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Marinero raso
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Libro electrónico582 páginas8 horas

Marinero raso

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Esteban, un nicaragüense exguerrillero sandinista es llevado, junto con otros catorce hombres, desde América Central con la promesa de trabajar a bordo de un buque de carga. Sin embargo, el Urus es un oxidado armatoste abandonado en un aislado muelle de Brooklyn. La tripulación vive meses en condiciones terribles: atrapados, sucios, enfermos y humillados; víctimas de su propia pobreza y la trapacería de los demás.
Cuando Esteban abandona el barco y merodea los barrios de Brooklyn en busca de alimento y socorro, se presenta una imagen fascinante de Estados Unidos, vistos a través de unos ojos poco sofisticados.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 jul 2017
ISBN9786075272849
Marinero raso
Autor

Francisco Goldman

Francisco Goldman (Boston, 1954) ha publicado cinco novelas y dos libros de no ficción. Sus novelas han sido finalistas de diversos certámenes, incluyendo el Premio PEN/Faulkner en dos ocasiones. Monkey Boy fue finalista del premio Pulitzer de ficción 2022.

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    Marinero raso - Francisco Goldman

    marítima»

    MILAGRO

    Cuando Esteban llegó por fin al aeropuerto de Managua, eran casi las tres de la madrugada y el lugar estaba cerrado. Tomó asiento en la acera, sobre su maleta, en aquella húmeda noche infestada de insectos, y esperó a que abrieran. Doña Adela Suárez le había dicho que estuviera ahí a las seis. Por segunda vez en dos semanas había viajado en autobús desde el puerto de Corinto, en el Pacífico, hasta Managua. El viaje en colectivo desde la parada del autobús le había costado más de lo que pensaba, y ahora sospechaba que tal vez hubiera sido mejor haber caminado, aunque el aeropuerto Sandino se encontraba muy lejos del lugar aquel de donde se había apeado del autobús, en esa ciudad invisible que se desbordaba en la noche sin centro ni periferia aparentes: una vaca parada al borde de la carretera, de tanto en tanto; un trozo de muro decorado con consignas; el locutor de la radio del colectivo dedicándole baladas románticas a los muertos insomnes de la guerra.

    Permaneció sentado sobre su maltratada maleta de cuero y escuchó el barullo de las aves de madrugada y el canto de los gallos cercanos y de otros que se escuchaban tan lejanos como las estrellas mismas, mientras se mordía compulsivamente la uña de su dedo pulgar y trataba de no pensar demasiado. Apretar los párpados y luego abrirlos para contemplar ciegamente la oscuridad le parecía una buena manera de apagarle la luz a los pensamientos que desfilaban por su cabeza. Por ratos dejaba de morderse la uña y musitaba:

    —Chocho.

    Varias veces se sacó el reloj del bolsillo para ver la hora –el reloj que era de ella, hasta que se lo regaló–, y luego volvía a guardarlo y encendía otro cigarrillo y dejaba que la primera bocanada se mezclara con un largo suspiro mientras pronunciaba su nombre en silencio. Incluso una vez llegó a decir, en voz alta y con entusiasmo:

    —Hoy empezás una nueva vida.

    Y enseguida volvió a sentir en la boca del estómago la emoción y el nerviosismo que había estado sintiendo intermitentemente desde hacía semanas, desde aquella tarde en que tomó asiento en la oficina de doña Adela Suárez en Managua y ésta le comunicó que el trabajo era suyo.

    Aún estaba oscuro cuando una doble columna de soldados pasó marchando como parte de sus maniobras de madrugada, cantando consignas al unísono. Y entonces, justo cuando el cielo comenzaba a clarear detrás de las palmeras, comenzaron a llegar los primeros empleados del aeropuerto, primero sólo unos cuantos hombres y mujeres vestidos con ropas de faena de color verde, y después grupos más numerosos. Entretanto, los viajeros empezaron a llegar con sus montañas de equipaje a cuestas: familias enteras y gente que viajaba sola; todos gradualmente se fueron formando en una fila detrás de Esteban. Los trabajadores barrían las aceras y los jardineros, machete en mano, se hicieron presentes, igual que los vendedores de comida y de chicles, los taxistas, los niños mendigos, los policías: todos emergieron de la brumosa alborada para tomar sus puestos. Y Esteban permaneció ahí sentado, mirándolo todo como si aquello fuera un espectáculo montado en su honor, una de esas escenificaciones alegóricas con las que los indios representaban la creación del mundo. Cuando la única entrada del aeropuerto finalmente se abrió, Esteban trató de explicarles su situación a los soldados que la custodiaban, pero de cualquier forma perdió su puesto en la fila, pues doña Adela aún no llegaba con sus documentos ni su pasaporte. Se movió hacia la acera y colocó su maleta en el suelo. A los pocos segundos, un anciano de ralos cabellos plateados que había estado formado unos cuantos lugares detrás abandonó también la fila. El viejo, que vestía una guayabera blanca y pantalones cafés planchados, se acercó campechanamente a Esteban con su maleta de plástico oscuro en la mano, el rostro iluminado por una desconcertante sonrisa plena de excitación, y dirigiéndole una mirada radiante y entusiasta le dijo:

    —Hasta que te escuché hablando en la puerta, chavalo, pensé que me había equivocado de día.

    El viejo soltó una carcajada y su sonrisa se agrandó aún más. Le extendió la mano a Esteban y se presentó:

    —Bernardo Puyano, a tus órdenes.

    —Esteban. Mucho gusto –respondió aquél con reserva al estrecharle la mano al viejo guasón. No le gustaba que le dijeran «chavalo».

    —¿Ya has estado embarcado antes?

    —Pues no –respondió Esteban.

    —¡Claro que no! Un cipote como vos…

    —Esteban –le corrigió.

    —Sí, pues, yo soy el camarero –continuó diciendo el viejo efusivo, mientras asentía–. Al parecer no habrá camarero para los oficiales, que es mi puesto habitual, pues, sino un solo camarero para toda la embarcación. Pero, vaya, en tiempos como éstos un trabajo así es como una bendición de Dios, ¿no? ¡Qué suerte para un chavalito como vos! –el viejo bajó el tono de su voz y acercó su rostro al de Esteban, que alcanzó a percibir en su aliento un olor a pasta de dientes, café y algo agrio, cuando éste susurró–: ¡Abandonemos este país de mierda! Vos, no me sorprendería que esta misma noche terminaras en los brazos de una gringa de ojos azules. ¡Tu primera noche en el mar! ¡Ya verás lo que es ser un marinero joven y guapo suelto por el mundo, chavalo!

