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Vivir en el desarraigo. La transformación de lo humano en el siglo XXI
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Libro electrónico348 páginas4 horas

Vivir en el desarraigo. La transformación de lo humano en el siglo XXI

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Nos hallamos en un momento decisivo de nuestro desarrollo como especie; no un momento simplemente histórico, por tanto, sino incluso evolutivo. Un interregno de cambios vertiginosos y de crisis de inmenso alcance, que amenazan como nunca antes nuestra existencia y hacen presagiar la transformación del ser humano como tal en otra cosa. Por eso la humanidad, que siempre se ha preguntado por su propia naturaleza y propósito ‒ya sea de forma religiosa, artística o filosófica‒, parece recuperar una adormilada preocupación por lo que es y lo que quiere llegar a ser; por la dirección en que quiere encauzar los gigantescos e irreversibles procesos de cambio en que está inmersa, y tras los cuales el futuro inmediato se muestra oscuro y difuso, tras espesas nieblas de incertidumbre.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 oct 2020
ISBN9781005138646
Vivir en el desarraigo. La transformación de lo humano en el siglo XXI
Autor

D. D. Puche

D. D. Puche son dos autores, en realidad: los hermanos David y Daniel Puche. David es doctor en Filosofía por la UCM y profesor de dicha materia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida (EASDM), profesión que combina con la literatura. Daniel es licenciado en Filosofía y Teoría de la Literatura por la misma universidad, y se dedica en exclusiva a tareas literarias y editoriales.Juntos han publicado varias novelas, entre las que destacan 'Balada de los caídos', 'Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown' y 'Rhett Murdock. Detective privado'. También colecciones de relatos de terror, fantasía y ciencia-ficción como 'Galaxia errante' o 'El Evangelio digital'; y ensayos como 'Cristianismo sin Dios' o 'Vivir en el desarraigo'. Su obra está empapada de referencias filosóficas, pero pasadas por el tamiz de la ficción. Una mezcla perfecta de reflexión y amenidad narrativa.

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    Vivir en el desarraigo. La transformación de lo humano en el siglo XXI - D. D. Puche

    Acerca de lo humano

    Nos hallamos en un momento decisivo de nuestro desarrollo como especie; no un momento simplemente histórico, por tanto, sino incluso evolutivo. Un interregno de cambios vertiginosos y de crisis de inmenso alcance, que amenazan como nunca antes nuestra existencia y hacen presagiar la transformación del ser humano como tal en otra cosa. Por eso la humanidad, que siempre se ha preguntado por su propia naturaleza y propósito ‒ya sea de forma religiosa, artística o filosófica‒, parece recuperar una adormilada preocupación¹ por lo que es y lo que quiere llegar a ser; por la dirección en que quiere encauzar los gigantescos e irreversibles procesos de cambio en que está inmersa, y tras los cuales el futuro inmediato se muestra oscuro y difuso, tras espesas nieblas de incertidumbre. Otras épocas lo tuvieron más fácil a la hora de anticipar el porvenir, aunque fuera en forma de ciencia ficción; pero todo va ya demasiado rápido.

    El acelerado desarrollo de la técnica en las últimas décadas, especialmente en los campos de la informática, la robótica y las comunicaciones, ha modificado ‒y sigue haciéndolo‒ nuestro día a día más que la mayoría de los grandes acontecimientos de siglos pasados juntos. Pero estos increíbles avances tecnológicos, cuyo potencial de transformación apenas podemos vislumbrar (mencionemos también la bioingeniería, la nanotecnología, los big data, etc.), coinciden en el tiempo con gravísimas crisis económicas, una crisis ecológica todavía peor en ciernes, grandes desequilibrios demográficos, el agotamiento de los combustibles fósiles, y otros factores menores que amenazan seriamente con un retroceso civilizatorio terrible. Sus consecuencias parecen intuirse ya en el resurgir de los ultranacionalismos, en el creciente fundamentalismo religioso, y en general, en el nihilismo propiciado por la vida vaciada de sentido del capitalismo global, que socava las bases culturales e institucionales del mundo actual.

