Chapinero
Por Andrés Ospina
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Chapinero - Andrés Ospina
Chapinero
Andrés Ospina
www.chapinero.com.co
Categorías: literatura colombiana, novela histórica, ficción
Categories: Colombian literature, historic novel, fiction
* * * * * *
© 2015, Andrés Ospina
www.andresospina.com
@elBlogotazo
© Laguna Libros
Primera edición, Laguna Libros, Bogotá, abril de 2015
© 2015, de la edición electrónica:
Laguna Libros, eLibros Editorial, abril de 2015
www.lagunalibros.com
www.elibros.com.co
Calle 74 A 22-31, of. 311
Bogotá, Colombia
Tel. (571)345 0122
Email: info@elibros.com.co
Carátula y dibujos
Juan Camilo Useche González
ISBN 978-958-8812-40-3 (epub)
ISBN 978-958-8812-42-7 (azw)
ISBN 978-958-8812-38-0 (impreso)
Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra
sin permiso expreso de eLibros Editorial.
Hecho en Colombia - Made in Colombia
A Milo…
eximido por la suerte
de toda veleidad humana.
Y a María Antonia…
que nunca vino a conocer
esta casa donde vivo,
aunque a veces
llegue y la visite.
Y también sé de tu imán. Los que se van regresarán, tarde o temprano al viejo Chapinero.
—Pala
I hope it isn’t too late searching for the time that has gone so fast. The time that I thought would last. My ever present past.
—Paul McCartney
Me temo que los viajes innecesarios a través del tiempo tan sólo acarrean el riesgo ulterior de trastornar la continuidad espacio-temporal.
—Emmett Brown
Seguro me veía ridículo, desesperado, arrastrando hasta la tienda mis dos únicos tesoros envueltos entre harapos, sin soñar este epílogo. Primero un reloj, despojado de antesalas. Mientras avanzaba ensayé varias… Que esa compuerta, su péndulo, cristal y adornos eran milenarios e irrompibles. Que hace casi sesenta años, cuando andaban instalándole uno a Lourdes, éste ya era celebridad barrial.
Desvarié con sostener que, por veleidoso, si no le administraban cuerda suficiente, cada sexto día comenzaba a ponérsenos afónico. Así protestaba. Debido a eso nunca faltó quién lo odiara. Y que al final, tan indeseable, resultó viviendo conmigo. Solidaridad y magnetismo entre semejantes. Ley natural. Pero no sin fundamento el anticuario me habría llamado demente. Una apreciación inicial y su experticia fue clara.
—Un star kitchen clock, de pared. Debieron fabricarlo entre 1890 y, por mucho, 1914. Aunque los primeros, hechos en Connecticut, eran de 1850, todos los que he encontrado en el país son de esas fechas y made in Brooklyn —sentenció con socarronería, mientras su lente de aumento enmarcaba aquel círculo macizo de metal, atornillado sobre la armazón, como espiral hipnótica. Ansonia Clock Co.
, se leía.
Habría preferido desconocer la data de manufactura. Aunque eso favoreciera nuestra posible transacción, también diezmaba mi ánimo al reforzarme la certeza de ser el único en tantas generaciones incapaz de conservarlo. Aun así, me relamí al fantasear con que en el peor caso su edad sería de un siglo y mi compensación monetaria mayor. Luego, el antes impulsor de mis quimeras supo decepcionarme.
—Y no es por ofenderlo… pero los Ansonias… ¿me recuerda su nombre?
—Lorenzo Heredia.
—Son muy feos, señor Heredia. Rubbish. Se consiguen hasta en la miscelánea de Conchita. Tengo varios arrumados y no hallo cómo salir de ellos. ¡Qué me va a interesar otro! Ni en consignación. Ya se los he ofrecido a todos mis colegas vecinos, aun cuando sea para pagar el bodegaje. Y nada que logro animarlos. Salan los locales.
Lo detallé. Delgado. Blanco. Diminuto. Con aspecto de aristócrata enfermizo, ojos de tortuga, ademanes de pajarraco, tez apergaminada, corbatín anacrónico, anteojos de hipermétrope, trazas de pelo rubio que parecían elevarse graciosamente hacia el firmamento, alopecia avanzada, dedos de porcelanicron y un audífono por cada oído. Una mezcla entre doctor Gachet y un más anciano Andy Warhol, imberbe y desvalido. Quizá fabricado por la misma casa productora del Ansonia y luego descartado por su departamento de calidad. Después supe que era de Scarborough. No de Connecticut.
—¿En cuánto estima usted que pudiera llegar yo a venderlo, entonces? —me empeciné.