    —¿Y qué tal que los dos nos equivocamos de día? –preguntó Esteban.

    —Imposible –dijo el viejo–. Sé que doña Adela dijo el domingo. Y ayer que fui a misa definitivamente era sábado. El arzobispo en persona bendijo nuestro viaje, patroncito.

    Esteban, veterano de guerra de diecinueve años, no se considera a sí mismo un muchacho, pero Bernardo no dejará de referirse a él llamándolo chavalo, muchacho, chigüín, chico, patroncito y, lo que más le fastidia: cipote.

    Doña Adela Suárez, secretaria de la Corporación Tecsa, una agencia naviera de Managua, había entrevistado y contratado a los cinco nicaragüenses –incluidos Esteban y Bernardo– que debían partir aquella mañana del aeropuerto Sandino con destino a la ciudad de Nueva York, donde el Urus se hallaba amarrado: el viejo camarero, un cocinero de mediana edad y tres marineros rasos, estos últimos sin ningún tipo de experiencia previa en el oficio. Cuando doña Adela por fin llegó al aeropuerto, llevaba con ella los pasaportes y las visas de tránsito para marineros expedidas por la Embajada de Estados Unidos. Era el 20 de junio y se suponía que el Urus zarparía de Nueva York cuatro días más tarde con un cargamento de fertilizante hacia Puerto Limón, Costa Rica. La mujer lucía unas enormes gafas de sol con montura octagonal de plástico claro y cristales entintados de un tono rosa, pantalones color aguamarina y una blusa blanca con las palabras «Sobre el», seguidas de un pequeño arcoíris multicolor impreso varias veces en el tejido. Para Bernardo, el estampado de la blusa de doña Adela no podía ser más apropiado:

    —¡Mi reina de la suerte! –exclamó entusiasmado, agradeciéndole a doña Adela por enésima vez aquel trabajo de camarero en el barco, mientras la estrechaba torpemente en un medio abrazo en el diminuto bar del aeropuerto, donde el cocinero de rostro abotargado y ojos como rendijas se empujó una cubalibre mientras que los demás sólo bebieron Coca-Cola, todo a cuenta de doña Adela. La «reina de la suerte» era cuñada de Constantino Malevante, un capitán griego que durante muchos años trabajó en la naviera Mameli cuando el dictador Somoza era propietario de varios barcos, y que ahora se ganaba la vida en Miami reclutando tripulaciones de centroamericanos para embarcaciones con bandera de conveniencia. Veintitrés años atrás, Bernardo había laborado como camarero en la sala de oficiales del capitán Malevante.

    —¿Y cuál es el nombre de mi nuevo capitán, doña Adela? –preguntó Bernardo en el bar.

    Por un instante, doña Adela frunció el ceño detrás de los enormes vidrios de sus gafas, y después dijo que no lo recordaba, aunque estaba segura de que el capitán Malevante se lo había informado.

    —Será griego, supongo –dijo Bernardo, disimulando el desprecio que sentía por los capitanes helénicos, incluido Constantino Malevante; un desprecio que, durante los pasados dieciocho años de nostalgia que Bernardo había pasado prisionero en tierra y alejado del mar, había llegado a exagerar tanto como ensalzaba las virtudes de los capitanes de navío ingleses.

    Esteban era el más alto de los cinco. Su piel morena tenía el brillo uniforme del cuero recién lustrado, y su complexión era tan delgada y huesuda que sus pantalones de mezclilla y su camisa blanca de manga corta parecían colgar precariamente de sus caderas y sus clavículas. Llevaba puestas las mismas botas negras de combate que lo acompañaron durante los dos años que pasó en la guerra.

    Uno de los otros dos marineros rasos era un adolescente de piel cobriza llamado Nemesio, que parecía llevar pegada a los talones, como un chicle adherido a la suela de sus zapatos, una masa de seriedad superconcentrada: tenía ojos tristones y mustios, una frente que descendía, casi en el mismo plano, hasta una imponente nariz; hombros descomunales pero caídos, piernas regordetas y achaparradas que hacían que sus pantalones de mezclilla clara zigzaguearan hasta sus pies, y una gruesa panza que le colgaba por encima del cinturón. Más tarde, ya a bordo del Urus, a Nemesio le apodarían Panzón, pero no sería sólo por ese motivo. Esteban pronto se dio cuenta de que Nemesio también había estado en el ejército, pero sirviendo en la ciudad de Managua, como observador en una unidad antiaérea. Pasaba el día entero sobre la cumbre de una colina rala con otros dos soldados con los que se turnaba cada noventa minutos para otear el horizonte con binoculares; un trabajo aburrido a muerte, porque la aviación enemiga únicamente atacó Managua en una sola ocasión durante toda la guerra. Por eso tiene los ojos tan caídos, pensó Esteban de pronto: por pasársela mirando el cielo incandescente con binoculares, día tras día, los ojos se le habían fundido.

    El otro marinero, Chávez Roque, casi tan alto como Esteban y con la piel aún más oscura, aparentaba más años de los veinte que en realidad tenía, con su oscuro mentón partido y la mata de vello pectoral que asomaba por el cuello de su camisa polo color azul. Llevaba pantalones de mezclilla negra y un par de botas vaqueras muy viejas. Chávez Roque dijo que él nunca estuvo en el ejército, o no exactamente. Había trabajado en una cuadrilla reclutada por el gobierno para construir una carretera a lo largo de la frontera con Costa Rica, en la jungla del río San Juan, aunque sí recibió entrenamiento militar y un fusil AK, que sólo llegó a disparar una vez «en combate», cuando lo asustó un tapir que salió de pronto de entre la maleza en la orilla del río, y pues había fallado el tiro.

    —Yo estuve en un BLI –dijo Esteban, al tiempo que encendía un cigarrillo. Le pareció ver que por los rostros de sus compañeros pasaba algo parecido al respeto, como la sombra pasajera de un halcón al acecho. No tuvo que agregar nada más; acababa de decirles que había combatido en uno de los batallones de tropas irregulares.

    —Quizá la guerra haya acabado ya –dijo el antiguo observador de aeronaves.

