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La declaración de Randolph Carter y otros hechos inenarrables
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La declaración de Randolph Carter y otros hechos inenarrables
Libro electrónico420 páginas4 horas

La declaración de Randolph Carter y otros hechos inenarrables

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Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha mirado a las estrellas, sobrecogida por los misterios que puede esconder el infinito vacío que las separa. Entonces, para evitar el desasosiego, baja la mirada, pero debajo del horizonte se encuentra con el océano, cuyas profundidades terribles, oscuras, ignotas, esconden secretos abismales de tiempos rem
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 dic 2021
La declaración de Randolph Carter y otros hechos inenarrables
Autor

H. P. Lovecraft

más conocido como H. P. Lovecraft, fue un escritor estadounidense, autor de novelas y relatos de terror y ciencia ficción. Se le considera un gran innovador del cuento de terror, al que aportó una mitología propia —los Mitos de Cthulhu—, desarrollada en colaboración con otros autores y aún vigente. Su obra constituye un clásico del horror cósmico, una corriente que se aparta de la temática tradicional del terror sobrenatural —satanismo, fantasmas—, incorporando elementos de ciencia ficción como, por ejemplo, razas alienígenas, viajes en el tiempo o existencia de otras dimensiones.

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    La declaración de Randolph Carter y otros hechos inenarrables - H. P. Lovecraft

    Dagon

    (1917)

    Escribo esto bajo un considerable agotamiento mental, pues, para cuando llegue la noche, habré dejado de ser. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que torna mi vida soportable, no podré soportar esta tortura mucho tiempo y me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. No penséis que, debido a mi esclavitud a la morfina, soy débil o un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas presurosamente garabateadas, quizá se hagan idea, aunque nunca comprenderán realmente, de por qué necesito el olvido o la muerte.

    Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del ancho Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo fue víctima de corsarios alemanes. La gran guerra estaba entonces apenas en sus comienzos y las fuerzas marítimas de los hunos aún no se habían hundido por completo en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado de forma legítima, y nuestra tripulación tratada con toda la justicia y consideración que se nos debía como prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros captores, que cinco días después conseguí escaparme solo, en un pequeño bote, con agua y provisiones para un buen tiempo.

    Cuando finalmente me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de lo que me rodeaba. Nunca fui un navegante competente, así que solo supe calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. De la longitud no sabía nada, y no había isla ni costa alguna a la vista. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo el sol abrasador, esperando que pasara algún barco, o que la marea me arrojara a las costas de alguna tierra habitable. Pero no aparecieron barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad en medio de la agitada e ininterrumpida vastedad azul.

    El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca conoceré sus pormenores; porque mi sueño, aunque turbado e infestado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de expansión de fango viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor en monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, y donde había encallado mi bote a cierta distancia.

    Aunque podría imaginar que mi primera impresión ante una transformación tan prodigiosa e inesperada del paisaje fuera de maravilla, en realidad estaba más horrorizado que sorprendido; pues había en el aire y en el suelo putrefacto una calidad siniestra que me heló hasta la médula misma. La región estaba pútrida con restos de peces en descomposición y otros seres menos descriptibles que se veían emerger en el apestoso cieno de la interminable planicie. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada al alcance de la vista, salvo una vasta extensión de limo negro; y, sin embargo, la absoluta quietud y la homogeneidad del paisaje me oprimían con un terror nauseabundo.

    El sol ardía desde un cielo que me parecía casi negro en su crueldad sin nubes, como si reflejase la ciénaga, oscura como tinta, que tenía bajo mis pies. Mientras me arrastraba hacia el bote encallado, me di cuenta de que solo una teoría podría explicar mi situación. Debido a una conmoción volcánica sin precedentes, una porción del fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años yacieron ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de la nueva tierra que había emergido debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor del océano, por mucho que esforzara el oído. Tampoco había aves marinas que acecharan los peces muertos.

    Durante varias horas estuve pensando y meditando en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba algo de sombra a medida que el sol se desplazaba por el cielo. A medida que avanzaba el día, el suelo iba perdiendo su pegajosidad, y parecía probable que pronto se secara lo suficiente como para recorrerlo. Esa noche dormí muy poco, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, preparándome para emprender la marcha en busca del mar desvanecido, y de un posible rescate.

