Todo pasa pronto
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Todo pasa pronto - Juan David Correa
Oz
1
Hoy cumplí diez años y no hubo fiesta de cumpleaños. Es trece de noviembre de 1982, pero pronto, en veinte segundos, será catorce, y el peor día de mi vida acabará para darle a paso a uno aún más terrible. Son las doce de la noche y he decidido levantarme de la cama. He tratado de hacer el menor ruido posible. El piso de esta casa, de este refugio temporal, es de madera y cada pisada es un crac que camina lento por los corredores, los cuartos, la sala, el comedor, la cocina, el cuarto del servicio, las escaleras que conducen al patio del apartamento que el abuelo le construyó a la tía María como regalo de matrimonio; un crac que se pierde en el garaje, donde está parqueado el Zastava azul del abuelo, y alcanza la calle y rebota en los postes de la luz; esos postes grises con bombillos de luz azul parecida al aviso del Smith & Weson, el bar preferido de papá y mamá.
Camino, salgo del cuarto, doy veinte pasos en puntillas y me siento en la escalera. Es una escalera de baldosa blanca. Sube del hall de entrada hasta el segundo piso. Allí hay seis cuartos en donde duermen mis tíos. Los que aún no se han ido, los que aún son menores. La escalera tiene forma de C al revés. Me siento. Los escucho. Cierro los ojos para oír mejor. Hace tanto frío que lo siento subiéndome por la espalda. Tengo puesta una piyama azul del hombre araña. No llevo medias. Trato de acomodar mis pies sobre mis muslos. Los cruzo. Como no lo logro, caliento primero uno, lo froto, lo cubro con las mangas de la piyama y después hago lo mismo con el otro. Sus voces llegan apagadas, como si tuvieran un vaso sobre la boca. Mi hermano duerme en el cuarto del fondo.
Esta es la casa de mis abuelos. Llegamos hace una semana. Dos de mis tíos debieron desalojar su cuarto para acomodarnos. Es el cuarto más grande, es tan grande como la sala de la casa que dejamos hace poco. Lo desocuparon pues trajimos todo nuestro trasteo.
Abro los ojos. Desde este lugar veo las cabezas de papá y de mamá recostadas en los espaldares de dos poltronas amarillas. Detrás de ellos está una jardinera sembrada con millonarias. Las millonarias son las plantas preferidas de la abuela Gracia. Dice que traen buena suerte. Las pobres plantas no han podido cumplir el agüero de la abuela. Desde donde estoy veo a mis abuelos de frente. Están sentados en el sofá compañero de las poltronas. El abuelo aún está en camisa y pantalones de paño, encima tiene puesta una levantadora de cuadros. Lleva unas pantuflas de terciopelo y suela de caucho. Cuando el abuelo camina por los corredores la suela de sus pantuflas aumenta el crac de la madera. Sobre la mesita del centro hay por lo menos veinte portarretratos con fotos de la familia de papá. Mi abuela también tiene puesta levantadora, pero supongo que ya está en piyama porque se le ven los dos blancos de las piernas. La abuela Gracia y el abuelo Luis tienen las manos arrugadas y pecosas. Cada vez que me acarician me dan miedo esas manchas cafés sin forma, esos mapas sobre la piel.
Solo una cosa los haría mirar hacia donde estoy sentado: que la criatura pegue uno de esos gritos que me dejan helado. La criatura es mi hermano y nació de seis meses y medio. Me ganó por quince días. Papá me llevó hace un mes y medio a verlo flotar en una incubadora a la clínica David Restrepo. Lo miramos desde una ventana que daba a una enorme sala; un laboratorio en el que experimentaban con pequeños animales. Eran pequeños animales lo que vi. Parecían calientes, metidos en aquellas cápsulas de cristal. Llevaban electrodos pegados a la piel. En este momento, al cerrar los ojos, puedo volver a verlos. Una enfermera arrastró una de las cunas y la pegó al vidrio. Sentí la respiración cortada de papá. Su mano apretó mi hombro. Lo miré, no me dijo nada.
Ahora son mis manos las que están frías. Vuelvo a prestar atención. Escucho un seseo, una serpiente arrastrándose por algún lugar del aire: es la voz del abuelo con sus cascabeleos. El abuelo Lucho debe tener unos sesenta años. Es calvo y le salen pelos grises de la nariz. Mi abuela también es canosa. Tiene los ojos grises y también cascabelea cuando habla. Cierro los ojos e imagino a papá: tiene barba, la cara redonda, los ojos verdes que cambian de color con la luz. Usa gafas redondas. No es flaco ni tampoco gordo. Él dice que es fornido. Es más alto que el abuelo que es huesudo y flaco. Las manos de papá son fuertes. Siempre que llega a casa quiero que esas manos me abracen, me escondan, me eviten pensar, como lo hago ahora.
