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El camino en la sombra
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Libro electrónico316 páginas8 horas

El camino en la sombra

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Una noche una recién nacida, carcomida por la viruela, aparece en la puerta de la casa de los García. Ellos son una familia boyacense desplazada por las guerras civiles de finales del siglo XIX. Mientras la familia se hace un lugar en la vida social y política de una Bogotá en desarrollo, la pequeña crece y se rinde de manera incondicional a servirlos; sacrificio que solo es recompensado con desprecio y maltrato. Esta novela fue ganadora del Premio Esso de Novela en 1963.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento9 abr 2013
ISBN9789589988794
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    El camino en la sombra - José Antonio Osorio Lizarazo

    Lizarazo

    I.

    El llanto de una criatura perforó la noche, se extendió en ecos a lo largo de las colinas y por sobre la masa siniestra que fingían los hornos del tejar vecino llegó hasta los tímpanos de las mujeres que dormían, apelotonadas por el frío nocturno y la insuficiencia de abrigo, en el aposento de la casa apenas empezada a construir. Las ondas sonoras del lamento infantil, insólito en la hora avanzada, produjeron agitación en la alcoba.

    —Por allá afuera llora un niño —anunció una voz caduca que emergía de la sombra—. ¿No lo oyen?

    Hubo un breve silencio dominado por el llanto de la criatura. De otro ángulo de la estancia se elevó la respuesta atemorizada.

    —Deje dormir, mamá. Será alguien que pasa por la calle.

    Otra voz, compungida, suplicó:

    —¡Ave María Purísima! ¿No será un alma en pena?

    Y otra, juvenil y despreocupada:

    —¡Ya empezó Betulia con sus lamentaciones!

    La primera insistió:

    —Es aquí en la puerta. Parece que fuera en el patio.

    No obtuvo respuesta. Entre las sombras se escuchó el rozamiento de telas que produjeron los cuerpos al acomodarse en el lecho y cambiar la postura y en seguida todo pareció regresar a la calma natural. Pero a poco los lamentos del niño turbaron de nuevo la paz y se alzaron hasta convertirse en alaridos. Desde el monte cayeron, como si rodaran por la pendiente, los ladridos de un perro lejano y de pronto un ancho coro de aullidos asfixió al ruido inicial, que de vez en cuando pugnaba por triunfar sobre el clamoreo inesperado. Se hacía imposible reanudar el sueño y una atmósfera de temor y recelo llenó las tinieblas.

    Los perros comenzaron a fatigarse de su extenso concierto lúgubre y fueron enmudeciendo uno a uno. Por allá, bajo los árboles del cerro, el último seguía gritando su obsesión.

    Después se hizo pesado y tibio el silencio. El niño incógnito, cuyo llanto había abierto la algarabía, se sumó a él. Pero fue efímero y quebrantado por fuertes golpes en la puerta de la calle. Y otra vez la voz caduca se levantó en la sombra:

    —Ahora golpean. Debe ser Feliciano. ¿Cómo les parece la hora de venir?

    Todas sabían que la oscuridad de la noche estaba poblada de espíritus en pena y de agresivos fantasmas. Las mujeres se sentían agobiadas con las turbaciones ocurridas y la perspectiva de un varón ante el reciente sobresalto las reanimó. Hubo una breve digresión sobre quién debía salir a abrirle. La madre exigía que se apresuraran. Encendieron una vela cuya luz oscilaba por el temblor de las manos y las tres muchachas se encaminaron al patio, ofreciéndose mutua protección, listas a escapar hacia la alcoba si se producía algo inusitado. Pero la tranquilidad las arropó cuando la masculina voz familiar gritó con impaciencia:

    —¡Caramba! ¡Abran de una vez! Soy yo.

    —Sí, es Feliciano —exclamaron con emocionada confianza.

    Retiraron el grueso madero que aseguraba la puerta y en el marco, a la luz tenue de la vela, apareció el hermano. La penumbra que caía de las estrellas se sumaba al tímido resplandor artificial para mostrar en los brazos del advenedizo un pequeño bulto que se agitaba y que comenzó a llorar otra vez.

    —¿Quién dejó esto aquí? —preguntó mostrando la criatura.

    El bozo naciente decoraba el semblante sobre cuyos ángulos la vacilante claridad de la vela trazaba pinceladas oscuras. El ala del sombrero jipijapa reflejaba la luminosidad y la devolvía. Habíase alzado sobre los hombros las puntas de la ruana para que las manos tuvieran un movimiento desembarazado.

