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El llamado del silencio
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Libro electrónico95 páginas1 hora

El llamado del silencio

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Una mujer vacía, enmudecida e infinitamente sola ha separado su alma de sus recuerdos. Pero una voz resuena con urgencia: es el llamado de la memoria; la narradora sabe que ha llegado el momento de contar su historia, que la desazón que la asalta es la tregua que antecede a la creación, y que anuncia la llegada del lenguaje, dispuesto a sanar la herida de la muerte. ¿Pero a dónde ir a buscar lo que se ha ido perdiendo en tantos años de no querer mirar atrás? Como buscando a tientas, vuelve a su infancia, al primer amor, al primer desengaño. De telón de fondo, una España que no se recupera tampoco de las heridas de la guerra.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento23 nov 2013
ISBN9789588841281
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    El llamado del silencio - Helena Iriarte

    DURÓ APENAS UN INSTANTE, pero retumbó en la mitad del pecho como si la cuerdita que me sostiene el corazón lo hubiera dejado caer y a mi alrededor se hubieran hecho añicos los vidrios de todas las ventanas, mientras una voz me llamaba con la urgencia del repicar de una campana; sin pensar y antes de comprender lo que ocurría, miré a mi alrededor para saber si era la entrada o la salida de un sueño o de dónde venía ese tropel desconocido que irrumpía después de tanto tiempo en el sosiego de mi casa; entonces, como cuando era pequeña y al anochecer buscaba el escondite de los miedos, traté en vano de hallar el origen de aquello entre la primera claridad del amanecer donde comenzaban a recuperar su forma los objetos, en el vaso de agua casi vacío, en el libro que había quedado entreabierto sobre la manta, en la percha donde colgaba el bolso; sin embargo, el entorno estaba en calma y no se oía más que el silencio.

    Pero en el alma todo era un caos y como temía tropezarme, incluso con mi propia sombra, fui a sentarme en la mecedora y cerré los ojos para pensar o tratar de descifrar lo que decían las miles de palabras que aleteaban enredando fragmentos de memorias que se esparcían por el aire, se acercaban y, a la manera de los sueños, equivocaban las figuras y sus nombres; puse las manos en el canto y esperé que cesara el estruendo y cuando se convirtió apenas en un murmullo que se fue desprendiendo del ruido, reconocí la voz de mi vieja amiga que desde muy lejos me pedía que cumpliera lo que había prometido y me preguntaba por qué, durante tantos años, me había negado a aceptar y por lo tanto a recordar; entonces tuve la certeza de que sería inútil taparme los ojos como en aquellas fiestas, para tratar de romper la piñata. Estaba tan confundida que fui aprisa a mirarme en la luna del espejo y para comprobar que nada había cambiado, que aún era yo misma, me le acerqué hasta que el vaho desdibujó los bordes de los labios que temblaban un poco, o era tal vez que me hablaban en secreto y estuve así un tiempo largo, sin medida, y al comprender dije en voz alta, casi a gritos para que el eco lo repitiera y lo esparciera de cuarto en cuarto hasta el solar, lo oyeran las sombras de los que ya no estaban conmigo, pero que desde muy lejos y durante años lo habían estado esperando y para que ella pudiera sonreír porque comenzaba a cumplir mi promesa; les dije que había llegado el tiempo de dar la vuelta, de volver a andar los viejos caminos que en realidad eran el comienzo de mi historia, para volver a encontrarlo; pero ¿qué dirección tomar? Durante años, cuando me quedé sola, apenas iba al instituto y regresaba; caminaba por el parquecito con alguna amiga y cuando iba a las tiendas a comprar lo necesario, desde la ventanilla del bus veía las esquinas que ya no eran las mismas, las calles que se hacían más amplias y las viejas casas que habían echado abajo para levantar los grandes edificios de una ciudad que se iba haciendo cada vez más extraña para mí.