    —Quizá –dijo Esteban, en tono neutral. Chávez Roque se volvió para mirar a una hembra que pasó cerca de ellos enfundada en pantalones entallados y tacones de aguja, y dijo:

    —A saber, vos.

    A bordo del Urus su apodo sería Roque Balboa.

    Cuando abordaron el avión, Esteban se decepcionó de que le tocara sentarse junto al viejo parlanchín. Después del despegue, estiró el cuello para atisbar, más allá de la cabeza de Bernardo, las instalaciones del aeropuerto militar allá abajo, pensando en los helicópteros en los que había viajado en el frente. Vio cinco ambulancias militares de color verde, dispuestas en batería, con las compuertas traseras abiertas, camillas de lona extendidas sobre el asfalto, y varias figuras de pie en traje de faena o vestidas de blanco, aguardando… Así que los helicópteros y los aviones aún seguían trasladando cuerpos machacados y acribillados por las balas entre ardientes y vibrantes charcos de sangre sobre las selvas, las montañas y los valles. A pesar del cese al fuego y a pesar de las conversaciones por la paz. Las ambulancias se encogieron hasta quedar reducidas a una hilera de pequeñas cápsulas antes de desaparecer por completo de su vista, y los techos de lámina corrugada de los hangares dieron paso a chozas, las palmeras se convirtieron en maleza, y el paisaje verde y marrón fue cayendo y cayendo en picada, como si el país entero se despeñara por un precipicio. Bernardo se volvió hacia él y con una sonrisa extática exclamó:

    —¡Una vez más, chavalo! ¡El viejo lobo vuelve a la mar!

    Y se recostó contra el asiento y palmeó casualmente los apoyabrazos, como asegurándose de que estuvieran bien atornillados, y clavó la vista al frente, sonriendo beatíficamente al aire que flotaba por encima de las cabezas de los pasajeros; todo lo cual le pareció a Esteban una exhibición más de la gratitud que el viejo sentía hacia su «reina de la suerte». Un sudoroso sobrecargo de mediana edad, de carrillos henchidos y barba de candado, empujaba ya por el pasillo central el tintineante carrito de las bebidas. La azafata de labios escarlata, con una cabellera que era un remolino de rizos lustrosos del color del ébano, continuaba impartiendo su lección sobre normas de seguridad. Agitaba en sus manos un par de tubos rosáceos por los que, según la voz que provenía del intercomunicador, había que soplar, y que sobresalían de las almohadillas salvavidas que la mujer llevaba sobre los pechos. El resplandor de sol que entraba por la ventanilla convertía la frente amplia y salpicada de lunares de Bernardo en una superficie tan plateada como sus cabellos canos, y Esteban pensó que el vejestorio realmente lucía como un viejo lobo aquejado de alguna especie de locura inofensiva: tenía el mentón anguloso y sus labios estirados parecían abarcar todo su rostro, de una oreja a la otra: dos largos y finos costurones que desbordaban satisfacción.

    Las bebidas eran gratis.

    —¿Chivas? –preguntaba una y otra vez el malhumorado sobrecargo, mientras se enjugaba la frente sudorosa con el antebrazo, la tela debajo de sus axilas ya completamente oscurecida por la transpiración. ¿Y vino francés? Unos asientos más allá, el cocinero alargó el brazo para recibir otro ron con Coca. Un brazalete de oro colgaba de su gruesa y velluda muñeca.

    Vertido en vasos desechables de plástico traslúcido e iluminado por la luz del sol, el vino parecía la llama de una vela colocada en el interior de un vaso oscuro. O sangre de oso.

    —Nunca he tomado vino –dijo Esteban. Ni siquiera en la iglesia. Los hombres de su familia, sus tíos y sus primos, no iban a la iglesia, aunque su madre sí lo hacía.

    —Todos los capitanes de barco toman vino en las comidas. O bueno, por lo menos en las de los domingos –dijo Bernardo–. Y los griegos todas las noches. Ya trataré de pasarte uno que otro vasito de contrabando, patroncito.

    —Bueno –dijo Esteban.

    —Los ingleses prefieren la cerveza –continuó el viejo–. Todas las tardes, a las tres en punto, el capitán Osbourne decía: «¡Hora de una pinta!». Pero nunca se emborrachaba. Un gran hombre, muchacho. Capitán John Paul Osbourne era su nombre, pero sus amigos lo llamaban Yei Pi.

    Bernardo sólo acompañó sus cacahuates con Coca-Cola, y Esteban decidió hacer lo mismo, a pesar de que se sentía con derecho a pedir lo que él quisiera pues aquél era un día importante, el comienzo de una vida nueva, y porque el boleto de avión le había costado un ojo de la cara. Le debía a sus tíos el total del precio del boleto y la comisión que doña Adela Suárez había cobrado por conseguirle el trabajo. Con el sueldo de dos meses en el Urus podría pagarles la deuda, y le quedarían todavía otros cuatro meses más de ingresos. Luego tal vez podría conseguir que lo contrataran por un año entero, si su capitán estaba satisfecho con su labor.

