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Inmigrantes II: Barranquilla, Barcelona, Boston, Leipzig, Londres
Inmigrantes II: Barranquilla, Barcelona, Boston, Leipzig, Londres
Inmigrantes II: Barranquilla, Barcelona, Boston, Leipzig, Londres
Libro electrónico231 páginas2 horas

Inmigrantes II: Barranquilla, Barcelona, Boston, Leipzig, Londres

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La segunda entrega de una colección en la cual la vida cotidiana de los viajeros es el principal personaje. Viajar también es regresar a casa. En esta segunda entrega de Inmigrantes, se nos revela la idea de quienes se fueron y volvieron, y de quienes siguen, desde la distancia, mirando una realidad ajena. Cinco ciudades –Barranquilla, Barcelona, Boston, Leipzig, Londres– se revelan en toda su luminosidad, escasez y melancolía, de la mano de cuatro escritores y un fotógrafo –Sergio Zapata León, Benjamín Moure, Astrid Harders, Hernán A. Burbano, Iván Herrera– que nos recuerda que las imágenes son tan poderosas como las palabras. Coedición El Peregrino Ediciones - eLibros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento22 ene 2015
ISBN9789585862869
Inmigrantes II: Barranquilla, Barcelona, Boston, Leipzig, Londres

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    Inmigrantes II - Varios autores

    coedición

    Calenturas

    de un pobre diablo

    Sergio Zapata León

    A mi padre y a Karen,

    por tolerar el desencanto.

    I went to find the pot of gold

    That’s waiting where the rainbow ends.

    I searched and searched and searched and searched

    And searched and searched, and then—

    There it was, deep in the grass,

    Under an old add twisty bough.

    It’s mine, it’s mine, it’s mine at last…

    What do I search for now?