    —¡Era un niño! —exclamó una de las muchachas, como si solo hasta entonces descubriera el origen de los alaridos que las habían perturbado.

    Feliciano avanzó hacia el patio y vino a su encuentro la voz autorizada de su madre:

    —¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué no entran?

    —Un muchacho que encontré tirado en la calle. Aquí en la puerta.

    La señora Rosario abandonó el lecho y se aproximó, medio arropada con la sábana como un espectro. Todas rodearon a Feliciano para contemplar su hallazgo. La criatura estaba envuelta en sucios harapos por entre cuyos jirones el frío laceraba la carne. Al sentir la proximidad de protección, el llanto renació con mayor fuerza. La extendieron sobre una mesa que había al lado de la puerta y trataron de cubrirla mejor y el diminuto ser se puso a patalear con desesperación. Entonces descubrieron las gruesas manchas que cubrían el cuerpecillo y que reventaban en pústulas amoratadas.

    —¡Son viruelas! —dijo la señora Rosario alarmada—. ¡Retírense todos antes de que se les prendan! Pongan eso donde estaba o tírenlo más lejos. ¡Era lo que nos faltaba!

    Feliciano expresó su iracundia.

    —¡Maldita sea! ¡Y yo la recogí! ¿Por qué no la pondrían en otra parte para que los perros se la comieran? Había de ser en nuestra puerta para traernos la epidemia.

    —¡Es una niñita! —anunció de pronto la más joven de las muchachas.

    —¡Lo que sea! —respondió enfurecida la madre—. Nos vamos a contagiar todos. ¿Cómo se le ocurrió recogerla? ¿Quién la dejaría?

    —Algún pordiosero de los que se esconden en las cuevas o uno de esos indios que queman carbón.

    Todos estaban aterrados y aun cuando lo pedían a gritos, nadie se atrevía a arrojarla otra vez a la calle. Una de las hermanas, Lucía, se aproximó para comprobar el mal y trató de asir el helado cuerpecillo mientras sostenía la vela en la mano.

    —¡Cuidado que la quema! —gritó Feliciano.

    —¿No será del chircal? —preguntó Raquel, la más joven.

    —De donde sea. Pero aquí en el chircal nadie tiene viruelas. Debieron ser los carboneros.

    —Ya tiene dientes —informó Lucía.

    —Por lo menos dos años —declaró la señora Rosario—. Ojalá se muera pronto. No estamos para recoger huérfanos. Pónganla por allá en el solar. Envuélvanla en esos trapos. Y no molesten más porque hay mucho trabajo para mañana. Los guarapos para las mistelas están listos y hay que hacer los dulces. No nos podemos abandonar.

    —A ver la llevo yo —dijo Feliciano—. De todas maneras, si me ha de prender las viruelas, ya lo hizo.

    La condujo a un cobertizo que era un proyecto de habitación, al fondo de la casa. Lucía le alumbraba el camino con la vela, protegiendo la débil llamita con la pantalla de su mano. La niña pareció consolarse poco después y quedó sumida en el sueño. Algún perro insistía, a lo lejos, en su aullido funeral.

    —Eso era lo que anunciaban los perros —dijo la mayor, Betulia.

    La noche quiso recobrar su imperio cuando la paz doméstica, víctima de inesperadas agitaciones, empezó a restaurarse. Por allá muy lejos un sereno anunciaba su vigilancia con un largo silbido. Feliciano empezó a desnudarse. Su cama estaba en un rincón del aposento común de la familia. La madre preguntó con aspereza, mientras arreglaba las mantas:

    —¿Y usted por qué viene a estas horas? ¿Dónde estaba?

    —Tenía un negocito, mamá, del que le hablaré mañana. Su merced sabe que no ando en vagabunderías.

    —Jum… ¿Un negocito a media noche? ¿Quién anda levantado a estas horas, como no sean las gentes de mala vida? O los serenos, o los espantos, o las almas en pena. No me vengas con mentiras, Feliciano, que no te lo voy a consentir.

    —No, mamá, de verdad. Mañana hablamos porque es para discutirlo y pensarlo. Ahora durmamos.

    Se metió bajo las mantas. Las muchachas se habían amontonado de nuevo en su lecho. Y la noche recobró su sosiego. De vez en cuando llegaba el grito sofocado de la criatura abandonada, estremecida por el frío nocturno, cuya presencia provocó aún algunos comentarios, mientras el sueño descendía apaciblemente sobre la alcoba. Se escucharon las respiraciones rítmicas de los muchachos y los ronquidos de la señora Rosario.