    —Los mejores años de mi vida, muchacho…

    Aparentemente, no había puerto de altura en el mundo por el que Bernardo no se hubiera paseado con sus garbosos andares y su elegante y desenfadada sonrisa de camarero de salón de oficiales. Pero hacía ya más de dieciocho años que no se hacía a la mar, no desde que Clara, su segunda mujer, muriera. Clara… O más bien, Clarita, porque sólo tenía veintinueve años de edad cuando falleció. De tétanos, una cosa espantosa. Era alemana por la parte de su papá, chavalo. Y lo dejó con tres nenas que él tuvo que sacar adelante en tierra. Todas ellas de piel clara, un poco rellenitas como su madre, y una, la más pequeña, tiene incluso los ojos azules, aunque su mami no los tenía. Las crio en la misma casita de cemento, con porche también de cemento, en la que aún viven ahora, en la colonia Máximo Jerez de Managua. Una casita pagada con dos décadas de ahorros de su sueldo como camarero y un préstamo que les hizo un primo mayor de Clara, un inspector de aduanas de Corinto que había sido como un padre para ella. ¿Tal vez conoces a la familia, muchacho? Pero no, no creo, sos demasiado joven; ahora viven en Panamá, se marcharon justo después de que el señor Somoza se fuera del país. Nunca le pagó el préstamo, aunque el primo de Clara jamás le reclamó nada. María, Gertrudis y Freyda son unas muchachas maravillosas, educadas, preparadas. Maestra una, y secretaria del Ministerio de Comercio la otra; y Freyda, la menor, aún estudia. El novio de María y el cipote de Gertrudis, que ahora tiene ocho años, viven también en la casita: pequeña y abarrotada pero siempre bien arreglada y limpia. Nunca tuvo un hijo varón, pues, pero tiene tres nietos, tres pequeños cipotes: el hijito de Gertrudis, y otros dos que no conoce, aunque sueña con poder hacerlo algún día. Porque tiene otras dos hijas de su primer matrimonio. La más joven, que por desgracia no se ha casado ni lo ha perdonado aún, vive en Greytown, con su madre y el nuevo marido de ésta, que es pastor evangélico; pero la otra, Esmeralda, inquieta como su papi, vive en Jerusalén. Sí, pues, en Israel. ¡Y allá fue reina de belleza, chavalo! Se casó con un policía israelí, y tienen una hija y dos hijos. Los israelitas son la raza más antigua de la tierra. No hagas caso de las mentiras que cuentan en nuestro pobre país enloquecido por el odio, muchacho. ¡Cuántas veces no se habrá sentado él en el porche de su casa, al atardecer, a lamentarse por la situación de nuestra amada Nicaragua, deseando la llegada de unos comandos israelíes que acabaran con los Nueve Comandantes, de la misma forma en que lo hicieron con esos terroristas que secuestraron aquel avión en un aeropuerto de África!

    Bernardo miraba a Esteban fijamente, y la docilidad de sus ojos nublados contradecía la vehemencia forzada de su discurso. Esteban se limitó a sostenerle la mirada hasta que el viejo desvió la suya. Sus tíos siempre hablaban así, aunque no eran tan ridículos. Y a él no le importaba en absoluto lo que los viejos pensaran, aunque, ¡chocho!… ¿Por qué todos ellos parecían creer que él estaba obligado a escuchar sus opiniones categóricas, y tener a su vez él mismo opiniones categóricas sobre las mismas cosas que les enfurecían a ellos?

    Enfurruñado, apenas prestó atención a la cháchara de Bernardo sobre sus días como chofer en Managua y sobre las familias para las que trabajó, incluyendo una anécdota relacionada con los Petroceli. Bernardo no había tocado el almuerzo que les habían servido mientras iba a la mitad de la historia de su vida –y en el que Esteban, malhumorado, había vuelto a rechazar el vino–, pero ahora el viejito rasgó con su tenedor de plástico la envoltura de su paquete de galletas, peló cuidadosamente la cera amarilla que cubría su porción de queso y lo cortó en delgadas rebanadas que colocó sobre dos galletas. Fue todo lo que comió. Y después volvió a hablarle de sus hijas. Esteban, por su parte, mientras devoraba en pocos bocados la carne blanda como berenjena y bañada en una salsa espesa que no consiguió quitarle el hambre, se preguntó cómo sería la hija más joven del viejo, y quién habría sido capaz de echarse a la de en medio, dejándola embarazada cuando la chica tenía… ¿Qué? ¿Unos catorce años? Bernardo se quejaba de que los sueldos de las hijas ya no alcanzaban para nada. ¡Vaya, pues, como los de todo el mundo! Sentía que se había convertido en una carga para ellas. Desgraciadamente hacía ya dos años que no conseguía empleo, desde que la última familia para la que trabajó como chofer tuvo que partir precipitadamente a Venezuela. Por eso había estado yendo desde entonces una vez al mes a ver a doña Adela Suárez, para suplicarle que convenciera al capitán Constantino Malevante de enrolarlo en una de sus tripulaciones, a pesar de su edad. Con el dinero que gane en este viaje, muchacho, ¡me voy a comprar dos incubadoras de pollos! Así ya no será una carga para las hijas, y podrá tener una vejez digna, porque la gente siempre necesita pollos y huevos, especialmente en estos tiempos en que ya no se puede comprar un pollo o siquiera un huevo en Managua:

    —¡Hijo de las cien mil putas! ¿Cuándo se había oído que un país se quedara sin pollos? –dijo, y golpeó el descansabrazos con el puño y se quedó callado unos instantes. Y después, con gran destreza, intercambió las bandejas de comida diciendo–: Tené, tomá la mía.

    Esteban tomó el pastel de piña y comenzó a comerlo. Bernardo dijo:

    —Toda la carne que no va a parar con los Comandantes, o con los cubanos, o los rusos, o sabé vos quién más, va para los soldados.

    Esteban había escuchado esa queja tan a menudo que simplemente se limitó a encogerse de hombros. Él tampoco sabía a dónde iba a parar la carne. Pero su batallón de infantería, un BLI, patrullaba la selva por periodos de tres semanas, con una semana de descanso en la base o acampando a las afueras de alguna población, y rara vez le aprovisionó de algo, ya no digamos de carne. Los pocos campesinos con los que se tropezaban en las zonas despobladas por el conflicto podían tener algunas pencas de plátanos, o quizás un buey, pero casi nunca suficientes pollos para alimentar a un batallón. Por eso vivían de los pescados que sacaban de los ríos y los arroyos, o cazaban pájaros y roedores, y macheteaban árboles de maquengue para extraer la pulpa chorreante, de sabor tan parecido al pan, que se encontraba en el corazón de los troncos. En la jungla todo estaba siempre húmedo y chorreante, pero había veces que no podías hallar ni un limón que chupar; a veces el río o el arroyo más cercano se hallaba a un día de camino, aunque por todas partes hubiera charcas de agua negra cuajada de insectos, en absoluto potable.

    —¿Sabés qué aprendimos a beber en la selva? Lo llamábamos refresco.

    —¿Estuviste en el ejército? ¿Un cipote como vos?

    —¿A que no adivinás qué bebíamos? –ahora Esteban se sentía realmente irritado con el viejo, que fijaba en él sus ojos blandos con intensidad, como si estuviera preguntándole algo muy personal.

    —Agua de coco, me imagino, pues.

    —¿Tan lejos de la costa? –rio Esteban–. No, bebíamos el jugo del estómago de los monos. Matás un mono, le sacás el estómago y le hacés un hoyo… –y levantó las manos para llevárselas a la boca, fingiendo que sostenía una especie de vejiga temblorosa que se vaciaba poco a poco bajo la presión de sus largos dedos extendidos. El jugo del estómago de los monos sabía a pulpa de fruta dulce mezclada con orina y hierba.