    Nos jugamos nuestro futuro, y ello en el sentido más profundo: se está decidiendo lo que vamos a ser, lo que va a significar ser humano en los tiempos venideros. Nuestra capacidad científico-técnica permite ya (y esto sólo va a ir a más) una capacidad de autotransformación que hace que conceptos y valores tradicionales acerca de lo humano salten en pedazos; el viejo humanismo se da ya por muerto y enterrado, salvo en los círculos intelectuales más conservadores. Esta situación de aceleración histórica crea una desorientación general, así como las reacciones virulentas de ciertos sectores sociales; se percibe una casi unánime insatisfacción con lo que hay y lo que se avecina, aunque cada colectivo salve algunas de sus promesas mientras estigmatiza el resto. El ser humano, de aquí a unas décadas, será más distinto a nosotros de lo que nosotros lo somos de nuestros antepasados de hace quinientos o mil años. Y no estamos preparados para eso, ni intelectual ni emocionalmente. Hay algo crucial que parece a punto de ocurrir, una serie de saltos exponenciales que lo alterarán todo para siempre². Eso sí, no sabemos si hacia mejor o hacia peor.

    Los avances técnicos demasiado rápidos, que arrastran consigo las estructuras sociales ‒lo cual, a su vez, tiene consecuencias psicológicas‒, impiden los reajustes simbólicos que el ser humano necesita para asimilar sus circunstancias históricas. Se produce así una pérdida del sentido, una desestabilización del necesario conjunto de referentes que constituyen el mundo humano. El clima reinante de desorientación que resulta de ello viene a ser lo que Bauman describe como sociedad líquida, inseparable del malestar en la cultura del que hablaba Freud, o del nihilismo que diseccionó Nietzsche. Ese decalaje entre lo material y lo simbólico hace que lo humano, que consiste en la pertenencia a un mundo, se quede sin base; a partir de ese momento, está en disputa. De esta forma se llega a una situación de desarraigo que, como decía, tiene gravísimas consecuencias psicosociales. Ante esta situación, que ha sido abordada desde múltiples ángulos (humanísticos, científicos, políticos, etc.), se han dado diversas respuestas, desde el esencialismo más reaccionario al relativismo cultural más corrosivo; pero hasta ahora, parece que todas ellas se han mostrado insuficientes.

    Ahí es donde ‒como en cada crisis histórica que hace tambalearse las más firmes convicciones culturales‒ la filosofía entra en liza. Decía Ortega que cada filosofía es una nueva concepción de lo real, y ello porque es una nueva concepción del pensamiento. Y si conjugamos esto con la afirmación kantiana de que la filosofía es en última instancia antropología, pues sus preguntas fundamentales se resumen en la pregunta qué es el hombre, podríamos concluir que cada filosofía es una nueva concepción del ser humano, del protagonista, al fin y al cabo, de esa nueva propuesta intelectual. Naturalmente, nunca se empieza de cero, lo cual sería una tarea tan imposible como vanidosa; toda filosofía tiene una filiación. La que se perfila en estas páginas parte de un enfoque materialista, aunque después irá tendiendo puentes hacia otras posturas teóricas ‒con las que considero que no sólo no es incompatible, sino que es incluso complementaria‒. Pero el punto de partida debe ser el del propio problema, esto es, lo material (lo económico-técnico) que vertebra los sistemas humanos. Lo específicamente humano, como veremos, surge con la ruptura que introduce la actividad productiva en la mera adaptación al medio que caracteriza a lo biológico en general. Dicha actividad productiva, transformadora, es la que sostiene el mundo humano que hoy se ve amenazado, paradójicamente, por la celeridad de las nuevas sinergias productivas. Por eso el análisis deberá partir de éstas.