    Cuando la primera alborada empezó a quebrantar las tinieblas, la madre prorrumpió en dinámicas exclamaciones:

    —¡Betulia! ¡Lucía! ¡Raquel! ¡Feliciano! ¿Van a estarse todo el día acostados? ¡Arriba, que hay mucho trabajo!

    Se vestía apresuradamente. Sacudía los cuerpos adormilados de sus hijos para obligarlos a levantarse. Abrió la puerta. La aurora intentó meterse dentro e inundarlo todo, pero los rincones se resistían a la invasión luminosa. Las muchachas se vestían perezosamente.

    —¿Qué habría del regalo de Feliciano? —preguntó Raquel.

    —¡Ojalá no nos traiga males! —dijo la señora Rosario—. ¡Más complicaciones y compromisos! Lucía, vaya a ver si amaneció viva.

    La niña dormía tirada en el suelo del cobertizo, pero al sentir los ruidos de la casa que despertaba prorrumpió en llanto. La dueña de la casa fingió olvidarse de ella para atender a las cuestiones más urgentes. Acentuó sus órdenes:

    —¡Betulia, prenda la candela! Raquel, ¿es que no sabe lo que tiene que hacer? ¿O es que se va a quedar echada todo el día? Feliciano, venga a rajar la leña para el horno. ¡Usted, Lucía, a pelar los duraznos!

    Se aproximó al lugar donde pataleaba la niña.

    —¡Caramba! ¡Cállese! —gritó—. Ahora no vamos a tener vida con esta criatura. Hay que hacerle algún remedio. Raquel, alcánceme el aceite de palmacristi. Betulia, prepare unos emplastos de hierbas. Feliciano, apure con la leña para que vaya a averiguar de dónde proviene esto. No nos faltaba más sino ponernos a criar gente desconocida. ¿Qué hubo del aceite?

    Gritaba sus mandatos con énfasis, imponía su autoridad y su voz dominante engendraba la obediencia. Eran la energía y la voluntad que definían su carácter el instrumento con que la familia se defendía del infortunio. Habían vivido en la abundancia rural que les ofrecían sus tierras hasta cuando estalló la revolución liberal de 1885. Entonces los hombres se movilizaban sobre ideales y sobre sacrificios y llevaban muy profundamente impresas sus convicciones políticas, a las cuales se entregaban con un arrebato irrefrenable. Y don Antonio García, el rico hacendado y jefe del hogar, no podía sustraerse a su deber. Cuando las legiones radicales, que se habían alzado en Santander contra el gobierno de Núñez, venían hacia Boyacá, don Antonio levantó su hueste con los peones de la hacienda y marchó con ellos para ofrecerse a la revolución.

    Anduvo con los grandes capitanes de la épica revuelta. Peleó con valentía en las batallas y se doblegó en los desastres. Quiso cooperar, en vano, a resolver con su mejor voluntad las graves dificultades que en aquella campaña produjo el exceso de comandantes y la rivalidad por las jerarquías de los jefes alzados, que no coordinaron jamás sus movimientos ni sus planes y sacrificaron a millares de soldados. Descendió hasta la costa atlántica con las fuerzas del general Ricardo Gaitán Obeso. Combatió en La Humareda, donde los elementos de la revolución caían como espigas maduras en una batalla seminaval librada antes por centauros que por tritones. En feroces combates, donde perecía bajo el peso de sus ideales lo mejor de la juventud colombiana, el Gobierno fue dominando la guerra civil, hasta que en la capitulación de El Salado, cerca de Ocaña, la revolución se declaró vencida. Don Antonio regresó a sus lares, enfermo por las privaciones y la indigencia de la campaña, con un inútil título de general y encontró sus bienes dilapidados. Mientras su arrogancia se desmenuzaba en la contienda infecunda, el Gobierno decretó confiscaciones contra su hacienda y despojó al revolucionario de sus semovientes, de sus cosechas y de sus ahorros. Su familia había sido perseguida durante su ausencia y su esposa, la señora Rosario, fue vejada y encarcelada por negarse a suministrar informaciones y la amenaza gravitaba sobre la progenie, como una justa represalia contra la insurrección del oscuro campesino que pretendía derribar las instituciones y turbar el orden.