    Bernardo blandió su dedo en el aire con furia.

    —¡Mandar a muchachitos como vos a morir luchando, hermano contra hermano! ¿Cómo es eso posible?

    —Y muchachas también –agregó Esteban con llaneza mientras contemplaba su charola. Ahora ese viejo pesado iba a querer también que le explicara lo que era la guerra–. No sé –suspiró Esteban. Tomó un paquetito de azúcar, mordió una esquina con los dientes y vació un poco de su contenido sobre su lengua.

    Después de un largo silencio, Bernardo dijo:

    —La primera vez que te marees, ¿ya sabés lo que tenés que hacer?… Irte a proa y morder el ancla.

    —Bueno.

    —O beber gasolina.

    No hablaron mucho después de eso, aunque ninguno de los dos fingió dormir. La película que se proyectaba en el avión arrancaba en los pasajeros una continua algazara de carcajadas aullantes y exclamaciones quejumbrosas de «¡Ay, qué lindo!». Esteban se puso los audífonos. Un perro enorme y babeante estaba prendado de una perra igualmente enorme y babeante que llevaba un lazo rosa en su collar, y dado que los dos perros no estaban dispuestos a separarse, sus sonrientes y compasivos dueños debían decidir cómo resolver aquella situación tan bochornosa, pero luego los perros decidían fugarse juntos. Todos ellos vivían en esa típica América de enormes casas blancas levantadas en medio de jardines sombreados por grandes árboles. El enemigo es el gobierno y sus políticas bélicas, no el pueblo americano, ¿verdad? En el momento en que Esteban se quitó los audífonos, el viejo se volvió hacia él y le preguntó.

    —¿Vos sos padre de familia?

    —Pues, no –respondió Esteban, frunciendo el ceño.

    La luz que entraba por la ventanilla había empezado a palidecer. Esteban se forzó a fantasear larga y metódicamente con imágenes de carne femenina y encuentros sexuales. Pero no funcionó; no se excitó en lo absoluto y se sintió miserable al tratar de recordarla, de rememorar los detalles de lo que había pasado en Quilalí con esta chica, la última de las tres jóvenes a las que Esteban se había cogido en toda su vida, y la única que lo dejó metérsela por el culito, y que ahora yacía enterrada en la jungla, con algo de él todavía en su cuerpo, algo científicamente imposible de comprobar pero que seguía ahí, dentro de ella, disolviéndose en la tierra podrida, ¿verdad? Dentro de medio siglo él tendrá la edad de este viejo camarero y, puta, ¿será que para entonces habría conseguido olvidarla? ¿Olvidar esa muerte que secaba su deseo cada vez que intentaba conjurar el amor? Era algo totalmente jodido: como lo que había sucedido con esa puta en Corinto, la semana pasada. Ella estaba desnuda sobre su cama de burdel y de repente en lo único en lo que Esteban podía pensar era en la carne de aquella otra, su carne perfumada y sedosa y desgarrada sobre la maleza verde salpicada de sangre, mientras la puta se ponía en cuatro patas como un perro y le ofrecía sus pequeñas y redondas nalgas, ¡sonriendo! No te preocupes, amorcito, no pasa nada, chúpame aquí. Si esa putita hubiera sabido lo que él estaba pensando, habría sido ella la que se habría largado de ahí corriendo, ¿no? No pasa nada. Ni verga. No pasa nada, mi amor… ¿Habrá una chica para él, una chica en alguno de los puertos en donde harán escala? Alguien a quien tal vez pudiera conocer en Nueva York en los próximos días, o en algún otro punto de su travesía por esa parte del mundo en donde la ciudad y el aire del océano se entremezclan, donde la gente vive acariciada por dentro y fuera por toda clase de vientos contrarios y brisas, y ésa es la razón por la que les es imposible guardarse las cosas para sí mismos, mantener escondido su amor, ¿no? ¿Habrá allí alguna chica que pueda devolverle el amor, llenarlo de amor con el aliento tibio de los besos que él devoraría; una chica que ahora mismo, aun sin conocerlo, lo aguardara en la titilante nebulosa formada por la ciudad tórrida y el aire marino? Esteban permaneció inmóvil en su asiento, en suspenso, haciendo un esfuerzo por imaginársela. ¿Debería representársela joven o vieja? ¿Rica o pobre? ¿Rubia o morena? ¿Y cómo se llamaría? ¿Y en qué idioma hablaría? ¿Se quitaría ella misma la blusa, sacándola por la cabeza y alzando sus codos por encima de la tela mientras sus chichis turgentes aparecían y se bamboleaban, o tendré que ser yo quien le desabotone…? Volvió la cabeza hacia el pasillo para que el viejo no viera la humedad ardorosa que le escocía los ojos: Estoy jodido, no sirvo para nada.

    Más tarde, cuando pasaron por unas turbulencias, Bernardo le contó de las sillas atadas a las patas de las mesas de la sala de oficiales cuando el mar embravecía, y de que el remedio para evitar que los platos y los vasos y los cubiertos se deslizaran por la mesa era humedecer el mantel, con agua, o mejor aun, con el agua usada para hervir el arroz, si el cocinero del barco era lo suficientemente disciplinado y previsor como para guardarla.

    —Un hombre precavido vale por dos, muchacho. Pero no este cocinero. Éste bebe demasiado. Su primer día de trabajo y miralo: llega borracho. ¿Viste cuántos rones se ha bebido ya?

    Tal vez me haga un tatuaje, pensaba Esteban. ¿Debería hacerme un tatuaje? En la parte de arriba del brazo, no alrededor, como los tatuajes que se hacen los presos. Algo elegante, con significado: un auténtico tatuaje de marinero. Algo que diga: Abandono la tierra firme para renacer. Un esqueleto trepando por una escalera hacia las estrellas. O navegando en una embarcación entre ellas. Otilio de la Rosa tenía un pez amarillo delineado en rojo, tatuado sobre el pecho, y un colibrí en su brazo, y en la playa una chavala le dijo: ¿Pues qué sos vos? ¿Una tienda de mascotas? Y apenas entonces su amigo se dio cuenta del error que había cometido.

