Hermanos
Por Bart Moeyaert
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Hermanos - Bart Moeyaert
Moeyaert, Bart
Hermanos / Texto de Bart Moeyaert; Traducción de María Rosich. – México: Ediciones SM, 2020. Primera edición digital – Gran Angular
ISBN: 978-607-24-4031-9
1. Familia – Literatura juvenil 2. Relaciones humanas – Literatura juvenil
Dewey 839.3 M6418
Para Jos, Marc, Rik, John, Pat, Paul y el difunto rey
INNATO
Mi hermano y yo estábamos juntos en la cama intentando encontrar la postura. No lográbamos dormirnos porque teníamos un montón de cosas en la cabeza. Había sido un día ajetreado en el que habíamos hecho de todo, pero habíamos pensado poco y queríamos compensarlo antes de dormir. A oscuras, nos removíamos en la cama, bocarriba, de lado, bocabajo, de lado, como si nuestras mentes hirvieran. Parecía que nunca se acabaría, hasta que de repente mi hermano me preguntó en la oscuridad si sabía por qué a veces le zumbaba el oído.
—No sabía que te pasara —dije—. Nunca he oído que te zumbe el oído, o al menos nunca me he fijado.
Mi hermano dijo que no lo sorprendía.
—Los demás no lo oyen, pero yo me asusto cada vez. ¿Qué harías tú si alguien estuviera bailando sobre tu futura tumba?
Yo estaba bocabajo y tenía una oreja enterrada en la almohada, así que sólo oía a medias lo que decía mi hermano. Tardé un rato en reorganizar correctamente sus frases pero, luego de reflexionar a profundidad sobre su futura tumba, me incorporé sobresaltado.
—¿Estás seguro de lo de la tumba? —pregunté.
Abrí mucho los ojos para ver a mi hermano en la oscuridad, pero no se distinguía nada.
—No es algo que sepas con seguridad —explicó mi hermano—, sino algo que siempre has conocido. Una especie de certidumbre innata. Algo antiguo que se te transmite al nacer: si te zumba el oído, significa que alguien está bailando sobre tu futura tumba.
—¿Y cómo es posible que yo no lo supiera? —pregunté.
Aparté la cobija, busqué mis pantuflas con los pies sobre el linóleo frío sin encontrarlas y me fui de puntitas hasta la otra habitación, donde dormían otros hermanos. Resultó que ellos también estaban despiertos. Cuando me oyeron llegar, se incorporaron en sus camas y prendieron la lámpara de la mesita de noche. Preguntaron qué ocurría; por sus expresiones faciales, se notaba que tenían la esperanza de que pasaran muchas cosas.
Les pregunté si les zumbaba el oído alguna vez y si sabían lo que significaba. Contuve la respiración un momento, porque mis hermanos probablemente necesitarían tiempo para pensarlo, pero no fue así: respondieron que el oído les zumbaba con regularidad y que significaba que en ese momento alguien estaba bailando sobre su futura tumba.
Después me observaron con aquella mirada un poco vidriosa que usaban conmigo muchas veces: en esos momentos yo sabía que era pequeño, muy pequeño; el más pequeño, de hecho.
—¿Quieres decir que a ti nunca te zumban los oídos? —preguntó mi hermano.
—Nunca —respondí—. Al menos, nunca hasta ahora, que yo sepa.
Mis hermanos intercambiaron miradas, me observaron las orejas y arquearon las cejas.
Uno de ellos levantó la mano y dijo:
—Espera un momento. No me estarás diciendo que... eh... nunca te ha picado la mano izquierda, ¿no?
—¿O la derecha? —preguntó otro hermano.
Sacudí la cabeza y me encogí de hombros.
—Si te pica la mano izquierda es que vas a ganar dinero —dijo uno de mis hermanos.
—Y si te pica la derecha, que lo vas a perder —añadió otro—. Así es como funciona. Si es la izquierda, te haces rico; si es la derecha, ni un quinto.
Me quedé sin aliento. Me miré las manos que, por lo que sabía, nunca me habían picado; y probablemente así era, porque ni era muy rico ni había sufrido muchas pérdidas.
—¿Y eso lo saben así, sin más? ¿Por qué nunca me lo había contado nadie?
—Son cosas que no hace falta que te cuenten —explicaron mis hermanos al mismo tiempo.
—Se lleva en los genes. Es una especie de certidumbre innata.
—Igual que todo el mundo sabe que si te zumban los oídos es porque alguien chismorrea sobre ti —afirmó un hermano.
—O si te arden —agregaron los demás—. Significa lo mismo. O si aletean. Todo significa lo mismo: que alguien chismorrea sobre ti.
No podía seguir quieto. Nunca había oído tantas cosas nuevas seguidas. Todo lo que siempre había sabido, desde antes de nacer, empezó a suceder de repente al mismo tiempo: me zumbaban los oídos, me picaba la mano izquierda, me picaba la mano derecha y las orejas me ardían y aleteaban.
Miré a mis hermanos: al mayor, al más callado, al más sincero, al más distante, al más amable y al más rápido. Todos se estaban rascando la nariz.
