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Ciertas personas de cuatro patas
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Ciertas personas de cuatro patas
Libro electrónico122 páginas10 horas

Ciertas personas de cuatro patas

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Reportero y fotógrafo de profesión, a sus cincuenta años Rafael Baena publicó su primera novela, Tanta sangre vista, en la que los caballos y la caballería son tan significativos como en ¡Vuelvan caras, carajo! o en La bala vendida. Las razones para que ello haya sido así están explicadas en esta crónica en tono personal.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento23 oct 2014
ISBN9789588887036
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    Ciertas personas de cuatro patas - Rafael Baena

    Baena

    Al galope en el gallinero

    Con la rienda apretada en su mano izquierda y la derecha sobre la cabeza de la silla de montar, el niño afianza sus rodillas sobre el cuero tieso de los faldones y, como sus piernas cortas no le alcanzan para meter los botines en los estribos, no le queda más opción que apoyar los pies en los correajes. Va montado sobre Panela, una veterana yegua mora de la que emana el mejor aroma jamás aspirado por él a lo largo de sus cinco años de vida.

    Ese niño soy —o era— yo, y ahora, trascurrido medio siglo, en realidad no estoy muy seguro del nombre de aquella yegua, pues ese dato me fue suministrado años después por Antonio, mi padre. Pero sí tengo claro el placer arrebatador de aquel olor y del resto de los recuerdos de mi cabalgata perpetua a lo largo del camellón de la hacienda Baza, durante las que quizá fueron mis primeras vacaciones ecuestres. La vieja mora poseía ese temperamento apacible que requiere toda labor pedagógica y una paciencia tan infinita que era capaz de recorrer, de sol a sol, una y otra vez, el antiguo camellón de entrada a la casa, aquel amplio corredor de doscientos metros flanqueado por bardas de piedra que iba, y aún va, desde el portón del patio principal hasta la portada que empata con el antiguo camino real, construido durante la Colonia. A través de este se sacaban hacia Tunja y Santa Fe las cosechas de una encomienda a cargo de los padres dominicos, quienes a juzgar por documentos de la época eran bastante proclives a confundir los lomos de los indios tibanaes con los de las mulas.

    Otro borroso recuerdo tiene lugar muy lejos de allí, en Sincelejo, la ciudad donde nací y a la que también me llevaban en las vacaciones. Hipólita, la niña Pola, mi abuela materna, era repostera y vendía galleticas, diabolines, dulces y comestibles varios en una tienda ubicada en la esquina de su casa. Yo solía acompañarla tras el mostrador con la esperanza de ver llegar de la finca a su esposo Humberto, papá Berto, que escoltado por un carnal suyo llamado Oscar Padilla traía una recua de seis mulas cargadas con queso y suero, embalados en unos enormes cajones de madera con tapa corrediza. Mi apuesta de entonces consistía en salir a la acera y pedirle a papá Berto que me montara en su caballo, y allí me quedaba un rato, aferrado a las crines del bayo, borracho de dicha y de sol mientras él y Oscar descargaban las mulas antes de tomar sendas gaseosas y partir llevándose a los animales —las bestias, decían ellos— para que pastaran en un solar cercano.

    En esa época mi abuelo acostumbraba llevarnos a mi hermano Luis Eduardo y a mí a las corralejas durante las fiestas del Corazón de Jesús, en las cuales fuimos testigos del pandemonio desatado dentro de aquel cuadro con pretensiones de plaza de toros cuyos límites eran unas tembleques graderías de madera. Sobre la arena, que era más bien un suelo duro y reseco por el verano, se arremolinaba una marea de manteros y garrocheros a caballo que toreaban una manada de enormes cebúes espantados y por consiguiente peligrosos en extremo. Mi hermano y yo, en medio de la algarabía del público y del atronador sonido de las bandas papayeras que competían de palco a palco para imponer cada una su sonido, presenciamos las primeras escenas de violencia en vivo y en directo de nuestra vidas. Hombres corneados y caballos galopando enloquecidos con serias heridas en los ijares eran contemplados por la multitud con una naturalidad más aterradora que las heridas en sí mismas, razón por la cual en adelante decidí sacarle el cuerpo a tal versión caribe de la fiesta brava, aunque por otro lado durante un tiempo me dio por jugar tomando un palo de escoba como caballo y otro como pica de garrochero. Así equipado, entraba al corral de las gallinas a hostilizarlas junto con los pavos, especialmente el líder, que en mi imaginación hacía las veces de toro líder de la manada cebú. Pero mis días como garrochero de las Fiestas del Veinte de Enero terminaron cuando la abuela se dio cuenta de que la productividad de sus gallinas disminuía dramáticamente.