    A la tercera mañana comprobé encontré el suelo lo bastante seco para andar por él con facilidad. El hedor a pescado era enloquecedor; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este inconveniente nimio, y me dirigí con resolución hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente hacia el oeste guiado por un lejano montículo que se elevaba más que las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente seguí marchando hacia el montículo, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la vislumbré. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de la elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que había parecido desde la distancia; un intermedio valle hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado fatigado para ascender, dormí a la sombra de la colina.

    No sé por qué mis sueños fueron tan extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante y fantásticamente gibosa hubiese subido muy alto por la llanura oriental, desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. Y bajo el fulgor de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el brillo del sol abrasador, la marcha me hubiera costado menos energía; de hecho, me sentí bastante capaz de acometer el ascenso que me había desalentado al atardecer. Recogí mis previsiones e inicié la subida hacia la cresta de la elevación.

    Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror se incrementó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, un inmenso foso o cañón, cuyos oscuros rincones aún no habían sido iluminados por la luna. Sentí que estaba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. Con mi terror se mezclaban extrañas reminiscencias del Paraíso Perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de oscuridad.

    Mientras la luna se elevaba más alto en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan perpendiculares como lo había imaginado. Cornisas y salientes de piedra proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y después de una caída de unos cientos de pies, el declive se hacía mucho más gradual. Urgido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé con dificultad por las rocas, y me detuve en el declive más suave, escrutando las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.

    De repente, mi atención fue atraída por un objeto singular en la ladera opuesta, que se erguía enhiesta como a un centenar de yardas frente a mí; un objeto que brillaba con un resplandor blanquecino bajo los recién otorgados rayos de la luna ascendente. Pronto me aseguré de que era tan solo una piedra gigantesca; pero fui consciente de una clara impresión de que su posición y su contorno no eran del todo obra de la Naturaleza. Un escrutinio más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su posición en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.

    Aturdido y asustado, aunque no sin cierto deleite de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con más atención. La luna, ahora cerca del cenit, asomaba de manera extraña y vívida por encima de los enormes peldaños que bordeaban el abismo, y reveló el hecho de que un lejano curso de agua fluía por el fondo, serpenteando fuera de vista en ambas direcciones y casi lamiéndome los pies donde me había encontraba en la colina. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del Ciclópeo monolito, en cuya superficie pude distinguir ahora tanto inscripciones como toscos relieves. La escritura era parte de un sistema de jeroglíficos desconocido para mí y distinto a todo lo que había visto en libros. Consistía en su mayor parte en símbolos acuáticos convencionalizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos que son desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición ya había observado en la llanura surgida del océano.

    Sin embargo, fueron los relieves pictóricos los que más me cautivaron con su sortilegio. Al otro lado del curso de agua, evidentemente visibles debido a su enorme tamaño, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estas cosas pretendían representar hombres… al menos, cierta clase de hombres; aunque eran representados retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún templo monolítico, también bajo el agua. No me atrevo a hablar en detalle de sus rostros y sus formas, ya que su mero recuerdo me produce vahídos. Grotescos, más allá de la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran malditamente humanos en su contorno general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios sorprendentemente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y otros rasgos menos agradables de recordar. Curiosamente, parecían cincelados fuera de proporción respecto a los escenarios de fondo, pues uno de los seres se mostraba en el acto de matar una ballena representada apenas un poco más grande que él. Observé, como digo, su carácter grotesco y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes de que naciera el primer ancestro del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante este vistazo inesperado de un pasado más allá de la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé reflexionando, mientras la luna proyectaba extraños resplandores sobre el silencioso canal que tenía frente a mí.

    Entonces, de repente, lo vi. Con apenas una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la cosa surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Vasto, similar a Polifemo, detestable, aquello saltó hacia el monolito como un monstruo estupendo y de pesadillas, lo rodeó con sus brazos gigantes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos sonidos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

    Recuerdo muy poco de mi frenética ascensión por la ladera y el acantilado, y de mi delirante recorrido de regreso al bote varado. Creo que canté mucho, y que reí de forma extraña cuando no podía cantar. Tengo el recuerdo indistinto de una tormenta, poco después de alcanzar el bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás tonos que la Naturaleza pronuncia en sus estados de ánimo más salvajes.

    Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Dije mucho durante mis delirios, pero averigüé que habían prestado escasa atención a mis palabras. Mis rescatadores no sabían nada sobre un levantamiento del fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no podrían creer. En una ocasión busqué a un famoso etnólogo, y lo divertí con peculiares preguntas sobre la antigua leyenda filistea de Dagon, el Dios-Pez; pero en seguida percibí que era un hombre irremediablemente convencional, y no insistí con mis pesquisas.