—Yéndole bien… novecientos mil. Pero no veo cómo ni a quién. Cerca hay una compraventa que los paga baratos. Le advierto que yo con esa gente no lidio. Comercial Súper Cash Now. Caracas con 64. Bloody burglars! Allá no le dan doscientos.
Su negativa a adquirirlo y el deslucido concepto sobre mi bien en oferta no me ofendieron tanto como el monto con que su ojo profesional había devaluado un siglo de historia materializada en cronógrafo. Se me dibujó la lamentable imagen de éste expuesto en la Caracas, entre mariachis, mancebías, ventas de lámparas y resistencias eléctricas, perdido en un escaparate atiborrado por guitarras, sortijas, trípodes, trompetas, minicomponentes, amplificadores, bajos, instrumentales odontológicos, saxofones, licuadoras, acordeones, tabletas, cámaras de tres megapíxeles, computadores, videobeams y planchas.
¡Una centuria cantándoles tiempos a infinidad de humanos atados genéticamente entre ellos y el precio de mi principal carta de supervivencia en el universo material no rebasaba los dos mil pesos por año! Especie malagradecida, que no reconoce semejantes servicios. A la posibilidad de verme en tratos con compraventistas debía sumar la de feriar mi dignidad ante el peor y único postor, en canje por pequeñeces.
Casi ni me animaba a mostrarle la cuchara, porque si en esa forma había avaluado una máquina sofisticada con fino encaje de madera, símbolo de la revolución industrial y precedida por tan nutrido florilegio de conjuros, no pretendía ni fantasear con su opinión acerca de ésta, que parecía despojo colonial extraído de la sopera de una bisabuela, como cola de pájaro entecado. Se la expuse, resignado a seguirme decepcionando.
—Es plata. Más cucharón que cuchara. ¡Me gusta! ¡Si va a seguir viniendo, tráigame cosas así! No Jawacos, ni Ansonias, ni bandejas de Kol-Cana, ni paquetes de Pierrot, ni botellas de Germania, ni sillas venecianas. ¿De dónde salió?
—Mi mamá la heredó de mi abuelo. Era de un tatarabuelo —contesté, no sé si orgulloso o atemorizado, sin encontrar qué más inventarle—. Con tanto tiempo dentro de mi familia, esos son los únicos dos Heredia que me quedan. Pero debo venderlos. Aunque duela, ya no me caben en… la vida.
—Lo importante es tener cómo probar la antigüedad, procedencia o dueño original. Así yo le busco cliente. Si no está afanado déjemela y le encuentro quién nos la avalúe. Por el reloj… mejor ni molestarnos.
—¿Y si sí estoy algo urgido y no quiero que mi cuchara duerma fuera?
Me preguntó a qué me dedicaba. Le dije que era pintor.
—¿Conocido?
—… —mi gesto le contestó que no.
—Ya entiendo el apuro. Pero yo sé del tema, y el afán es pésimo consejero. A los dos nos conviene negociarla bien. Eso requiere investigación. Días. A veces meses. Hasta años. Lo bueno es que puede valerlos. Ahora, si su prisa es mucha, enseguida le doy los novecientos que le calculé al Ansonia —e hizo un amago inverosímil de estarse hurgando en su bolsillo vacío, expresión que me entristeció todavía más.
—No creo poder esperar, aunque novecientos sean poco —con eso y doscientos de la prendería no llegaría ni a mes y quince días de renta.
—Sobra exigirle discreción. Pero ya que estoy hablando con un artista y con alguien que por lo pésimo negociante tiene que ser honesto, se lo explico en su idioma… Yo vivo de comprar basura y venderla como oro. En 1992, afuera de una demolición, en la 63 con cuarta, vi de chepa, ahí tirado, un cuadro que parecía de Munch. ¡Un Munch en Chapinero! Sin mostrar demasiado la gana, regla del oficio, le ofrecí diez mil al celador por dejármelo llevar. No regateó. Me endeudé y para certificarlo viajé hasta el museo del maestro, en Oslo. Allá les pareció legítimo. Pero tenían prohibido avalar obras. En cambio me recomendaron un experto de París. Aburrido, con la Diners copada, que por allá miran como un moco, reservé en la Rue Poissonnière y me fui a buscarlo. Dos semanas me tuvo su asistente insigne con la disculpa de que el desgraciado ése no le confirmaba mi cita. Can you imagine, mate?