    En vano, en la tregua que le concedían sus fervores políticos y el ánimo de conjura que palpitaba en muchos espíritus inconformes mientras se cumplía el gran acontecimiento de la Regeneración, don Antonio intentó reconstruir su hacienda. Pero lo mejor de su poderío viril se había malversado en la lucha tremenda e infructuosa de la absurda guerra civil y la tentativa fue inútil, exhausta como estaba la antigua fortaleza de su coraje. La gente aldeana, integralmente gobiernista, lo persiguió con su rencor. El odio contra quienes habían desencadenado el monstruo de la revolución persistía en todos los corazones y don Antonio vio frustrados sus esfuerzos por la animosidad con que se veía perseguido en la aldea que habían elegido sus antepasados como residencia y donde habían plantado la casa solariega.

    Dentro de tan cruel hostilidad el general enfermó y murió, vencido por el múltiple dolor de sus fracasos políticos, de la ruina económica y del desamparo en que quedaban los suyos. Feliciano, su hijo, era un adolescente que aún no tenía el vigor necesario para enfrentarse a las calamidades y sus tres hijas, lo mismo que su esposa, quedaban sometidas a la colectiva beligerancia del pueblo y a las represalias de quienes seguían considerando su enérgica participación en la campaña bélica como un crimen contra las instituciones.

    Podría esperarse que con la muerte del viejo combatiente los sentimientos se modificaran. Pero doña Rosario tenía también un concepto primitivo y rudo de la política y el afecto por su marido la obligaba a ser leal a su recuerdo y a mostrar su exaltación contra el Gobierno, con los mismos vocablos y la misma impetuosidad que había utilizado el difunto, aprendidos en lo áspero de su lucha sin cuartel. Estas irreverencias de la mujer, en las que participaba su familia, lejos de atenuar la hostilidad existente, la alimentaban y la exaltaban. Y un día la casa, la vieja y amplia mansión de adobe y de tapia pisada donde habían nacido todos, donde habían transcurrido dolores, angustias y alegrías, que había sido edificada por remotos ascendientes conquistadores, fue devorada por el fuego, posiblemente con la ayuda de algunos exaltados enemigos políticos. La vida se hizo imposible con este nuevo infortunio y la señora Rosario decidió huir con los suyos en busca de mayor seguridad. Encomendó lo que quedaba de la hacienda a uno de sus viejos servidores y emigró hacia la capital.

    Ciertamente sabía que en la urbe también se agitaban las disensiones políticas y que la invivencia de los partidos separaba a los ciudadanos. Pero allí podría pasar inadvertida, una humilde y tosca campesina que se instalaría en un lugar despoblado y nadie vendría a perseguirla por el ímpetu revolucionario de su familia. Y su traslado se realizó sobre una dinámica esperanza de paz y de seguridad.

    Con el poco dinero que había podido reunir dentro de las penurias que siguieron a la guerra compró un terreno muy reducido en las afueras de la ciudad, junto a unos tejares que aprovechaban las bases del cerro para obtener su arcilla, por allá arriba de los Tres Puentes. Hizo construir un cuarto donde todos se guarecieran y se entregó a organizar la laboriosidad de la familia. Estaba acostumbrada, por su vivir campesino, a los trabajos fuertes, supo manejar las peonadas mientras su marido peleaba en la guerra y su carácter se asentaba sobre una infatigable energía que podría provenir de los viejos conquistadores que le dieron los apellidos y fundaron el linaje. Tenía entonces cuarenta y cinco años. Betulia, su hija mayor, andaba por los veintidós; Lucía no tenía más de veinte; Feliciano dieciocho y Raquel acababa de cumplir quince.

    Todavía, cuando la criatura virolenta vino de la noche, la casa estaba a medio alzar. La cocina no era sino un cobertizo de tejas antiguas pegadas con barro sobre soportes de chusques. Más tarde, cuando se pudiera, se levantarían las paredes. Hacia la calle, en el frente del solar, estaban empezadas tres habitaciones de adobe, con sus ventanas, para que cuando esos excéntricos predios se incorporaran a la ciudad, se pudiera arreglar un adecuado frontispicio. Desde el patio, cuyo pavimento era la arcilla que cubría la base de la montaña, se veía próximo, casi como si pudiera caerse encima, el cerro de Monserrate, con su vieja capillita milagrosa acurrucada en la cúspide.