    De camino a Miami, donde cruzaron la aduana y las oficinas de Inmigración, el avión había hecho escala en San Pedro Sula, Honduras. Ahí, entre los pasajeros que subieron y ocuparon los asientos restantes, se encontraban diez marineros jóvenes que también se dirigían a Nueva York para formar parte de la tripulación del Urus. Pero no se reunirían con ellos hasta llegar al aeropuerto Kennedy, cuando se congregaron alrededor del gigantesco y peludo gringo que llegó a recibirlos en la zona de llegadas, vestido con bermudas de baloncesto y sosteniendo con las dos manos a la altura del pecho un cartón en donde se leía la palabra «Urus» garabateada con marcador negro. No volverían a verlo jamás después de aquel día, pero cada vez que la tripulación llegaba a recordarlo, se referían a él como el Pelos, o simplemente Pelos. El sujeto llevaba el pelo negro rapado como un soldado yanqui, usaba botas con cordones de color naranja brillante y vestía, además de las bermudas, una camiseta sin mangas que mostraba sus brazos musculosos totalmente cubiertos de hirsuto vello negro.

    Hi, how are ya –decía el hombre, una y otra vez, mientras se reunían en torno a él. Los escrutaba con ojos grises, mansos pero vigilantes, como los de un niño desconfiado. Cuando finalmente contó a los quince, señaló: All here? Okey, let’s go.

    Aquel peculiar gringo receloso los condujo hacia el bochorno de un atardecer tan caluroso y agobiante como el que cotidianamente abrasaba las llanuras costeras de Nicaragua, y los dejó ahí, de pie en la acera, con las caras ardiendo, mientras iba a recoger la furgoneta. Un maletero moreno, que regresaba al interior de la terminal empujando un carro portaequipajes vacío, les gritó:

    —¿Qué vaina? ¿Son un equipo de beisbol, que no? ¡Campeones! –y soltó una carcajada estridente.

    ¿Así era como se veían, como un equipo de beisbol? El sol y las nubes se habían disuelto en una neblina amarillenta, del color de la coliflor hervida. El aeropuerto, aquella inmensidad de concreto renegrido, vidrio y tráfico, era por mucho el sitio más extraño y ruidoso que Esteban hubiera pisado en toda su vida, aunque ya había visto esos lugares en la televisión y el cine. Permaneció ahí parado, boquiabierto, escuchando el incesante clamor de los taxis amarillos que se detenían entre gritos, ruidos de puertas y maleteros que se abrían y se cerraban de golpe, y que arrancaban rugiendo. Pero la atmósfera, a pesar de toda aquella conmoción y del constante y estrepitoso fragor de los aterrizajes y los despegues sobre sus cabezas, se sentía tremendamente vacía: una atmósfera húmeda, impregnada de vapores de gasolina y de un tenue hedor a caparazón de cangrejo que delataba la presencia cercana del océano.

    Detrás del maletero abierto de un flamante auto rojo, una azafata rubia de almidonada blusa blanca se hallaba íntimamente entrelazada en un apasionado beso con un joven muy apuesto. Parecía que querían excavarse el uno al otro con las bocas. Los brazos de ella, del color de la miel, se enroscaban en torno al cuello del hombre, como queriendo apretarse aún más contra él, cadera contra cadera, y tenía la cabeza echada hacia atrás y su cabello descendía por su espalda como una resplandeciente cascada de trigo. El hombre deslizó su mano por el talle de la muchacha hasta alcanzar sus nalgas, y la falda almidonada se abolló como suave hojalata bajo aquellos dedos de gruesos nudillos, al tiempo que la carne debajo se estremecía y realizaba movimientos ondulatorios que agitaban la tela que rodeaba aquellas marcas flagrantes. Siguieron besándose mientras el grupo los observaba, cada uno participando a su manera del ardor que consumía a esos dos cuerpos entrelazados, relamiéndose los labios salados por el sudor y sintiendo cómo las camisas humedecidas se les pegaban a la piel. Pero entonces los enamorados se separaron de improvisto, como si hubieran acordado hacerlo exactamente después de tantos minutos y segundos; el hombre cerró el maletero y cada uno se dirigió a un costado diferente del vehículo, abrieron las puertas, subieron y se marcharon.

    —Hijo de la gran puta –gruñó, sin poder evitarlo, uno de los marineros, y los demás asintieron asombrados. Se quedaron ahí, maravillados y sonrientes, como si acabaran de saborear su primera y providencial probada de la vida en el mar.

    Siguieron los apretones de mano y las presentaciones. Realmente no tenían tanto que decirse: estarían juntos los siguientes seis meses, tal vez incluso más tiempo, ¿cuál era la prisa? Casi todos adoptaron una actitud de amistosa reserva, seria y natural, como diciendo: Soy un buen tipo pero también puedo ser un cabrón. Algunos, sin embargo, desplegaban una suerte de hosquedad recelosa, como si se sintieran superiores al resto. El cocinero, apestando a ron y a sudor, con los ojos casi cerrados, hinchados y enrojecidos, le estrechó la mano a todos los presentes.

    —José Mateo Morales. Soy el cocinero.

    —Marco Aurelio Artola, electricista.

    —Tomaso Tostado, marinero raso.

    Tomaso Tostado tenía un diente de oro. Bonnie Mackenzie, el único negro del grupo, un enjuto costeño de rostro angelical proveniente de Puerto Cortés, también era marinero raso. Y, a pesar de su nombre, dijo que no sabía mucho inglés. Bueno, un poco: mon, fock, brother. Se sabe de memoria las letras de ocho canciones de Bob Marley, pero, hermano, cuando agarra las puras letras y trata de usar una que otra palabra para expresar sus propios pensamientos en inglés, parece un cotorro emitiendo sonidos sin sentido. En lo tocante a las aptitudes de Esteban para ser marinero raso, Adela Suárez sólo le había preguntado si sabía leer y escribir y si era capaz de manejar una brocha, y eso fue todo lo que la mujer quiso saber.

    La furgoneta parecía un autobús diminuto, con cuatro hileras de asientos. El interior se sentía caliente y sofocante a pesar del aire acondicionado. El cocinero se sentó adelante con el Pelos, cuyos hombros sobresalían por encima del respaldo del asiento como las puntas de dos alas plegadas y peludas. Esteban tomó asiento junto a una de las ventanillas, y el viejo pesado se apretujó a su lado.

