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Allá afuera - Aquí dentro: (Mis cuentos)
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Allá afuera - Aquí dentro: (Mis cuentos)
Libro electrónico400 páginas5 horas

Allá afuera - Aquí dentro: (Mis cuentos)

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Tantos cuentos en un solo volumen no es lo habitual y menos lo aconsejable, el autor da una excusa atendible. Cincuenta cuentos de tópicos muy diversos hacen difícil clasificarlos. “Allá afuera” de algún modo significa la visión del autor del mundo en que le tocó vivir, mientras que “Acá dentro” nos muestra el tamiz de su sensibilidad. Encontramos cuentos sencillos como el del hombre que espera a su pareja en la calle en una tarde fría cuando comienza a llover, o la de aquel  que vendado y atado de manos espera que lo fusilen o, peor aún, que lo degüellen. Hay relatos de un fantasma que habita una buhardilla invadida por una familia de vacaciones, o el de una mujer que después de ocho años en coma se retira todas las máquinas que la han hecho sobrevivir y se va en un taxi, como si ello pudiera ocurrir. Son cuentos que abarcan más de cuarenta años y, como dice el autor, no todos tienen el mismo nivel, pero a todos les guarda cariño. 
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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 sept 2020
ISBN9789566029366
Allá afuera - Aquí dentro: (Mis cuentos)

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    Allá afuera - Aquí dentro - Reinaldo Martínez Urrutia

    Allá afuera

    -

    Aquí dentro

    (Mis cuentos)

    Reinaldo Martínez Urrutia

    Editorial Segismundo

    Dedicatoria

    A aquellos hombres y mujeres

    Que la noche de un 4 de septiembre

    Salieron a las calles

    Y compartieron mi esperanza

    Una excusa

    Escribo cuentos desde hace más de cuarenta años, como aficionado. Hoy como médico jubilado y tratando de tomar más en serio esto de creerme un escritor, he decidido publicarlos, todos. ¿Por qué no? Podría pensarse que debí seleccionar los que creía mejores, pero no es muy fácil ser autocrítico, además que a todos uno les guarda un poco de cariño. Los que no están se debe a extravíos en algún camino. He agregado dos o tres relatos escritos a manera de poemas, pero confieso que nunca me he sentido poeta, aunque me habría gustado serlo. La única selección, en cuanto a su orden es temporal. Los primeros son los más antiguos, según trato de recordar. En los últimos años he escrito poco, parece que no tengo nada más que decir.


    Las líneas precedentes las escribí hace unos meses, algunos me aconsejaban que publicara estos cuentos en dos o tres libros por separado, porque son demasiados para un solo volumen, pero un suceso inesperado a veces cambia los planes, un ganglio no más grande que un haba me recordó que la vida no dura para siempre y eso me hizo tomar la decisión.

    Junio 2019 R.M.U.

    Allá afuera

    Yo voy cortando las flores y las dejo, las dejo flotar en el agua hasta que se despeguen, las coloco en las tapas plásticas de cada caja de perfume y después las estiro suave con el pulgar para sacarles las burbujas. A veces me llevo los dedos a la boca, pues todavía me agrada el sabor a goma de las calcomanías. No es que me guste este trabajo, pero es mi trabajo, lo que tengo. Casi nunca salgo de casa para ver qué pasa allá afuera, ni siquiera en los días de sol. Bueno, pero a veces ocurre, y en la otra esquina vi una casa vacía y entré a mirar, la estaban pintando, el pasto salpicado de cal y una escalera por el suelo se me ocurrió un arpa muda, muda desde, ¿qué se yo?, desde siempre. Adentro las voces se agrandan, saltando de muro en muro, rebotando, recorriendo las aristas, y ahí se quedan sonando. Traté de imaginar cómo estarían colocados los muebles, pero es difícil entre los tarros y los papeles cubriéndolo todo. Algo pasó en el jardín que me atrajo, como el olor de los juguetes nuevos, ese que aún exhala mi acordeón rojo, a pesar que lo tengo desde niño. Y es que ahí estaba una mujer, sobre un montón de hojas secas, creo que de ciruelo. De mi mirada se apoderó una mariposa torpe y torpe escapó revoloteando entre las hojas, a sus manos, a su figura inclinada, a su peinado en desorden y a eso desconocido que me era su pensamiento, mientras la escuchaba tararear una canción. Y las hojas, una a una las iba recogiendo, y ahí en mi silencio, sin ruido caían al improvisado cesto de su delantal. Me paralicé un momento, era la rubia que a diario pasaba por mi casa empujando el coche sólo pendiente del niño y que yo seguía arrastrando las muletas hasta quedar rendido de cansancio con la nariz apoyada en la ventana, para después encender un cigarrillo y por mucho tiempo no retomar mi trabajo, el de pegar las etiquetas con flores al perfume o tocar el acordeón cuando me canso.

