La casa de los espejos humeantes
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La casa de los espejos humeantes - Albeiro Echavarria
La casa
de los espejos
humeantes
Albeiro Echavarría
ILUSTRACIÓN DE PORTADA
Mateo Rivano
A Jacobo, mi valiente y amoroso hijo
Frente a los juegos fatuos del espejo
mi ser es pira y es ceniza,
respira y es ceniza,
y ardo y me quemo y resplandezco y miento
un yo que empuña, muerto,
una daga de humo que le finge
la evidencia de sangre de la herida,
y un yo, mi yo penúltimo,
que sólo pide olvido, sombra, nada,
final mentira que lo enciende y quema.
«Espejo» (fragmento), Octavio Paz
Los habitantes de la casa
ME LLAMO BENJAMÍN, pero prefiero que me llamen Benyi. Así es como me dicen los amigos del colegio. Benyi era también el nombre de mi perro. Tenía la sospecha de que Sabina lo había matado y que ahora venía por mí. Como el domingo era mi cumpleaños, quedaban pocas horas para que se cumpliera una maldición según la cual no llegaría a los catorce años. Después de lo que me había revelado mamá, iba con ella rumbo a casa, recordando todo lo que había sucedido en las últimas horas, poniendo en orden todas mis ideas y preparándome para lo que pudiera ocurrir.
Nací en esta casa, en el corazón de Granada. Papá cuenta que este era uno de los barrios más tranquilos de Cali hasta que empezó a inundarse de bares y discotecas. Él se enfurece cuando los de al lado —donde funciona un restaurante mexicano— le tapan el parqueadero. Un día sacó una carabina y empezó a hacer disparos al aire como un vaquero del Lejano Oeste. El oso fue horrible porque un vecino tomó una foto y la puso en Facebook. ¡Hubiera querido que me tragara la tierra!
Mamá dice que Evaristo Zapata, mi papá, ha sido desde siempre el hombre más terco del mundo. Puedo dar fe de que es testarudo hasta en las cosas más insignificantes. Siempre dice que ni un terremoto, ni una oferta millonaria ni el ruido de los borrachos lo sacarán de su vivienda. Yo estaba convencido de que era por el cariño que le tenía a la casa que no quería irse del barrio, hasta que pude comprobar que era una mentira lo del valor sentimental. La verdad es que papá estaba protegiendo un secreto que escondía en el sótano, y que heredó del abuelo, a quien le tocó huir de Casabianca, en el Tolima.
Tengo pocos amigos. Uno de ellos es Rufino, mi hermano medio. Cuando papá lo trajo a casa, el ambiente se puso muy tenso. En vista de que me opuse a que lo acomodaran en mi alcoba, ocupó la buhardilla. Al comienzo tuve muchos celos de él, pero después se convirtió en mi gran amigo. Hace poco descubrí que debajo de su máscara de pelo hay un adolescente inteligente y suspicaz. Él me está ayudando a desenredar toda esta madeja. ¿Servirá de algo su ayuda ahora que el tiempo se está agotando?
Rufo, así le decimos a mi hermano, es emo, pero no tiene delirios depresivos. Se pinta de negro el borde de los párpados, lleva dos pírsines en los labios y usa zapatillas Converse. Es flaco, desgarbado y casi nunca sonríe. Los flequillos de su pelo le tapan casi toda la cara y usa pantalones negros entubados y camisas con diseños sicodélicos hechas por él mismo. Le gusta escribir poemas y componer canciones. Escucha grupos como Alesana y The Juliana Theory. No tiene nada que ver conmigo, que soy amante del rock al estilo de The Offspring.
Rufo le ayuda a papá en el taller. Cuando los veo, se me hace que son una pareja muy extraña: papá es alto, barrigón y de patillas gruesas y largas, amante furibundo de los tangos de Carlos Gardel.
A simple vista, vivo en una casa común y corriente. Su puerta de madera bellamente labrada —para mi gusto, lo único bonito de la casa— no le alcanza para convertirse en una joya arquitectónica. Tiene dos plantas y un pequeño portón con arcos donde la gente se guarece cuando se desata un aguacero. Y un sótano al que nadie baja, excepto papá.
Lo que diferencia nuestra casa de otras que he conocido, es su aspecto interior. Se puede decir que está forrada en espejos. Los encuentra uno hasta en los rincones más insólitos: debajo de la escalera que conduce al segundo piso, en los armarios, en el patio de ropas, en el zaguán, entre la taza del baño y hasta en el cielorraso. Los hay de marcos dorados, con listones negros, puestos sobre retablos y hasta pegados con ganchos en la pared. Los espejos son divertidos porque me permiten multiplicarme hasta el infinito o mimetizarme por completo.
Pero a veces los espejos me intimidan. No es grato sentirse observado todo el tiempo por uno mismo y por los demás. Por eso debe ser que casi nadie entra a nuestra casa. La única que viene a visitarnos es Saturnina, una amiga de mamá. Pero ella toma precauciones para no toparse con los espejos: entra por la puerta de atrás y se mete a la cocina donde no hay peligro de que los encuentre porque están escondidos en las gavetas. Saturnina no pasa de allí: se sienta en la mesa auxiliar y conversa con mamá acerca de otras señoras que viven en la cuadra o saca a relucir viejas historias de cuando era joven y hacía suspirar a los muchachos. Saturnina asegura que no es por los espejos que no sigue a la sala, sino porque le tiene alergia a los animales. Y es que, gracias a los espejos, cualquiera que entra a la casa se queda con la sensación de haber visto ciento veinte canarios, ciento ochenta gatos y trescientos perros. Pero en mi casa realmente hay dos canarios, tres gatos y cinco perros. Lo que pasa es que los espejos los multiplican por sesenta. Yo los cuidaba a todos hasta que mataron a Benyi. Ahora es Rufo el encargado.
Mamá puede parecer muy extraña: siempre usa vestidos blancos que le llegan hasta la mitad de la pierna y lleva el pelo recogido como una bailarina de ballet. Vende helados por un torno que impide que le vean la cara. La gente solo ve sus manos, que son tan hermosas como las de una pianista. En Granada todo el mundo los conoce como los helados misteriosos. Son deliciosos y la gente los compra por montones. Yo estoy convencido de que eso de no dejarse ver es una estrategia publicitaria de mamá. A punta de helados, y de lo que papá gana en su taller de vitrales, se sostiene nuestra familia.
Con nosotros vive Escolástica, una anciana que nos prepara los alimentos y asea la casa. Usa un parche para que no le vean el ojo de vidrio. Como también cojea del pie izquierdo, lleva siempre un bordón con cabeza de serpiente. Vive prácticamente refugiada en la cocina. Solo sale de allí para irse a dormir, arreglar la casa, o cuando aparece Saturnina, a quien no puede ver ni en pintura. Las