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El Onirium. Tres relatos fantásticos
El Onirium. Tres relatos fantásticos
El Onirium. Tres relatos fantásticos
Libro electrónico229 páginas3 horas

El Onirium. Tres relatos fantásticos

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Tres relatos del género fantástico, pero de muy diferentes estilos. El primero, El Onirium, que da título al libro, es una pieza de terror teológico que desarrolla ideas ya esbozadas en anteriores relatos. El segundo, Los niños perdidos, es un cuento de fantasía heroica en el que retomo las andanzas de Galadhor de Castelia, personaje también aparecido previamente en mis libros. Cierra la trilogía Recuerdos del Alquimista, que aúna la fantasía contemporánea con el noir y se ambienta en el mundo de los Caídos ya presentado en dos de mis novelas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 feb 2022
ISBN9780463214060
El Onirium. Tres relatos fantásticos
Autor

D. D. Puche

D. D. Puche son dos autores, en realidad: los hermanos David y Daniel Puche. David es doctor en Filosofía por la UCM y profesor de dicha materia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida (EASDM), profesión que combina con la literatura. Daniel es licenciado en Filosofía y Teoría de la Literatura por la misma universidad, y se dedica en exclusiva a tareas literarias y editoriales.Juntos han publicado varias novelas, entre las que destacan 'Balada de los caídos', 'Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown' y 'Rhett Murdock. Detective privado'. También colecciones de relatos de terror, fantasía y ciencia-ficción como 'Galaxia errante' o 'El Evangelio digital'; y ensayos como 'Cristianismo sin Dios' o 'Vivir en el desarraigo'. Su obra está empapada de referencias filosóficas, pero pasadas por el tamiz de la ficción. Una mezcla perfecta de reflexión y amenidad narrativa.

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    El Onirium. Tres relatos fantásticos - D. D. Puche

    Escribí estos tres relatos largos durante el confinamiento por la pandemia, esto es, durante la primavera de 2020, si bien su concepción y algunos esbozos venían ya de antes; no puedo negar que el encierro afectara a su contenido y que tengan por ello algo melancólico. Después han estado un tiempo en barbecho, esperando pacientemente una necesaria revisión mientras trabajaba ultimando los materiales para mi anterior serie de relatos, Underwood n.º 5, que simultaneé con otros proyectos literarios y filosóficos.

    Llegado al fin el momento de regresar a estos tres extensos textos, descubro con sorpresa que son menos oscuros de lo que recordaba, si bien no deja de haber en ellos una atmósfera bastante nostálgica; pero no creo que sea mucho mayor que la de otros de mis escritos. Escribir es siempre, al fin y al cabo, una labor solitaria, y esos meses, entre marzo y junio de aquel año aciago, sirvieron en realidad como catalizador. Quizá no haya nada mejor para un escritor que estar encerrado; te anula como persona en la misma medida en que te permite concentrarte como autor que tiene un trabajo que hacer y mil distracciones que evitar. Ciertamente, el confinamiento me vino muy bien para centrarme en escribir.

    Los tres relatos son muy diferentes entre sí, aunque comparten la temática fantástica. Pero cada uno de ellos la aborda desde un enfoque particular.

    El primer relato, El Onirium ‒que da título al libro‒, es de fantasía contemporánea; aúna el mundo de los sueños y un terror que podríamos llamar teológico, emparentado con las historias de Chambers, Machen o Ligotti (y, por supuesto, Lovecraft). En él desarrollo ideas que ya había esbozado en relatos anteriores como El Mitocosmos, recogido en El Evangelio digital. Es una narración en la que, pese al empeño de la protagonista, Beatriz, por comprender su realidad, nada resulta ser lo que parece; al final todo es, por supuesto, mucho peor.

    El segundo relato, Los niños perdidos, pertenece al género de la fantasía heroica. Está protagonizado por Galadhor, caballero de un mundo fantástico ‒cuya primera aparición, en La aventura del pueblo fronterizo de Tierraseca, tuvo lugar en el ya citado Underwood n.º 5‒ que, para variar, no se basa en las mitologías céltico-germánicas, como (casi) toda la fantasía épica actual, sino en una idealización del pasado ibérico. Pese a ello, no deja de tener mucho de western, aunque aderezado con elementos de espada y brujería.