    Y una a una las iba recogiendo, y se me llenaron de temblor los brazos al pensar que escucharía el badajo traidor de mi pecho, sólo acostumbrado a princesas imaginarias, a raptos, a corsarios arrastrando dolorosamente su pata de palo y a la compulsiva atracción de acariciarle ahora mismo, ahora mismo el cabello.

    Y una a una las iba recogiendo, fue entonces que levantó la cabeza y sin dejar de sonreír y de cantar, de cantar y sonreír al mismo tiempo, como si en la vida para ella no hubiera sorpresas, mirándome de arriba abajo y abriendo apenas la boca se le escapó un —¡HOLA! —yo sentí calor en las mejillas, en las mejillas y adentro, como cuando las amigas de mi madre insisten todavía en hacerme sus cariños temerosos en el pelo al saludarme, a pesar que hace mucho dejé ser un niño, y yo les río, les río por no poder huir o esconder este badajo flacucho que soy entre estos palos oscilando, oscilando desde no sé cuándo.

    Voy cortando las flores y las dejo, las dejo flotar en el agua hasta que mueran y les río, les río, pues sé que allá afuera la gente todavía canta.

    Lechuza

    No, no era el rostro, padre, era la postura, era el terno oscuro, siempre el mismo terno de raído plumaje, lustroso como las noches de las aves.

    Eran las garras, esas manos gruesas de piel arrugada uñas curvas de afilado negro. Era esa manera de esperar tan quieto, casi ahí en las sombras buscando la presa. Era ese temor que siempre despierta la pobreza, tan fea moviéndose insolente.

    El inspector Lechuza, o a secas, El lechuza.

    Muchas veces me hacía el desentendido, otras, pocas me parecen ahora, me trencé a golpes por el dichoso nombrecito ése y en medio de los revolcones o de mi continuo problema de la sangre de narices. —¿Tú te acuerdas lo que sufrí con eso? —bueno, a coro los muchachos que nos rodeaban seguían gritando ¡LE- CHU-ZA-LE-CHU-ZA! Hasta que sus voces se cortaban con la campana del recreo.

    ¡Qué pajarraco!, bruscamente entendí por qué. Fue por esa entrada a los baños con un vuelo silencioso y nocturno, sin darnos tiempo a botar los prohibidos cigarrillos. Lo entendí cuando, parados en una fila con las manos delante, íbamos recibiendo el doloroso golpe de regla en los nudillos. Lo entendí cuando, frente a mí, se levantó el palo en el aire y un segundo antes me traspasó esa mirada desconocida haciéndome erizar los pelos y por un momento pensé que a mí no, pero igual cayó el golpe haciéndome saltar las lágrimas, entonces yo también murmuré, con esa misma rabia, —¡LECHUZA! —yo también te llamé Lechuza, papá.

    La botella

    Esta es la historia de una botella.