    Como dije antes, el concepto de desarraigo, que será el hilo conductor de este trabajo, está emparentado con el del nihilismo de Nietzsche; pretende, de hecho, recogerlo y actualizarlo desde un enfoque materialista. El nihilismo nietzscheano es un proceso histórico que amenaza lo humano mismo; frente a él, el filósofo alemán preconizaba la necesidad de un tránsito (Übergang) hacia un nuevo tipo de ser humano, el superhombre; un tránsito que es contrapartida del ocaso (Untergang) del ser humano habido hasta ahora³. Estas nociones ‒como la del propio superhombre‒ son vagas e imprecisas, con matices aún claramente idealistas; pero anticipan los debates teóricos actuales acerca de la superación del humanismo en diferentes direcciones, como el posthumanismo o el transhumanismo. Nietzsche entendía que lo definitorio del ser humano es la Selbstüberwindung, su capacidad de autosuperación. Un proceso de autotransformación que también traduciremos a términos materialistas para comprender y criticar el posthumanismo y el transhumanismo (dos formas y grados de autotransformación, tanto física como mental y moral). Y para esbozar, incluso, una noción del tipo de ser humano venidero (el ser hiperhumano), que seguramente se aleja, en su intención crítica, tanto de aquéllos como del superhombre nietzscheano. Pues hablar de un ser hiperhumano no significa, en absoluto, defender un hiperhumanismo, sino todo lo contrario: la cuestión es si, pese a las inmensas transformaciones de lo humano que se anuncian (las cuales intentaré esbozar al margen de valoraciones morales, sin nostalgia alguna del pasado), podemos hablar de algo específica e irreductiblemente humano, de algún tipo de fondo que permanece en todo cambio y puede todavía servir de faro que oriente su incierto devenir histórico. Ahora bien, sólo llegaremos a ese fondo penetrando en aquello que lo amenaza, que lo saca de sí; por eso hay que construir el concepto de desarraigo como punto de partida de posteriores análisis. Este término, desarraigo, ha sido usado muchas veces y en muchos contextos, sobre todo sociológicos, casi siempre en un sentido natural y meramente descriptivo. Lo que pretendo es convertirlo en un concepto técnico y preciso, con un contenido filosófico propio.

    Una filosofía materialista nos brinda herramientas teóricas más potentes y actuales que otras estrategias intelectuales; converge fácilmente con el conocimiento acumulado por las ciencias, del que puede servirse para construir modelos fundamentados y coherentes. Además, también puede reconstruir esas otras estrategias ‒en función de su viabilidad‒ como segmentos abstractos de sí misma. El enfoque materialista no puede, ciertamente, prescindir de una base biológica, económica, tecnológica, etc., a la hora de explicar los procesos del mundo real; aunque la filosofía no se reduce jamás a ser la exposición, síntesis o divulgación de los contenidos de las ciencias naturales y sociales, tampoco puede comprender la realidad al margen de éstas sin caer en la más absoluta arbitrariedad ‒lo cual ha sido el gran pecado de una gran parte de la filosofía de las últimas décadas‒. Para propiciar una orientación de la existencia tanto individual (ética) como colectiva (política), requiere referencias sólidas a las condiciones materiales que permitan ponerla en práctica. Ahora bien, la nueva concepción del ser humano que reclama nuestro tiempo de zozobra tampoco dependerá en exclusiva de los descubrimientos empíricos que se realicen (en genética, neurociencia, etc.), aunque desde luego habrá de tenerlos muy presentes. Más bien dependerá de cómo se aborde su existencia en cuanto una exigencia racional (lo que debería llegar a ser) a partir de aquello que de hecho es⁴. Es decir, que lo humano que buscamos es algo que no puede existir al margen de una base material, pero tampoco puede deducirse sin más del conocimiento de ésta; es algo necesariamente material, como todo lo real, pero en un grado tal de complejidad y de mediaciones simbólicas y racionales que no se puede reducir simplemente a las estructuras subyacentes. Es, en suma, algo que supera (el überwinden nietzscheano), a la vez que sigue necesitando, la corporalidad biológica y los particularismos culturales, para ir al encuentro de lo universal con que se identifica la razón; lo cual es imprescindible en un mundo global en el que todos los referentes se hacen pedazos cada vez más rápido, dejándonos huérfanos del sentido.

