La mala entraña
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Elena Alonso Frayle sigue insistiendo en explorar los recovecos más turbios de nuestra intimidad, presentados ante el lector mediante el estilo elegante y sutil que caracteriza su prosa.
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La mala entraña - Elena Alonso Frayle
Dios
La mala entraña
Conocían a muchos chicos que se dedicaban a gastar bromas, idear jugarretas o poner en práctica novatadas más o menor ingeniosas. Por ejemplo: marcar un número al azar y soltar un arsenal de obscenidades con voz afalsetada a una vieja medio sorda. Por ejemplo: asomarse al balcón y arrojar huevos y globos rellenos de agua que rara vez se estrellaban contra la cabeza de nadie. Por ejemplo: pulsar todos los botones del portero automático de un edificio y luego salir corriendo despavoridos. Zafiedades, gamberrradas, bromas de colegial. Nunca lo habían dicho en voz alta, pero los tres sabían que ellos estaban a otro nivel, que lo habían estado siempre, incluso en sus primeros tiempos. Lo de ellos se había convertido en una forma de vivir, en un estado de ánimo.
De hecho, empezaron modestamente, casi por casualidad. Y es cierto que al principio se valían sobre todo del teléfono. Pero no fueron ellos quienes lo buscaron, decía a veces Claudio, como si debiera a alguien una explicación. Nunca maquinaron nada ni hubo un momento en el que decidieran entregarse a esa afición. Fue el asunto el que les había salido al encuentro.
Ocurrió del siguiente modo: el teléfono sonaba a menudo en el domicilio de Claudio, a media tarde, donde solían reunirse los tres a la salida del colegio, encerrados en su habitación, un lugar espacioso y bien ordenado, con posters de reptiles en las paredes y una batería de focos halógenos que iluminaba la pieza con una claridad de quirófano. Compraban a escote Pepsi o cerveza de litro en el supermercado y se pasaban la botella de mano en mano, bebiendo del pico; escuchaban música con el estéreo a un volumen rabioso, despotricaban contra el profesor de Química, hojeaban el Playboy, o simplemente se sentaban a intercambiar hastíos, dejando resbalar las horas, esperando que la tarde se fuera convirtiendo en noche y llegara el crepúsculo, la hora de los vencejos, el momento de volver cada uno a su casa, para seguir amontonando minutos que en nada se diferenciaban de los anteriores. Su vida transcurría entre el colegio y esas lentas horas de la tarde, en las que el tiempo se les representaba como un gran vacío: algo que costaba mucho llenar.
El teléfono sonaba a menudo en esas tardes sin relieve, sí, demasiado a menudo, y lo atendía el propio Claudio, porque no había nadie más en su casa; su madre era divorciada y siempre andaba en otra parte. «No, se ha equivocado, aquí no es», decía Claudio de malos modos. Colgaba abruptamente y regresaba a la habitación. «Otra vez los de Vinos Medrano», anunciaba con el gesto contrariado. «Serán plastas», comentaba Raúl o César, «para qué llaman aquí». Sacudían la cabeza con indiferencia y expulsaban al aire insolentes volutas de humo, de esos cigarrillos que fumaban a escondidas, aprovechando que en casa de Claudio campaban a sus anchas. Pero el timbre del teléfono interrumpía con insistente regularidad sus combates contra el tedio. Pronto descubrieron que no se trataba de una equivocación puntual: el número de la casa de Claudio debía de figurar en algún lado por error como el de una compañía que se dedicaba al suministro de vinos y licores. Vinos Medrano. La gente llamaba con cándida despreocupación para hacer sus pedidos. Barricas de crianza, damajuanas de mosto, cerveza de barril. Un día, en lugar del habitual chasquido brusco del plástico contra la horquilla poniendo fin a la comunicación, oyeron cómo Claudio decía con voz pausada y madura: «Tomo nota: diez cajas de reserva del 76. Sí. Descuide, en una semana lo tiene allí. Sin falta».