    Es durante la noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a esa cosa. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga solo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus grilletes como a un esclavo irremediable. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he escrito un recuento exhaustivo de todo lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Con frecuencia me pregunto si todo ello no pudo haber sido apenas una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí a causa de la insolación, cuando escapé en el bote abierto del buque de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión horrorosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las innombrables entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de sumergido granito. Sueño con el día en que emerjan por encima de las olas para arrastrar con sus garras apestosas los remanentes de una humanidad enclenque, exhausta por la guerra… un día en que se hunda la tierra, y emerja el oscuro fondo del océano en medio del universal pandemonio.

    Se acerca el fin. Oigo un ruido en la puerta, como si forcejeara contra ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

    La declaración de Randolph Carter

    (1919)

    Les repito, caballeros, que su encuesta es inútil. Deténganme para siempre, si así lo desean; confínenme o ejecútenme si necesitan una víctima para propiciar la ilusión que llaman justicia; pero yo no puedo decir más de lo que ya he dicho. Todo lo que puedo recordar lo he contado con perfecta franqueza. Nada ha sido distorsionado u ocultado, y si algo permanece vago, se debe únicamente a la oscura nube que ha invadido mi mente… A esa nube, y a la nebulosa naturaleza de los horrores que la pusieron sobre mí.

    Digo de nuevo que ignoro lo que fue de Harley Warren; aunque creería –casi espero que así sea– que yace en pacífico olvido, si es que existe algo tan bendito. Es cierto que durante cinco años he sido su amigo más íntimo, y que compartí parcialmente sus terribles investigaciones en lo desconocido. No negaré, aunque mi memoria es incierta e indistinta, que ese testigo suyo puede habernos visto juntos como él dice en el camino de Gainsville, andando hacia el pantano Big Cypress a las once y media de aquella horrible noche. Incluso afirmaré que llevábamos linternas eléctricas, azadas y un rollo de alambre con diversos instrumentos, ya que esos objetos representaron un papel en la única escena que ha quedado grabada a fuego en mi sacudida memoria. Pero respecto a lo que siguió, y la razón por la que me encontraron solo y aturdido a orillas del pantano a la mañana siguiente, debo insistir en que no sé nada excepto lo que les he contado una y otra vez. Dicen ustedes que no hay nada en el pantano o cerca de él que pudiera constituir el escenario de aquel espantoso episodio. Repito que no sé nada más allá de lo que vi. Pudo ser una visión o una pesadilla –espero con fervor que fuera una visión o una pesadilla–, pero eso es todo lo mi mente retiene de lo ocurrido en aquellas impactantes horas después de que nos alejamos de la vista de los hombres. Y por qué Harley Warren no regresó solo él, o su espectro… o algo desconocido que no puedo describir, pueden explicarlo.

    Como he dicho antes, las extrañas investigaciones de Harley Warren me eran bien conocidas, y hasta cierto punto las compartía. De su gran colección de libros raros y extraños sobre temas prohibidos he leído todos los que están escritos en los idiomas que domino; pero estos son pocos, comparados con los escritos en idiomas que no entiendo. La mayoría, creo, son obras en lengua arábiga; y el libro inspirado por el demonio que produjo los acontecimientos –el libro que Warren se llevó en su bolsillo al otro mundo–, estaba escrito en unos caracteres que nunca había visto. Warren nunca me dijo exactamente lo que contenía aquel libro. En cuanto a la naturaleza de nuestras investigaciones…, ¿tengo que repetir que no conservo una plena comprensión? Me parece misericordioso que así sea, ya que eran unas investigaciones terribles, que yo compartía más por renuente fascinación que por verdadera inclinación. Warren siempre me dominó, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí ante la expresión de su rostro la noche anterior al terrible acontecimiento, mientras hablaba de forma incesante respecto a su teoría de que ciertos cadáveres no se corrompen nunca, sino que permanecen firmes y grasos en sus tumbas durante un millar de años. Pero ahora no le temo, ya que sospecho que ha conocido horrores más allá de mis posibilidades de comprensión. Ahora temo por él.