    Con el relato que cierra la trilogía, Recuerdos del Alquimista, regresamos a la fantasía contemporánea, si bien combinada esta vez con un ambiente noir y un estilo decididamente más melancólico que los anteriores. Su protagonista, Salvador Morel ‒que ya lo fue de mi novela La ley de los caídos‒, es un ángel caído que vive en el Madrid contemporáneo y es Juez en el submundo oculto y perverso de su gente. Este relato cuenta los orígenes de Morel en el Madrid de la posguerra, y cómo tuvo que matar una parte de su pasado para llegar a ser quien es.

    Espero que el lector encuentre en ellos algún disfrute.

    El Onirium

    1

    ‒Entonces, ¿usted me cree, doctor?

    El terapeuta la miró con gravedad y asintió lentamente. Se tomó unos segundos antes de responder.

    ‒Sí, por supuesto. No es la primera paciente que viene a mi consulta y me cuenta algo parecido. Y los detalles en que coinciden son tan precisos y abundantes que no puede tratarse de un fenómeno de psicosis colectiva inducida por los medios.

    Su consulta era una habitación pequeña y atestada de libros, con muebles viejos pasados de moda, entre los que destacaba un gran escritorio repleto de papeles y libretas desordenadas. Sobre éste reposaban algunas figurillas talladas en madera y marfil, de aspecto africano, además de una cajita de música barroca y un cáliz dorado con inscripciones en alguna lengua antigua, que estaba lleno de caramelitos de colores. Todos esos objetos resultaban extemporáneos y no encajaban entre sí. Cubría el suelo una alfombra con motivos que recordaban los de un mandala indio; en cuanto a las paredes, había láminas enmarcadas de arte oriental y algunas muestras de una elegante caligrafía, que debía de ser China. Entre los símbolos, Beatriz reconoció el ensō, el círculo hecho a pincel grueso, de un solo trazo, que para el zen representa la unidad y el vacío. Los libros de las estanterías, apilados de forma caótica como si se sacaran y metieran constantemente sin mucha preocupación por el orden o la estética, eran casi todos de filosofía y mitología, como pudo ver en los lomos. Había más de éstos que de psicología, y los de esa materia, en realidad, eran casi todos de psicoanálisis, como advirtió; abundaban los de Jung y Hillman. Algún conocimiento tenía de ellos, por las lecturas que había hecho en sus años de universidad.

    El doctor, como lo llamaba, era un hombre excéntrico, eso le quedó claro desde el principio; pero en cuanto comenzó a hablar, todo lo que decía le pareció que tenía mucho sentido, y le resultó un personaje coherente y tranquilizador. Era el único que le había proporcionado algún atisbo de explicación para sus alucinaciones, al contrario que los dos psicólogos colegiados y el psiquiatra a los que ya había visitado, los cuales la habían decepcionado mucho. Por eso acepto la recomendación ‒que le hicieron en un foro de internet‒ de acudir al doctor Gerhardt, aunque dudaba mucho de que fuera doctor y, de hecho, no tenía expuesto ningún diploma en las paredes. Sin embargo, había algo reverencial en aquel anciano de expresión parsimoniosa y terrible acento alemán, aunque hablaba un correctísimo castellano. Le inspiraba confianza, y parecía entenderla. Era el primero que lo hacía.

    Cruzó las manos a la altura del vientre. Estaba tumbada en un viejo pero cómodo diván de cuero negro, con las cortinas echadas, en penumbra. Bajo la tenue luz de un flexo con pantalla de cristal verde, estilo art déco, el doctor terminaba de tomar unas notas, garrapateando rápidamente sobre una libreta. De ésas, tenía decenas sobre el caótico escritorio. El doctor Gerhardt, al fin, carraspeó y preguntó:

    ‒Y esos lugares que visita, ¿los reconoce? ¿Ha estado antes en ellos, o le son totalmente desconocidos?

