Dos asesinos, un muerto y tres obleas
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Dos asesinos, un muerto y tres obleas - Mercedes Pérez Sabbi
Índice de contenido
Dos asesinos, un muerto y tres obleas
Portada
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
Dos asesinos, un
muerto y tres obleas
Una aventura urbana
Mercedes Pérez Sabbi
Ilustraciones:
Gerardo Baró
Capítulo 1
Una gota de sudor es sólo eso, una gota que se desliza por la cara hasta encontrar un lugar donde esconderse. Parecido a una lágrima. Apenas supe que mis padres viajarían a Barcelona, y que mis tíos del campo, Rosa y Cantilo, se encargarían del cuidado de mi casa en Buenos Aires, y de mi persona; un extraño estado aceleró mi pulso. De un sopor como caldera, pasé a sentir frío, mucho frío, así como unos chuchos: el sudor me empapó.
No pude evitarlo. Es que tantísimas fueron las veces que vi a mis tíos degollar aves de corral para vender. Y más, las veces que soñé con ellos y con la cercana amenaza de un cuchillo inmenso con gotitas de sangre salpicándome la cara. Por eso mi rechazo, por no decir pavura, temor, recelo, desconfianza y todos los sinónimos que andan por los diccionarios. Pero mi rechazo, pavura, temor, recelo y desconfianza, no viene sólo por el hecho de haberlos visto revolear el cuchillo hasta dejar sin cacareo a sus inocentes víctimas –gallinas, gansos, patos, pavos, perdices, martinetas– sino porque la gente del pueblo comentaba que pertenecían a una de esas sectas que sacrifican seres vivos en extrañas ceremonias, y que se la pasan llamando al demonio y a sus amigos. Para colmo de males, la mayoría de los vecinos del lugar usaban el patético nombre de Los degolladores para nombrarlos; aunque algunos otros, un poco más buenos, optaban por el no menos filoso mote de Los cuchilleros. En verdad, ninguno era tranquilizador para mí.
¡Por supuesto que puse el grito en el cielo frente a mi mamá! ¿Cómo, yo, un chico con apenas doce años, iba a quedar sola mi alma con ellos? Pero mi madre me dijo que terminara con esas pavadas, que me dejara de andar llevándome por habladurías de pueblo, que ya era grande... Y ahí mismo me sometió sin piedad a su acostumbrado reproche: No vas a ver más televisión y mucho menos esas películas de terror, ¿oíste Joli?
. Pensar que, aún hoy, recuerdo con claridad el dedo amenazante y su cara de enojo. Recuerdo también que las manos me transpiraron hasta quedar empapadas, y poco pude hacer mientras una gota me mojaba la mejilla. Quizá haya sido una gota de sudor, quizá una lágrima.
Capítulo 2
De pronto, me desperté.
Unas voces que venían del patio me hicieron saltar de la cama y salir hacia el corredor:
—¡Tía…! –susurré– ¡Tío…! (Era la primera noche que pasaba con ellos).
Me asomé por la puerta entreabierta del cuarto que ocupaban mis tíos y no sólo me asombró no ver los cuerpos bajo la colcha, sino que la cama estuviera sin desarmar. Uia, qué raro que aún no se hayan acostado, si mis tíos son tempraneros como las gallinas para dormir
. Apenas se esfumó la comparación con las gallinas, por un momento creí estar sonámbulo y vivir una de mis sangrientas pesadillas infantiles; pero no. La realidad estaba ahí. Pisoteé el parquet y descubrí un papel bajo mi pie derecho; estaba tan prolijamente doblado, que en un primer momento confundí con un pañuelo blanco bien planchado y, por esas cosas, lo dejé en el lugar.
El reloj luminoso de la cómoda daba la 1:10 de la madrugada. Escuché arrastrar algo hacia el garage, o del garage hacia la calle. Caminé hasta la cocina para ver por el ventiluz que da al patio, pero la oscuridad lo abarcaba todo, salvo la morera que, vaya a saberse por qué fenómeno nocturno, tenía la copa iluminada. El frío de las baldosas me subió por los talones, las piernas y me hizo temblar todo el cuerpo.
Frente a mi sospecha de que hubiera ladrones en la casa, me mantuve en