Sombras y temblores
Por Olga Drennen y Lelo Carrique
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Sombras y temblores - Olga Drennen
Índice de contenido
Sombras y temblores
Portada
La mancha a la altura del tercer botón
Viaje sin fin
Yo-yo
La prueba
Mejor me callo
Una de terror
El brillo en la sombra
El último baile de invierno
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
Sombras y Temblores
Olga Drennen
Ilustraciones:
Lelo Carrique
La mancha a la altura del tercer botón
A Hernán Ercolini, mi amigo de la computadora,
y a Matías, siempre.
No bien pisó el andén, se dio cuenta de que el tren estaba por salir, así que apuró el paso.
Entró en el vagón, agitado. Dejó a su espalda un murmullo que le hizo recordar al de un enjambre de abejas.
Había dos o tres asientos vacíos, entonces, se dio el lujo de elegir el suyo. Se decidió por el de la ventanilla. Tiró la carpeta a su costado y conservó los libros contra el pecho y después estiró las piernas. Se sintió aliviado mientras pensaba en que hacía poco que habían empezado las clases y ya estaba más que harto de ir al colegio.
Casi al instante, un temblor de ruedas debajo de él le indicó que estaban arrancando. De reojo, miró el cartel de la estación Paradero Cha... cari...
, pero no pudo terminar de leerlo porque vio la sombra: parado en el pasillo, un señor que esperaba que retirase su carpeta del asiento. Tuvo ganas de dejarla donde estaba.
—Tenés que ser educado con todos, pero especialmente con los mayores –decían siempre en su casa.
Bufando para sus adentros, puso la bendita carpeta sobre sus piernas.
—Siéntese, señor –dijo.
Ahora, el mayor era el maleducado porque se sentó a su lado sin darle ni siquiera las gracias. Otro que nunca daba las gracias era Rodrigo, pero él nunca había esperado que se las diera. Nadie espera nada de semejante canchero. ¡No! ¿Qué? ¿Canchero? Un recanchero.
Sí, eso... ¡un recanchero...! por culpa de él había salido tarde, por culpa de Rodrigo justamente.
—Mirá, nene, que no quiero cosas raras –había dicho su madre–. No, no, nada de vender tus zapatillas, sí, es una lástima que te hayan quedado chicas... ¡Pero venderlas, no! Regaláselas, si querés, y espera un poquito que en cuanto pueda, te compro otras.
Pero él no quería regalárselas, todos iban a decir que se las daba por miedo, o de chupamedias. No, no iba a darle las zapatillas, se las iba a vender.
¡Pam! La puerta del vagón se había cerrado de golpe. El chico buscó con la mirada al guarda, seguro que iría a pedirle el boleto, revisó su billetera y, al encontrarlo, respiró tranquilo. Allí estaba. Pero el hombre debería estar en otra cosa porque recorrió asiento por asiento, sin pedir ni controlar nada.
Su vecino parecía distraído, casi no parpadeaba y tenía los ojos fijos en un punto lejano. ¿Qué estaría pensando? Era un hombre opaco y barbudo y usaba sin ningún cuidado un traje azul, flamante. ¡Raro, el señor!
Aunque, tal vez, lo mejor hubiera sido no vender las zapatillas, darlas, sí, eso hubiera sido lo mejor, darlas... se dijo siguiendo el curso de su pensamiento anterior.
Y ahora estaba pensando que había cometido un error.
—Traémelas, che, el lunes te las pago –dijo Rodrigo y se reía de costado.
Así fue como al día siguiente le llevó las zapatillas. A escondidas, se las llevó.
El hombre que se había sentado al lado suyo estaba poniéndolo nervioso. Parecía de plástico.
¿Por qué no cambiás de lugar?
se preguntó. Miró a su alrededor,