La mitad de la casa
Por Menchu Gutiérrez
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La nueva obra de Menchu Gutiérrez, que se desarrolla con la forma de la novela, el espíritu de la poesía y la mirada del pintor atento, entreteje una historia de profundo suspense psicológico y nos invita a un juego de dobles del que no podremos escapar.
Menchu Gutiérrez
Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957) es novelista, traductora y poeta. De su amplia obra poética destacan El ojo de Newton, La mano muerta cuenta el dinero de la vida o La mordedura blanca (Premio de Poesía Ricardo Molina 1989) y el ensayo biográfico San Juan de la Cruz.
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La mitad de la casa - Menchu Gutiérrez
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La mitad de la casa
Créditos
La mitad de la casa
Sobre la mesa de la cocina, un vaso de cristal dorado, un cesto de mimbre con dos cebollas, un salero de cerámica y un almirez de madera. En medio de lo que hasta ahora era una naturaleza muerta, coloco la fuente honda con las almejas frescas, las cubro con agua y arrojo sobre esta dos grandes puñados de sal.
La operación transforma la cocina en un laboratorio y la naturaleza muerta se convierte en el primer día de la creación.
Lo que parecía un objeto confundido con su estuche, la concha, inicia un movimiento lento que hace pensar en un repliegue militar. Las conchas se van cerrando, pero, al igual que la luz que sale por debajo de la puerta de un dormitorio en la noche, traiciona en parte la intimidad de la escena que se desarrolla en su interior —por más que esta pueda ser una lectura o una conversación en voz baja, y permanezca invisible— y arrastra consigo parte de un secreto, el alma de la almeja deja salir al exterior una señal que preferiría no enviar, dice sin querer que está viva, y secreta un lenguaje encriptado en esas minúsculas burbujas de aire. La almeja toma impulso para ocultarse y escucho en el agua la respiración contenida, el silencio de mi respiración en la respiración de la almeja.
Este simulacro de muerte me ha hecho pensar en las personas que miran desde el pie de la colina en dirección a esta casa, pidiendo información a las ventanas cerradas cuyos cristales deben de reflejar sobre todo el follaje de los árboles. Hasta tal punto me voy mimetizando con ella que podrían pensar que está vacía. Pero la concha es siempre insuficiente, y, por poco que presten atención, verán señales inequívocas, esos pequeños movimientos que delatan mi presencia, aunque intente silenciarlos, corriendo las cortinas durante la noche, o abriendo las ventanas del norte invisible de la casa. Por otro lado, ahora que termina el verano, será ya imposible ocultar que vivo aquí.
Por mucho que me pegue al techo y a las paredes de la casa, como una informe ventosa, tendré que salir, tendré que tomar aire, aunque sea para volver inmediatamente a encerrarme en la concha de piedra. No podré evitar encender la chimenea y mezclado con el humo saldrá parte del secreto que aquí se guarda, como en un cofre.
En realidad, es muy difícil saber si he venido a guardar un secreto en un cofre o si, por el contrario, he venido a abrir un cofre en el que hay un secreto guardado.
Y ¿qué es preciso guardar o fue preciso guardar?
En primer lugar: dolor, litros de dolor, kilos de dolor, toneladas de dolor, kilovatios de dolor; dolor en botellas, en sacas, en armarios; dolor que no se desplaza, que está siempre quieto, como el amontillado en la bodega, como los manteles antiguos o la cuna en el ático.
En segundo lugar: preguntas, miles de preguntas del pasado, que se repiten como si fueran nuevas y que nunca obtendrán respuesta; preguntas como flores que se hubieran marchitado antes de llegar al agua de un jarrón, puestas a secar entre las páginas del libro de la boca; estériles preguntas de un catecismo familiar, aventadas como semillas sobre un suelo de madera en el que no pueden fructificar.
En tercer lugar: un secreto que me fue encomendado, que no es mío o no solo mío, y que debía o debería guardar por encima de todo. Pero ¿qué es por encima de todo? ¿La muerte? ¿La muerte es el último tejado de la casa?
La vida no parece otra cosa que ser guardián de un secreto. Y de tal forma me volqué desde la infancia en la tarea, de tal forma lo guardé en lugar seguro, que por más que abro ventanas y contraventanas de la memoria, y puertas dispuestas en hilera, que parecen conducirme a ese lugar, soy incapaz de encontrarlo.
La casa cerrada durante tantos años ha mantenido viva la línea del teléfono. Sobrevivió a la muerte de mis padres, aunque desde la muerte de E. nunca volvieran a poner el pie aquí. Y, sin embargo, conservaron la línea del teléfono, como si el cable fuera una suerte de cordón umbilical que los mantenía ligados al vientre de piedra que siempre fue esta casa.
Una de las primeras cosas que hice al llegar, tras abrir las primeras contraventanas de madera del salón, fue dirigirme al teléfono, y tras una pausa larga, con la respiración contenida, descolgar el auricular del viejo aparato. Me temblaba la mano. Si hubiera escuchado la voz del fantasma de mi madre no habría sentido mayor emoción. Con el auricular pegado al oído, el sonido de la línea del teléfono era un río uniforme, ininterrumpido, en el que no se producía la menor fluctuación; seguro, fiable, como una idea de eternidad.
Porque el agudo bordón prolongado me pareció y me sigue pareciendo una perfecta representación del tiempo.
No del pequeño tiempo, domesticado, que dividimos en segundos y minutos, o incluso en siglos, sino del tiempo que no se molesta en ser tiempo, del que no se estira ni se encoge y siempre está ahí.
Era humano, y es humano, también hoy, levantar el auricular y escuchar, como si fuera