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Cuentos para niños ...o no tan niños
Cuentos para niños ...o no tan niños
Cuentos para niños ...o no tan niños
Libro electrónico235 páginas4 horas

Cuentos para niños ...o no tan niños

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La historia de la literatura se ha deleitado a menudo en narrar historias sobre desgracias infantiles. En este libro se recopilan cinco estremecedores cuentos y algunas canciones sobre niños que sufren toda clase de desventuras, que sólo un lector adulto sabrá disfrutar con la distancia que da la madurez. Aunque, de vez en cuando... los niños también logran vengarse.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 ene 2020
ISBN9780463605998
Cuentos para niños ...o no tan niños
Autor

D. D. Puche

D. D. Puche son dos autores, en realidad: los hermanos David y Daniel Puche. David es doctor en Filosofía por la UCM y profesor de dicha materia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida (EASDM), profesión que combina con la literatura. Daniel es licenciado en Filosofía y Teoría de la Literatura por la misma universidad, y se dedica en exclusiva a tareas literarias y editoriales.Juntos han publicado varias novelas, entre las que destacan 'Balada de los caídos', 'Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown' y 'Rhett Murdock. Detective privado'. También colecciones de relatos de terror, fantasía y ciencia-ficción como 'Galaxia errante' o 'El Evangelio digital'; y ensayos como 'Cristianismo sin Dios' o 'Vivir en el desarraigo'. Su obra está empapada de referencias filosóficas, pero pasadas por el tamiz de la ficción. Una mezcla perfecta de reflexión y amenidad narrativa.

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    Cuentos para niños ...o no tan niños - D. D. Puche

    Niños huérfanos. Niños pobres. Niños maltratados. Niños sin hogar, niños de la calle, niños que viven en la miseria. Niños enfermos o lisiados. Niños tristes. La historia de la literatura se ha deleitado a menudo en narrar historias sobre la desgracia de los más pequeños, lo más querido por la sociedad, lo que más hemos de proteger. Aquellos que deberían crecer sanos y felices en un buen hogar. Y, sin embargo, no es así para todos. La literatura ha dado buena cuenta de ello… y con muy mala leche, en ocasiones. Las conocidas narraciones sobre niños callejeros y sus aventuras, o niños maltratados por su familia que viven en el sótano, o niños pobres con una boina, que pasan frío en invierno, y que han de buscarse las castañas robando o timando para llevarse algo a la boca (cuando no servir a un ciego que los muele a palos), son argumentos muy habituales que todo el mundo ha leído, o al menos visto en películas, y constituyen un género que vuelve cada cierto tiempo con renovadas fuerzas.

    Hay algo extraño en deleitarse en esas historias, en esa malsana crueldad para con los niños que tanto gusta al público. Esas criaturas pequeñas y tiernas, con los ojos grandes y tristes, que ansían un abrazo y un plato de sopa caliente; que ven, bajo la fría nieve, a otro niño, bien cuidado, de una familia rica, saliendo de la juguetería con el peluche más grande del mundo, o de la pastelería con un delicioso dulce de hojaldre colmado de nata montada, para a continuación regresar al callejón donde duermen entre cartones, o al albergue donde los chicos mayores les pegan, o a la casa de acogida, donde no los quieren. Ellos sólo necesitan el amor de una familia, la calidez de un auténtico hogar.

    ¿Por qué lo hacemos? ¿Qué nos lleva a leer esas historias, y a quienes las han escrito, a contárnoslas? ¿Hay quizá un secreto placer en el dolor de los niños? Se me ocurre que es porque todos hemos conocido niños odiosos, gritones, maleducados, y depositarios del mal más puro que pueda imaginarse; e imaginamos nuestra venganza. Venganza que en el mundo real no podemos llevar a cabo, pero sí en la ficción, poniéndolos en una situación de desgracia en la que sufren golpe tras golpe.

    Pero no, no puede ser. Hay que denunciar esas situaciones. Mostrar que hay niños padeciendo hambre y frío. Debemos contar sus vidas (en lo literario) para ponerle remedio a tal infortunio (en la realidad). Estos pobres niños de la calle no son los pícaros egoístas que nos han vendido. Son buenos. Necesitan una oportunidad. Sin embargo, se disfruta leyendo esas tristes historias. ¿Por qué? No juzgaré yo el carácter del amable lector, faltaría más. Pero el hecho es que la miseria moral que anida en cada uno de nosotros se complace en ese pobre niño ojeroso, blanco como la leche, hambriento y mal abrigado. Porque usted, estimado lector, es también un hijo de puta.

    En el presente libro se recopilan algunos cuentos y canciones que tratan sobre niños que sufren desventuras, y que un lector adulto sabrá paladear con el secreto regocijo que proporciona el mal de otro.

