No grites, no podrán oírte: Antología de cuentos clásicos de terror
Por Olga Drennen y Patricio Oliver
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No grites, no podrán oírte - Olga Drennen
Índice de contenido
No grites, no podrán oírte
Portada
Diagnóstico de Muerte. Por Ambrose Bierce
El fabricante de ataúdes. Por Alexander Pushkin
El gnomo. Por Gustavo Adolfo Bécquer
El hombre del cerebro de oro. Por Alphonse Daudet
El miedo. Por Guy de Maupassant
Historias de Fantasmas. Por E.T.A. Hoffmann
Un asesinato. Por Antón Chéjov
Los gatos de Ulthar. Por H.P. Lovecraft
Sobre los autores
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
No grites,
no podrán oírte
Traducción y recopilación de
Olga Drennen
Ilustración de tapa:
Patricio Oliver
Diagnóstico de Muerte
Ambrose Bierce
—No soy tan supersticioso como algunos de sus doctores científicos, como usted se complace en decir –dijo Hawver, en respuesta a una acusación que no había sido hecha–. Algunos de ustedes, solo algunos, confieso, creen en la inmortalidad del alma y en apariciones que usted no tiene la honestidad de llamar fantasmas. No voy agregar que tengo la convicción de que los vivos algunas veces son vistos en lugares donde no están, pero han estado; en lugares donde vivieron mucho tiempo, quizás tan intensamente como para dejar sus impresiones en todo lo que los rodea. Sé, de hecho, que es posible que una persona pueda afectar un ambiente de tal modo con su personalidad como para grabar, mucho después, la imagen de uno mismo en los ojos de otro. Sin dudas, la personalidad que realiza la impresión tiene que ser del tipo justo; y los ojos perceptores tienen que ser la clase de ojos justos como los míos, por ejemplo.
—Sí, el tipo justo de ojos, sensaciones adecuadas al lugar erróneo del cerebro –dijo el doctor Frayley sonriendo.
—Gracias, a uno le gusta satisfacer sus expectativas; esta es la respuesta que supuse que alguien civilizado como usted haría.
—Perdón, pero usted dice que sabe. Es algo fácil de decir, ¿no cree? Tal vez, no tendrá inconveniente en decirme cómo lo supo.
—Usted lo llamará alucinación –dijo Hawver– pero no lo es.
Y le contó la historia.
El último verano, como sabe, fui a pasar la temporada de calor a la ciudad de Meridian. Los parientes en cuya casa intentaba residir estaban enfermos, así que busqué otros lugares. Después de algunas dificultades, alquilé una de las habitaciones disponibles que había sido ocupada por un excéntrico doctor llamado Mannering, quien se había ido varios años atrás, nadie sabía a dónde, ni siquiera su agente. Había construido una casa y había vivido allí acompañado por un viejo sirviente durante diez años. Su práctica, nunca muy extensa, lo mantuvo ocupado durante mucho tiempo. No solo eso, también se vio aislado de la vida social y se convirtió en un recluso.
Me contó el doctor del pueblo que fue la única persona que tuvo alguna relación con él, que, durante su retiro, se hizo devoto de una única línea de estudio, cuyo resultado de lo que expuso en un libro no fue recomendado a la aprobación de sus colegas; quienes, de hecho, no lo consideraron enteramente sano.
No he visto el libro y no puedo recordar su título, pero me dijo que exponía una extraña teoría. Decía que era posible que una persona de buena salud pudiera pronosticar su propia muerte con precisión, varios meses antes del hecho. El límite, pienso, eran dieciocho meses.
Hubo leyendas locales acerca de que había ejercido sus poderes de profecía, que quizás usted denomine diagnóstico; siempre me dijeron que las personas a las que advirtió de su fallecimiento murieron de pronto en el plazo fijado, sin causa conocida. Todo esto, por cierto, no tiene nada que ver con lo que voy a decirle; pero pienso que puede divertir a un médico.
La casa estaba amueblada, tal como cuando él había vivido ahí. Era más bien una oscura vivienda para alguien que no había sido recluso ni estudiante y creo que tal vez, debido a la soledad, me contagió algo del carácter de su anterior ocupante, porque siempre sentí una cierta melancolía que no estaba en mi disposición natural. No tenía sirvientes que durmieran en la casa, pero siempre tuve mucha adicción, como ya sabe, a la lectura. Cualquiera que fuera la causa, el efecto fue un rechazo y un sentido de fatalidad inminente; esto fue especialmente en el estudio del doctor Mannering, a pesar de que esta habitación era la más luminosa y aireada de la casa. El retrato de tamaño real del doctor parecía dominar el cuarto por completo. No había nada inusual en la imagen, era evidente que el hombre tenía muy buen aspecto; de unos cincuenta años de edad, con un cabello gris metalizado, una cara recién afeitada y unos ojos oscuros y serios. Algo en su aspecto siempre atraía mi atención. La apariencia del hombre se convirtió en familiar para mí, hasta me embrujó
.
Una tarde, mientras pasaba a través de ese cuarto para ir a mi dormitorio con una lámpara –no había gas en Meridian–, me paré, como de costumbre, frente al retrato que, a la luz, parecía adquirir una nueva expresión, una expresión difícil de describir y misteriosa. Me interesé, pero no me inquieté. Moví la lámpara de un lado a otro y observé los efectos de alterar la incidencia de la luz. Mientras estaba tan absorto, sentí el impulso de darme vuelta. Y cuando lo hice ¡vi a un hombre que se movía a través de la habitación y que se dirigía hacia donde yo estaba! Tan pronto como se acercó y la lámpara iluminó su cara, vi que era el doctor Mannering en persona; ¡era como si el retrato estuviera caminando!
—Pido que me disculpe –dije fríamente–, pero si golpeó