    Shel Silverstein

    —The Search—

    Yo soy muy barranquillero

    Y no puedo permitir

    Que aquí venga un forastero

    A echarme vainas a mí

    Versos de la Danza del Garabato

    Siempre quise emigrar, subir a un barco y llegar a una nación extraña en la que pudiera perderme entre la gente, hablar un idioma distinto al mío, comenzar de cero. Creo que ese anhelo ferviente, que con el tiempo se fue convirtiendo en un sueño, nació con las aventuras que mi padre me leía por las noches cuando llegaba al apartamento después de trabajar. Recuerdo muy bien La isla del tesoro y Robinson Crusoe, pero sobre todo Colmillo Blanco, de Jack London: aún hoy, cuando todavía no he visto caer la nieve en vivo, puedo ver ante mí el silencio blanco al que por primera vez se asomó el lobato desde su cubil. Es posible también que mi madre tuviera algo que ver con mis ganas de irme lejos: acostumbrada a trabajar desde los quince años, inquieta y voluntariosa, abandonó la casa de sus padres en Bogotá y fue a parar a Barranquilla con 18 años cumplidos, a pesar de que su mayor deseo era vivir en Cali. Al llegar a Curramba conoció a mi padre y a su tribu, que estaba integrada por seis Caribe raizales capitaneados por la niña Calixta, una mujer grande que fumaba Pielroja con la chicharra encendida dentro de la boca cuando degollaba gallinas con sus manos y que todo el tiempo estaba dándome algo de comer. Al parecer mi madre conoció un mundo alucinante y casi exactamente al año de su llegada a la ciudad me alumbró en la clínica La Asunción. Muy rápido comenzamos un peregrinaje que nos llevó a Cartagena y luego a Santa Marta, manteniendo siempre a Barranquilla como eje: durante los siguientes trece años vivimos en nueve lugares diferentes en esas tres ciudades y sé que debido a las frecuentes mudanzas y a los constantes viajes intermunicipales de los fines de semana nunca tuve amigos que me duraran más de un par de años ni una casa que reconociera como mía. En cambio, me quedó el gusto por los trasteos, por armar maleta, por escribir mi nombre debajo de las gavetas en los clósets de los apartamentos que dejábamos atrás, por embalar cajas y viajar en bus y me quedó también el recuerdo de la casa de los abuelos, que cayó en manos de un tendero cachaco que desfiguró para siempre la única esquina de mi infancia que aún considero como mi verdadero hogar. A los doce años, siendo un gordo niño bullanguero que repetía almuerzo por sugerencia de la abuela Calixta, mi existencia parecía cifrada: el núcleo familiar había crecido, mi padre tenía un buen empleo y un carro y vivíamos en un conjunto cerrado con piscina y todo habría continuado por ese camino si a él no lo hubieran trasladado a Bogotá. A partir de diciembre de 1991 todo cambió para siempre: en las primeras fotos bogotanas, que fueron tomadas en el Tunal, aparezco flaco y alargado, apenas sonriente, amargado todavía por la visión de los zapatos duros de cuero negro que tendría que usar todos los días para ir al colegio, y asustado por el colegio mismo, en el que entré por primera vez después de escalar la empinada curva de la calle 34 (que se prolonga en sentido contrario hacia las Américas descolgándose como un río) y que aún está coronada por una cruz y unos techos afilados que quieren ganarle al verdor de los cerros orientales y puyar el cielo encapotado de nubes del barrio La Merced. Mientras la descubrí, Bogotá calmó mi anhelo migratorio por varios años y, según mi madre, silenció mi carcajada Caribe: el primer año fue de ensimismamiento, de ira contenida por no poder estudiar en un colegio mixto, y de extrañeza: tanta ropa encima, tanto silencio alrededor, tanto verde junto y tantas vacas dentro de la ciudad. Luego vino la universidad, la noche bogotana y la felicidad insustancial de mis veinte años de la que conservo recuerdos muy selectivos. Antes de cumplir los 25 decidí que era hora de buscar aquella nación extraña e intenté migrar a la Argentina con la idea de estudiar cocina y aprender a hacer algo que me permitiera subir al barco pero llevaba un equipaje muy pesado y reculé rápidamente, incapaz de habitar la nostalgia porteña. De regreso en Bogotá, la ciudad siguió alimentándome pero cada día se me hacía más difícil permanecer en ella hasta que conseguí, en vísperas de mis treinta años, hacer todo a un lado y saltar el charco. En Australia hice cursillo acelerado de inmigrante latino: lavaplatos, obrero de la construcción, barista, mesero, porteador en una bodega clandestina, caregiver en un parvulario. Ahorré cada centavo de dólar convencido de llegar a cumplir los cuatro años que iban a permitirme pedir la residencia, amasé una pequeña fortuna y un buen día, cuando se avecinaba la tercera faena de renovación de mi visa, recordé las palabras de mi buen amigo Iván, quien sostiene que los ignominiosos trámites de visado que comenzaron a instalarse a finales del siglo XX serán vistos algún día como la esclavitud de nuestro tiempo. Adiós a las larguísimas playas de Stradbroke Island, adiós a las calles de Brisbane, a mi bicicleta, a mis sueños en inglés. Y es que siempre quise ser un inmigrante y al conseguirlo me di cuenta de que no había fuerza mayor que me obligara a permanecer allá. Lo probé, me gustó y a lo que sigue. Una fría mañana de mayo salí a dar un paseo por el sur de Australia con el dinero ahorrado y varias semanas más tarde regresé de vuelta a América: aterricé y padecí el final del invierno en Buenos Aires hasta que emprendí el regreso por tierra a Colombia, remontando los Andes. Durante tres meses anduve los caminos del Tahuantinsuyo, la altura me castigó en el Titicaca, me desgasté en Lima y probé la vida de los pescadores en Puerto López hasta que en el paso de Ipiales un hermano colombiano me estafó (¡Al fin en casa!) y después de pasar un tenebroso mes en Bogotá, durante el que creí haber pagado por todas las bellezas que me había traído la vida, pisé Barranquilla una vez más.

    Volver

    cangrejear ⁄ ⁄ 2. fig. y fam.