    Marco Aurelio Artola, el electricista hondureño, un mulato pecoso de unos veinte años a quien apodarían Canario por su voz aguda y aflautada, dijo que él se había imaginado que Nueva York sería un lugar llano, planito, planito, con un solo edificio que se alzaría por encima de todo, la Atalaya de los Testigos de Jehová. Toda su vida había contemplado aquella Atalaya en las portadas de las revistas que el barbero de su pueblo, un prosélito de los Testigos, estaba siempre regalándoles a sus clientes.

    Aquello les pareció gracioso y dio pie a que la tripulación soltara la primera carcajada colectiva: ¿Cómo podía ser tan bobo?

    —¿Pero qué nunca has visto la televisión? –se burló uno de ellos–. ¿Nunca has visto Kojak?

    Cuando las bromas amainaron, Bernardo se volvió hacia el enfurruñado electricista y le preguntó si alguna vez había estado en el mar, como si tamaña inexperiencia fuera imposible en un marinero.

    —Nunca. Soy electricista y trabajo en Tela. ¿Y qué?

    —¿Y así te contrataron para trabajar en un barco, chavalo?

    —Bueno, pues, un barco es como una casa que flota, ¿no?

    —Pues no.

    —El mes pasado arreglamos la instalación eléctrica de un hotel viejo; estaba tan jodida que los cables todavía llevaban aislamiento de tela, todo roto y desgastado. Lo cableamos todito de nuevo, ¿ve?

    Otro marinero, al que más tarde apodarían Cabezón por su enorme testa con forma de calabaza, había sido contratado como mecánico de la sala de máquinas, pero en Honduras se dedicaba a trabajar como mecánico en una fábrica de conservas de pescado que también producía, con los despojos de los animales, cubos de consomé. Turbinas, calderas, motores de diesel, qué tanta diferencia podría haber. Salvo que en el barco ganaría más de un dólar la hora y además ahorraría cada centavo, mientras que en Honduras ganaba cinco dólares por jornada completa.

    El negro de la costa dijo que eso no estaba tan mal, que él ganaba tres dólares la jornada. ¿Y en Nicaragua? No jodás, gruñó el cocinero desde el asiento de adelante. En Nicaragua a la gente ya ni le pagan con dinero de verdad; hasta los frijoles se habían convertido en comida para gente rica.

    Resultó ser que todos, con la excepción de Bernardo y del cocinero, habían sido contratados en virtud de una serie de hipotéticas aptitudes relacionadas con el manejo de un barco. La tripulación incluía dos electricistas, dos mecánicos, un cocinero, un camarero y nueve marineros rasos; nueve hondureños, cinco nicaragüenses y un guatemalteco. El guatemalteco era el otro electricista del barco, y su último trabajo había sido en una empresa de exploraciones petroleras en la selva del Petén. Como muchos chapines, el hombre manifestaba una conducta reservada, y por eso, y porque también es bien conocido en Centroamérica el chiste de que los guatemaltecos sólo han nacido para que sus militares tengan a quién matar, su apodo en el barco sería Caratumba. El otro mecánico, un muchacho de cara muy linda al que apodaron Pimpollo, había trabajado antes con maquinaria pesada de construcción, tractores oruga con motores diesel. Mientras todo el mundo charlaba en el interior de la furgoneta, Esteban se percató de que Bernardo miraba con preocupación la nuca del cocinero, como si tratara de que éste se volviera y dijera algo al respecto de la conversación.

    —Lo que importa es contar con oficiales experimentados a bordo, un jefe de máquinas –dijo, convencido–. Los demás sólo hacen lo que se les ordena.

    La furgoneta avanzaba a toda velocidad por la autopista elevada, vibrando y dando pequeños rebotes. Esteban sólo había experimentado aquella misma sensación a bordo de los helicópteros, nunca en los camiones IFA, donde siempre se sentía sudoroso y vagamente mareado, como ahora, por tratar de mirar hacia todas partes. Alcanzó a ver un cementerio tan vasto y desolado que parecía una ciudad miniatura que hubiera sufrido un bombardeo. ¿Cómo podía alguien ser feliz viviendo allí, en aquella extensión interminable de fábricas, refinerías, paredes sin ventanas? ¿Quién sabía qué era todo aquello? Atisbaba hacia las callejuelas laterales como quien trata de ver el fondo de cajas arrebatadas apresuradamente de su mirada, y no conseguía ver más que paredes de sucios ladrillos marrones, letreros amarillos de tiendas, figuras que caminaban serenamente, como borrachos al amanecer, a través de aquella atmósfera ocre. Vio a personas sentadas en sillas en torno a fogatas encendidas en la calle, algunas en ropa interior, como si aparentemente se encontraran en sus casas… Pero todo pasaba tan rápidamente… ¿Era maíz aquello que crecía sobre esa azotea? Él jamás se aventuraría por aquellas calles de noche, jamás. La autopista describió una curva y las ventanillas del otro lado de la furgoneta se llenaron de rascacielos. Esteban se movió y estiró el cuello para ver los brillantes y grises edificios que parecían deslumbrados por el sol. La furgoneta dio un bandazo, el Pelos tocó el claxon y gritó:

    Fuckin chinese! –las únicas palabras que Esteban pudo entender, porque el resto de la malhumorada invectiva que el Pelos soltó le resultó incomprensible.

    Bernardo murmuró en el oído de Esteban:

    —Tendrán que ser muy buenos maestros, esos oficiales, chavalo. Suerte que el Atlántico no se vuelve realmente peligroso sino hasta octubre. O, bueno, generalmente…

    Y ahí estaba la Isla de los Rascacielos, el firmamento lleno de luces como luciérnagas antes del crepúsculo y sus monstruosos puentes colgando en la súbita apertura del océano y el cielo. Remolcadores, barcazas, tráfico fluyendo a un costado del río. Allá abajo, un reluciente carguero blanco se encontraba amarrado junto a una ordenada hilera de bodegas azules, rectangulares; pero no era allí a donde se dirigían. La autopista comenzó a descender y a alejarse, conduciéndolos a través de una interminable sucesión de vigas de acero que sostenían el tráfico que circulaba por encima de sus cabezas, dejando a la furgoneta en penumbras. Naves industriales, una fila de angostas y ruinosas casas, una estación de gasolina, un anuncio rosa con la silueta oscura de una mujer desnuda arrodillada como una sirena, con las manos unidas detrás de la cabeza. Negros vestidos con gorras y camisetas sin mangas en una esquina, niños montando bicicletas; una hilera de sombríos edificios de ladrillo oscuro, con árboles alzándose entre ellos. Giraron hacia una calle rodeada de inmensos y viejos almacenes y después avanzaron a lo largo del extenso muro de ladrillos que encerraba el patio de la terminal marítima.