Así es como empezó todo. Rellenando quiméricas planillas y albaranes invisibles para clientes a los que imaginaban esperando con creciente desazón la llegada de sus encargos. Enseguida se dieron cuenta de las posibilidades inagotables de diversión y se turnaban para atender el teléfono. Cuando le tocaba a él, Claudio adoptaba una actitud aplomada, acorde con esa aureola de jefe que le confería el hecho de haber sido el iniciador de todo el asunto. César y Raúl, apostados en el pasillo, le hacían señas silenciosas, para incitarle a reír, para jalearlo o para inspirarle en sus respuestas; si las cifras del pedido eran inusualmente altas, se pasaban un dedo afilado por el cuello, evocando la futura decapitación de alguien, de algún empleado, de algún oscuro contable al otro lado del hilo telefónico. Después se juntaban de nuevo en la habitación y hacían recuento de presas. Se figuraban la impaciencia del responsable de compras de un hotel de la costa, que llamó para «despachar el pedido habitual del verano», y que ese año, gracias a ellos, se vería incapaz de afrontar la demanda de la temporada alta y perdería suculentos beneficios. Se reían un poco, hasta que un halo de tensión en torno a la boca hacía que la expresión de sus rostros pareciera más de dolor que de regocijo. Pero entonces Raúl, o tal vez César, les recordaba el caso de la secretaria de esa empresa de catering que, con vocecita meliflua, había encargado con carácter urgente mil quinientas botellas de Rioja para un evento eminentísimo —eso dijo—, al que estaba previsto que acudiera el Presidente en persona. Se la representaban enferma de preocupación, angustiada por ese vino que no terminaba de llegar, por esas copas vacías para el Presidente y sus invitados, de las que ella sería responsable. «La pondrán en la calle de una patada en su eminentísimo culo», decía César, amagando un puntapié en el aire, y los demás reían con estrépito, echando la cabeza hacia atrás, hasta que se les llenaban los ojos de lágrimas. Después se encogían de hombros, los rostros de nuevo pálidos e inexpresivos a la luz desfalleciente del atardecer, cruzaban los brazos sobre el pecho y guardaban silencio. Al otro lado de la ventana, el cielo se iba oscureciendo con rapidez y empezaba a poblarse de bandadas de vencejos que iniciaban su cacería vespertina en rápidos vuelos, emitiendo punzantes graznidos, que ni siquiera llegaban a oírse dentro de la habitación. La pulsión atávica de la música en los altavoces hacía temblar el piso y ellos, sentados en la cama, sentían la vibración pasar a través del cuerpo. Encendían un pitillo, miraban al techo, ensimismados, y suspiraban con desgana, deseando que el teléfono repicara de nuevo en el corredor.
En esos años los teléfonos eran siempre de baquelita, no contenían silicio en las entrañas y carecían de memoria digital. Uno nunca sabía con quién hablaba, el eco de las voces se perdía en el entramado anónimo de las ondas. Eran voces sin dueño, voces desprovistas de alma, a las que resultaba imposible rastrear. Cuando los clientes de la vinatería comenzaron a reclamar furiosos, ellos tres se limitaron a afirmar que se habían equivocado de número y colgaban el aparato con un clic suave. Hasta que las llamadas cesaron por completo: alguien se habría encargado de enmendar el error numérico en los listines telefónicos. Y el insistente silencio que llegaba del pasillo les hizo darse cuenta de que, durante todo ese tiempo, habían estado en realidad a merced de aquellos a quienes creyeron en sus manos. Entonces decidieron que tenían que cambiar el enfoque, pasar a la acción: tenían que ser ellos quienes eligieran a los dueños de las voces.
Claudio les habló de esa pizzería que acababa de abrir en el barrio, un local humilde con manteles de cuadritos y velas sobre las mesas. «El propietario es de Ecuador. Ha estado trabajando de limpiaplatos durante tres años y, con lo que ha conseguido ahorrar, ha abierto un negocio propio». Miraba a sus amigos con los ojos entrecerrados, chispeantes. «¿Cómo es que conoces tantos detalles?», preguntó César. Claudio dio una larga chupada a su cigarrillo y exhaló una densa nube de humo. «De todo se entera uno si se mantiene alerta», dijo, y la palabra «alerta» sonó equívoca en sus labios, como si tras ella se ocultara algo terrible, amenazador. Claudio siempre daba la impresión de estar maquinando algo, constantemente frío y en guardia. Irradiaba una especie de desapego del mundo, como si no terminara de tomárselo en serio o le asustara hacerlo. Había algo en su manera alevosa de mirar que delataba una desesperación latente, cierto impulso secreto que lo empujaba a mostrarse cínico, burlón. Como si la mínima concesión a la empatía fuera a revelar a los demás una parte inconfesada de su personalidad, algo que guardaba cuidadosamente dentro de sí mismo. César escrutó su cara, en busca de señales que revelaran algo más sobre el asunto del ecuatoriano. «¿Y qué tiene eso de interesante, si puede saberse?», inquirió, «¿qué nos importa a nosotros que haya abierto una pizzería en el barrio?». Claudio sonrió mostrando unos incisivos grandes y desparejos. «Admite encargos por teléfono», contestó con expresión riente, malévola.
Encargar pizzas para direcciones elegidas al azar se convirtió en el pasatiempo que quebró la monotonía del otoño. Espaciaban con cuidado las llamadas y alternaban la distribución topográfica de las calles escogidas. Quienquiera que tomaba nota de los pedidos al otro lado del teléfono jamás mostró desconfianza ni verificó datos ni solicitó un número de comprobación. Reunidos en la habitación de Claudio, comentaban entre risas la jugada del día; imaginaban el recorrrido del motorista con sus pizzas humeantes —siempre pedían tres o cuatro de una vez—, el regreso de vacío hasta el restaurante, con las cajas de cartón apestando a orégano frío, vencidas de derrota; el estupor del ecuatoriano al comprobar lo fácilmente que se precipitaba su estrecho margen de ganancia por el sumidero de todas esas pizzas huérfanas. Después ponían un disco de Police o de Los Secretos, elevaban el volumen de la música y se abismaban en sus reflexiones, satisfechos, porque los tres percibían la colosal distancia que los separaba de aquellos meses en los que debían limitarse a esperar con paciencia las llamadas de los clientes de la licorería. Ahora eran ellos quienes levantaban a voluntad el auricular y ejercían el derecho soberano a elegir sus víctimas. Aunque ellos nunca hubieran empleado esa palabra, «víctima». Ellos se limitaban a ejecutar un ritual, de reglas tan imprecisas como impenetrables; un ritual que se hallaba en la base misma de su hermandad.
