Cuando te vayas, abuelo
Por Helena Iriarte
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Cuando te vayas, abuelo - Helena Iriarte
ESTABA ROCIANDO LAS ENREDADERAS que he logrado salvar de estos soles violentos del verano cuando llegó Julián, el niño que hace los mandados en el pueblo, y casi ahogado por la carrera comenzó a decirme que era urgente, que me habían llamado de la casa para que fuera porque el abuelo me estaba esperando y que le llevara unas ramitas de romero. Todo era un poco confuso, pero según él, no más así dijeron, y, a mí, lo que quiera darme para un helado porque tengo mucho calor.
Contento con las monedas, saltó la talanquera, desapareció por el camino y yo me quedé sin entender muy bien. El mensaje era tan inesperado que parecía de mentiras, pero a la vez muy claro; estaba asustada porque el niño lo dijo en tal forma que parecía tener la urgencia de un toque de campana y, mientras comenzaba a decidirme, el perro comprendió que me iría y se puso a dar vueltas y a traerme sus viejos juguetes; entonces ya no lo pensé más, organicé aprisa el taller, cubrí la arcilla con trapos húmedos, guardé unas pocas cosas en el maletín y corté unas ramitas florecidas del romero de la huerta; Corcho aullaba pasito y seguía detrás de mí con la mirada inquieta, seguro ya de que pronto iba a dejarlo, y para que se tranquilizara jugué con él antes de llevarlo donde la vecina, le expliqué que sería por unos pocos días y medio a escondidas salí al camino a esperar el último bus que pasa hacia las seis. Todavía es temprano y me siento tranquila porque, mientras dure esta tarde espléndida, nadie ni nada se puede morir, ni siquiera esa pequeña mariposa blanca que da vueltas alrededor de las florecitas azules que crecen entre el pedregal sin que nadie las cuide, ni les haya puesto nombre y que los campesinos arrancan sin mirarlas siquiera porque dicen que son pura maleza.
Hace calor; la soledad y el silencio apenas se quiebran con mis pisadas sobre el cascajo cuando me pongo a caminar para que corra más aprisa el tiempo; la tierra está seca y al levantarse la brisa forma remolinos de polvo que me hacen entrecerrar los ojos; entonces regresan las nostalgias: vuelvo a sentir la firmeza de la arena de la playa que recorríamos cuando yo era pequeña y allá, en ese tiempo, veo mi imagen niña que se va perdiendo hasta convertirse apenas en un punto en la lejanía de aquella costa inmensa o tal vez de mi memoria, donde tan solo iban quedando las huellas profundas de los pies del abuelo y las mías apenas marcadas antes de que se las llevara el agua; huellas del viejo y de la niña que las olas borraban cuando se esparcían una tras otra entre un cascabeleo de espuma. También el tiempo, como el mar, se lo llevó casi todo, salvo las palabras del abuelo que descifraban el vuelo de las aves y me enseñaban sus nombres, que recordaban lo que había guardado en los baúles o había dejado entre los matorrales una bruja olvidadiza; palabras que iban inventando un mundo para que mis ojos lo vieran aparecer como surgido del aire, historias viejas pero siempre distintas que respondían a mis preguntas, aun a aquellas que los mayores no contestaban porque siempre estaban ocupados, salvo la tía Gertrudis; ella me quería mucho, me enseñaba poemas y canciones y me daba los recortes del bizcochuelo que hacía para vender, pero no sabía de los encantos que conocía el abuelo, y como él siempre andaba por ahí, no tenía más que mirarlo para que me explicara lo que ni siquiera le había alcanzado a preguntar.
Sin embargo, de esos años, unos son mis recuerdos, mis olvidos y otros los suyos; entonces ¿cómo reconstruir la historia si lo que tenemos son fragmentos que a lo mejor se repiten, se contradicen o dejan vacíos a lo largo de tanto tiempo que ha ido arrastrando lo que nos permitió o no nos dejó vivir? Pero a la vez pienso que puedo inventar lo que falta; si hay repeticiones en su memoria y en la mía, es mejor desechar lo más borroso, ir armando con paciencia las figuras del rompecabezas y dejar a un lado las cosas pequeñas para estar atentos sólo a lo que ojalá algún día podamos comenzar a escribir. Pero no quiero pensar en lo que ocurrirá más tarde cuando podamos mirar serenamente lo que ya pasó; ahora, lo único cierto es que me está esperando y que tendremos, si la vida lo permite, un tiempo para conversar.
Y como la espera se alarga, trato de calmar la impaciencia y me repito que él no puede irse así no más y dejarme huérfana otra vez, si es el único que ha vivido a mi lado desde entonces… Pero eso no me lo ha dicho todavía, ni siquiera cuando lo que iba inventando parecía formar parte de un libro que no terminaba nunca; entonces, las páginas de mi propia vida, esas, se las saltaba siempre.
Tras las imágenes que se desprendían de sus palabras entraba a unos lugares desconocidos que aun ahora, tan lejos del lugar donde comenzó mi niñez, recuerdo con la claridad que entonces tenían y que ni siquiera los años han podido opacar; cuando subía la marea, me explicaba, con la seriedad que ha de tener lo fantástico, que en lo más hondo, en las profundidades adonde nadie ha llegado, salvo los barcos que naufragaron hace siglos y que se han ido cubriendo de plantas, en esos confines del mar, vive un monstruo inmenso que sale de su caverna porque le gusta jugar, pero como tiene unos brazos muy largos y sus manos son tan grandes, al levantar las olas lo desordena todo; después, cuando ya está cansado, se calma y tiene tanta sed que se bebe el agua que ha esparcido; por eso la tierra no se inunda y él se va tranquilo a dormir. Viejos relatos que él había oído cuando era pequeño, o que inventaba a cada paso para darles materia a esos sueños que yo iba guardando con cuidado junto a los caracoles y las conchas que las olas esparcían en la arena. Y al terminar de contarme cuentos, atendía con amorosa paciencia las interminables preguntas que yo iba enlazando unas con otras, como las cadenetas que me enseñaba a tejer la tía Gertrudis.
—¿Qué es el infinito? —le pregunté una vez mientras le jalaba la manga de la chaqueta para que me contestara.
—Un lugar muy grande, lleno de caminos que nunca terminan porque no van a ninguna parte, sólo siguen quién sabe hasta dónde y luego se devuelven, pero eso no les importa a los que van andando por ahí porque no tienen nada más que hacer. —Y se reía.
—¿Pero cómo se llama la gente que anda por ese lugar donde no pasa nada?
—Me imagino que antes de irse les dejaron el nombre de recuerdo a los amigos.
—Y Dios, ¿dónde vive Dios?
—Él está más cerca —me explicó un día y me puso la mano en el pecho—, él vive ahí mismo, en tu corazón, y trata de no dejarlo ir.
Desde entonces quedé con la costumbre de escaparme para ir en busca de esos lugares que nacían de sus palabras y regresar a aquella playa que se extiende tal vez hasta los confines de esa geografía fantástica que cuando bajaba el calor salíamos a recorrer en busca de alguna aventura y que si acaso no encontrábamos, el abuelo podía inventar. Hasta que un día, a pesar de que eran sólo cuchicheos, me enteré de que nos iríamos de aquel lugar; nadie me explicó nada porque era muy pequeña
, decían, y entonces, casi sin entender lo que ocurría, me