    ‒Bueno… Una mezcla de ambas cosas. Cuando me sumerjo en ese mundo, al principio, lo que veo son calles de mi barrio, o del centro de la ciudad; sitios que me son familiares. Pero a medida que avanza el sueño, o la visión, o lo que sea, el entorno se va volviendo cada vez más extraño. Es como si me perdiera ahí dentro, hasta dejar atrás todo contacto con lo reconocible... No sé cómo explicarlo.

    ‒Lo está haciendo muy bien, descuide.

    Gerhardt asentía lentamente con la cabeza, mientras tomaba rápidas anotaciones.

    ‒Incluso al principio ‒prosiguió ella‒, todo resulta raro, distinto… Reconozco los lugares, pero no se ven como habitualmente. Aparte de que siempre es de noche, como le decía, todo está cubierto de esa extraña bruma azulada; está por todas partes. Le da a las cosas una gran sensación de irrealidad. Y la arquitectura, los edificios… tienen un aspecto abigarrado, como orgánico, y muy antiguo, como si tuvieran siglos o milenios; y sus paredes dan la impresión de temblar levemente, como si tuvieran vida y respiraran… Todo es lóbrego, un poco siniestro, a decir verdad. No sé explicar bien esa sensación. Hay cosas que no están en su sitio; pequeñas torres almenadas, puertas y ventanas que se abren en lugares insólitos, a cualquier altura; escaleras que surgen de cualquier rincón y no parecen llevar a ninguna parte… Aunque cuando subo o bajo por alguna de ellas, a menudo sí que conduce a subsuelos que desconocía, como si la ciudad tuviera niveles subterráneos, galerías antiquísimas, en las que se encuentran calles desconocidas con viviendas, y tiendas, y tabernas… O ascienden hasta plataformas con jardines, o iglesias cubiertas de verdín y enredaderas… En cuanto a los coches, a veces los hay, aunque no a menudo… Y son todos viejos, aunque de distintas épocas: algunos parecen de principios del siglo XX, otros de los años treinta o cuarenta… ninguno es actual. También he visto carruajes, y gente a caballo, en ocasiones.

    ‒¿Y esa gente? ¿Cómo es la gente de ese mundo? ¿Se limita usted a caminar por las calles, o interactúa con alguien?

    ‒A veces, sí. Pero son raros, indiferentes. Parecen ignorarme, a no ser que haga un esfuerzo para que me atiendan. Entonces responden, de algún modo… Todos son grises, por así decirlo; se comportan de un modo muy mecánico. Es como si fueran figurantes en ese escenario. Aunque…

    ‒¿Sí?

    ‒De vez en cuando aparece un personaje principal, llamémoslo así; alguien que habla conmigo de forma espontánea, que se dirige a mí. Lo que dicen suele ser intrascendente, pero dentro de ese mundo parece tener una importancia que a mí se me escapa.

    ‒¿Como por ejemplo?

    ‒A lo mejor me dicen que si quiero conseguir manzanas tengo que ir a tal sitio, y me indican cómo llegar; o me dicen que en tal museo habrá una exposición de pintura flamenca muy interesante, próximamente… O que no debería salir de noche sin paraguas, por si llueve… Tonterías así. Las conversaciones suelen ser breves, y luego me dejan sola.

    ‒Ya veo. Parece tener una importancia simbólica. Como lo que me cuenta del urbanismo y la arquitectura. Todo tiene importancia. Ningún detalle es casual. Por eso es importante que me dé toda la información que pueda.

    ‒Claro. Pero ahora mismo no recuerdo mucho más. Únicamente doy vueltas por allí, por esa ciudad fantástica, laberíntica, y me voy metiendo en lugares cada vez más extraños. Van apareciendo templos antiguos, jardines colgantes espectaculares, con fuentes y esculturas imponentes… o cementerios tétricos, o rascacielos de aspecto gótico, con gárgolas, cuyas cimas se traga la bruma azulada. Estilos muy distintos, entremezclados, de todas las épocas, en un inmenso pastiche. Supongo que una mezcla de todo lo que he visitado, visto o leído.