    Mi madre que gustaba adornar la casa con artefactos poco ortodoxos, como ruedas, telares antiguos y piedras extrañas, la llevó un día. No me impresionó al comienzo. Era un gran frasco de cincuenta litros, redondo, de un verde oscuro, con un gollete tan ancho que mi brazo de entonces, entraba por él sin dificultad. Estaba colocada en un atril que, con amarras de cáñamo, le permitía girar y vaciar su contenido. Abrazándola me podría servir de columpio. Cuando lo hice, mamá, que se aprestaba a salir, me lanzó un grito intimidatorio y debí refugiarme detrás de ella y como estaba junto a unas plantas de grandes hojas parece que nadie me veía. Comencé a trasladar mis juguetes a ese rincón y a mirar a través del vidrio grueso y rugoso.

    Mi padre que se llamaba Luis, no era mi padre, se lo gritó él a mamá. Ella lloraba o hacía que lloraba y yo hacía que no estaba, pero estaba detrás. Cuando le pregunté por qué mi papá, que no era mi papá, era impotente y qué te crees imbécil -como ella le había chillado- mamá me golpeó. Después me oriné en el rincón y no quería llorar ni hacer ruido, pero cuando ella se fue, me monté arriba abrazándola con un suave cosquilleo entre las piernas y ella me respondió por el gollete que siguiera balanceándome no más, que también le gustaba y yo le echaba los correazos adentro y los miraba como se deshacían.

    Después tuve muchos papás más. A Luis lo maté con un látigo y lo metí dentro, el primero, a mis otros papás me bastaba con mirarlos verdes y rugosos mientras acariciaban a mi madre para eliminarlos y apilar sus cadáveres en el fondo.

    En uno de los frecuentes cambios de casa, el botellón quedó arrumbado en un patio interior, encaramándome sobre él quería imaginar qué hacía mi mamá con esos hombres en la cama. Y ya siempre estaba oscuro cuando me dejaban entrar a la pieza.

    La tenía abrazada y me balanceaba encima, el cosquilleo me subía desde las piernas y la botella me decía que siguiera, cuando apareció el hombre con los pantalones desabrochados y, —¿por qué ese ruido? —preguntó y después llamó a mamá para que viera lo que hacía el mocoso cochino. Estaba tan furiosa que los correazos no se limitaron a las piernas. Yo sólo lloré cuando la botella se rompió en mil pedazos.

    Esa noche huí de casa, a mi mamá no la he vuelto a ver nunca más.

    Un botellón igual, o parecido, han pasado tantos años, encontré en una droguería. No quisieron venderlo a ningún precio, no me importó tanto, después de todo no era mi botella. Quizás mi mamá tampoco era mi madre. Muchas veces he sentido que aclararlo es demasiado complicado, pensándolo bien, ésta es sólo la historia de una botella.

    Esperando

    Probablemente fue en junio, primero di dos vueltas, después saqué un cigarrillo, no quería contar el tiempo, pues es peor; te pensaba terminando el peinado, después mirándote al espejo y sabiéndome esperando. Una paloma negra y blanca se bambolea a mis pies, con su paso corto y ancho, no se percata de mí, pues no se aparta del camino. El señor del almacén, pintado de un azul intenso, comienza con un chirrido a bajar la cortina de su tienda y me mira, preguntándose que espero y yo busco mi paloma, pero ya se ha volado.

    Oscureció de a poco y se revuelven allá arriba las nubes negras, la vereda brilla con las luces de los autos y por mi lado pasa ahora el hombre de la tienda, se le ve distinto sin su delantal y nuevamente me mira, con un ojo a mis ojos y con el otro al candado; a mí me hubiera gustado sonreírle, pero ni lo vería, pues llevo el cuello de la chaqueta hasta las orejas y sólo dejo escapar una bocanada de aliento blanco. Se me achican los ojos de explorar las sombras y me da frío sacar las manos para fumar.

    Ya he pasado revista a todos los pequeños dramas que te retienen otras veces y se me vienen a la mente los accidentes, pero trato de olvidarlos rápido mirando a las calles y las nubes. Ya está lloviendo cuando del otro extremo te veo caminando presurosa. Sé que vienes sonriendo, de lejos lo sé y todo lo que he pensado decirte se me olvida al roce de tu mejilla. Te tomo de la mano y bajo los aleros nos vamos corriendo y saltando las charcas, pues está lloviendo.

