron otros dos cuerpos en la sala de cambio del American Apparel en la calle Norte 9. Quiero ver si están conectados. Algo en mi tripa me dice que lo están.

    Manischewitz maneja las tres cuadras hacia la siguiente escena del crimen. Los patólogos forenses ya están ahí. Barbosa entra al almacén y sin preguntar se dirige a la sala de cambios. Él conoce bien este almacén. Su esposa trabajó en esta sucursal dos años antes de ser transferida a la sucursal de Soho.

    *

    Aquí le meto un flashback a la primera vez que Barbosa y su esposa, Fallon, hicieron el amor. Ella estaba vestida como una prostituta enjaulada del barrio Santa Fe, pero toda su ropa era de marca American Apparel: desde su balaca rosada fosforescente hasta sus calentadoras doradas. Barbosa, como yo, es alto, delgado y ligeramente panzón. Es lampiño excepto alrededor de sus pezones y su área pélvica. Su pene es un poco más grande que el mío. Todo ocurrió un día de verano durante la ola de calor de 2006 y el aire acondicionado de su apartamento estaba dañado. Su cuerpo emanaba litros de sudor que ella bebía con vehemencia.

    No hay nada que me excite más que el sudor de un hombre, le dijo ella.

    Barbosa se sintió muy feliz porque él era un sudador notorio.

    A veces me excito creando estas escenas en mi cabeza y tengo que interrumpir unos minutos.

    *

    Hace cinco años que vivo en Williamsburg. Comparto un apartamento de una sola recámara con mi esposa Amanda y mi hijo Henry Hugh. Es en el sexto piso de un edificio viejo sin ascensor. Eso sí, tengo una buena vista del Empire State Building y de los demás rascacielos que lo rodean. También tengo los glúteos súper tonificados.

    Me gusta este vecindario, es play y desde que tengo memoria he querido ser play, lo que llaman un guanabí.

    ¿Qué es ser play? Pues, una definición exacta me ha evadido siempre: muta con el tiempo. Lo que es play un día, es una boleta al siguiente, aunque la verdadera esencia de lo play no es play. Empezando por la palabra play que creo que ya no es usada por la juventudes bogotanas o, si se usa, es de forma sarcástica o meta-irónica. Hay muchas cosas que hago tratando de ser play, o anticipándome a lo que será play. Pero solo me estoy engañando porque ya perdí mi oportunidad de ser play, soy demasiado cucho y prefiero concentrarme en ser un buen papá.

    Mi esperanza es que Henry Hugh algún día sea el más play. Lo más importante para alcanzar este fin, es que él desconozca este concepto por completo. Ustedes pensarán que la manera mas lógica de proceder sería mudándonos a Boise, Idaho, o a Fusagasugá y no permanecer en el ojo del huracán play que es Williamsburg. Yo pienso diferente, la gente acá se esfuerza día a día para no ser play. Pregúntele a cualquier persona en estas calles si es play, o un hipster o cool. Ellos le dirán que no, que ellos son nerds. Rodeado de esta gente, Henry va a crecer pensando que ser nerd es play.

    *

    Hace veinte años, Williamsburg no era más que un montón de bodegas y fábricas abandonadas a la orilla opuesta del río Este, frente a Manhattan. Luego llegaron unos artistas muertos de hambre a vivir dentro de ellas: los arriendos en el Lower East Side y Soho ya no se prestaban para la vida bohemia. Poco después se puso de moda y para acortar una historia larga, los artistas muertos de hambre ahora viven en Bushwick, Bedstuy y hasta en Rockaway.

    Por el momento puedo permanecer en Williamsburg porque tengo un arriendo relativamente barato (US 1500) y porque no soy artista, aunque sí soy, metafóricamente, un muerto de hambre.

    *

    Tenía pensado que el sicópata de mi novela solo matara hipsters, pero todavía no sé cuál sea su bronca con ellos. Quizás lo rechazaron por ser un guanabí, o quizás se quedó sin vivienda a causa del proceso de aburguesamiento generado por la llegada de estos, o quizás el asesino es un hipster que quiere deshacerse de los demás hipsters, o un jasídico ofendido por las niñas que montan cicla en brassiere en el verano. Creo que se me ocurrirá en un momento inesperado y cuando esto pase tendré mi libreta lista.