Asistieron con indiferencia al cierre de la pizzería al cabo de unas semanas. «El tío se habrá arruinado, no me extraña», dijo Claudio con una sonrisa ambigua. Torció la cabeza a ambos lados, haciendo sonar las vértebras del cuello. «Y ahora qué», preguntó César. «Ahora tendremos que esmerarnos», respondió Claudio, y la sonrisa se había transformado en otra cosa, en algo turbio e indefinible. Y se esmeraron, pero aquella fue la peor época, pensarían después. Pedir taxis por teléfono para inexistentes pasajeros era un mediocre sucedáneo del asunto de las pizzas. Se les ocurrió algo mejor. La madre de Raúl trabajaba en una agencia literaria y tenía acceso a los números privados de muchos escritores famosos. Sabían, porque Raúl lo había oído en su casa, que por esas fechas se fallaba un premio literario de gran resonancia, de los que coronan con un halo de prestigio mítico, casi sobrenatural, la biografía de un escritor; uno de esos premios que todos los autores esperan en secreto conseguir y que todos están convencidos de merecer. Raúl se las arregló para copiar a escondidas unos cuantos números de la agenda de su madre y ofreció a sus amigos una lista con varios nombres de novelistas, poetas y dramaturgos. A algunos solo los conocían de oídas; había uno que todos detestaban por sus gafas de culo de vaso y por esa bufanda blanca con la que solía pasearse por las calles de la ciudad. Un poeta muy famoso también les caía gordo por la manía de aludir siempre a su perro, al que dedicaba sus libros, y a un joven novelista al que los medios se referían siempre como «gran promesa» se la tenían jurada por su devoción confesa por un equipo de fútbol rival. Finalmente se decidieron por un anciano escritor de quien, según leyeron por ahí, todos los expertos, año tras año, vaticinaban que sin duda sería el ganador. Pensaron que aquello les ponía las cosas más fáciles. Claudio era bastante bueno en las asignaturas de letras, y no le fue difícil redactar unas cuantas líneas convincentes a modo de justificación de la decisión del jurado. El viejo atendió la llamada apenas empezó a sonar, y a ellos, más tarde, les provocaría enormes carcajadas imaginárselo durante días pegado al teléfono, las piernas varicosas trémulas de ansiedad, desgranando el poco tiempo que le iba quedando para lograr el dichoso premio de una bendita vez, pues sabía que no lo otorgaban a los muertos. El hombre asintió con monosílabos complacidos a las loas desaforadas a su obra que Claudio recitó al teléfono. Las consecuencias no se hicieron esperar. La noticia saltó rápidamente a los medios, y ellos, en la habitación de Claudio, imaginaban muertos de risa al viejo marcando los números de los periodistas, tratando a duras penas de contener el temblor de los dedos devastados por la artrosis, ahuecando la voz para comunicar ufano que por fin podía anunciarse al mundo la ratificación indubitable de su gloria. Los periodistas no se preocuparon en exceso por corroborar la información —una primicia no admite demoras— y la noticia se propagó en cuestión de horas, como la mecha de una bomba, sin vuelta atrás. Lo mejor, claro está, fue lo que vino después. La cadena de perplejidades y desmentidos, el bochorno y los agravios, la humillación. Claudio compró durante un par de días el periódico en el quiosco y, por las tardes, leyeron juntos las crónicas de la sección cultural. En un diario salía la foto del viejo, a quien los periodistas habían sorprendido a la puerta de su casa. Miraba la cámara con ojos lechosos bajo unas cejas blancas y despeinadas; tenía la boca abierta y la mandíbula le colgaba floja y como sin vida. Claudio recortó la fotografía y César, que era el artista del grupo, se entretuvo una tarde añadiéndole unos retoques con rotulador: le pintó unas gafas redondas de sabio despistado, espesos bigotes, patillas de bandolero y una sonrisa tontorrona, angelical. Los demás rieron al verlo; Claudio le dio a César un puñetazo en el brazo, sin fuerza, después rasgó el papel y lo arrojó a la papelera. Pronto el tema dejó de ser noticia en la prensa y ellos también perdieron interés, hasta olvidarlo por completo. Ni siquiera llegaron a enterarse de la muerte del escritor, apenas unas semanas después. Los periódicos dieron cuenta sin demasiada estridencia del súbito fallecimiento; hubo quien insinuó la posibilidad de un suicidio y un corresponsal de un semanario lírico, muy dado a los arrebatos, escribió en su columna que el autor, sencillamente, había muerto de desgarro.
La