    La primera cuestión en relación al desarraigo es explicar el desencaje entre las condiciones objetivas de existencia y las subjetivas (y qué significa esa subjetividad, cuyo significado no podemos presuponer). No aclarar esto ha hecho fracasar a diferentes teorías emancipatorias, desde la Ilustración hasta nuestros días. Por eso, en un segundo momento, hay que construir un concepto de lo humano con el que medir la distancia de la normalidad psicosocial actual a un ideal (e incluso para juzgar el curso de la historia según converja o se aleje de ese métron). Todo concepto filosófico es un concepto teórico-crítico, pues no se trata de un mero descriptor formal o empírico ‒y menos aún supraempírico, si es que pretende ser racional⁵‒; no se limita a constatar lo que hay, sino que propone. Posee un componente valorativo que conecta la teoría con una praxis posible. La legitimidad de semejante concepto radica en su capacidad de universalización, o sea, de abarcar sin conflicto, o minimizando el conflicto, las distintas autocomprensiones culturales ya existentes, a la vez que es compatible con las condiciones materiales de una posible realización. Por ello, en un tercer momento, habrá que producir modelos, esto es, aplicaciones de ese ideal a circunstancias concretas de nuestro tiempo. La filosofía no es una ciencia, y por tanto, la mera exposición teórica no es suficiente; necesita la propuesta de experimentos mentales, como el de la ciudad-hipótesis platónica. Esos modelos, por descontado, no pueden ser extraídos acríticamente de un pasado mítico que se pretenda repetir, ni de ideologías que no hayan pasado la más severa criba intelectual.

    Con este ensayo he pretendido contribuir a la comprensión de importantes cambios que se están produciendo y que se van a producir, así como al esbozo de una determinada actitud teórica ante los mismos ‒que no ceda a los tópicos sobre la tecnofilia o la tecnofobia tan abundantes en la literatura actual‒; he querido proporcionar, en resumidas cuentas, un mapa conceptual que permita ver con algo más de claridad hacia dónde nos dirigimos. Lamentablemente, la empresa no es sencilla, y a menudo el texto, por la propia complejidad del asunto, se vuelve duro, quizá demasiado técnico. No obstante, creo que puede ofrecer distintos niveles de lectura en función del lector, y por tanto, rendimientos intelectuales adecuados a las diferentes expectativas. Me limito a añadir, como advertencia y disculpa final, que a lo largo de la obra abundan las referencias a páginas web y artículos de prensa online, debido a haberla escrito en gran parte durante el confinamiento por la covid-19. Por ello mismo, las referencias bibliográficas a títulos impresos recurren a una gran disparidad de ediciones, a veces en castellano y a veces en versión original, pese a existir buenas traducciones; son los libros de los que disponía en mi lugar de confinamiento, y no me he sentido con el ánimo de modificar después tantas citas y menciones del voluminoso aparato de notas. En cuanto a éstas, por cierto, no las he puesto al final, como se estila actualmente en ensayos de este tipo, pese a ser tan abundantes; hacerlo hubiera aligerado mucho la lectura, pero me ha parecido más práctico ponerlas al pie, pues son útiles para el seguimiento del texto ‒aunque el lector no especializado bien puede ignorarlas‒ y he querido evitar la molestia de tener que buscarlas.

