Terror en Wunderding
Por Olga Drennen y Federico Combi
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Terror en Wunderding - Olga Drennen
Índice de contenido
Terror en Wunderding
Portada
Wunderding
El señor de la noche
Botas marrones
Los perros
El viaje
Las uñas del gato
El reloj del abuelo
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
Terror en
Wunderding
Olga Drennen
Ilustraciones:
Federico Combi
Wunderding
Alicia vivía, digo vivía porque ya no vive, en un paraje llamado Wunderding, cerca de una colonia de alemanes. Sus padres la habían llevado allí cuando recién empezaba a caminar y su hermana Marcela todavía no había nacido.
A pesar de que Wunderding era hermoso, al comienzo la familia tuvo que sortear algunas dificultades como la distancia, la falta de luz y de agua corriente.
Al principio, por las noches, para iluminarse, tenían que usar velas o faroles. También debían poner toda su atención al hacer la lista de compras. Trataban de no olvidar nada de lo necesario porque el pueblo quedaba muy lejos y como ellos no tenían auto, se veían obligados a caminar mucho o a pedir favores a la gente del lugar y ellos no querían molestar a nadie.
En cuanto al agua, para disponer de agua potable, tenían que acarrearla con baldes, como en las películas del lejano oeste, desde un antiguo pozo situado a casi treinta metros de la casa.
Por suerte, pronto llegaron a un arreglo con un vecino para compartir una camioneta e ir al pueblo a hacer las compras y unos meses más tarde, tuvieron agua corriente, por lo que el viejo pozo fue cubierto con una madera y olvidado después.
Lo mismo pasó con los faroles que dejaron de ser usados en cuanto les conectaron la luz eléctrica.
Pasó el tiempo, nació Marcela y las dos chicas crecieron llenas de alegría. Cuando Alicia cumplió los doce, el papá le regaló un conejo. Carolo, su mascota. Desde entonces y durante todo un año, la chica y el conejo fueron inseparables.
Carolo parecía un muñeco de peluche. Era gordo como una nube y, como una nube, huidizo. Cada vez que corría, sus patitas hacían chap-chap sobre la tierra.
—¡Cuidado, se escapó Carolo! –solían avisar las chicas, y al instante se veían las puntas grises de las orejas del conejo escurriéndose entre los pastizales a toda velocidad. Cualquiera se daba cuenta de que, pese al empeño de Alicia por corregirlo, Carolo seguía haciendo de las suyas.
De todas formas, eso no era un gran problema, porque como la gente de alrededores ya lo conocía, en cuanto lo encontraban lo devolvían a su dueña. Es que en esa región todos estaban relacionados entre sí y se tenían un verdadero afecto.
Precisamente, uno de los vecinos más estimados del lugar organizó una fiesta sorpresa por el cumpleaños de su mujer e invitó a todos los amigos.
—Vayan ustedes, mamá, nosotras nos quedamos –dijo Alicia–. Marcela tiene que estudiar y yo no me siento muy bien. No sé..., me duele la cabeza.
—Entonces, no vamos –decidió la madre.
Pero las dos chicas insistieron en que fueran. Estaban seguras de que iban a estar bien allí y, además, de haber algún problema, podían llamarlos por teléfono.
Vivían en el campo, cierto, pero con todas las comodidades.
—Por otra parte ya casi somos dos señoritas –dijo Alicia.
La madre sonrió al escucharla, pero no se mostró muy convencida. Así que las hermanas, para alentarla, eligieron la ropa que debería ponerse esa noche, y también, la camisa del papá.
—¡Bueno! –dijo al fin la mujer–. Pero cualquier cosa, me llaman, ¿eh?
Cuando los padres salieron, las chicas suspiraron contentas. Ya habían hecho planes, pensaban tomar una taza de chocolate caliente y se iban a ir a la cama enseguida. Querían leer, charlar, pasar un buen rato y, por si se aburrían, habían alquilado una película.
Era invierno, la leña ardía en el hogar e impregnaba la casa de humo, pero a la vez, llenaba los ambientes de una sensación de calidez y comodidad.
Alicia y su hermana tomaron el chocolate que se habían prometido y, de acuerdo con lo planeado, se fueron a la