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Los mejores cuentos de Grandes Escritoras: Obras maestras escritas por mujeres
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Libro electrónico177 páginas4 horas

Los mejores cuentos de Grandes Escritoras: Obras maestras escritas por mujeres

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La literatura universal está plagada de innumerables obras maestras escritas por mujeres. Sin embargo, su camino nunca ha sido fácil. A lo largo de los siglos las escritoras se han visto obligadas a la difícil tarea de defender la calidad de su obra ante una sociedad culturalmente machista, y no solo han tenido que hacerlo a nivel literario, sino también a nivel de género. Una misma obra escrita por una mujer parece tener menos valor, cuando en realidad lo que cualquier lector debe juzgar es la categoría del escrito, sus propiedades inherentes, más allá de quién lo haya creado, sea hombre o mujer.

Parece mentira que en pleno siglo XXI tengamos que reivindicar a la mujer como una parte importantísima dentro del mundo de las letras. Pero es así, hay que hacerlo, pues todavía hoy no se la reconoce como tal. En más de 115 años de entrega de los premios Nobel de literatura, poco más de una decena de mujeres lo han ganado: Gabriela Mistral, Nadine Gordimer, Toni Morrison, Doris Lessing y Alice Munro entre ellas.
¿Quién puede discutir la brillantez de estas escritoras? Poca gente se atrevería. Aun así, para ellas fue un sobresfuerzo conseguir que su obra fuese valorada al mismo nivel que el de otros escritores de su generación. Para ellas el premio Nobel es un doble galardón; en primer lugar, es un reconocimiento a su valía literaria y, en segundo lugar, una recompensa por destacar en un oficio que parece erróneamente exclusivo de hombres.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 ene 2020
ISBN9788417782719
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    Los mejores cuentos de Grandes Escritoras - Katherine Mansfield

    LA MOSCA

    Katherine Mansfield

    —Pues sí que usted se encuentra cómodo aquí —dijo el viejo señor Woodifield con voz aflautada. Miró desde el fondo de una gran butaca de cuero verde, al lado de la mesa de su amigo el jefe, como un bebé haría desde su cochecito. La conversación había concluido y ya era la hora de marchar, pero no quería irse. Desde su retirada, desde su… apoplejía, su mujer y sus hijas lo tenían en casa encerrado todos los días de la semana, menos los martes. Cada martes lo vestían y lo cepillaban, y le permitían volver a la City¹ a pesar del día. Aunque, realmente, la mujer y las hijas no se podían imaginar qué es lo que hacía allí. Creían que incordiaba a sus amigos… Bien, es probable. Pero nos aferramos a nuestros últimos placeres como un árbol se aferra a sus últimas hojas. Así que, ahí se encontraba el viejo Woodifield, fumándose un puro y mirando con ansia al jefe, que estaba arrellanándose en su sillón, corpulento y sonrosado, cinco años mayor que él y aún en plena forma, llevando todavía el timón. Era un gusto verle.

    Con melancolía y admiración su vieja voz añadió:

    —Se está muy cómodo aquí, ¡palabra que sí!

    —Sí, es muy cómodo —asintió el jefe pasando las páginas del Financial Times ayudado de un abrecartas. De hecho estaba muy orgulloso de su despacho. Le encantaba que se lo admiraran, sobre todo si ese admirador era el viejo Woodifield. Le aportaba un sentimiento de satisfacción fuerte y profundo estar allí, plantado en medio, a la vista de aquella frágil figura, de aquel anciano envuelto en su bufanda.

    —Lo he renovado hace poco —explicó como lo había hecho durante las últimas, cuántas, semanas. Alfombra nueva —y señaló la alfombra de un rojo intenso con dibujos de grandes aros blancos—. Muebles nuevos —y apuntó con su cabeza hacia una sólida estantería y una mesa con las patas como de caramelo retorcido—. ¡Calefacción eléctrica! — y con unos ademanes de euforia indicó cinco salchichas trasparentes y anacaradas que con tanta suavidad resplandecían en la inclinada placa de cobre.

    Pero no señaló al viejo Woodifield una fotografía que tenía sobre la mesa. Era el retrato de un chico serio, con uniforme, que se encontraba de pie en uno de esos espectrales estudios de fotografía, con su fondo de nubes tormentosas. No era buena. Allí estaba desde hace más de seis años.

    —Hay algo que quería decirle —dijo el viejo Woodifield con los ojos nublados por el recuerdo—. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza al salir de casa esta mañana— Las manos le comenzaron a temblar y unas manchitas rojas aparecieron por encima de su barba.