    Especialmente si es un niño.

    …aunque de vez en cuando,

    los niños también logran vengarse.

    UN MONSTRUO

    POR CORREO

    1

    Charlotte era una niña muy buena, que coloreaba y recortaba figuras de animales, y cuyo abuelito acababa de morir. Charlotte era muy amada por sus padres, le gustaba el helado de vainilla y chocolate, aunque el de pistacho era su favorito, y su gatito se llamaba Bolita de Carbón. Charlotte tenía ocho años, iba al colegio Mary Shelley, que estaba a cuatro calles de su casa, y tenía síndrome de Down.

    Lo que más le gustaba a Charlotte era ir al parque con sus padres, con los que pasaba horas en el tobogán y los otros juegos. Su padre la impulsaba en el columpio, cada vez más, cada vez más, hasta que Charlotte creía que iba a dar la vuelta completa, y se reían mucho los dos. A Charlotte le gustaba la velocidad, y no tenía miedo a las alturas ni a caerse. Una vez se hizo pupa en la rodilla, y no lloró ni nada, ni siquiera cuando su mamá le echó alcohol para curarla, aunque escocía mucho. Y era muy feliz.

    Lo que más le gustaba a Charlotte era jugar con su gatito, que era negro, negro, como el ataúd de su abuelito, y era muy bueno, muy bueno, y muy cariñoso. Y era muy peludo y muy suave y muy redondito, porque Bolita de Carbón estaba un poco gordito, y se dejaba siempre acariciar y dormía con Charlotte en la cama, a sus pies, y era muy manso. Y bolita de Carbón maullaba siempre un poquito cuando quería algo, como a la hora de comer, y parecía que decía cosas distintas con cada maullido, pues era muy listo. Bolita de Carbón pasaba casi todo el día durmiendo, lo que a Charlotte le parecía un modo de vida muy sabio, pues a ella le gustaba también mucho echarse una pequeña siesta después de comer, aunque no llevaba mal madrugar por la mañana. Y era muy feliz.

    Lo que más le gustaba a Charlotte era pintar con su mamá, que era muy guapa y muy buena, y sabía mezclar todas las acuarelas y las témperas y hacer colores nuevos súper bonitos que no venían en el bote. Y se ponían en el salón, entre los sofás, en el suelo, a pintar sobre el cartón blanco, con el agua y los pinceles, y a veces con las manos. Y se ponía pintura naranja en toda la mano, pues el naranja era su color favorito, y luego la plantaba en el lienzo que pintaba con su mamá, y su mano enterita quedaba impresa, y era muy pequeña y muy bonita. Y su madre le pintaba la nariz, y acababan las dos con la cara y las manos todas manchadas, a veces con bigotes de gato. Y era muy feliz.

    Lo que más le gustaba a Charlotte era leer sus cuentos ilustrados, sobre un pollito, o un cerdito, o su favorito, un osito panda que siempre se tiraba rodando por una pradera. Y Charlotte lo imitaba en una cuesta cubierta de césped que había en el parque, y se tiraba rodando, y sus padres con ella. Y le gustaban mucho esos libros que se abren y las imágenes salen en tres dimensiones, y tiraba de un cartoncito y salían de las páginas pequeños secretos que no se veían a simple vista. Y le encantaba cuando su padre se ponía en la cama con ella, cada noche, y le leía un cuento hasta dormirse, mientras su mamá les miraba sonriendo desde el marco de la puerta. Y a veces le pedía a su papá que le volviera a leer el mismo cuento, si le había gustado mucho, mucho, si no se había dormido antes. Y era muy feliz.

    Lo que más le gustaba a Charlotte era hacer la comida con sus padres, aunque no le dejaban tocar el fuego, porque era muy pequeña aún; pero hacían bizcochos en el horno, y a veces tartas, y estaba todo muy rico. Lo que más le gustaba a Charlotte era darse una vuelta en bici con sus padres, y corría más que nadie, tanto que casi volaba, y recorría todo el parque hasta que se hacía de noche y tenían que volver a casa. Lo que más le gustaba a Charlotte eran las lentejas, que eran su plato favorito, y le encantaban también las acelgas con un poquito de patatas cocidas y aceite, y le gustaban mucho también los pepinillos, que eran muy crujientes, y un poco ácidos. Lo que más le gustaba a Charlotte era ir a ver a su abuelita, que era muy buena, muy buena, y le daba muchos besos, y Charlotte se reía mucho con ella, y también con su abuelito, cuando vivía, que era muy gracioso, y tenía un bigote muy grande, y le daba muchos besos también.

    Y Charlotte era muy feliz.