    ¿Sabías que estaba lloviendo?

    El momento blanco

    Aquí la nieve no es fría, cae tan de tarde en tarde que sólo es una buena fiesta. Al abrir los postigos todo se veía extraño y blanco, los techos, los árboles y como en una postal las pisadas negras desparramadas por las calles, eran las huellas de los apresurados, deseosos de no perderse el momento blanco, pues a las diez, a pesar de la timidez del sol, los aleros, las ramas y las hojas jugaban ya a la sinfonía de las gotas en los charcos.

    Con los guantes amarillos, ésos que tú sabes por qué quiero tanto, moldeaba inexperto el mono helado, panzudo y con una cabeza demasiado chica, le até mi corbata azul al cuello y mientras lo colocaba arriba del automóvil, tus hijos reían, cosa rara cuando yo te acompaño, y hasta tú soltaste esa increíble carcajada cuando recibí sobre la cabeza un pelotazo. Aquí la nieve no es fría, bueno un poco, cuando se mete por el cuello.

    Después y ya en marcha, supongo que, con el vaivén o el calor del motor, el mono se fue desprendiendo poco a poco hasta que de repente salió despedido y cayó al suelo destrozado, al viento quedó el lazo solitario de mi corbata azul. Tus hijos gritaron con desconsuelo. Nosotros sólo nos miramos, adivinando el futuro.

    Teresa

    A Teresa Buver, mi Teresa de los 16.

    Mira Teresa, no es que esté loco, pero con tantas incomodidades uno ya ni sabe, lo de la luz, no sé si te importe.

    Ayer corrió el maldito viento, que pensé que se nos iba a volar el techo. Desde el año pasado que estoy pensando en cambiar un par de planchas o si no para el invierno se nos lloverá la pieza; en todo caso a pesar de la creencia de que aquí en la costa el viento dura tres días, hoy amaneció en calma, pero completamente nublado y eso sí que me enferma, al contrario de ti hasta prefiero el viento. —¿Sabes?, se me alargan las cosas con el frío, se me hace interminable el regreso por la playa cuando voy de compras, se alarga hasta enojarme el silencio; ni siquiera puedo salir a la terraza a sentarme a la mecedora, bueno, todas estas incomodidades, tú sabes—. Me quedé en el dormitorio esperando que hirviera el agua mientras le cosía los botones al pijama —si supieras lo que me costó enhebrar la aguja. ¡Hasta anduve buscando tus anteojos! desde luego que no los hallé, a pesar de que estoy mucho más ordenado, Teresa, no me reconocerías, no boto las cenizas al suelo, claro que casi ni fumo.

    Después, ¡qué día de porquería!, lo que te quería contar, lo de la luz, vinieron a cortarla, pero me di el gusto de mandarlos bien a la mierda, ¡lástima que se haya muerto el Nerón!, porque se los habría echado encima, tan mal educados, si los vieras, bueno, todas esas incomodidades. Ahora me tendré que poner a buscar las velas, que esas sí que no tengo idea donde las puedes haber guardado. —¡Ah, Teresa, tú y tu bendito orden!

    Me prepararé unos buenos tallarines y me los voy a servir luego, antes de que oscurezca, después capaz que pase donde Pancho a que me convide un vasito de vino, siempre lo hace.

    Parece que este año para el Primero de Noviembre no voy a poder llevarte flores, está saliendo tan caro el pasaje y con lo que están dando en la Caja ya no alcanza ni para comer, en todo caso te pondré una peonía en el retrato, son las mismas que plantaste, siempre las quisiste tanto.

    El tacto

    Corrimos de cinco en cinco, en la noche y más allá, por todas las noches de una vida, debería decir. El pecho saltando acelerado, más veloz que cualquier pensamiento. La brisa, recién en plena calle, me despertó del todo y mis piernas oscilaban en el aire como si volaran, mientras los cordones de los zapatos desabrochados bailaban liberados en la carrera.