    Repito que no tenía la menor idea de nuestro objetivo aquella noche. Desde luego, tenía mucho que ver con el libro que Warren cargaba –aquel libro antiguo en caracteres indescifrables que le había llegado de la India un mes antes–, pero juro que ignoraba lo que esperábamos descubrir. Su testigo dice que nos vio a las once y media en el camino de Gainsville, en dirección al pantano de Big Cypress. Probablemente es cierto, aunque no tengo un recuerdo claro de ello. El recuerdo grabado en mi cerebro es de una sola escena, y la hora debió ser mucho después de la medianoche, ya que una pálida luna menguante estaba muy alta en los cielos vaporosos.

    El lugar era un antiguo cementerio; tan antiguo, que temblé ante los diversos signos de años inmemoriales. Se encontraba en una profunda y húmeda hondonada, cubierta de hierba rancia, musgo y curiosas hierbas trepadoras, y llena de un vago hedor que mi ociosa fantasía asoció absurdamente a piedras en descomposición. Por todas partes se encontraban señales de descuido y decrepitud, y parecía acosarme la idea de que Warren y yo éramos las primeras criaturas vivientes en invadir un silencio letal de siglos. Por encima del borde de la hondonada una luna pálida, menguante, atisbaba a través de los nocivos vapores que parecían emanar de ignotas catacumbas, y a sus débiles y oscilantes rayos pude distinguir un repulsivo pabellón de antiquísimas lápidas, urnas, cenotafios y mausoleos; todos desmoronándose, cubiertos de musgo y con manchas de humedad, y parcialmente ocultos por la asquerosa exuberancia de una vegetación insalubre. Mi primera impresión vívida de mi propia presencia en aquella terrible necrópolis concierne al acto de detenerme con Warren ante determinad sepulcro medio destrozado y de desprendernos de algunos objetos que al parecer habíamos traído. Observé entonces que yo tenía una linterna eléctrica y dos azadas, mientras que mi compañero se había proveído de una linterna similar y una instalación telefónica portátil. No se pronunció una sola palabra, pues parecíamos conocer el lugar y la tarea que nos esperaba; sin demora empuñamos las azadas y empezamos a despejar la hierba, la maleza y la tierra acumulada de la sepultura plana y arcaica. Después de dejar al descubierto toda la superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos cierta distancia para observar la fúnebre escena; y Warren pareció efectuar unos cálculos mentales. Luego volvió al sepulcro y, utilizando su azada como una palanca, trató de levantar la losa más próxima a unas ruinas pedregosas que en su día pudieron haber sido un monumento. No lo consiguió, y me hizo una seña para que fuera a asistirlo. Finalmente, nuestra fuerza combinada aflojó la losa, la cual levantamos y apartamos a un lado.

    Al quitar la losa se reveló una negra abertura, de la que se precipitó un efluvio de gases miasmáticos tan nauseabundos que retrocedimos precipitadamente, llenos de horror. Sin embargo, al cabo de cierto tiempo, nos acercamos de nuevo al foso y encontramos las exhalaciones menos insoportables. Nuestras linternas iluminaron el principio de unas escaleras de piedra, goteantes de algún detestable icor de las entrañas de la tierra, y bordeados de húmedas paredes encostradas de salitre. Entonces, por primera vez, mi memoria registra un discurso verbal, Warren me habló con su meliflua voz de tenor; una voz singularmente inalterada por nuestro pavoroso entorno.

    —Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie —dijo—, pero sería un crimen permitir que alguien con nervios tan frágiles como los tuyos bajara ahí. No puedes imaginar, ni siquiera por lo que has leído y por lo que yo te he contado, las cosas que tendré que ver y hacer. Es una tarea demoniaca, Carter, y dudo que cualquier hombre que no tenga una sensibilidad de hierro pueda llevarla a cabo y volver a la superficie vivo y cuerdo. No quiero ofenderte y el cielo sabe lo mucho que me alegraría llevarte conmigo; pero la responsabilidad es, en cierta medida, mía, y no puedo arrastrar a un manojo de nervios como tú a una muerte o una locura probables. ¡Te digo, no puedes imaginar siquiera cómo es la cosa! Pero te prometo mantenerte informado por el teléfono de cada uno de mis movimientos. Verás, he traído cable suficiente para llegar al centro de la tierra y regresar.