A mamá solo se le ve la mitad de la cabeza. Se le ve un poco de su pelo negro nada más. Se ve la carrera, una línea muy blanca. Es como una carretera que le cruza el cráneo en dos. Ya casi la alcanzo. En eso pensaba el otro día, el día en que trajimos todas nuestras cosas hasta aquí. Le llego a los hombros. Me paré a su lado mientras empacábamos las cajas y medí con mi mano: me falta una cuarta para alcanzarla. Yo me veo bastante bajito porque soy grueso; no diría que gordo aunque así me digan en el colegio: ahí va el gordo. A papá le molesta que me llamen así. A mí también. Cargo con un apodo que me restriegan una y otra vez cada vez que intento pasarme con alguno del curso: grasiento asqueroso
, me dicen. El otro día le clavé un puñetazo a Borda por decirme Llantas Uniroyal. Estábamos en cambio de clase de matemáticas. Me acerqué a Borda, le pedí que se volteara y me repitiera eso de Uniroyal y apreté el puño. Uno de mis nudillos se incrustó en sus dientes de conejo.
—Sígame jodiendo, Borda, y la próxima le tumbo todos los dientes —le dije.
El imbécil salió corriendo por todo el salón.
—Me lo aflojó, me lo aflojó —gritaba.
Cuando entró Maritza, la profesora de matemáticas, todo el mundo se quedó callado. Borda se dedicó a sobarse la boca y yo a contener el chorro de sangre que me salía del nudillo.
No debo desviarme. Tengo que concentrarme. Eso es lo que me dice una y otra vez el doctor Giraldo. Estoy sentado en esta escalera y solo oigo pedazos de la conversación. Los rostros de los abuelos parecen agotados. El cansancio se les ve en la cara. Están cubiertos por dos sombras con forma de gota que produce la luz de una lámpara de cristal. Mis pies están fríos. Quisiera hacer algún ruido. Sé de qué hablan pero me resisto a pensarlo. Pienso en una palabra. Mamá me ha dicho que cuando uno tiene miedo o necesita concentrarse lo mejor es repetir una palabra: tortuga, tortuga, tortuga, tortuga. Por más que repito la palabra no aparecen por ningún lado el caparazón, la cabeza babosa, los ojos negros, la piel fría y los ojos negros. Me siento como un testigo de la serie Perry Mason. Es uno de mis programas preferidos. Oigo tres palabras que pronuncia el abuelo Lucho: toda la vida
. No sé qué quiere decir toda la vida: toda la vida, toda la vida, toda la vida. No aparece nada. ¿Toda la vida son muchas mañanas y muchas noches? Mañana y muchas mañanas todos se ocuparán de la criatura, siempre vestida de amarillo, moviéndose como un caracol dentro de su concha.
Si soy el testigo, los jueces son mis abuelos. Mis padres, los acusados. Estoy en un estrado con forma de escalera. Los miro desde arriba sin que me vean. Y aunque sé lo que estoy escuchando, sigo tratando de buscar palabras. Piso. Pasamanos. Puerta. Matas. Tapete. Cajas. Apartamento. Crecer. Criarse. Mijo. Mijo. Mijo. Mi reina. Mi rey. Ninguna me sirve. Criatura, ensayo, criatura, sigo. La criatura es pequeña, muy pequeña, y se llama Gabriel y duerme mucho y grita como los locos que pasaban por el frente de la casa de Sears con sus costales de cabuya en los que se llevan a los niños lejos para sacarles los ojos y venderlos. Mi abuelo habla como un juez.
Los ojos me pesan y escucho que mi madre le dice a mi padre algo que no quiero repetir. Mi padre agacha la cabeza pues dejo de verla. No dice nada.
El frío se apodera de mi espalda. Tengo la piel como una paleta. Estás como una paleta, dice mamá. Un viento helado me sube por la columna, luego la cabeza, baja por mi nariz, quiero contenerme, cierro los ojos, ahora no, ahora no, pienso mientras respiro. El crac de la madera se me mete en el cuerpo. Comienzo a temblar.
—Lo siento, mi pequeño. Lo siento mucho —dice mamá sentada al lado de la cama. Me duelen los dientes. Cada vez las crisis son peores. No puedo recordar nada. Cojo su mano. La luz de la pequeña lámpara del nochero del lado en que duerme papá sigue prendida. Afuera está lloviendo. Oigo el agua golpear los vidrios. Veo la luz de los rayos que iluminan durante segundos la habitación. Quiero dormir pero no puedo y ella lo sabe, así que sigue acariciándome. Luego se levanta cuando cree que me he dormido.
Oigo el chirrido de la puerta.
—No la cierres —le digo pasito, para no despertar a la criatura.
—Duerme, Pablo —me dice ella. Su mano se pierde mientras ajusta la puerta.
No quiero dormirme. No voy a dormir esta noche.
2
—En esas cosas no deben estar niños, Daniel, entiéndelo —dijo mamá.
—Según tú, ni niños, ni adultos. Es solo un rato. Ya que te vas a ir, quiero estar con Pablo un rato. Si tu decisión está tomada, por lo menos déjame participar. A las seis estamos de vuelta.