    Me era aún confusa la situación, tú corrías y corrías con un gran apremio. Yo a las dos cuadras ya jadeaba, pero igual te seguía. Entonces, y sin ninguna razón, recordé lo del tacto, llevaba unas semanas intentado plasmar una idea. El tacto es, o era, o fuiste tú, algo así había tratado de hilvanar para un cuento, cuando ahora bruscamente escalamos en plena primavera de cuatro en tres los peldaños, mientras de resuello en resuello, te das un aire para reclamarme:

    —¡Apúrate, por favor, que se muere, se muere!

    Encontramos las puertas de par en par a la noche, todas las luces encendidas por tu aterrado apuro y a él, a ese que hasta ayer era el marido engañado, con la mandíbula caída. De inmediato lo supe muerto.

    Con una suavidad practicada muchas veces, y muy lento, puse el fonendoscopio en su pecho, con la sangre golpeándome las sienes y tu mirada la nuca. Te sabía urgiéndome un milagro. No pude alargar más la escena, giré y busqué tus ojos intentando tomarte de las manos, para palmotearlas suave, como a menudo hago en estos casos difíciles en que las palabras duelen, pero hiciste un respingo atrás, con el rostro tronchado por el rayo agudo de mi mirada impotente.

    —¡No, nooo, no! —me gritaste, o quizás nos gritaste a los dos, pero fue un aullido que perduró por largo rato.

    Yo, a dos pasos, apoyado en el muro, dejaba pasar el tiempo, te observaba abrazada, llorando, abrazada a ese señor un poco barrigón que un par de veces había visto de lejos.

    Mucho más tarde bajé, de uno en uno. En la calle y más allá, la noche se hinchaba de primavera. El tacto no había sido sólo encontrarnos en alguna esquina solitaria, tampoco la pasión del hotelito junto al río. Fue otra cosa, no necesita del contacto físico para sentirte en todo. Podría pensarse que existía como un halo esférico que te rodeaba y que iba impregnando las cosas, los tiempos, las sensaciones y los sueños. Habría bastado en una noche como ésta, estirar las manos en la oscuridad para quedar prendado de todos los aromas dulzones y canturrear después. El tacto era un ente tibio, lo supe esta noche cuando él aún no se había enfriado y tú huiste de todo lo mío, aferrándote a su calor en retirada.

    —¡No puede ser, mi amor, no puede ser! —aún debe estar llorando, cubriéndolo de besos. Apuré el paso, de dos, en dos, en dos...

    El ruido

    Fueron horas de pie, en silencio, apenas respirando, sin atreverse a dejar la bolsa en el suelo y a oscuras la escuchaba subir o bajar las escaleras, cansada de esperar que se decidiese a dormir o salir. Por largos momentos no la escuchaba y le venían los temores de que abriera la puerta, tendría que pedirle perdón, contarle todo, la podría llevar a ver al niño para que se convenciera, no era mala la señorita, sólo que un poco seca, pero la entendería de seguro, aunque le cortara los lavados. Siguieron pasando los minutos y se le durmieron los pies, varias veces tomó la manilla de la puerta, mentalmente lo repetía, abrirla lentamente, mientras ella estuviera arriba, y en la punta de los pies atravesar la cocina, el salón o quizás el comedor, rápidamente abrir la mampara y huir y ya no importaba el portazo, la señorita no era capaz de alcanzarla, pero no lo hacía, no se atrevía, lo sabía, sólo lo pensaba, también en los niños que quizás donde andarían por ahí sin haber probado bocado, lo pensaba no más, total sólo eso podía hacer.