    La presunta calle descendía de la colina, cubierta por yerbajos que eran arrastrados con violencia por las crecientes en las épocas de lluvia. Por el centro corría un arroyo de aguas negras que conducía todas las inmundicias de la pobrería amontonada más arriba. Por allá en la pendiente se levantaban en desorden, medio perdidas entre la maleza, frágiles y miserables, las chozas donde se albergaba la peonada del tejar situado en seguida de la casa de los García. Luego seguían ascendiendo los arbolados bajo los cuales se escondía una población salvaje que conseguía recursos bajando de vez en cuando a la ciudad a vender el carbón vegetal que producía y que era su única industria. Las mujeres y los niños, haraposos y precarios, vendían también tierra negra para las plantas de los jardincillos domésticos, horquetas y musgos para decoraciones de Navidad y plantas de orquídeas silvestres. Algún día la empinada calle se poblaría mejor y se incorporaría a la nomenclatura urbana.

    Algunos edificios de mayor suntuosidad íbanse levantando abajo, por el Camellón de Las Nieves, estas edificaciones extendían el perímetro urbano hasta la Recolecta de San Diego, porque la ciudad invadía las zonas despobladas y extendía sus tentáculos en torno, aprisionando los potreros y las colinas, centralizando las ermitas que se construyeron en lugares escondidos, santuarios de penitencia y de recogimiento a los cuales estaba vinculada alguna leyenda ilustre y que persistían en ostentar el valimiento de sus paredones coloniales, asomándose por encima de las casas que comenzaban a rodearlas.

    Al principio se hizo un poco difícil la vida, con la desorientación que les produjo el ambiente dinámico y encandilado de la ciudad. Tal vez hubieran fracasado y hubieran retornado a la aldea abandonada sin la intrepidez de la señora Rosario, que no se dejó abatir. En unos cuantos meses estableció sus pequeñas industrias y estipuló algunos proyectos para el futuro. Fundó una reducida fábrica de aguardientes y mistelas, elaboró dulces de almíbar con frutos aromáticos, construyó un horno para cocer almojábanas y pandeyucas, se puso a preparar masato y guarruz, mandaba caramelos al mercado y hasta quesos y mantequilla hubiera podido producir si el pueblo no estuviera tan lejos y se pudiera traer la leche de las vaquillas que eran el residuo de la antigua hacienda y de la cual ahora disfrutaba el encargado.

    Su instinto maternal se ensanchaba hacia el porvenir, que pretendía abrigar también bajo su celo. Sabía que no podrían regresar a la aldea sin llegar sumisos y humillados. Sus hijos deberían convertirse en gente de ciudad, perder los modales campesinos y aspirar a alguna posición. Tal vez, puesta a expresarlos, no hubiera podido definir estos pensamientos, que estaban imprecisos en su mente, pero que le fluían como un impulso. Comprendía que Feliciano sería incapaz de reconstruir la perdida hacienda y que ahora ni el más palurdo de los aldeanos se casaría con sus hijas, mancilladas por un estigma político que había justificado su aventura emigratoria.

    Mientras soplaba la hoguera que ardía en el fogón, cocinando alguno de sus manjares, la señora Rosario se entregaba a sus inquietudes sobre el porvenir de la familia. Habría que poner en un colegio por lo menos a Feliciano y a Raquel, la cual ya había hecho algunas averiguaciones y, entusiasmada con la idea, le había pedido que la dejara ingresar a la escuela de telegrafía que había fundado recientemente el Gobierno para extender el nuevo sistema de comunicaciones. Había que pensar en Feliciano, que podría llegar a ser doctor en algo. Lucía acabaría casándose. Ciertamente que no le permitiría novios ni vagabunderías y que sería ella la que se encargaría de escogerle marido, aun cuando no sabía en dónde. Pero algo resultaría cuando llegara el caso. Se esforzaría por trabajar más, a fin de que el dinero alcanzara para todo y aún quedara un margen destinado a seguir la construcción de la casa, ampliar el solar adquiriendo un lote del tejar vecino y alcanzar otros progresos. Para todo esto sería preciso mantener latente su energía, no relajar su voluntad, organizarlo todo, fortalecer su autoridad, no desmayar en la lucha, prolongarla por sobre los días y los años.

    Con su voz dominante y activa dio, pues, sus órdenes aquella mañana y le hizo algunos remedios a la muchachita, que ardía en fiebre. Feliciano salió a investigar, hizo averiguaciones en el tejar, preguntó en las vecindades, subió hasta las estribaciones de Monserrate, fue hasta el Camellón de Las Nieves, anduvo por las calles circundantes, las de las Béjares, la del Calvario, la del Portillo, fue hasta la ermita de Las Aguas, escondida en el borde opuesto del río San Francisco. Pero nadie supo decirle nada, ni persona alguna sabía dónde padecían de viruelas. Su pesquisa infructuosa irritó a la madre.