    «Pobre hombre, ¡está en las últimas!», pensó el jefe. Y sintiéndose indulgente, le guiñó un ojo al viejo y bromeando le dijo:

    —Ya sé. Aquí tengo algo que le sentará muy bien antes de salir de nuevo al frío. Se trata de una maravilla. No perjudicaría ni a un niño—. Y extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un cajón en la parte inferior de su escritorio para sacar una botella oscura y achatada—. Esta es la medicina —exclamó—. Y el hombre al que se la compré me comentó en el más estricto de los secretos que venía de las bodegas del castillo de Windsor.

    El viejo Woodifield se quedó boquiabierto al verla. Su rostro no habría expresado mayor asombro si el jefe le hubiese enseñado un conejo.

    —Es whisky, ¿verdad? —dijo en un tono bajo.

    El jefe giró la botella y le enseñó la etiqueta con cariño. En efecto, aquello era whisky.

    —Sabe, en casa no me permiten ni catarlo —dijo el viejo mientras miraba con admiración al jefe. Y parecía que se iba a echar a llorar.

    —Ah, ahí es donde los hombres sabemos algo más que las mujeres —dijo el jefe doblándose sobre la mesa cual junco para coger un par de vasos que se encontraban junto a la botella de agua, y vertiendo un generoso dedo en cada uno de ellos—. Bébaselo todo, le sentará bien, Y no le añada agua. Sería un auténtico sacrilegio estropear una maravilla así. ¡Ah! —Se tomó el suyo de un solo trago; después se sacó el pañuelo, se secó enseguida los bigotes y le guiñó el ojo al viejo Woodifield, que saboreaba todavía el suyo.

    El viejo tragó y permaneció en silencio un momento, y después dijo débilmente:

    —¡Qué fuerte!

    Pero aquello lo reconfortó, y subió poco a poco hasta su cerebro estremecido… y entonces recordó.

    —Eso era —dijo mientras se levantaba de la butaca con cierto esfuerzo—. Supuse que querría saberlo. Las chicas fueron la semana pasada a Bélgica para ver la tumba del pobre Reggie, y casualmente pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto están muy cerca una de otra.

    El viejo Woodifield hizo una pequeña pausa, pero el jefe no contestó. Tan solo un leve temblor en el párpado demostró que estaba escuchándole.

    —Las chicas se quedaron encantadas de lo bien cuidado que estaba todo aquello —dijo el viejo—. Está muy bonito. No estarían mejor en casa. Usted no ha estado allí nunca, ¿verdad?

    —¡No, no! —El jefe no había ido por varios motivos.

    —Tienen kilómetros enteros de tumbas —le dijo con voz trémula el viejo Woodifield— y está todo tan cuidado que parece un verdadero jardín. Todas las tumbas se adornan con flores. Y los caminos son bastante amplios. —Por su voz se notaba que le encantaban los caminos anchos.

    Se produjo un nuevo silencio. Luego el anciano se animó bastante.

    —¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de mermelada? —preguntó—. ¡Diez francos! Eso es para mí un auténtico robo. Gertrude asegura que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No se tomó más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles un escarmiento. Hizo bien; están haciendo negocio con nuestros sentimientos. Creen que porque hemos ido allí a echar un vistazo, estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Así es. —Y se dio la vuelta con dirección a la puerta.

    —¡Tiene usted razón, mucha razón! —dijo el jefe, aunque realmente no tenía idea alguna sobre qué. Dio la vuelta a su escritorio y, siguiendo los lentos pasos del viejo, lo acompañó a la puerta para despedirse de él. Woodifield se marchó.

    Durante un largo rato el jefe permaneció allí con la mirada perdida, mientras un ordenanza de pelo cano, que lo observaba, entraba y salía de su garita como un perro cuando quiere que lo saquen de paseo.

    De repente el jefe dijo:

    —Macey, no veré a nadie durante media hora. ¿Me ha entendido? A nadie en absoluto.

    —Bien, señor.

    La puerta se cerró; unos pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la chillona alfombra; un fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles e, inclinándose hacia delante, el jefe se cubrió el rostro con sus manos. Pretendía…, se había propuesto…, había decidido que iba a llorar…

    El comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho le había causado una profunda conmoción. Fue algo así como si se abriese la tierra y lo hubiese visto allí tumbado, con las muchachas de Woodifield contemplándolo. Era extraño. Aunque ya habían pasado más de seis años, el jefe no había pensado nunca en el chico a no ser como un cuerpo que descansaba sin cambio, sin mancha, uniformado y dormido para siempre. —¡Mi hijo! —gimió el jefe. Pero aún no acudían las lágrimas.

    Con anterioridad, durante los primeros meses, hasta durante los primeros años tras su muerte, era suficiente con pronunciar tales palabras para que lo invadiese una inmensa pena que tan solo un episodio violento de llanto era capaz de aliviar. En su momento afirmó que el paso del tiempo nunca cambiaría nada, y así se o aseguró a todo el mundo. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que aceptasen su pérdida, pero él no. ¿Cómo podía ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde que nació, el jefe se había dedicado a llevar adelante este negocio para él; no tenía ningún sentido si no era para el muchacho. La misma vida ya no tenía ningún otro sentido. ¿Cómo demonios habría podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y continuar adelante durante todos aquellos años sin tener presente en todo momento la promesa de ver a su vástago ocupando su sillón y continuando la tarea donde él la había dejado?

