Cuando aprendí a pensar
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Cuando aprendí a pensar - Pilarica Alvear Sanín
chiquitos.
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
Historia de cómo aprendí a pensar
Yo no sabía pensar. Decían que mi papá pensaba mucho. Siempre los grandes hablaban de lo que pensaban: «Yo pienso que…». Pero yo no sabía pensar, solo era capaz de hablar por dentro. Cuando mi hermanito se iba para la escuela yo seguía hablando con él.
Tenía cinco años. A mi hermanito, Luis, ya lo habían entrado a la escuela, tal vez a mí me entrarían el año siguiente. Pero yo no sabía pensar, y mi hermanito, sí. Me habían dicho que él pensaba mucho y que cuando fuera grande iba a saber tanto como papá.
Y un día también yo aprendí a pensar. Fue más bien por la noche:
Cuando Luis llegó de la escuela, yo jugaba en el quicio, con las hormigas al sol:
—¿Sabías que la Tierra es redonda y se mueve? —fue su saludo.
—¿Que qué?
—El maestro nos lo enseñó hoy, espérate: te lo voy a explicar, ¡es tan rico!
Entró a la casa corriendo. Me olvidé de las hormigas y lo seguí. Sacó una naranja del frutero:
—¡Vení!
Y de nuevo en el quicio, atropelladamente, empezó mi hermano a abrirme el universo. Hacía volar la naranja, con ruido de motor. La naranja era la Tierra, y siempre decía:
—Así hizo…, así dijo el profesor. Y da una vuelta alrededor del sol, cada día. ¡Ah!, no: cada año. Cada día da una vuelta así —Hizo girar la naranja— sobre sí misma.
Y habló del día, la noche, los meses y los años.
—¿Entendiste?
—Pues yo no creo, la Tierra no es como un avión…
—Yo no dije que fuera un avión. Vuela, lo dijo el profesor.
—Vamos a preguntarle a mamá.
—¡Vamos!
—¡Apostemos a que sí!
—¡Apostemos a que no!
Ganó Luis: mamá confirmó. Él volvió a hacer las demostraciones y explicaciones. Mamá le celebraba y estaba contenta y nos habló también del sol y las estrellas. La luna era hijita de la Tierra…
Llegó papá y seguimos hablando de lo mismo, creo que también nos contó algo de Colón.
Yo quería repetir otra vez lo de la naranja, ya lo sabía hacer igual que Luis. Pero papá dijo:
—No, mijitos, no más. No ven que ya es tarde, que ya la Tierra se volteó para el rincón: es hora de acurrucarse en las cobijas, de ir a dormir.
—¡Campanitas a dormir tocan! —Era su orden de todos los días.
Pero esa noche no la obedecimos tan pronto:
—Que la Tierra se volteó para el rincón, ¿cómo así papá?
—¡Yo lo digo!
La explicación de Luis como que fue muy buena, pero a mí se me hizo confusa. Él hablaba demasiado.
Papá completó la exposición y oí algo de que la noche era donde a la Tierra no le daba el sol y que había niñitos que estaban de día, jugando. ¡Qué rico para ellos! Si uno pudiera irse todos los días caminando para donde hubiera día, para vivir siempre de día…
Papá y mamá rieron de esta nueva idea de nosotros y dijeron que ellos se irían para atrás, para donde hubiera siempre noche. Dizque les gustaba más dormir, pero nos hicieron acostar y ellos se quedaron conversando.
Bueno, esa noche aprendí a pensar. No fue una experiencia muy agradable: me desvelé.
Si la Tierra daba vueltas —«una vuelta sobre sí misma»—, o sea se revolcaba, entonces, cuando eso pasara —hoy no había pasado, eso debía pasar de noche y después hasta creo que concreté debía de ser a las doce—, mi cama iba a quedar en el techo. No, mentiras, porque el suelo también se movería. Pero en todo caso, mi cama iba a quedar patas arriba. ¿Por qué no me caía?
Mucho tiempo estuve despierta. A ratos hasta sentía moverse la tierra, pero por más que esperé, la voltacanela no llegó, y al fin, sin darme cuenta, me dormí.
No recuerdo si fue al otro día o algún tiempo después cuando me di cuenta de que lo que había hecho esa noche era pensar: ¡Ya sabía pensar!
*
Y desde que aprendí a pensar comenzaron a suceder todas las cosas.
CAPÍTULO II
Mi papá, mi mamá, todos
Cuando le conté a papá que había aprendido a pensar, se alegró mucho.
—Pero sigue conversando por dentro —me dijo.
Y me contó que él lo hacía: conversaba conmigo, cuando se iba para lejos, cuando estaba triste… para alegrarse.
Papá pensaba y escribía. Leía y sabía contar cuentos.
A veces estaba serio. Leía quieto el periódico, un rato largo. Otras veces se paseaba, con paso lento, meditado, por el zaguán en silencio. La cabeza baja, contraídas las manos: papá pensaba. Sobre la mesa, con todos los dedos de las manos muy abiertos, se estregaba duro la cabeza: papá escribía.
Le gustaba preguntar bobadas:
—Dime, Juanita, ¿tú crees que los grandes son unos «chiquitos disfrazados», o al revés?
—¡Tan bobo!
Yo quería a papá, también mamá lo quería mucho. Seguramente papá también la quería, pero me quería más a mí. Siempre, cuando yo me le acercaba, papá dejaba su expresión seria y con dulzura, la cara animada por una sonrisa tierna, me decía «mi princesita».
También yo quería a mamá, y mamá me quería. A veces papá se demoraba, —tenía que trabajar de noche— y mamá se ponía triste. Para alegrarla yo le contaba cuentos. Ella me decía «la princesita de papá».
Y mi hermano ya estaba en la escuela. Cuando venía jugábamos y reíamos, o peleábamos. Yo lo quería y cuando estaba brava también. Sabía muchas cosas y me contaba lo que les había enseñado el maestro. Pero cada rato decía: «Usted todavía no puede entender…».
Cuando le conté que había aprendido a pensar, se rio de