    Cuando la sintió entrar en la cocina y encender las luces perdió el control, no alcanzó a retener la botella de aceite que cayó con estrépito y se quebró a sus pies. Así y todo, permaneció quieta. También cayeron lentamente el azúcar, los fideos y todo lo que había colocado en el bolso y que por largas horas no soltó de los brazos sin darse ni cuenta. La escuchó subir las escaleras gritando y así, con las piernas untadas de aceite, sin pensarlo dos veces, abrió la puerta, atravesó la cocina, el salón, no, el comedor estaba cerrado, otra vez el salón y la señorita en la puerta apuntándole al pecho con la cosa esa, de un manotazo le arrebató la pistola y cuando iba a apretar el gatillo, miró su boca, entreabierta, soltó el arma y sus manos apretaron el cuello arrugado de la anciana.

    Sin ruido, pensó, al cerrar la puerta con mucho cuidado.

    En el camino, fumando

    Un día pondría un aviso en el diario diciendo que quería verla, que se comunicara a su oficina, que llevaba veinte años aguardándola, en cada esquina, todos los días, bueno, no todos, pero tantas veces, como ahora... En la imaginación se habían agotado todos los encuentros, los casuales, los esperados, los ingenuamente urdidos.

    Tomás, él sí la había visto, se la pasaba encontrando, había deslizado como para mortificarlo. Yo no le pregunto cómo está, no es necesario, Tomás asegura que siempre tan buena moza y con dos hijas grandes. —¡Unas tremendas chiquillas!—. Yo no le pregunto, yo no la busco, yo no la llamo, pero soy el único que la necesita, el que necesita necesitarla.

    Miró la hora, sin prestarle importancia, se bajó, pateó sin rabia las piedras del camino y volvió a sentarse al volante. Dos o tres horas, mínimo, en ir, enviar la grúa y después remolcarlo a Santiago. Botó el cigarrillo por la ventana.

    Una rubia de cabellos largos, con esos ojos que tenía la Doris, con esa sonrisa que me desveló por seis años en la Escuela y que he seguido soñando por veinte, —¿cómo podría llamarse sino Doris?—. Porque hay rostros que no calzan con los nombres y menos con lo que uno piensa.

    Señora Doris:

    Por motivos absolutamente inexplicables deseo verla, hablarle a solas, saber de su vida, que usted sepa de la mía; no lo mal interprete, pero no lo tome tampoco por encima, es más o menos lo que se imagina y al idiota de su esposo no le cuente, no le cuente a nadie, porque necesito amarla antes de morirme y aunque nunca pienso en esas cosas, alguna vez me moriré, nos moriremos, tú y yo Doris, porque tampoco tendría gracia encontrarnos muy ancianos, tendría, pero no la misma.

    O quizás en la televisión, bastaría con pasar el aviso dos veces y se enteraría. Lo otro consistía en hacer algo notable: dar la vuelta al mundo en monopatín, ganar las quinientas millas de Indianápolis o realizar el primer carrerón desnudo entre la Luna y Marte, que Doris lo viera y comentaría: —¡Oye! a ese yo lo conozco, fuimos compañeros en la Universidad, una vez me dijo que estaba enamorado de mí, pero con esa cara de pájaro, ¿qué quieres, quién iba a saber?

    Un automóvil se detuvo a su lado, un hombre de sesenta y su mujer ídem (yo y tú Doris) muy amables le ofrecieron ayuda. Debió bajarse y explicar que la grúa lo remolcaría, que venía de Valparaíso, que por negocios, que era abogado, que muy amables, etc.

    Que era abogado era cierto, pero eso no significa señora López, que uno se dedique a todo, como si le pidiera a un psiquiatra que le opere el apéndice. Pero ella seguía sin comprender, mirándolo con esos ojos cansados y hermosos, con esa pequeña cintura que adivinaba en su sonrisa y lo tierno impreso en la curvatura de su vientre. Él estaba dedicado al Derecho Comercial, por eso estaba en Valparaíso; recién había hecho una presentación sobre el arancel aduanero, partía definiendo el precio FOB, "free on board", mi señora, igual como yo soy libre, tan asquerosamente libre que uno llega a no importarle a nadie. ¡Lástima! que no pueda contarle que con Carmen no tenemos nada que decirnos, que a veces pasan días sin hablarnos y después tenemos que hacer las paces sin haber reñido. Le podría contar tantas cosas, señora López, a usted con esos dientes tan parejos y sus manos suaves, que yo podría hacerle el amor, o mejor que usted me lo hiciera, no el amor, pero que se sentara a mi lado a acariciarme el cabello con los dedos finos que usted tiene.