—…
—Una tarde andaba en una bistró, con la pintura descubierta y el crédito al tope, pissed, sin con qué quedarme y sin con qué devolverme, gastándome lo último en un pinche fernet, cuando una vieja se acercó desde las mesas a mirarla. No se lo dije, pero también se sorprendió de lo parecido de la obra a las de Edvard Munch, se identificó como dealer y me propuso consultárselo a un curador, famoso por no equivocarse. Hizo polaroids y a la semana me citó para contarme que aunque el tipo no estaba seguro de si era auténtica o no, con que él escribiera dos artículos en revistas anunciando su hallazgo, todos lo creerían. Después me sacó un cheque por ciento veinticinco mil dólares, girado a mi nombre y listo para cobrar. ¿Usted qué habría hecho? ¿Regresarse nadando, con el Munch entre las piernas? Debieron subastarlo como en diez veces eso. ¡Pero ciento veinticinco eran ciento veinticinco! De aquello, en parte, es que vivo. No vaya a contar. ¿No?
Al ver que sus cómputos faraónicos no me motivaban, intentó otras estrategias persuasivas:
—Be smart, Heredia. ¡Aguántese! Búsquese a alguien que nos conduzca al origen de la cuchara. En toda familia hay mínimo un ocioso interesado en esas cosas. Algún antepasado viejo, loco y vivo es la diferencia entre unos miles y unas millonadas.
Le expuse lo improbable que encontraba la existencia de más Heredia de los míos. Nadie aparte del grado básico de consanguinidad contaba en mi mente, hasta donde alcancé a oír cuando todavía había quién me lo dijera. Mi único conocido era Carlos, melómano de quilates y alguna vez colega mío. Pero no pertenecía a nuestra rama.
—Por ahora haga memoria. Devuélvase con sus cosas y guárdelas bien, donde nadie se vaya a antojar de llevárselas. En esta época, mejor no confiarse.
—¡En esta y en todas! —murmuré.
—¿Qué dijo?
—Perdón. Tengo el vicio de hablar conmigo, distinto del de hablar solo.
—Lo espero cuando se acuerde de algo. ¡Y deje el acelere! Que así ni a los cincuenta llega.
Mientras seguía hablándome, me extendió su tarjeta…
—Llámeme o venga cuando quiera. No me pienso ir de aquí, por ahora.
Antigüedades Tacuara Mansión
DAN KINGSLEY O.
Gerente
Cra 9 No. 61–84
248 3296
Dos chapoles llegaron temprano aquel jueves, mayo 28 de 1931, vía Carretera Central del Norte, para informárnoslo. Uno uniformado. El otro no. Según dictamen forense preliminar, el cuerpo del tío Clemente debió comenzar a podrirse durante los instantes previos al claro inicial del día, cuando le vieron con vida por vez final, y aquellos primeros en que guardias al servicio de la Inspección Octava Municipal lo encontraron, ya hecho cadáver.
La bruja
, como apodábamos aquella niebla sabanera que taladraba ventanas y puertas en Chapinero sin respetar familia, venía descolgándose por los cerros desde el amanecer. Ambos se anunciaron en Villa Micaela a toques de campana. El silencio del barrio era de panteón. Ninguno entre los vecinos, que no fuera ave, grillo o rana, se permitiría violentarlo.
Mi abuela dependía del todo de Zenobia, doméstica, niñera y casi madre mía, encargada de calmarle los reumas con Linimento de Sloan, Píldoras de Witt y Mentholatum, alimentarla y tras de eso asearla y organizar mi desorden y el del mencionado pariente. Y aún dormía, sumida en su burbuja analgésica, cuando los agentes fueron a despertarnos.
Desde hacía tres años a la matriarca y viuda de don Lázaro, ostentador de ilustre ancestro y padre del mío, el difunto Félix, le suministraban cada noche sulfato de morfina mediante inyecciones, distribuidas por farmacias autorizadas en ampolletas color ámbar, marcadas, tasadas y administradas con dispensa especial del Departamento Nacional de Higiene, después de una seguidilla aburridorsísima de trámites a cargo del recién fenecido. Incluso en sus años finales, empobrecida por los desmanes del único descendiente inmediato que le quedaba vivo; y postrada, por la artritis, tanto dolor no consiguió arrebatarle el juicio, la dignidad ni la fuerza, aunque sí la sonrisa.
A mis diez, todavía sin levantarme, oí lo que sucedía. Y me apresuré a ajustarme los anteojos. Despojado de ellos mi mundo era opaco. Llevaba cuatro días resfriado, y eso me mantuvo salvo de clases por algún tiempo. Mi habitación y la de ella colindaban. Además, por ambas entraba esa luz occidental de la fachada posterior, donde los polochos asediaban a la buena de Nila Zenobia Orobio Preciado, tumaqueña con nombre de río y pistachos, quien los recibió a quejidos y en cuya cocina se batía ardiente el chocolate con queso de primera mañana.