—No, no, no —dije—. Esto también debe significar algo, ¿no? ¿Que te pique la nariz?
—Sí —asintieron mis hermanos—. Que alguien está pensando en nosotros.
Y efectivamente: en aquel momento entró mi padre. Había pensado en nosotros y nos cacheteó, de modo que las orejas nos zumbaron y nos quemaron por mucho rato.
LA PIPA
Nuestro padre tenía una pipa que lo ayudaba a pensar. La llevaba colgada de los labios, siempre en el mismo ángulo, para tener las manos libres para un vaso, un libro o una pluma. De su boca y de la cazoleta de la pipa salían anillos de humo, siempre el mismo humo azulado, que rodeaba a nuestro padre como un cuartito propio.
Cuando fumaba, nos escabullíamos por delante de su silla como ladrones. Lo hacíamos para mantenernos a distancia del tabaco que nos asaltaba, pero sobre todo porque su manera de fumar nos daba miedo. Los ojos se le ponían borrosos como las paredes de su cuartito; su mirada estaba más vuelta hacia dentro que hacia fuera.
—Está estudiando —decía nuestra madre—. Está repasando sus conocimientos.
Y luego nos rogaba que estuviéramos por ahí lo menos posible, y que al menos intentáramos guardar silencio porque, si interrumpíamos los pensamientos de nuestro padre, perdía el hilo y tenía que volver a empezar, y tal vez nunca regresaría allí donde los había dejado.
Nosotros ya habíamos constatado que los pensamientos pueden saltar de un lado para otro de un modo muy peculiar, pero no lográbamos comprender que nuestra madre llamara estudio
al hábito de nuestro padre. Si otra persona se hubiera pasado una hora sentada en una silla con una pipa, nuestra madre habría dicho que no hacía nada.
Ve a hacer algo
, le habría dicho.
—Sin embargo, es cierto —decía nuestra madre—. La pipa ayuda a su padre a pensar y, para él, pensar es como estudiar.
Mirábamos desde la cocina por la ventana que daba a la sala y veíamos a nuestro padre estudiando. Con la comisura de los labios, imitaba el sonido de un grifo que goteaba. A cada gota salía humo. Creo que cada nubecita era un pensamiento que se le escapaba, un pensamiento que se había vuelto superfluo en su cabeza.
Nosotros no teníamos tan claro que nuestra madre tuviera razón. Queríamos pruebas, pero la verdad era que nuestro padre nunca se quedaba en su cuartito de humo más tiempo del que duraba una pipa. Al final, siempre vaciaba la pipa apagada con una cucharilla en el cenicero de la mesita auxiliar, tosía una vez y luego desaparecía hacia su despacho sin mediar palabra. Ahí no había humo, sólo silencio. Incluso desde la cocina, oíamos rechinar las ruedas de su silla de escritorio, y sabíamos que sería lo último que oiríamos de nuestro padre en mucho rato: seguiría escribiendo su nuevo libro de texto para niños que no sabían nada del pasado.
A mis hermanos y a mí nos intrigaba mucho. Una vez nos pusimos alrededor del cenicero y observamos el montoncito que nuestro padre acababa de sacar de la pipa con la cucharita. Un extremo era ceniza y en el otro había tabaco que se podía aprovechar.
Mi hermano levantó la vista y dijo que todavía tenía un par de castañas en su habitación. Mi otro hermano también levantó la vista y dijo que tenía una navaja afilada, y otro hermano dijo estar dispuesto a ceder sus plumas. Los tres se miraron, subieron y bajaron las cejas, y empezaron a reírse y cuchichear. Sacaron el montoncito de tabaco del cenicero. Mis otros hermanos y yo suspiramos. Sabíamos sumar dos más dos, no éramos estúpidos; antes de entrar en nuestra cabaña, detrás del cobertizo del jardín, ya sabíamos qué haríamos.
—Vamos a investigarlo —propuso mi hermano.
—Averigüemos qué efecto tiene la pipa sobre el cerebro —añadió mi otro hermano.
Tomaron las castañas silvestres que habían traído, las vaciaron por un lado y por el otro hicieron un agujero para meter el tubo de plástico vacío de una pluma.
—Las cosas hechas a mano no tienen por qué ser bonitas —explicó mi hermano—. Lo importante de una pipa es que deje pasar el aire porque, si no, prestas más atención a tu respiración que a tus pensamientos, y entonces no se puede comprobar si la pipa sirve para aprender algo o pensar mejor.
Hicimos siete pipas, pero al final tuvimos que elegir una porque sólo teníamos tabaco para una.
—Deberíamos haberlo pensado antes —dijo mi hermano.
—No puedes aprender nada hasta que hayas encendido la pipa —replicó otro hermano—. Vamos, compruébalo de una vez.
Mi hermano lo hizo antes de cenar. Se puso la pipa en la comisura de los labios, le acercó un cerillo y, al cabo de un rato, empezó a hacer los mismos ruiditos que nuestro padre. Mientras nosotros le preguntábamos si funcionaba, él se limitó a murmurar y gruñir, inexpugnable, como alguien que tiene la mente en otro lugar, sumido por completo en sus pensamientos.