Salieron del estudio. Di un brinco y caminé por el corredor como si no hubiera estado acurrucado escuchando. Era día festivo. Me había levantado tarde. Nacho me sirvió el desayuno. Cuando le pregunté en dónde estaban papá y mamá me señaló el estudio.
—No se le vaya a ocurrir ir a meterse allá, mijito, no sea sapo.
La miré con rabia. Le gruñí haciendo una mueca de perro rabioso.
—Chite —le dije.
Me comí unos huevos fritos y esperé a que se fuera al lavadero. Cuando puse la oreja contra la puerta del estudio, mamá se levantó y abrió la puerta.
—Pablo, ¡deja de andar espiando! —me gritó.
—No estaba haciendo nada, lo juro —le dije.
—Deja de hacer esa cara. Más bien métete a la ducha que te vas con tu papá.
—¿A dónde?
—Pregúntaselo a él.
Papá salió del estudio.
—Dejá de gritar, por favor. Pablo, andá, metéte en la ducha.
—¿Adónde vamos, pa?
—A una reunión, camaroncho.
—Pablo, deja de preguntar y metéte en la ducha, ¿sí?
La ducha me producía terror. La última vez que me caí me abrí el antebrazo. La sangre se confundía con el agua cuando desperté. Estaba tirado en el suelo. Mi cabeza siempre rebotaba como una manzana podrida al caer de un árbol. Una manzana magullada muy diferente a la de Guillermo Tell. Me metí en la ducha. Me refregué un poco con jabón y puse la espalda sobre el chorro de agua hirviendo. Me gustaba quemarme y aguantar el dolor. La piel se iba poniendo roja.
—Échate champú —me gritó mamá.
Salí. Ella estaba en mi cuarto tendiendo la cama.
—Pablo, esto está muy desordenado, cuando vuelvas lo ordenas, por favor, ¿sí?
—Ajá.
—Te saqué la ropa.
Miré hacia el rincón en donde estaba una silla de madera en la que había varios libros.
—¿Y las botas?
—Hoy no te vas con botas, tienes hongos en los pies.
—Pero siii…
—Pero si nada. Ponte los tenis. Y apúrate que tu papá te está esperando.
—Mamá, ¿adónde vamos? ¿Por qué papá dice que ya tomaste una decisión? ¿Qué es lo que está pasando?
—Pablo, por favor. Vístete y esta noche hablamos.
Me tiré en el suelo sobre la toalla mojada. Como ella ni siquiera me miró, decidí vestirme.
—A peinarse.
Odiaba que me peinara. Ya no era un niño, ¿por qué tenía que seguir haciéndolo?
—No me jales, no me jales.
—Quieto, Pablo.
Por fin pude salir del cuarto. Papá estaba sentado en el muro de entrada a la casa leyendo El Espectador.
No nos despedimos de mamá. Caminamos en silencio hasta la calle cuarenta y cinco en donde me dejaba el bus del colegio. Todo el tiempo me preguntaba qué era eso de la decisión y del viaje. Pero papá parecía estar en otro lado, así que no quise decirle nada. Subimos a una buseta. El olor de las busetas me producía nauseas. En el bus del colegio he vomitado algunas veces. Y he tenido que pelear con los que se burlan. Aunque siempre salgo perdiendo, algo les he dejado. A Monroy, un pecoso de bachillerato, le hice una cicatriz en el hombro. Aunque me molió a golpes en el estómago, apreté mis dientes y por poco le hago salir sangre. Si no se mete la coordinadora de la ruta, le arranco el pedazo. La buseta andaba lento. Paraba en cada esquina. Mi desespero crecía. Papá miraba por la ventana.
—¿Adónde vamos, pa?
—A la universidad. Tengo que hablar en una reunión. Después te prometo un helado.
—¿Por qué no quiso venir mamá?
—Porque… tenemos que bajarnos.
La universidad quedaba subiendo una loma empinada en el barrio La Candelaria. Papá me tomó la mano. Cruzamos la calle y subimos en medio de los gritos de los vendedores ambulantes. El aire olía a yerbas aromáticas revuelto con aceite frito. Un celador nos paró en la puerta. Papá le dijo algo y nos dejó seguir. Subimos varias escaleras. Entramos en un edificio marcado con la letra G. El salón al que íbamos estaba en el cuarto piso. Desde allí podía verse toda la ciudad. Sobre las paredes había pegadas pancartas que decían: LA USO EN PIE DE LUCHA; LIGAS SOCIALISTAS, POR UN PROLETARIADO CONSCIENTE; SINTRAINAGRO CELEBRA EL DÍA MUNDIAL DEL TRABAJADOR; NO MÁS, NO PASARÁN. También banderas de la Unión Soviética y de Cuba. Yo me sabía casi todos los países revolucionarios pues papá no había dejado de hablar de ellos durante toda mi vida, y él me había mostrado sus banderas y principales dirigentes en un libro de pastas forradas con papel periódico al que sus amigos le decían la Biblia. Era un libro en el que aparecía el