    *

    A veces trato de imaginarme cómo sería mi vida en Bogotá si todavía estuviera allá. Seguramente sería profesor de inglés y traductor, de mesero no me alcanzaría. Me levantaría temprano para darle clase a un ejecutivo de alguna empresa gringa. Sería una clase de conversación. Trataríamos de evitar temas controvertidos, pero el alumno navegaría la conversación hacia su vida personal: a su ex-mujer que lo dejó por intransigente y por su fobia a los micos. Después de la clase me devolvería a mi apartamento en Chapinero, cerca al Carulla de la calle 63. Me desayunaría un caldo de costilla y una arepa con queso en la cafetería de abajo y luego me echaría una siesta. Al despertarme, me pondría una sudadera y me dirigiría al gimnasio BodyTech porque, gracias a una promoción, me dejarían usar sus servicios gratuitamente por un mes. En ese mes tendría la esperanza de perder mi pancita incipiente. Después de una clase de Zumba en la que casi perdería el conocimiento por falta de oxígeno, me devolvería a mi apartamento a bajar música ilegalmente. Mi mamá me llamaría antes del mediodía y me pediría que la acompañara al restaurante macrobiótico.

    Lo siento mami, pero estoy ocupado con los subtítulos para un documental, le diría yo.

    Ah, bueno, lástima. Porque también quería que me acompañara al Andino a cambiar una cartera y de paso mirar si hay un par de zapatos que le gusten, que no soporto verlo con eso tenis cochinos en que anda, me diría ella.

    No pues, más bien me trasnocho.

    Yo le pito y usted baja.

    En el restaurante Transformación, también conocido como el Macrobiótico, nos sentamos en la mesa comunal con nuestro tazón de arroz integral y un plato con acelgas.

    Mijo, tiene los labios inflamados, eso quiere decir que tiene el intestino inflamado. Está comiendo mucha porquería, debería venirse a vivir conmigo a Suba. Yo le cocino y le lavo la ropita, me diría mi mamá.

    Yo me haría el que estoy masticando mi arroz las recomendadas cuarenta veces.

    Mi mamá vive en una casa-quinta en el barrio Tuna Alta de Suba. Tiene un jardín precioso porque ella lo cuida maniáticamente. En el verano lo rocía dos veces y en el invierno le reza a San Silvestre para que no se le inunde demasiado.

    Por la tarde, estrenaría mis tenis nuevos en otra clase de conversación, con una catana casada con un ejecutivo de la BP. Tendría unos cuarenta años y la clase consistiría en fornicar en inglés.

    De vez en cuando me levantaría una borracha de un bar como In Vitro, pero la cosa no duraría porque, al salir el sol, ella sería un espanto, o se daría cuenta de que soy un muerto de hambre; que hice siete semestres de Antropología en los Andes de donde me botaron por vago, y seis de Literatura en la Javeriana, de donde me salí antes de que me botaran.

    *

    Soy uno de los 18 millones de meseros que laboran hoy en día en Nueva York. Creo que hay mas meseros que comensales, aunque muchos meseros también son comensales. Trabajo a seis cuadras de mi apartamento, lo cual es un lujo. No me toca esperar a que pase el tren A a las tres de la mañana.

    El restaurante en el que trabajo, Marlow & Sons, es replay. La comida que se sirve está hecha con ingredientes de temporada, orgánicos y locales. Hay un pollo al ladrillo, que es un pollo que se deshuesa parcialmente y se fríe en un sartén con una pesa de hierro inmensa encima. Suena muy simple, pero queda crocantico y jugosito. El resto del menú cambia todos los días. La gente da de propina un promedio de 22% del valor total de la cuenta. Esto es así, porque si son buena gente, les regalamos un postre o un trago de Fernet Branca. No me quejo, esto me permite permanecer a flote en una ciudad tan cara. Mi esposa sí tiene un trabajo de verdad como relacionista pública para museos y entidades culturales.

    Fui mesero en Bogotá, pero en mi propio restaurante: Calcutta. Era de comida india y la gente dejaba de propina un promedio de 8%, que igual nos quedábamos porque a los demás meseros se las daba un sueldo fijo. No me tramaba ser mesero en Bogotá, el comensal de allá es muy condescendiente: le agarra el brazo a uno para que le traiga una gaseosa con poquito hielo, lo llaman a uno sardino, así tengan menos años, le preguntan a uno cuando les toca esperar por una mesa: ¿Es que usted no sabe quién soy yo?.

    Siempre he sido un poco distraído y la embarro olvidándome de una porción de pan o de una cuchara para la sopa, pero me reivindico con mi alegre disposición. Si traigo un postre para un cumpleañero, le pongo una velita y canto a grito herido. No puedo evitar la payasada y esta es la razón más contundente por la cual nunca seré play.

    A veces veía Rebelde sin causa con James Dean y me proponía ser una persona más desapegada, melancólica, plagada de demonios existenciales. Me alborotaba el pelo como Robert Smith y me vestía de negro. Agarraba un ejecutivo, me bajaba en Unicentro y recorría el centro comercial en busca de almas gemelas con quienes hacer pactos suicidas o hablar de música New Wave. Después de unas horas me metía a la Gran Piñata y compraba chucherías. Llegaba a mi casa por la noche y, sin darme cuenta, le hacía mi imitación de Cantinflas a mi mamá

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