    Madrid, 26 de junio de 2020

    INTRODUCCIÓN

    2

    La revolución tecnológica

    como motor de la historia

    Cabe entender la historia de la humanidad no tanto como una sucesión de reyes y repúblicas, de reformas legales y tiranías, de migraciones y hambrunas, de guerras y tratados, sino, simplemente, como la historia de la técnica. Todo lo demás es importantísimo, sí, pero el hilo invisible que conecta todos esos fenómenos es precisamente la técnica. El ser humano debe adaptar el medio a sí mismo para sobrevivir (ahí comienza precisamente lo antropológico⁶, frente a la mera adaptación al medio biológica de cualquier otra especie), y eso lo hace gracias al desarrollo instrumental sin el cual no podría existir como tal. No es un añadido a la condición humana, sino la clave para comprenderla.

    La utilización de materiales cada vez más eficientes ‒resistentes, ligeros, baratos, etc.‒ y la producción y almacenamiento de cantidades siempre crecientes de energía ‒salvo en épocas de retroceso civilizatorio, lo cual dice mucho‒, es lo que impulsa los cambios del mundo, esa burbuja artificial dentro de la naturaleza en la que habitan los seres humanos (si bien dicho mundo, en cuanto tal, debe guardar el mismo equilibrio ecológico con ésta que cualquier otra especie mantiene de forma directa, desnuda)⁷. Ésta es la constante tras todas esas variables ‒los grandes personajes y acontecimientos‒; es lo que determina cada edad o época tanto o más que otros hechos socioculturales o políticos. Cuanto más se desarrolla la técnica, más se acelera la propia historia (o se ralentiza, si se da una involución técnica), esto es, ocurren más transformaciones capaces de dar comienzo a algo nuevo en menos tiempo, lo que explica que cada período en que dividimos la historia dure menos que los anteriores⁸. De hecho, el mundo contemporáneo ha experimentado los mayores cambios de la historia debido al "boom tecnológico" que comienza con la Primera Revolución Industrial (finales del siglo XVIII y primeras décadas del XIX), multiplicado por las que han venido después.

    Dicha revolución se inició con adelantos como el telar mecánico, pero el desarrollo técnico fundamental fue sin duda la máquina de vapor. Ésta comenzó a sustituir el trabajo tradicionalmente basado en la producción manual y la tracción animal por la fabricación industrial en grandes cantidades y un transporte de mercancías y pasajeros mucho más rápido; el barco y el ferrocarril de vapor permitieron viajar en unos tiempos antes imposibles y las comunicaciones y el comercio mundiales dieron un salto cualitativo. La producción industrial masiva consagró el capitalismo como sistema económico hegemónico y propició el final del Absolutismo (tanto o más que la Revolución Francesa), basado en un modelo económico ‒con sus correspondientes relaciones de dependencia social‒ casi exclusivamente agrario y fuertemente proteccionista. Ello condujo a un inédito trasvase de población del campo a las ciudades (poniendo en marcha unos movimientos sociales, también inéditos, que reivindicaban alimentos, salubridad y derechos laborales y civiles) y una explosión demográfica que retroalimentó la necesidad de producción a escala industrial. El mundo nunca había cambiado tanto como lo hizo en apenas cuarenta años; la fisonomía misma de Europa occidental y Norteamérica se transformó hasta hacerse irreconocible.

    Tras unas décadas en las que no hubo grandes avances adicionales, y en las que la situación socioeconómica pareció estabilizarse en unos nuevos estándares, la Segunda Revolución Industrial (de mediados del siglo XIX a principios del siglo XX) trajo consigo un nuevo terremoto histórico. Todos los cambios anteriores se aceleraron. Los motores de combustión interna ‒que permitieron la aparición del automóvil‒, la amplia sustitución del carbón por el petróleo, el uso industrial de la energía eléctrica, los comienzos ‒todavía muy rudimentarios‒ de la aviación, el teléfono y la radio, etc., permitieron ampliar enormemente la escala de la producción, el transporte y las comunicaciones, y modificaron sustancialmente los ámbitos laboral, científico y educativo. La producción en masa y el consumo crecieron exponencialmente y se transformó el tamaño y las formas de gestión de las empresas, lo que tuvo un inmenso impacto sociopolítico, que incluyó una nueva e incrementada conflictividad social. Estaba naciendo la cultura de masas, aunque todavía quedaba un giro adicional impensable en ese momento, como lo fueron las dos Guerras Mundiales que vinieron a continuación.