    Pero ella se había echado a llorar, increpándolo, que nadie la ayudaba, que su esposo la maltrataba, que ya se lo había repetido, que: —¿Qué más quería? —Y ya iba a abandonar la oficina, —por favor señora, no lo haga, tome asiento, perdone, no quería ofenderla, creo que me mal interpretó, por favor, siéntese, —y le acarició el cabello suelto de mujer de treinta cuando un abogado nunca hace eso.

    —Yo no sabría cómo hacerlo, pero tengo colegas, amigos míos que se dedican a divorcios, cálmese, lo veremos con calma señora López.

    —Cálmese. ¿Por qué no entiende que me hace sentir una porquería, Susana, no le importa que la llame Susana, señora López? Es porque ya la amo y que no la amo, pero es algo así, donde la vi llorar, con esos ojos, que yo sería capaz, que no volvería a Santiago, pues no tengo nada que hacer, que seguro que la Carmen no está, o si está es casi lo mismo y que mi hijo está becado en Estados Unidos y que nos escribimos una vez por semana o por mes, contándonos lo mismo, por eso me quedaría con usted y no me iría a Santiago y no me habría quedado en panne y ahora estaríamos haciéndonos el amor, Susana, o cualquier cosa para reconstruirnos que es lo contrario de vivir, vivir esperando encontrar a la Doris antes de fallecer o ser más viejo, y morirme un poco cada día esperándola. Me haces sentir una porquería y crees que porque has llorado delante de un desconocido sufres, que aquí estoy en el camino, fumando, porque nada ha sido capaz de atarme a la vida, más que la vida misma definida como los días y las noches en las fojas de los aranceles y los impuestos, mira, que gracias a ellos vivo y también de ellos comemos en casa.

    Pero al idiota de Tomás no le enternece, algo así me dijo el otro día —sabes Pájaro, esa historia tuya está muy repetida —y me llevó a mostrarme su auto nuevo, que después de todo para eso me estaba visitando.

    Por eso señora López, querida Susana, puede guardarse su historia y a su esposo que la maltrata para otro, porque viene llegando la grúa que me va a remolcar hasta la casa y como usted esta mañana no entendió nada y se fue tan furiosa, le voy a repetir por enésima vez que soy un experto en Derecho Comercial y que aún no he podido cambiar el auto como mi compadre Tomás que se dedica a la especulación y como la Doris, que nunca ha ejercido y se dedica a sus hijas grandotas o como su marido que se dedica a qué sé yo.

    Me niego a subir en la cabina de la grúa y me siento en mi propio auto viejo que va a cincuenta kilómetros por hora con las ruedas delanteras en el aire y creo que cuando llegue a Santiago escribiré a mi hijo que me inscriba en las quinientas millas de Indianápolis, para que me conteste que soy un imbécil, que esta historia mía está muy repetida.

    Así es

    Un silbido prolongado aquella tarde

    Raudos pasos sorteando mis temores

    La estación del tren hinchada de vapor

    Y el vacío que se queda tras la bruma.

    Ha partido, ya es gaviota espuma adentro

    Sus huellas en la arena se borraron

    No sé qué haría si aún escuchara su violín

    Eludir quizás mis dudas unos días

    O correr por las calles, vagabundo

    Sucumbir tal vez una mañana

    Aunque creo que sería una tontera.

    Inoportuno es el morir antes de almuerzo

    Cuando todos van por su trabajo

    Es lucir una ventana en las costillas

    Llevar enrollada la sombra bajo el brazo

    O septiembres jubilosos por zapatos.

    Si pudiera pulsar la cuerda simplemente

    O cobijarme por las noches con su vaho

    Si percibiera aún

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