    Gerhardt buscaba unas libretas mientras Beatriz hablaba. Ella terminó su frase:

    ‒Pero siempre me despierto con la misma intranquilidad, con esa sensación de que va a pasar algo muy importante, algo malo, seguramente. Y cada vez tengo el sueño, bueno… este trance… más a menudo. Me ocurre en el metro, en el trabajo, en el cine, y por supuesto en casa. A cualquier hora. Tengo lapsus, ausencias. Ya me lo han comentado familiares y compañeros y amigos, varias veces. Cada vez me meto más en esa visión, me adentro más y más en ese mundo, y me va resultando más oscuro e inquietante; cada vez me topo con personajes más raros y siniestros. Sin embargo, a pesar de mis sensaciones turbadoras, lo cierto es que nunca ocurre nada. Nada de nada.

    Gerhardt esperó a que terminara, mientras hojeaba unas libretas; tras encontrar ciertos pasajes, se las mostró, abiertas por esas páginas. Vio dibujos hechos a mano, algunos muy elaborados y otros casi infantiles.

    ‒Dígame, ¿ha visto alguna vez lugares parecidos a éstos?

    Los dibujos reproducían construcciones, monumentos y esculturas que iban vagamente de lo grecolatino a lo gótico o barroco. Beatriz los miró bien y sintió un estremecimiento. Conocía esos lugares fantásticos. Los había visto en su recorrido por el mundo brumoso, por ese Madrid fantástico de su visión. Ella también había estado allí.

    Se quedó helada. Al cabo de unos segundos, pudo murmurar:

    ‒Pe… pero… ¿cómo es posible? Esto sale en mis visiones…

    Gerhardt señaló los dibujos con un grueso dedo. Estaban hechos por otros pacientes; eran las libretas donde llevaba sus registros. Acompañando a los dibujos, había muchas anotaciones de puño y letra del doctor, escritas con letra menuda. Significados, relaciones, y demás.

    ‒Al contrario de lo que cree, lo que ha experimentado no es una mezcla azarosa de los lugares que ha visitado, o sobre los que ha leído. No está en su mente, no es producto de su imaginación o de su memoria. Hay más gente teniendo las mismas experiencias que usted, y despertándose con sensaciones parecidas de desasosiego.

    ‒Pero… No puede ser.

    ‒Ya lo creo que sí ‒respondió Gerhardt, asintiendo con la cabeza lentamente‒. Ahí tiene los testimonios. Ese lugar que usted visita es lo que yo llamo el Onirium.

    2

    Le resultó muy decepcionante la explicación de Gerhardt. En el metro, de vuelta a casa, iba recordando lo que le había contado y no pudo evitar sentirse estúpida por tirar de esa forma los noventa euros de la sesión. Un cuento psicodélico acerca de mundos oníricos habitados por entidades psíquicas independientes de quienes las sueñan; eso es lo que su dinero había pagado. Una historia delirante para embaucar a la gente sugestionable por ese rollo new-age, esa panda de neohippies crédulos dispuestos a tragarse cualquier cosa que vaya contra la visión científica de la realidad; cualquier cosa, en suma, que los distraiga del hastío de sus vidas. Pero Beatriz, que por lo demás se consideraba abierta de mente, también tenía los pies en la tierra, y no era partidaria de esas teorías paracientíficas. Le gustaba leer un poco sobre esos temas, o ver documentales en History Channel ‒era uno de esos placeres culpables que se practican con cierta ironía‒, pero otra cosa muy distinta es pagar una pasta para que te los cuenten; máxime cuando ella tenía un problema ‒porque, eso lo tenía muy claro, tenía un problema‒ y le estaban haciendo perder el tiempo. En fin… Tendría que haberlo sospechado en cuanto vio los libros de Jung en los estantes del viejo.

    Agarrada a la barra del vagón del metro, meciéndose en las últimas curvas antes de llegar a su parada, entre la multitud que regresaba del trabajo o iba a hacer compras, resonaban en su cabeza las palabras del doctor (ese título, ahora, hasta en su fuero interno aparecía entrecomillado); la descripción de ese supuesto Onirium, que ella había escuchado con estupefacción.