    Charlotte iba al colegio todos los días, de lunes a viernes, como cualquier niño de su edad; y su colegio era un colegio normal y corriente, al que sus padres habían querido que fuera por ser tan maravillosa como cualquier niño; y le gustaba mucho la clase de la señorita Alice, que era muy joven y muy lista y muy buena y muy guapa, pero no tan buena y tan guapa como su mamá, aunque sí más joven, y no sabía si más lista. Y era muy feliz.

    Charlotte aprendía los números, y a sumar y restar, y multiplicar y dividir, y aprendía los ríos y las montañas del país, y a formar las palabras sin fallos de ortografía, y la historia de lo que pasó antes de que ella viniera el mundo, aunque, por lo que ella sabía, el mundo había comenzado desde que ella se acordaba de él; y le gustaba jugar en el patio, en la clase de educación física, y chutaba muy fuerte la pelota, y giraba el hula-hoop como nadie, y encestaba casi siempre en la canasta, al menos cuando lanzaba el balón de cerca, porque de lejos no llegaba. Pero lo que más le gustaba era la clase de plástica, donde hacían cosas con arcilla, y con pinturas, y con palillos de madera como los de los polos que se comen en verano, y toda clase de manualidades con papeles y cartones de colores, y cola infantil, y tijeras sin punta para no pincharse por accidente. Y era muy feliz.

    Pero había algunos compañeros del cole que no eran tan buenos con ella como los demás, y la chinchaban, y se metían con ella, porque decían que no era como ellos, que era diferente. Papá le decía siempre que era especial, y mamá y los abuelitos solían decírselo también; pero esos niños malos la hacían sentirse mal, como si fuera peor que ellos. Y era muy desgraciada.

    −Eres tonta.

    Le decía uno, llamado Michael.

    −Eres fea.

    Le decía una niña llamada Vanessa.

    −Estás gorda.

    Le decía otra niña llamada Lucy.

    −No puedes jugar con nosotros.

    Le decía otro niño, llamado Richie.

    −Deberías irte a otro colegio. Un colegio para niñas subnormales como tú.

    Le dijo una vez el jefe de estudios del colegio, cuando nadie miraba, y la señorita Alice no estaba cerca.

    Incluso una vez, hubo en clase el cumpleaños de una niña, llamada Rachel, que trajo chuches en una bolsa para celebrarlo, y a ella no le dio, e invitó a todos a su casa con jardín y piscina para celebrarlo, pero a ella no la invitó.

    Y Charlotte muchas veces volvía a casa, después del cole, llorando y sintiéndose muy triste, y sus padres no sabían lo que le pasaba, y ella no se lo decía, porque no podía expresarlo bien con palabras, y tampoco quería preocuparlos.

    Pero, en realidad, sus padres algo se olían, y habían ido al colegio a hablar con la señorita Alice, y le habían advertido de todo esto, y ella les dijo que no había visto nada, pero que estaría atenta, y así fueron pasando los días, en que Charlotte era muy feliz la mayor parte del tiempo, pero muy desgraciada cuando los otros niños la trataban mal. Y la trataban mal porque eran malos.

    2

    Un día, Charlotte se acordó de algo que le había dicho el abuelito, antes de morir. Le dijo:

    −Éste es un anuncio mágico. Si algún día estás en problemas, escribe a esta dirección y te ayudarán.

    Y el abuelito le entregó un pequeño recorte de una revista con un anuncio que decía: Ayuda para niños especiales que de verdad se lo merecen, y venía escrita una dirección. Por detrás del anuncio decía que el precio del servicio era muy costoso, pero que a niños que de verdad, de verdad se lo merecieran, les enviaban ayuda gratis, porque era como una beca de estudios.

    Charlotte escribió una carta muy bonita, a mano, donde decía que había unos niños muy malos en su cole, y también algunos maestros que la trataban muy mal, y que no la querían, y que ella había sido buena con ellos y aun así ellos la odiaban, no sabía por qué. Aunque en el fondo sí que lo sabía: era porque ella era especial, y ellos no, y tenían mucha envidia.

    Cuando acabó, le pidió un sobre a su papá, y un sello, que pegó en el sobre tras lamerlo, y metió la carta manuscrita dentro, bien doblada, y también metió un billete de cinco dólares, que tenía ahorrado, porque pensó que eso valdría para pagar tan costoso servicio, que en realidad valía muchísimo más, pero ella no lo sabía, y se acercó al buzón que quedaba a un par de calles de su casa, y echó la carta al correo.

    Y Charlotte, con el día a día, se olvidó del asunto, porque todo aquello tardó muchos días, y estaba a otras cosas; y con los deberes del colegio, y jugar con Bolita de Carbón, y pasear con sus padres en bici, se le fue de la cabeza.

    Un día estaba Charlotte en el patio del colegio, saltando a la comba, y de pronto se le acercaron las niñas, Vanessa, Lucy y Rachel, y le dijeron que no podía saltar a la comba allí.