    Y al acercarme a mirar el sol que ya comenzaba a asomarse entre los cerros, vi la luz radiante y me pareció que recién la miraba por primera vez; pegué la nariz al vidrio, como cuando era niña y volví a oír mi propia voz que preguntaba, no sabía a quién, ¿por qué no me dejas ver lo que hay detrás de las montañas, allá donde amanece? Nunca oí la respuesta, pero yo misma lo explicaba: los ríos y, más lejos, el mar que va hasta el otro lado de la tierra que es grande y allá se encuentra con el cielo a donde no puedo ir porque se me rompieron aquellas alas de tul y papel dorado que hizo la abuela para vestirme de ángel en la procesión del mes de mayo; con cuidado me ponía a dibujar lo que iba imaginando y para no perderme en un paisaje donde el cielo y la tierra se confundían, trazaba caminos salpicados de piedritas, para andar segura en ese laberinto que iba de uno a otro extremo de aquel mundo inverosímil que cada día se atiborraba de animales y pájaros que nadie conocía y de montes coronados de nieve muy blanca.

    Aquellas imágenes me acompañaban en ese tiempo que se deslizaba tranquilo; eran días, semanas sobre las que yo iba saltando como si fueran los cuadros de la golosa y la casa era el cielo a donde, salvo una que otra enfermedad, ningún mal se acercaba y la abuela creía que la muerte nos había olvidado desde que se llevó a mamá; por eso en la familia nunca se la mencionaba para que no volviera la desgracia; sin embargo, por algún lado se fue entrando muy pasito, mientras los mayores evitaban nombrarla y antes de que nos diéramos cuenta se llevó esos años alegres, tejidos y vueltos a tejer con cuentos, con viajes y proyectos que después se convertían en juegos; el abuelo se marchó en silencio, como si hubiera atravesado el umbral en puntillas y más tarde, cuando ya comenzaba a parecerse a su viejo, papá también me dejó, pero para que eso ocurra aún falta tiempo y todavía más para que termine el de la abuela cuando ya pasaba los cien años; y es que ella necesitaba vivir porque nos habíamos quedado solas y no quería abandonarme; sólo cuando estuvo segura de que podía irse tranquila, me dejó.

    Y yo seguí viviendo en esta casa que podría alojar a una familia grande, pero no me sentiría bien en otro lugar, lejos de estos rincones llenos de añoranzas, donde me acompañan hasta muy tarde en las noches la música en medio de mi trajinar con papeles, con lienzos, pinceles y tubos de colores y de vez en cuando el crujir de la madera que recubre las paredes. Desde hace tiempo estoy acostumbrada a mis noches tranquilas, sin horarios, y a los amaneceres cuando la vida regresa con la bulla de los niños que juegan y corren porque van a llegar tarde al colegio, con los pájaros que vienen a tomar agua y a picotear las moronas de pan que les dejo cada día y con el lotero que pasa vendiendo a gritos una suerte que ya no me interesa. Después salgo a dictar mis clases, regreso casi entrada la noche y sigo trabajando hasta muy tarde; en esa forma voy cumpliendo parte de mi promesa, pero los días se escapan como el agua jabonosa que se me escurre entre los dedos y se lleva la suciedad, pero también la espuma blanca.

    De esa manera lenta y monótona fue pasando el tiempo hasta esta mañana, cuando el chasquido de los vidrios, cuando vi mi rostro en el espejo, cuando reconocí su voz, la de mi vieja amiga pidiéndome que cumpliera lo que había prometido, aceptar que fue verdad, que me quedé sola desde entonces, que él ya no está conmigo, pero aunque puedo repetir lo que ella me decía, aún me hace falta ir más allá, tocar con las manos esa verdad y volver a vivir y a recordar, que es la única forma de escapar de la muerte.

    Miré los anaqueles llenos de libros, los objetos que parecían esperar la costumbre de mis manos quitándoles el polvo que nunca deja de caer, las paredes con los cuadros que él pintó a su regreso y me detuve frente al retrato, el que no he podido terminar porque no encuentro el color ni ese brillo que tenía su mirada en aquellos días tan tristes, cuando ya iba a partir. Entonces me acerqué temerosa y comencé a desprender la cera que tapaba la

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