    La Tercera Revolución Industrial⁹ no puede entenderse, ciertamente, al margen de dichas guerras. O lo que es lo mismo: no puede entenderse al margen de la crisis de crecimiento a la que las anteriores revoluciones tecnológico-económicas habían conducido, y de las subsiguientes transformaciones sociales y políticas (expansión económica diferencial de las naciones occidentales, comienzo del agotamiento del modelo colonial, incremento de la presión demográfica, carestía de ciertos recursos materiales y/o energéticos, etc.). Se entra de lleno en la Tercera Revolución Industrial durante la Segunda Guerra Mundial, momento del mayor salto tecnológico conocido, y su desarrollo continúa durante los años cincuenta y sesenta, momento de un crecimiento económico también sin precedentes. El desarrollo de la energía nuclear ‒con usos tanto civiles como militares‒, la proliferación de los vehículos con motor de combustión interna (con la creciente dependencia del petróleo, que ya empieza a verse como problema económico y geopolítico de primer orden), la consolidación de la aviación como medio de transporte, la aparición de la televisión, los tímidos comienzos de la informática ‒e incluso de internet, aunque todavía esté en pañales‒, y otros avances, junto con la mejora de salarios y derechos lograda por los trabajadores en Occidente, así como el acceso cada vez mayor a la educación superior (necesario para mantener el desarrollo científico-tecnológico y el correspondiente nivel de gestión política y empresarial), establecieron nuevos parámetros sociales y dieron una vuelta de tuerca a la cultura de masas, convertida ya en forma social estándar del mundo altamente tecnificado.

    La Cuarta Revolución Industrial (desde los años ochenta-noventa del siglo XX hasta hoy, y presumiblemente durante una o dos décadas más) marca el paso a la sociedad de la información. Las consecuencias de la crisis del petróleo del 73 y la subsiguiente ofensiva neoliberal ‒que empieza con la era Reagan-Thatcher‒, así como el colapso de la Unión soviética, son el escenario de nuevos enfoques tecnológicos y rendimientos económicos que responden a distintas necesidades sistémicas, una vez constatado el agotamiento del modelo vigente¹⁰. La Cuarta Revolución Industrial es la revolución digital o de la inteligencia, y obviamente está protagonizada por el desarrollo de la informática y las telecomunicaciones. El empleo civil y comercial de internet, sumado a procesadores cada vez más pequeños, eficientes y baratos, y a la informatización de procesos que primero fueron puramente mecánicos (Primera y Segunda Revoluciones) y después electromecánicos (Tercera Revolución), transforman de golpe todos los demás elementos tecnológicos, y con ello producen inmensas transformaciones sociales. A esto hay que sumar los avances en energías renovables, en previsión del ya cercano agotamiento de las energías fósiles. La robotización de la producción y los procesos inteligentes (edificios, redes de distribución energética, logística comercial, etc.), imposibles sin la informatización, han llevado a notables cambios empresariales y a una nueva aceleración socioeconómica. La telefonía móvil e internet permiten que haya un verdadero entorno global, por lo que respecta a la información, las comunicaciones y las finanzas. La interconexión e interdependencia mundial es ya absoluta.

    Hay quien señala como una cuarta revolución, que ya estaría empezando (yo la llamaría quinta, pero ni siquiera lo hago), la tendencia creciente a la automatización y el intercambio de datos dentro de las tecnologías productivas y de distribución (fábricas inteligentes). Esto incluye sistemas cibernéticos, el comienzo de la robotización del sector servicios, el internet de las cosas (IoT) y la computación en la Nube. En general, una tremenda descentralización de los modelos empresariales. Pero no creo que ésta sea siquiera la quinta revolución, sino más bien el final y el desarrollo hasta sus últimas consecuencias de la cuarta, o sea, de la actual. Por eso tampoco la llamaría Industria 4.0, como hacen algunos teóricos¹¹, sino más bien Industria 4.1.