    Retroceder, recular, ir hacia atrás sin ton ni son.

    Nuevamente bajo el sol barranquillero, dieciocho años después de haberme ido, entré por la puerta trasera de la ciudad a la que nunca he dejado de sentir mía: el patio de mi infancia. Volví a mi padre, con quien no convivía desde hacía más de una década; llegué en diciembre, con las brisas, con el sol brillante que no hace sudar; volví liviano, estrenando alma, con el firme propósito de escribir. En aquel momento me dije que nada podía salir mal: había hecho escuela, y por haber trabajado con párvulos y enfrentado la soledad del inmigrante me gustaba decir que me había graduado de hombre. De entrada reconocí las maltratadas hojas de un almendro y después me enfrenté al primer impacto, que llegó desde la derecha y capturó mi atención sin violencia. Al fondo de un local oscuro en el que se reparan rines y se parchan neumáticos muy cerca del Terminal, un hombre suspendió lo que estaba haciendo por un momento y quedó congelado con un cigarrillo en los labios, el martillo levantado a la altura del pecho. El segundo influjo llegó en diagonal, proveniente desde el otro lado de la calle donde otro hombre, vestido con una bata blanca, permaneció quieto, empuñando el cuchillo que usaba para pelar mangos. Luego apareció un tendero descamisado en una tienda vecina y casi de inmediato una vieja mascando un plátano acodada en el antepecho de una ventana: me sonrió y vi que no tenía dientes. Uno a uno se congelaron un instante para mirarme pasar mientras andaba bajo el sol. El mundo se detuvo y solo yo me estuve moviendo en el iris de esas gentes hasta que un grito rompió el hechizo: —¡Buena, Osama!—. Con medio cuerpo por fuera de una de las ventanillas de un bus, dos jóvenes sonrientes me saludaron cada uno con un dedo arriba. Encima de nuestras cabezas lucía pleno el sol barranquillero, que lo llena todo y destiñe los colores y se roba los pensamientos al tiempo que derrite el cerebro de los transeúntes los 365 días del año. Aquel 4 de diciembre el sol no babeaba jugo de piña en ninguna calle del Atlántico. Debajo de mis pies se extendió un peladero de arenilla salpicado por piedras, vidrios rotos y bolsas enredadas cual si fueran tiras de trapo: aquí en la llanta de la carretilla del hombre que pelaba los mangos, allá en un arbusto agreste que se las arreglaba para existir en medio de la mañana hirviente a las afueras de la Terminal Metropolitana de Transportes. Mi padre me esperaba no muy lejos, sobre la vía pública, el motor del carro prendido para no pagar el parqueadero y yo me tomé el trabajo, sin apurarme mucho, de guardar el morral y una caja llena de libros en el baúl. Cuando por fin subí al puesto del copiloto lo primero que dijo es que me veía raro con esa barba. Dijo que lucía como un turco y gracias a su comentario entendí a los jóvenes asomados por la ventanilla del bus que me habían llamado ¡Osama! La verdad es que me sentía canchero, convencido como estaba de haber desmontado mi ego y de ser nadie, arrogante en mi humildad. Le sonreí. Hazañoso, venía a instalarme en la ciudad con los últimos cien dólares que me quedaban escondidos en la billetera después de haber trabajado duramente en Australia. Me sentía nuevo. Mi padre condujo y recorrió Murillo mientras me mostraba orgulloso las obras de Transmetro; yo reconocí desde la ventanilla los cuerpos cobrizos del barranquillero, su andar desenvuelto, su altanería. Dentro del carro había aire acondicionado y sonaba el sexteto de Joe Cuba y alguno de sus éxitos montunos. Afuera Barranquilla estallaba y las imágenes no se acompasaban con la música. Mi padre parecía contento, durante el recorrido me contó que su nuevo apartamento no tenía nada que ver con la caja de fósforos en la que vivía antes, y ahora tenía televisión por cable, una hermosa vista sobre el río y una lavadora. En cuanto llegamos me cedió un cuarto y desde la ventana pude reconocer Bellavista, el mismo barrio en el que a los ocho años formé parte de una pandilla inofensiva que tenía su sede en un árbol inclinado del parque Cisneros, al que también reclamaban como suyo los marihuaneros de la zona. Durante mi vida en Bogotá muchas veces me pregunté qué sería del viejo árbol, de la cuadra tranquila en la que hacíamos maldades. En aquellos días el parque estaba sin terminar, surcado por zanjas en las que nos atrincherábamos armados con hondas a dispararle piedras a los pájaros y a nosotros mismos y después de inspeccionarlo me pareció que sigue igual: a medias, con sus muros de cemento reventados, sus jardines agrestes y escasos y una banda de jóvenes descalzos que gritan obscenidades mientras juegan fútbol. En la habitación pude ver que mi hermano, quien había vivido ahí hasta hacía pocos meses, dejó mensajes de presidiario escritos en las paredes con su caligrafía de psicópata: Piensas y hablas demasiado. Debes dejar de hablar contigo mismo, leí en uno de ellos. Desde la ventana pude ver una amplia franja de río, la isla 1972, las grúas del puerto y más allá, siempre al alba y en los días despejados, la silueta enorme de la Sierra Nevada de Santa Marta.