    Creo que de esta forma puedo despachar la parte costeña de esta historia antes de volver a remitirme a los días andinos de las cabalgatas por el camellón empedrado de Baza y sus dos resbalosos repechos que, al formar una especie de columpio, invitaban a bajar y a subir al galope, haciéndome sentir una embriaguez de los sentidos cuya intensidad quizá —sólo quizá— pueda compararse con la navegación a vela, algunos cocteles de camarón en lugares muy secretos del Caribe, las piezas para piano del buen Wolfgang Amadeus, el Sonido bestial de Richie Ray y todas las versiones posibles de Gimme Shelter; experiencias que aún hoy intento en vano equiparar con aquella orgía de placer.

    Eso en cuanto a mis recuerdos propios, porque entre los prestados está el de Carmencita, mi madre, quien un tiempo antes de aquellas cabalgatas, cuando yo apenas cumplía los dos años, decidió encomendar a otras personas la misión de hacerme hablar. Que dijera cualquier cosa, no importaba qué. Lo sustancial era comprobar que su hijo no era mudo, porque el desconcertado pediatra había dicho que mis órganos de fonación eran funcionales y que la familia debía tener paciencia y confiar en Dios.

    La tarea recayó en mi abuela Julia y en su hermana Sofía, dotadas ambas de espíritu práctico. Como la ciencia médica estaba vencida ante la evidencia de mi mudez y optaba por dejar el asunto en manos de la providencia, mis abuelas recurrieron a la medicina alternativa dándome de comer sobrados de loro cada vez que podían, pero supongo que mi actitud positiva —según entiendo un factor clave cuando se recurre a medicinas alternativas— no era suficientemente positiva porque el remedio resultó un fracaso. Angustiadas ya las tres mujeres ante el enigma, su temor más recurrente era mi retraso mental, y ninguna entendió que yo me reservaba para cuando llegara el momento de decir cosas realmente importantes. Nada de máma, o pápa, o ta-ta-tá, o gu-gu-gú, sino palabras de mayor calado, palabras como a-ayo. Sí, créase o no, mi primera palabra fue caballo, lanzada a través de la ventanilla entreabierta del viejo Buick de mi tía abuela Sofía, quien, en un tiempo en que apenas empezaba a acuñarse el término fonoaudiología, intuyó en compañía de su hermana que llevarme de paseo a los potreros del norte de Bogotá podía estimular las conexiones nerviosas entre mi cerebro y mis cuerdas vocales.

    Es bastante probable que la genética haya tenido algo que ver, y que tan marcada predilección me venga por herencia de mi bisabuelo Hermógenes, un odontólogo al que los azares de la guerra de los Mil Días convirtieron en mayor del ejército liberal —en la caballería, por supuesto— y que después del armisticio intentó sostener a su familia en la mencionada hacienda Baza dedicándose a la cría de caballares. Mi abuela Julia especulaba con que su padre se había dedicado a ese negocio por la nostalgia que le provocaba el recuerdo de su participación en la batalla de Peralonso y en un sorpresivo golpe de mano durante el cual, bajo el mando de Uribe Uribe, capturaron al alto mando del enemigo conservador en algún lugar de Santander. Lo cierto es que al principio el mayor tuvo éxito con la hibridación de caballos y burros, hasta el punto de conseguir venderle mulas al gobierno, a los comerciantes y a los mineros, pero se vio obligado a desistir porque su esposa Mercedes, que hacía gala de un temperamento arisco, se cansó de la empresa y optó por concentrarse en vivir de las rentas de la finca, evitando de esa forma riesgos e incertidumbres que ella consideraba innecesarios. El caso es que seis décadas después, cuando yo me convertí en visitante habitual del lugar, del criadero quedaban apenas un potrero anejo a la casa que se conocía como el patio de la alfalfa, y en las veredas vecinas una muy tenue línea de encaste de aquellos caballos levantados por él. Caballerizas, cuartos de monturas, establos y demás fueron derrumbándose por causa de los aguaceros y la desidia hasta que, en los años cincuenta, de aquel criadero apenas quedaban algunos restos de cimientos sepultados por la maleza y un olvido que la autoridad matriarcal de doña Mercedes se encargó de consolidar y apuntalar a partir del momento en que el mayor, probablemente cansado de sentirse un mantenido, optó por irse a vivir a tierra caliente.

    Y aquí estoy yo, tratando de entender por qué razón el editor de este libro me llamó hace unos días por teléfono para decirme:

    —Quiero un texto tuyo sobre caballos. Sobre tu vida, la relación que has tenido con los caballos.

    Le respondí con un sí entusiasmado porque en principio me pareció un encargo fácil de cumplir. Pero poco a poco, a medida que lo pensaba más, entendí que un pedido en apariencia tan sencillo resultaba ser algo complicado, pues aparte de mi amor incondicional por los bichos, como en alguna época solíamos llamarlos mis amigos jinetes y yo, y el hecho de haberlos introducido como personajes en tres novelas que escribí, no tengo mayores vínculos con el género equus. No soy criador de caballos, muy poco he estudiado su anatomía y me

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