    −La comba es mía, y tú no puedes usarla −le dijo Rachel.

    −Eres una niña tonta y gorda y fea, y no puedes jugar con nosotras −le dijo Vanessa.

    −Y tu ropa y tu peinado son horribles −le dijo Lucy.

    Los niños también eran malos con Charlotte, porque le tiraban del pelo, o la chinchaban, o incluso, una vez, le lanzaron arena a la cara. Pero las niñas eran mucho, mucho peores, no sabía por qué, y lo que decían le dolía de verdad, por dentro, en el corazón, y se sentía muy desgraciada, y muy triste.

    Cuando acabó el cole volvió a casa, como todos los días, pero muy apenada. Papá estaba haciendo algo en el desván, y mamá había salido a unos recados, y Charlotte se dispuso a merendar. Le gustaba mucho un sándwich de su invención, que consistía en untar en una rebanada de pan crema de cacao, y en otra paté, y juntarlas y comérselas con un buen vaso de leche. Así, pensaba Charlotte, tenía lo mejor del dulce y lo salado en un solo bocadillo.

    Estaba Charlotte en la mesa de la cocina zampándose su estupenda merienda, aunque esta vez con un zumo de naranja, cuando sonó el timbre. Papá estaba en el desván, haciendo algo de manualidades: barnizar unas puertas o algo así, porque olía toda la casa muy bien a barniz; así que ella misma debía abrir la puerta. Dejó el bocadillo sobre la mesa y fue hacia ella, aunque papá y mamá le habían dicho que no abriera a extraños.

    Lo que se encontró allí, junto a la puerta de su casa, en el caminito del jardín, fue una gran caja de madera, de aproximadamente metro y medio de altura y de ancho y de largo, pues era igual por todos los lados. Charlotte miró alrededor, pero no había nadie. Aquella caja parecía pesar mucho, y no sabía cómo iba a meterla en casa.

    De pronto, apareció por detrás de la caja un hombre, que le dio un susto, aunque enseguida se dio cuenta de que era el cartero.

    −¡Uf! −suspiró el cartero, secándose el sudor de la frente con un pañuelo−. Hola, pequeña. Traigo un paquete para… déjame ver… una niña llamada Charlotte.

    −Soy yo −contestó ella.

    −¡Ajá! Bien está lo que bien empieza −dijo−. Haz una cruz aquí, en el recuadro −le pidió, extendiéndole un papel sobre una carpetilla y un bolígrafo. Charlotte lo hizo, y el cartero dejó la carpetilla sobre la caja y se metió el bolígrafo en el bolsillo del uniforme azul.

    −Estupendo. Y ahora… ¿Me permites entrar?

    Charlotte abrió de par en par la puerta, y el hombre, con una carretilla que había al otro lado de la caja, la levantó como pudo y comenzó a moverla.

    −¡Cómo pesa! −jadeó.

    El cartero metió la gran caja hasta el salón, cruzando la entrada, y la depositó allí. Tiró de la carretilla para sacarla de debajo de la caja, cogió de nuevo la carpetilla que había dejado sobre ella, y se encaminó a la salida.

    −Espere… −le llamó Charlotte, cuando ya estaba en la puerta−. ¿Cómo voy a abrir yo esto? Casi ni llego a la parte de arriba…

    El cartero se detuvo y se giró hacia ella, con una sonrisa:

    −No te preocupes, pequeña. Llevo muchos años entregando estos paquetes, y la caja siempre se abre sola…

    Tras estas enigmáticas palabras, el cartero, que parecía ser algo más que un simple cartero, cerró la puerta y se marchó.

    Charlotte se acercó a la gran caja de madera, que estaba frente al sofá donde reposaba Bolita de Carbón, y la examinó cuidadosamente. Estaba hecha de listones de madera clara, como de pino, y era perfectamente cúbica. No se veía nada del interior, ni por una rendija. Tampoco vio Charlotte ningún saliente, ni asidero, ni nada que le hiciera pensar que uno de los lados era la tapa por la que debía abrirse esa caja. Se subió a una silla y miró el panel de la parte superior; pero, tras examinarlo, concluyó que era exactamente como los demás lados. Bolita de Carbón maulló, aburrido.

    Dio unos toquecitos a la caja, y dijo holaaa, pero nada. Hasta se hizo una pequeña pupa en el dedo, con una astilla que sobresalía de uno de los maderos. ¿Llamaría a su padre? No. Ella podía ocuparse solita del asunto. Aunque aún no había averiguado cómo.

    3

    Tras unos minutos tratando de averiguar cómo se abría esa dichosa caja, Charlotte se fue a la cocina, cogió el plato con el bocadillo y el vaso

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