    Era un poco compleja, lo cual, sin duda, contribuía a hacerla parecer verosímil, pues la envolvía en palabrería técnica que la mayoría de los incautos no comprenderían. Beatriz pudo seguirla porque siempre se le dio bien la filosofía del instituto, y después había seguido leyendo algunas cosas por interés personal. El discurso de Gerhardt sonaba sugerente al principio; ridículo, minutos después. Era un pastiche de Jung, Platón, Kant y alguna otra teoría. Según el viejo, «durante el sueño nuestra conciencia se debilita, y como es ésta la que mantiene atrapado nuestro yo en los límites del espacio-tiempo (que son las formas puras a través de las cuales capta los fenómenos), en cuanto esa sujeción se relaja, y con ella, las relaciones causales (es decir, la continuidad espacial y temporal entre las cosas), nuestra psique puede acceder a una dimensión de la realidad que no es un mero reflejo del universo físico, sino que es producida por nuestras propias mentes. ¿Me sigue?». Esa dimensión es lo que Gerhardt llamaba el Onirium. Beatriz, que empezaba a escamarse entonces, en el diván de la consulta, negaba ahora suavemente con la cabeza, en el metro.

    «Durante la vigilia», le explicaba el viejo, haciendo expresivos gestos con las manos, «vivimos volcados en el universo material, que está ahí, fuera de nosotros. Pero existe otro mundo que es igualmente real, aunque inmaterial, y está regido por otras leyes, que no son físicas, sino psíquicas. Entiéndame: no es que ese mundo esté dentro de nuestras mentes; más bien nuestras mentes están en ese mundo, forman parte de él. No es que yo sueñe con él, sino que me introduzco en él, me conecto con él, como si fuera una especie de internet onírico. ¿Comprende? No es un mundo subjetivo, personal, mío, sino que es emanado por las mentes conectadas de toda la humanidad. Es, por tanto, intersubjetivo; está ahí mientras yo no sueño con él, existe también cuando yo no lo experimento. Es el mundo espiritual, por así decirlo, que produce el inconsciente colectivo humano. Y ese mundo forma una red conectada por relaciones no causales, sino sincrónicas: lo que cada mente hace en él, afecta a las demás al margen de las distancias espaciales y temporales. En el Onirium, los conceptos del espacio y el tiempo no funcionan como estamos acostumbrados. Espero que me esté entendiendo; dígamelo si no. Sé que es complejo. En suma, estamos todos conectados a través de canales psíquicos, formamos una vasta red que une todo lo vivo, aunque sólo los seres conscientes, y especialmente los inteligentes, participamos activamente en ella».

    Beatriz se bajó en la estación de Antón Martín y fluyó con la multitud que se dirigía a la salida. Cientos de personas en la misma dirección, cada cual encerrada en sus pensamientos, cansada de la jornada laboral, buscando la luz del exterior. Esperó para coger el ascensor que llevaba a la superficie, por no tomar la escalera mecánica, que estaba atestada y la obligaba a dar un rodeo. Cuando al fin salió a la calle, bajo el cielo azul y rosa del día moribundo, respiró el aire cargado de la ciudad y vio que empezaban a encender las farolas y los rótulos LED de los comercios.

    «Los psicólogos y psiquiatras… convencionales», le había contado Gerhardt, «no pueden comprender lo que le estoy explicando porque se empeñan en describir la mente humana como algo individual, una emanación del cerebro, por así decirlo; como si sus funciones pudieran deducirse de las leyes del universo material. Ese modelo puede servir, claro está, para entender correctamente una parte de nuestra vida anímica, la volcada en el mundo físico, el que captamos a través de los sentidos, mediante relaciones espaciotemporales». Fue llegado ese punto de la sesión cuando Beatriz empezó a querer largarse de allí cuanto antes; cuando se dio cuenta de que el viejo le estaba soltando una milonga paracientífica. Pero le resultó muy violento interrumpirlo, así que Gerhardt siguió hablando. «Sin embargo, nunca nos permitirá entender el universo psíquico, el Onirium, como yo lo llamo, en el que habitamos durante el sueño; y no sólo durante el sueño, pues está también activo en paralelo mientras estamos conscientes, produciendo en nosotros toda clase de efectos: intuimos presencias, captamos relaciones, tenemos presentimientos, etc. No nos damos cuenta de ello, pero todo eso tiene mucho que ver con el modo en que percibimos el mundo físico y tomamos decisiones en

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