    Todo lo anterior me lleva a hacer algunos pronósticos sobre el futuro. No como ejercicio de ciencia ficción, sino como anticipación bastante realista de las tecnologías de las que dispondremos porque ya se está trabajando en ellas y, en muchos casos, existen ya, aunque aún no de forma económicamente rentable. Cabe hablar de una Quinta Revolución Industrial ‒ahora sí‒ basada en el uso de la energía de fusión nuclear (así como en la difusión y optimización de otras energías renovables), la bioingeniería, la nanotecnología, la expansión de la cibernética y la hibridación de lo digital y lo orgánico (tendente a la desaparición de dispositivos externos para convertirse uno mismo en un terminal con capacidades potenciadas), y con ella, la vida en red (cerebros directamente conectados a internet, acceso instantáneo y ubicuo a información y comunicaciones, realidad aumentada integrada, etc.). Cada vez más sectores laborales se verán robotizados y se prescindirá de inmensas cantidades de trabajo humano. Se utilizarán nuevos materiales ultrarresistentes, ligeros y con memoria (materiales programables), como el grafeno; se desarrollará la computación cuántica y muy probablemente se alcanzará la inteligencia artificial real antes de que acabe el siglo XXI. Todo ello se aplicará, entre otras cosas, a la creación de nuevos y revolucionarios entornos urbanos inteligentes (autorregulados, orgánicos). Y probablemente se establecerán las primeras colonias fuera de la Tierra ‒en la Luna y Marte, quizá en algunos satélites del sistema solar‒ y habrá primitivos ensayos de terraformación a pequeña escala. Todo esto empezará a verse de aquí a veinte o treinta años, aunque algunos de estos avances (especialmente la IA y las colonias espaciales) habrán de esperar más tiempo.

    Como consecuencia de estas transformaciones tecnológicas se producirán cambios psicosociales de un alcance impredecible. Una modificación inusitada de lo humano (resultante siempre de la tecnología con la que interaccionamos con el medio y de las relaciones socioeconómicas a las que ésta da lugar), que será radicalmente distinto de todo lo conocido hasta ahora. Cambios seguramente mucho mayores que los que produjeron las anteriores revoluciones. Si Zygmunt Bauman hablaba de una sociedad líquida ‒frente a la solidez de antaño‒, de una sociedad en la que nada tiene tiempo de asentarse, que obliga a vivir readaptándose constantemente¹², se vislumbra ya una sociedad gaseosa (por usar la metáfora de la Nube), extremadamente volátil, en la cual el ritmo de transformación rebase la capacidad emocional y cognitiva de adaptación del cerebro humano. Aunque éste, claro está, una vez mejorado o ampliado con implantes cibernéticos, conectado en red o modificado mediante bioingeniería, podría alcanzar capacidades que fueran mucho más allá de sus límites biológicos actuales. Quizá estemos a punto de alcanzar incluso una condición suprahumana (¿llegará el Übermensch nietzscheano a nacer gracias a la tecnología?¹³), un nuevo salto evolutivo… si es que éste no es la propia IA que se vislumbra en el horizonte.

    Habrá que ver si es posible vivir en la trasformación constante, y ello si este futuro es sostenible y no colapsa, o si da lugar a nuevos modelos tecno-económicos no competitivos y ecológicamente más asumibles. Estos últimos podrían ocasionar un frenazo tecnológico, y consecuentemente una desaceleración histórica, destensando psíquica y socialmente al ser humano y permitiéndole readaptarse a un nuevo marco de estabilidad, que le proporcionaría unas expectativas de futuro más o menos predecibles ‒sin las cuales probablemente esté abocado a vivir en el más absoluto desarraigo.

    De lo contrario, y suponiendo una naturaleza humana no intervenida, más o menos

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