    Todavía puedo oír, en mi recuerdo, aquellas palabras dichas con frialdad; y puedo recordar también mis protestas. Parecía desesperadamente ansioso por acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mostró inflexible y obstinado. En un momento amenazó con abandonar la expedición si seguía insistiendo; una amenaza que resultó eficaz, dado que solo él tenía la clave de aquello. Puedo recordar todo esto, aunque ya no sé qué era aquello que buscábamos. Tras haber asegurado mi asentimiento reluctante respecto a sus designios, Warren cogió el rollo de cable y ajustó los instrumentos. A su señal, tomé uno de los auriculares y me senté sobre una vieja y descolorida lápida, cerca de la negra abertura recién descubierta. Entonces estrechó mi mano, se cargó al hombro el rollo de cable y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario. Durante un par de minutos pude ver el resplandor de su linterna y oír el crujido del cable mientras lo desenrollaba detrás de él; pero el resplandor pronto desapareció, como si hubiera encontrado un giro en la escalera, y el sonido se apagó con la misma rapidez. Yo estaba solo, pero unido a las desconocidas profundidades por aquellas mágicas fibras cuyo revestimiento aislante brillaba, verde, bajo los pálidos rayos de aquella luna menguante.

    En el silencio solitario de aquella antigua y desierta ciudad de los muertos, mi mente concebía las más espantosas fantasías e ilusiones; y los grotescos templo y monolitos parecían asumir una personalidad horripilante –una semi conciencia. Sombras amorfas parecían acechar en los más oscuros rincones de la hondonada invadida de maleza, y revoloteaban como en una blasfema procesión ceremonial que atravesara los portales de las tumbas mohosas en la colina; sombras que no podrían haber sido proyectadas por esa pálida luna menguante que apenas se asomaba. Yo consultaba constantemente mi reloj a la luz de mi linterna eléctrica, y escuchaba por el auricular del teléfono con febril ansiedad; pero durante más de un cuarto de hora no oí nada. Luego, un leve chasquido surgió del instrumento y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de mis aprensiones, no estaba preparado para las palabras que me llegaron desde aquella misteriosa bóveda, con estremecidos acentos de alarma que jamás había escuchado provenir de Harley Warren. Él, que se había separado de mí con tanta tranquilidad hacía apenas unos momentos, llamaba ahora desde abajo con un tembloroso susurro más portentoso que el más desaforado de los gritos:

    —¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!

    No pude contestar. Sin palabras, solo pude esperar. Entonces, volvieron las palabras frenéticas:

    —¡Carter, es terrible… monstruoso… increíble!

    Esta vez la voz no me falló, y vertí en el micrófono un chorro de excitadas preguntas. Aterrado, repetía sin cesar:

    —Warren, ¿qué es? ¿Qué es?

    Una vez más me llegó la voz de mi amigo, todavía ronca de temor y ahora visiblemente teñida de desesperación:

    —¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Supera demasiado al pensamiento! No me atrevo a decírtelo… ningún hombre podría saberlo y seguir viviendo… ¡Oh Dios! ¡Nunca soñé con ESTO!

    Silencio de nuevo, excepto por mi torrente incoherente de preguntas estremecidas. Luego, la voz de Warren con un trémulo tono de desesperada consternación:

    —¡Carter! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate si puedes! ¡Rápido! ¡Déjalo todo y márchate… es tu única oportunidad! ¡Haz lo que te digo y no me pidas explicaciones!

    Le oí, pero solo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. A mi alrededor estaban las tumbas, la oscuridad y las sombras; debajo de mí, algún peligro más allá del alcance de la imaginación humana. Pero mi amigo estaba expuesto a un peligro mucho mayor que el mío, y a través de mi miedo sentí un vago resentimiento al pensar que me creía capaz de abandonarle en semejantes circunstancias. Se oyeron más chasquidos, y tras una breve pausa un lamentable grito de Warren:

    ¡Lárgate! ¡Por el amor de Dios, coloca de nuevo la losa y lárgate, Carter! —algo en la jerga infantil de mi compañero, evidentemente afectado, liberó mis facultades.

    Formé y grité una resolución:

    —¡Warren, resiste! ¡Voy a bajar!

    Pero, ante aquel ofrecimiento, el tono de mi receptor se convirtió en un alarido de absoluta desesperación:

    —¡No lo hagas! ¡No puedes comprenderlo! Es demasiado tarde… y la culpa ha sido mía. Coloca de nuevo la losa y corre… ¡no hay nada más que puedas hacer ahora por mí!