    Y la promesa había estado tan cerca de ser realidad. El muchacho estuvo en la oficina aprendiendo el negocio durante un año antes de la guerra. Salieron de casa juntos cada mañana y regresaron en el mismo tren. ¡Y menudas felicitaciones recibió por ser su padre! No era de extrañar, pues se manejaba maravillosamente. Respecto a su popularidad con el personal, todos, hasta el viejo Macey, no paraban de alabarlo. Y para nada era un niño mimado. No, siempre con su carácter despierto y natural, con la frase adecuada para cada uno, con aquel aspecto juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».

    Pero todo aquello terminó, como si no hubiera existido nunca. Había llegado el día en que Macey le entregó el telegrama con el que se derrumbó todo su mundo. «Sentimos profundamente tener que informarle de que…». Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida arruinada.

    Hacía ya seis años… seis años. ¡Cómo pasaba el tiempo! Parecía haber ocurrido ayer, El jefe retiró sus manos del rostro; se sentía confundido. Parecía que algo no funcionaba. No se estaba sintiendo como quería hacerlo. Decidió levantarse para mirar la fotografía del chico. Pero no era una de sus fotos favoritas; su expresión no era natural. Era fría, casi dura. Él nunca había sido así.

    En ese preciso momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el tintero y que intentaba infructuosa, pero desesperadamente, salir de él. «¡Socorro, socorro!», decían sus patas mientras forcejeaban. Pero las paredes laterales del tintero estaban húmedas y resbaladizas; volvió a caerse y comenzó a nadar. El jefe cogió una pluma, sacó la mosca del frasco de tinta y, con una sacudida, la depositó en un trocito de papel secante. Durante una fracción de segundo se mantuvo quieta sobre la oscura mancha que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron y se afianzaron y, levantando su pequeño cuerpo empapado, comenzó con la enorme tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo, pasaba su pata por el ala, como una piedra de afilar lo hace por la guadaña. Después se produjo una pausa mientras la mosca, posiblemente de puntillas, intentó abrir primero un ala y después la otra. Al fin lo consiguió, se sentó y empezó, cual gato diminuto, a limpiarse el rostro. Ahora era fácil imaginar que las patitas delanteras se restregaban fácilmente y con alegría. El terrible peligro pasó, y ella había escapado; estaba lista de nuevo para vivir.

    Pero en ese mismo momento el jefe tuvo una idea. Volvió a hundir la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el papel secante y mientras la mosca estaba probando sus alas, una gota enorme cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar totalmente acobardada, paralizada, temiendo hacer cualquier movimiento por lo que sucedería después. Y entonces, dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, una vez más, con una mayor lentitud, reanudó su tarea desde el principio.

    —Es un valiente diablillo —se dijo el jefe, y sintió una sincera admiración por el coraje de aquella mosca.

    Esa era la forma de acometer los asuntos; esa era la actitud. No te dejes nunca vencer; solo es cuestión de… Pero una vez más la mosca había concluido su laboriosa tarea y al jefe no se le ocurrió más que recargar la pluma y descargar una nueva gota oscura de lleno sobre aquel recién aseado cuerpo. ¿Qué sucedería esta vez? Siguió un doloroso momento de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvieron a moverse y el jefe tuvo un sentimiento de alivio. Se inclinó sobre la mosca para decirle con ternura: «Ah, astuta sinvergüenza». Hasta tuvo la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero pese a todo ello, ahora se advertía algo de timidez y debilidad en sus esfuerzos, y el jefe decidió que esta debía ser la última vez, mientras hundía su pluma hasta lo más profundo del tintero.

    Y lo fue. La última gota cayó sobre el empapado secante y la extenuada mosca permaneció tendida en él y no se movió. Las patas traseras se le pegaron al cuerpo; las de delante no se podían ver.

    —Vamos —dijo el jefe—. ¡Espabílate! Y la removió con la pluma…, en vano. No pasó nada, ni nada pasaría. La mosca estaba muerta.

    El jefe levantó el cadáver con la punta de su abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero un sentimiento de desdicha le invadió, y era tan agobiante que se asustó de verdad. Se inclinó hacia delante y tocó un timbre para llamar a Macey.

    —Tráigame un secante limpio —dijo con aspereza— y pronto. —Y mientras el viejo perro se iba alejando con su paso silencioso. Empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era…

    Sacó su pañuelo para pasárselo por delante del cuello de la camisa. Aunque la vida le fuera en ello, no era capaz de acordarse.


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