No duermas en la habitación de la torre
Por Pablo Tambuscio
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No duermas en la habitación de la torre - Pablo Tambuscio
Índice de contenido
No duermas en la habitación de la torre
Portada
La doncella. Por Hume Nisbet
La habitación de la torre. Por Edward Frederic Benson
La granja Croglin. Por Augustus Hare
La verdadera historia de un vampiro. Por Stanislaus Eric Stenbock
Vera. Por Auguste Villiers de L'Isle-Adam
El abrazo frío. Por Mary Elizabeth Braddon
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
Antología
No duermas en la
habitación de la torre
Selección y traducción de
Olga Drennen
Ilustraciones:
Pablo Tambuscio
La doncella
Hume Nisbet
Era exactamente el tipo de residencia que yo había estado buscando durante semanas, porque estaba en ese estado mental en el que renunciar por completo a la sociedad era una necesidad. Me había convertido en un inseguro y estaba cansado de mi suerte. Sentía un extraño malestar en mi sangre y el cerebro vacío. Los objetos y las caras familiares se habían vuelto desagradables para mí. Quería estar solo.
Este es el ánimo que tiene toda mente sensible y artística cuando el poseedor la ha sobrecargado con exceso de trabajo o vivió mucho tiempo en la rutina. Ese estado es una señal de la naturaleza para que salga en busca de nuevos lugares; la señal de que un retiro se ha convertido en necesario.
Si no descansa, la mente se descompone, se vuelve caprichosa, hipocondríaca e hipercrítica. Siempre es una mala señal cuando un hombre se convierte en demasiado crítico y censura su propio trabajo o el de otras personas, porque significa que está perdiendo las partes vitales de la tarea, que son la frescura y el entusiasmo.
Antes de llegar a esa etapa funesta, armé mi mochila a toda prisa, tomé el tren a Westmorland y comencé mi vagabundeo en busca de soledad, de aire fresco y de un escenario romántico.
En el comienzo de aquel verano errante, encontré muchos lugares que parecían tener las condiciones requeridas, sin embargo, algunos pequeños inconvenientes me impidieron decidirme. A veces era el paisaje que no me caía bien. En otros sitios, sentía una antipatía repentina por la casera o el dueño del lugar y, una semana antes de alquilar una vivienda me parecía que los aborrecía. En otros sitios que podrían haberme satisfecho, no querían tener un inquilino. El destino me condujo a esta casa sobre la colina, y nadie puede resistirse a su destino.
Un día me encontré en un gran páramo sin caminos, cerca del mar. Había dormido en una pequeña aldea la noche anterior, pero estaba a ocho millas de distancia y desde que había dado la espalda a esa aldea, no había visto ningún rastro humano. Estaba solo con el cielo sobre mi cabeza, un viento suave soplaba sobre las piedras y los brezales, y nada perturbaba mis meditaciones.
No podía imaginar hasta dónde se extendía esa soledad, solo sabía que si caminaba en línea recta llegaría a los acantilados del océano, y, tal vez, después de un tiempo, a un pueblo de pescadores. Tenía provisiones en la mochila, era joven, no me daba miedo pasar una noche bajo las estrellas. Ya inhalaba el aire delicioso del verano y, una vez más, volvería a tener el vigor y la felicidad que había perdido.
Así, las horas se deslizaron ante mí una tras otra. Había caminado cerca de quince millas desde la mañana, cuando frente a mí, a la distancia, vi una solitaria casa de piedra con techo de pizarra. Voy a acampar allí si es posible, me dije y aceleré el paso para llegar a ella.
Para alguien que busca una vida libre, tranquila, nada podía haber sido más adecuado que este chalet. Se encontraba en el borde de altos acantilados, su puerta de entrada daba al páramo y la pared del patio trasero tenía vista al mar. Al acercarme, el batir de las olas pareció una canción de cuna en mis oídos, ¡cómo atronarían cuando los vientos del otoño se encendieran y las aves huyeran gritando hacia el refugio de juncos!
En el frente, crecía un pequeño jardín rodeado por un muro de piedras lo bastante alto como para que uno pueda apoyarse perezosamente en caso de desearlo. Este jardín era una llamarada de color, con predominio del rojo, con otros tonos suaves como el que tienen las amapolas cultivadas en plena floración.
Mientras me acercaba, tomando nota de esta variedad singular de amapolas y de la limpieza ordenada de las ventanas, la puerta principal se abrió y apareció una mujer que me impresionó favorablemente cuando caminó con calma hacia la verja y la retiró como si fuera a darme la bienvenida.
Era de mediana edad y, de joven, debe de haber sido muy hermosa. Era alta y todavía, bien formada, con la piel suave, clara, facciones regulares y una expresión serena que me dio una sensación de paz.
Al preguntarle, contestó que podía darme tanto un dormitorio como un cuarto de estar, y me invitó a verlos. Mientras miraba su delicado pelo negro y ojos marrones serenos, sentí que no iba a ser muy exigente con el alojamiento. Con una casera así, estaba seguro de encontrar allí lo que buscaba.
Las habitaciones superaron mis expectativas, delicadas cortinas blancas y ropa de cama con perfume de lavanda, una sala de estar familiar, acogedora y sin gente. Con un suspiro de alivio infinito tiré al suelo la mochila y di por cerrado el trato.
Ella era viuda, tenía una hija, a quien no vi el primer día, porque no estaba del todo bien y se había quedado en su habitación. Pero al día siguiente mejoró un