—¡Ay, por Dio’! ¿No ven que la cocoa e’tá que quema? Me voy a desollá’ por ir a abrile’. ¡Ve e’to’ atrevido’! Dejen de ser liso’ y si se le’ da la gana, vengan má’ ta’de.
—Buenos días —le interpeló uno, tartamudo, aunque cordial—. Soy Bernal… agente 273 del detectivismo. Él es mi compañero, Tibaquirá… del cuerpo de Policía. Sabemos que está mal aparecerse a estas horas sin avisar, pero nos urge hablar con la señora Alcira.
Me asomé, disimulado, para verlos.
—Pue’ cómo le’ parece, agente Be’nal, que la patrona e’tá en cama y no va a podé’ bajá’ —fue lo que esta mole femenina de grasa y bondad, a quien hoy mi memoria, con casi cuarenta años de sobrecupo, calcula unos ciento diez kilos, contenidos en metro y medio de alzada, acató a decirles.
Hubo, digamos, siete segundos mudos, hasta que Tibaquirá, el aguacate, cuya voz aún no conocíamos, relevó a su colega para hacer resonar su acento del altiplano, como si hubieran convenido turnarse las líneas de un parlamento inexpresivo, recitado cien veces, con idéntica impavidez y en escenarios distintos. Yo, esforzado, intentaba ahogar la tos. Cualquier ruido podría evidenciarme como el chismoso unilateral que era. En cosa de habladurías es legítimo enterarse, pero muy malsano andar enterando a otros. Si la voz de Bernal era de pendejo, Tibaquirá la tenía de cretino. Sus palabras inhumanas lo testificaban, mientras iba leyéndolas de un sumario:
—Esta mañana encontraron a don Clemente tieso en su calabozo, tibio y sin señales de aceso violento. Aparte de un pucho de cartas, un paquete de cigarrillos Tunjo, una copa aguardientera de vidrio y una botella de Niquelao, que hasta ahora ni se sabe cómo entraron, no se le había conjiscado nada más. Venimos a esigir que un jamiliar se presente entualito en la ojicina del dotor César Albán Lamprea para lo de los protocolos. Estuvimos llamando, pero de la central nos dijeron que el aguacero dejó las líneas malas. La orden del inspetor Fallón es trasladar los espedientes a archivo muerto. Porque más muerto que las minutas está él. Además… su patrona ni querrá que se sepa de su hijo preso. Menos mal los jinados no delinquen… porque de eso éste sí que sabía.
Bernal lo relevó de su evidente inquina hacia cualquiera con más voluntad de sonreír que él, para suavizar lo expuesto, en tono de declamación. La voz seguía temblándole:
—En nombre de la institución y del doctor Fallón, venimos a condolernos y notificarles que no vamos a descansar hasta saber qué pudo haberle sucedido.
A lo que el otro agregó:
—Tiene que ser hoy. ¿Me entendió? Apure y cuéntele a su patrona. Si está echada, dispiértela, que tiempo no hay.
La abuela oía de más. Y debido a ello, tras ser perturbada por el par de agentes en medio de su sueño químico tempranero, lo supo en simultánea, sin que Zenobia tuviera que repetírselo, de boca del policial: Clemente, único vivo de sus dos hijos y tío mío, había perecido hacía horas en una celda mugrosa de la inspección, donde esperaba ser remitido a la Cárcel Nacional de Sumariados, para someterse a juicio.
A sus ochenta, viuda. Y a sus ochenta y cinco, sin más prolongación que yo… lo que no era mucho. ¡Y con el dolor de un vástago preso! Mancha en la trayectoria de una familia cuyo gran orgullo consistía en habitar Chapinero, donde las gentes eran honorables y el aire limpio, como no lo había en Puente Aranda, Bosa, Fontibón o San Diego, este último tierra maldita y cuna de los tres destinos desgraciados del capitalino, que eran en su época, eso decía ella, manicomio, cárcel y cementerio. Y conste que de los chapinerunos nosotros éramos, con excepción de los Cárdenas Núñez, golpeados por reciente quiebra, los más insolventes.
Aún hoy recuerdo cuánto me aterró la noticia. Y me conmuevo al imaginar cómo se le fue opacando el alma a la abuela durante los instantes en que semejante historia iba desencadenándosenos en forma de palabras. Saber que ahora, sin