    —¡Usted es un inútil! —le gritó—. ¿Qué vamos a hacer con esa criatura? Tiene que llevarla al Hospicio de huérfanos. Le haremos algunos remedios y allá irá a dar. ¡Dios quiera que se aliente o que se muera!

    La familia estaba entregada a una actividad febril. Lucía descortezaba los duraznos, mientras que Raquel seleccionaba las fresas y las moras, limpiándolas de ramitas y raíces. Feliciano desistió de su investigación y rajaba con el hacha las trozas de madera, cuyas astillas apilaba en un rincón. La señora Rosario olía y probaba los guarapos para ver si ya era tiempo de empezar la destilación del aguardiente o de la mistela, destapaba los vinagres, limpiaba las vasijas. Todo el mundo trabajaba dándose prisa porque faltaban muchas cosas por hacer. Había que lavar la ropa, cocinar, llevar los dulces hasta los lugares donde se revendían, enviar los caramelos a la Plaza del Mercado, las almojábanas fragantes a las tiendas, mantener caliente el horno, aseado el alambique y todo en su punto y orden. Las mistelas y los dulces de almíbar de la señora Rosario comenzaban a adquirir reputación en el vecindario y si bien este prestigio beneficiaba su economía, implicaba un aumento del trajín cuotidiano.

    Solamente a la hora del almuerzo, frente a los platos de una mazamorra adornada con abundante recado, la señora Rosario tuvo tiempo de recordar que la noche anterior Feliciano había quebrantado las normas de la disciplina doméstica presentándose en la casa a hora tardía.

    —Ahora va a decirme por qué se demoró anoche —dijo la madre, severamente.

    —Pues vino don Juan Gutiérrez de Sesquilé y me invitó a comer en el Hotel de Rancho de Paja donde se hospeda. Propuso comprar las cuatro vacas y el potrero. Ofrece mil pesos por todo, al contado. Yo adelanté la cosa, sin llegar a nada, hasta que ustedes decidieran. Como el otro día le oí decir… Eso se está perdiendo. Las vaquitas están enfermas, los peones se lo roban todo y no hay autoridad que nos defienda.

    —¿Y qué hacemos con la plata? —interrogó Raquel con viveza.

    —Podríamos hacer muchas cosas —respondió la señora Rosario—. Terminar la casa, mejorar el negocio, poner una tienda… Sí, lo mejor es vender, ya que se presenta el comprador.

    —Me gusta lo de la tienda— dijo Raquel—. Una tienda es un gran negocio. Como sabemos hacer de todo, la podremos surtir, en lugar de ir vendiendo cada cosa por ahí. Además, una botillería es un negocio decente.

    La discusión se suspendió porque había que trabajar. Pero cada uno siguió meditando mientras cumplía su tarea y al crepúsculo, cuando todos se sentaron en cuclillas junto al fogón y se acentuaban la familiaridad y el amor, que se diluía en las confidencias, se adoptó la determinación. Feliciano iría hasta el pueblo para formalizar el negocio. Ellas se resignarían a las noches de sobresaltos y angustias durante su ausencia. No harían caso de los aullidos de los perros que anunciaban la presencia fugaz del diablo, aun cuando no estuviera el hombre que les daba protección y fortaleza. Además la ausencia no sería sino de unos cuatro días.

    Lo esencial era no rendirse al infortunio ni a la fatiga. Las horas eran oportunidades de movimiento y de acción. No podían disiparse en el ocio infecundo. La plata les daría mayores facilidades para trabajar. Feliciano recibió la autorización materna para partir al día siguiente a la aldea nativa y liquidar los últimos residuos de la fortuna rural, que en otro tiempo fue cuantiosa y fértil y que la guerra había reducido a unas estériles rastrojeras.

    Mientras se cumplía el plan, la expósita iba mejorando. Las múltiples faenas domésticas acapararon el tiempo y no fue posible seguir investigando el origen de la advenediza. Y a pesar de que todas las mañanas y cada vez que prorrumpía en llanto se ratificaba el propósito de no aceptar la indeseable dádiva que algún prójimo miserable habíales dejado a la puerta, ahí continuaba el ser gemebundo con sus pústulas atenuadas, aterida como un esqueletico, mirando las cosas con sus grandes ojos lagañosos. Parecía darse cuenta de su situación, como si ya comprendiera que su existencia debía pesar lo menos posible sobre el mundo. Ahora solo lloraba cuando permanecía hambrienta durante horas enteras,

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