    Cuando estoy entre extraños y por alguna razón menciono que vivo con mi padre es normal que alguien diga que sí, que se trata de una nueva tendencia mundial o algo por el estilo, eso de que los hijos treintañeros vuelvan a la casa de los padres. Como muchas otras cosas que suceden hoy en día, como la globalización o la poca lectura que supuestamente caracteriza a los jóvenes, no creo que sea algo exclusivo de esta época. Supongo que siempre ha habido hijos que por pereza o por cualquier motivo no salen nunca de la casa de sus padres y otros que, como yo, salieron de allí pronto y regresan, agotados por tener que trabajar para pagar un arriendo y no tener el tiempo suficiente para dedicarse a hacer lo que les venga en gana. Me considero afortunado: aunque no tengo herencia mis padres siguen vivos y, cada uno por su lado, siempre parecen dispuestos a recibirme en su casa durante el tiempo que haga falta. Además, salvo algún detalle menor, me dejarán hacer a mi antojo. Sin embargo, sé que la mayoría de padres abrigan un extraordinario amor por sus retoños que con seguridad no ha sido bien educado, ni canalizado, ni les convendrá a los hijos, por más que los padres crean que sí. Creo que mi padre es un hombre que ha aprendido a ser razonable a punta de las respuestas despiadadas de sus tres hijos, pero de todas maneras, ese amor extraordinario y su ambiguo poder siguen bien instalados: al día siguiente de mi llegada se apareció con un teléfono celular y algo dentro de mí se encendió como una alarma ¿de dónde habría sacado la idea de que yo necesitaba un teléfono celular? Lo único que pedí fue un techo y una mesa sobre la qué poner el computador en el que escribo. Lo tenía claro desde antes de regresar a Colombia: a mi llegada no iba a hacer concesiones, viviría para escribir. Por eso mismo no quería emplearme y con el pasar de los días me concentré en que la historia que había estado apuntando en mi cabeza desde hacía meses comenzara a mostrar alguna forma en el papel: aunque ahora la he abandonado, sigue siendo la aventura que emprende una mujer luego de que se desembaraza de Bogotá. En alguna página ella observa desde su ventana en un edificio de La Soledad cómo algunos habitantes de la calle se miden las que ayer fueron sus chaquetas, rebuscan entre sus zapatos y agarran lo que pueden de entre la pila de objetos que ella misma ha sacado a la esquina y ha puesto sobre una mesa, como si se tratara de una venta de segunda en un pulguero. Por aquellos días me decía que escribir la dichosa historia sería al mismo tiempo un acto de contrición y mi manera de gritarle a algunas personas que las cosas no habrían podido ser de otra forma, que había expiado, que no hay mayor

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