    El tono cambió de nuevo, esta vez adquiriendo una mayor suavidad, como de resignación sin esperanza. Sin embargo, seguía siendo tenso debido a la ansiedad que Warren experimentaba por mí.

    —¡Date prisa! ¡Corre, antes de que sea demasiado tarde!

    Intenté no contradecirle; intenté romper con la parálisis que se había apoderado de mí y cumplir mi promesa de apresurarme a ayudarle. Pero su siguiente susurro me sorprendió todavía inerte en las cadenas de un crudo horror.

    —¡Carter, apresúrate! Es inútil… tienes que irte… es mejor uno que dos… la losa… —una pausa, más chasquidos, luego la débil voz de Warren—. Ya casi ha terminado… no lo hagas más difícil… cubre esos malditos peldaños y corre por tu vida… estás perdiendo tiempo… hasta nunca, Carter… no te volveré a ver —aquí el susurro de Warren se hinchó hasta convertirse en un grito; un grito que aumentó gradualmente y se hizo un alarido que contenía el horror de todas las edades—. ¡Malditas sean estas cosas infernales! ¡Legiones! ¡Dios mío! ¡Lárgate! ¡Lárgate! ¡LÁRGATE!

    Después, silencio. No sé durante cuantos interminables eones permanecí sentado, estupefacto; susurrando, murmurando, llamando, gritándole a aquel teléfono. Una y otra vez a través de aquellos eones susurré, murmuré, llamé y grité:

    —¡Warren! ¡Warren! ¡Contéstame! ¿Estás ahí?

    Y entonces llegó hasta mí el horror culminante de todo; lo increíble, impensable, casi indecible de aquello. Ya he dicho que parecieron transcurrir eones después de que Warren lanzó su última advertencia desesperada, y que ahora solo mis propios gritos rompían el horroroso silencio. Pero al cabo de unos instantes se oyó un nuevo chasquido en el receptor y esforcé el oído para escuchar. Grité de nuevo: Warren, ¿estás ahí?, y en respuesta oí la cosa que envió esta oscura nube sobre mi cerebro. No intento, caballeros, explicar aquella cosa, aquella voz, ni describirla en detalle, puesto que las primeras palabras me arrancaron la conciencia y crearon un vacío mental que se extiende hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Debo decir que la voz era hueca, profunda, gelatinosa, remota, sobrenatural, inhumana, incorpórea? ¿Qué debo decir? Aquello fue el final de mi experiencia, y es el final de mi historia. Lo oí, y no supe nada más. La oí mientras permanecía petrificado en aquel cementerio desconocido en la hondonada, entre las lápidas derruidas y las tumbas en ruinas, la rancia vegetación y los vapores miasmáticos. La oí surgiendo de las más recónditas profundidades de aquel maldito sepulcro abierto, mientras contemplaba unas sombras amorfas y necrófagas danzando bajo una pálida luna menguante.

    Y esto fue lo que dijo:

    ¡Imbécil! ¡Warren está MUERTO!

    Más allá de labarrera del sueño

    (1919)

    Entonces, el sueño se desplegó ante mí.

    —Shakespeare.

    Con frecuencia me he preguntado si la mayoría de la humanidad se detiene alguna vez a reflexionar respecto a la, en ocasiones, titánica importancia de los sueños, y respecto al oscuro mundo al que pertenecen. Mientras que la mayor parte de nuestras visiones nocturnas resultan quizás poco más que débiles y fantásticos reflejos de nuestras experiencias de vigilia –en contra de Freud y su pueril simbolismo–, existen todavía algunos sueños cuyo carácter etéreo y no mundano no permite una interpretación ordinaria, y cuyos efectos vagamente excitantes e inquietantes sugieren posibles vistazos diminutos a una esfera de existencia mental no menos importante que la vida física, aunque separada de ella por una barrera no del todo infranqueable. Debido a mi experiencia no puedo dudar que el hombre, al perder su conciencia terrena, reside en efecto en otra vida incorpórea, de naturaleza bastante distinta a la vida que conocemos, y de la que solo los recuerdos más leves y difusos se conservan al despertar. De estas memorias borrosas y fragmentarias es mucho lo que podemos inferir, pero podemos probar muy poco. Podríamos suponer que en la vida onírica la materia y la vida, tales como se conocen en la tierra, no resultan necesariamente constantes, y que el tiempo y el espacio no existen tal como los entendemos al estar despiertos. A veces creo que esta vida menos material es nuestra existencia más real,

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