    El Pelos le entregó un sobre al sujeto uniformado que se encontraba en la caseta de entrada, quien les franqueó el paso hacia la inmóvil complejidad del puerto. Aquí y allá se podían ver mástiles, grúas y los remates erizados de las superestructuras de los barcos monumentales que sobresalían por encima de los tejados de los edificios numerados de las terminales. Grúas de carga inmóviles contra el firmamento. Camiones estacionados. Cobertizos y almacenes de paredes de aluminio. Un hombre conducía un montacargas vacío por detrás de una hilera de contenedores. Era domingo por la tarde, lo que tal vez explicaba la inactividad del lugar. Pero el Pelos siguió conduciendo durante un rato sorprendentemente largo, internándose en lo que parecían ser los desolados y seguramente abandonados límites del puerto, donde los decrépitos edificios de concreto y ladrillos lucían aún más vetustos y derruidos. Pasaron por una extensión arenosa recientemente descombrada y llena de terraplenes y excavaciones, que de pronto se abría en una franja de tierra abierta al mar que daba a un largo embarcadero mutilado. Vieron luego la carcasa hueca y aplastada de un automóvil que yacía entre los escombros de un lote baldío. Dejaron también atrás un pequeño carguero escorado que parecía descansar a perpetuidad en medio de un viejo dije seco, en el interior de un patio vallado y cubierto de malezas marchitas; las ardillas habían hecho sus madrigueras con hojarasca en el castillo de la embarcación, y un perro negro y rechoncho les ladró desde el puente de mando, de cuya ala colgaba una cámara de neumático atada con una soga. Más allá se levantaba un inmenso almacén de ruinosa madera gris, con sus enormes puertas abiertas de par en par, por donde el vacuo cielo del crepúsculo y el agua del mar refulgían, como en una inmensa pantalla de cine.

    Esteban podía escuchar la respiración de Bernardo, sentado a su lado en el ahora silencioso interior de la furgoneta. Podía escuchar sus exhalaciones enérgicas, casi rítmicas. Llegaron entonces a un estacionamiento hundido y parcialmente rodeado por un muro de ladrillos, con una valla de alambre oxidado que yacía derrumbada sobre el suelo a lo largo del terreno, como la ondulada espina dorsal de un dragón muerto hacía mucho tiempo. En el extremo más alejado había un conjunto de cobertizos y edificios bajos con las ventanas rotas clausuradas con tablas, una ruina que asemejaba una hilera de rollos de papel higiénico revestidos de concreto y aplastados por un mazo gigante, y enfrente, una gran estructura cuadrangular de concreto –un viejo silo– alzándose imponente contra las franjas coloridas que comenzaban a pintar el horizonte.

    —¿Ya ven? Ahí está la Atalaya –dijo el electricista con su voz trémula, pero esta vez nadie se rio. Cruzaron a través de una sección caída de la valla, rodearon el silo y llegaron a un muelle asfaltado al que estaba amarrado un carguero que bloqueaba casi por completo la vista de aquella cala con forma de ensenada.

    Los hombres se bajaron de la furgoneta y se quedaron de pie en el muelle, con sus valijas, contemplando la oscura y silenciosa nave que se alzaba ante ellos como la helada pared de un desfiladero, mientras respiraban el familiar hedor del agua estancada y podrida del puerto. El enorme casco manchado de óxido parecía bañado por un resplandor lavanda que contrastaba con el caluroso y polvoriento cielo azul, veteado de manchas carmesíes y naranjas. A su alrededor, los rostros de los compañeros de Esteban parecían brillar también, lo mismo que sus ojos y sus dientes, sus camisas de manga corta y sus guayaberas blancas.

    El Pelos se había quedado detrás del volante de la furgoneta, fumando y escuchando música de rock en la radio, con sus largas y peludas piernas asomando por la portezuela. Estaban esperando al capitán.

    —Bueno, es un barquito, ¿no? –dijo Tomaso Tostado al cabo de unos instantes, con cierto regocijo y una sonrisa que dejó al descubierto el brillo de su diente de oro. Alguien sacó un paquete de cigarrillos; se lo fueron pasando, entre sonrisas. Bueno, es un barco, pensó Esteban, sorprendido por la sensación de alivio que experimentaba al comprobar, después de aquella larguísima jornada, que al menos el barco sí existía. Contuvo el humo del cigarrillo en los pulmones y alzó la vista para contemplar la nave, sintiéndose cansado y satisfecho. Espantó a un mosquito de una palmada. Aquél era un barco perfectamente normal, sólido y capaz, y él trabajaría allí. ¿A quién le importaba que estuviera amarrado en medio de toda aquella desolación? ¿Qué diferencia habría cuando, dentro de pocos días, se encontraran en alta mar?

    Tal vez para los criterios modernos aquél era simplemente un carguero de dimensiones modestas, una nave de 400 pies de eslora y una línea de flotación que dejaba un amplio margen para la carga, pero a Esteban le pareció gigantesco. De la larga cubierta principal sobresalían tres mástiles de carga. El nombre Urus aparecía pintado en la parte superior de la proa, sobre una mancha oscura que cubría el que probablemente era el nombre anterior de la embarcación. «Urus, Ciudad de Panamá», se leía en la popa. Pero no había ninguna luz a bordo, y todo parecía pintado con sombras. El castillo, blanco y salpicado de chirlos negros, se hallaba situado cerca de la popa; dos hileras de oscuras portillas eran visibles bajo el puente. Una chimenea. La escalerilla del barco estaba levantada. El agua chocaba pesadamente contra el casco y azotaba los pilotes del muelle. El calor seguía pesando por encima de todo, como si el día estuviera conteniendo el aliento.

    Entonces Esteban oyó que Bernardo le murmuraba al oído que aquel barco no era otra cosa que un cascarón roto, chavalo. Esteban fijó su mirada en el casco de acero. ¿Por qué el viejo pensaba que era un cascarón?

    —No hay luces –susurró Bernardo–. Ni electricidad. Es un cascarón roto, chavalo.

    Esteban miró al viejo: Bernardo sostenía su cigarrillo con dos dedos, como si se tratara de un fino puro cubano, y parecía estar estudiándolo cuando añadió:

    —Las amarras ni siquiera están protegidas contra

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