El mordisco de la media noche
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El mordisco de la media noche - Francisco Leal Quevedo
El mordisco de la medianoche
Francisco Leal Quevedo
ILUSTRACIÓN DE PORTADA Dipacho
1 El atentado
Todos dormían en la ranchería del lagarto verde. Todos, menos Mile.
La niña tenía un extraño presentimiento después del peligroso episodio que había vivido, una semana atrás, cerca al faro. Se movía de un lado a otro del chinchorro¹. Cerró los ojos y se quedó quieta, quizás así volvería el sueño esquivo. De pronto sintió que su cabra Kauala la llamaba por su nombre al oído, se despertó completamente y ya no pudo volver a dormir.
Estuvo un rato alerta. La noche era oscura. A lo lejos se oían las olas del mar y por momentos se acentuaba el silbido del viento en medio del desierto. Mile puso atención al tranquilo ritmo de la respiración de sus padres, su abuela, sus tíos y sus primos. Volvió a cerrar sus ojos pesados. Cuando empezaba a dormirse de nuevo, una cabra baló. Una, dos, tres veces. Unos pasos rápidos fuera de la casa le hicieron dudar si estaba en vigilia o dormía.
—¿Oyeron? —preguntó en voz baja con la esperanza de que le contestaran.
Y antes de que pudiera oír una respuesta, el silencio de la noche fue interrumpido por un ruido atronador, como si el mundo se viniera abajo y ella quedara suspendida en el vacío.
—¡Al piso, al piso! —gritaba con desespero Leoncio, su padre.
Las ráfagas de disparos se sucedían una tras otra. En medio de la oscuridad los cuerpos se movían y caían al piso. Se oían gritos de angustia y lamentos de dolor.
Luego de unos segundos se oyó una nueva ráfaga y luego otra, esta última más cercana. Mile estaba aterrada: los tiros rebotaban contra las puertas y ventanas. Su corazón se había detenido... A lo mejor estaba muerta...
Los rápidos latidos en su pecho y la respiración agitada le confirmaron que aún vivía.
—¿Están todos bien? —preguntó su padre con voz temblorosa luego de unos segundos.
A lo lejos se oían carros que arrancaban.
Mile no pudo más y se le escapó un llanto entrecortado. De pronto sintió una mano sobre su hombro y luego el calor de un cuerpo. Era Sara, su madre, quien la abrazó durante un momento y luego la jaló hacia fuera de la casa. Allí ya pudo ver con detenimiento los resultados del atentado. En ese momento su primo Mayelo sacaba en hombros a Isauro, su otro primo, a quien una bala le había rozado una pierna, pero no parecía ser algo grave.
Mile se soltó de la mano de Sara y corrió al corral. Allí estaba su padre con las manos en la cabeza mientras observaba un espectáculo atroz: los asesinos dispararon contra los chivos y mataron a cerca de treinta. La niña reconoció inmediatamente entre los animales muertos a Kauala, su cabra preferida. Un dolor indecible la invadió. Quiso arrojarse a alzarla y tenerla entre sus brazos, pero su abuela Chayo se lo impidió tomándola del brazo.
—No tienes que ver esto.
Entonces Mile se puso las manos sobre el rostro y empezó a llorar sin pausa. Se apoderó de ella un quejido hondo, imparable. Le habían matado a un ser querido. ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué dispararon contra su familia? ¿Quiénes lo habían hecho?
Al fondo un rojo amanecer de sangre presagiaba peores sucesos.
¹ Especie de hamaca con vuelos laterales que permiten cubrir a quien duerme.
2 La decisión
Mile estaba sentada fuera de la casa. Adentro treinta hombres de la familia llevaban ya muchas horas discutiendo a puerta cerrada.
Las mujeres en la cocina comentaban que esta vez el blanco de los disparos habían sido los animales, pero que en el próximo ataque serían ellos. La situación era grave.
Desde el día anterior, al regarse la noticia, todos los parientes cercanos fueron llegando. Algunos venían de la serranía de Jalaala y de la sabana de Wopumuin y acudieron tan pronto se habían enterado del atentado. Hasta llegaron los primos de Nazareth y de Manaure y dos hicieron el viaje desde Maracaibo.
Los hombres salieron. Los rostros tenían la misma expresión: estaban decididos a afrontar unidos la adversidad. Las mujeres esperaban con ansiedad las decisiones urgentes que vendrían.
—Ya está acordado —dijo Leoncio con profunda seriedad—. Partiremos en tres horas.
Las mujeres se miraron consternadas.
—¡Tan poco tiempo para prepararlo todo! —dijo la vieja Chayo.
El tío más anciano, que había venido desde la sierra de Wopumuin, agregó como única explicación:
—Deben marcharse ya, si quieren seguir vivos.
Sin