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Underwood n.o 5
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Libro electrónico306 páginas4 horas

Underwood n.o 5

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Diez historias de fantasía, terror psicológico y ciencia ficción −no sin alguna dosis de humor− en las que se plantean unas cuantas ideas acerca de las posibilidades literarias aún sin explotar de dichos géneros, y que están entre lo más representativo de la obra de su autor hasta la fecha.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 ago 2021
ISBN9781005459574
Underwood n.o 5
Autor

D. D. Puche

D. D. Puche son dos autores, en realidad: los hermanos David y Daniel Puche. David es doctor en Filosofía por la UCM y profesor de dicha materia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida (EASDM), profesión que combina con la literatura. Daniel es licenciado en Filosofía y Teoría de la Literatura por la misma universidad, y se dedica en exclusiva a tareas literarias y editoriales.Juntos han publicado varias novelas, entre las que destacan 'Balada de los caídos', 'Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown' y 'Rhett Murdock. Detective privado'. También colecciones de relatos de terror, fantasía y ciencia-ficción como 'Galaxia errante' o 'El Evangelio digital'; y ensayos como 'Cristianismo sin Dios' o 'Vivir en el desarraigo'. Su obra está empapada de referencias filosóficas, pero pasadas por el tamiz de la ficción. Una mezcla perfecta de reflexión y amenidad narrativa.

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    Underwood n.o 5 - D. D. Puche

    Este libro llega al público con un año de retraso debido a la difícil conciliación del oficio de escritor con las demás actividades que uno ha de realizar para ganarse la vida. Ese año de vida atrasado que, por lo demás, todos sufrimos a causa de la pandemia que todavía nos afecta; algo ha tenido ésta que ver con lo anterior.

    El material reunido corresponde a los dos años previos de mi producción, en los cuales creo haber ahondado considerablemente tanto en mis propósitos literarios como en los medios para ponerlos en práctica. Tras mis colecciones de relatos anteriores (Galaxia errante, El Evangelio digital y Cuentos para niños… o no tan niños) y mis ocho novelas, mi evolución como escritor me reclamaba pararme a pensar sobre la trayectoria que llevaba. El fruto de esa reflexión son estas diez piezas, cuya composición aúna exigencias puramente narrativas con la meditación serena, pero severa, sobre el propio trabajo.

    Diez historias de fantasía, terror psicológico y ciencia ficción −no sin alguna dosis de humor− en las que planteo unas cuantas ideas acerca de las posibilidades literarias aún sin explotar de dichos géneros, y que considero entre lo más representativo de mi obra hasta la fecha.

    Una bala en la sesera

    Pulsó rápidamente las teclas de su máquina de escribir Underwood n.º 5, sin saber siquiera cómo iba a terminar la frase, ni menos aún cómo iba a acabar el libro.

    Estaba sentado en una vieja silla medio desvencijada (que había recogido junto a los contenedores de basura meses antes, tras deshacerse de ella alguien que la consideraba inútil), frente a un escritorio que se había llevado de su trabajo, cuando cambiaron el mobiliario y el jefe iba a tirarlo todo.

    Allí, en el altillo de madera sobre el piso, a unos dos metros de altura, se dedicaba a escribir hora tras hora, noche tras noche, en un absurdo y frenético intento de acabar su libro. El libro al que llevaba meses enfrentándose, padeciendo, pues el acto de escribir era para él una cruenta batalla en la que se ganaba terreno palmo a palmo cada día, sobre el barro de las trincheras.

    Pero no era eso lo que ocurría últimamente, pues llevaba días en blanco: apenas era capaz de terminar una sola frase que le gustara, que le pareciera digna de su manuscrito. En realidad, eran semanas. Y las semanas sumadas hacían meses. Sí, debían de ser ya dos meses, puede que más, pues ése era el tiempo que hacía que había dejado el trabajo. Que lo había dejado… o que lo habían echado, no estaba claro. Dependía de la versión de cada cual. Según él, había abandonado su puesto por iniciativa propia, pues ese mísero trabajo era, así creía, lo que le impedía escribir, rematar su obra, tras lo cual pensaba que literalmente «podría morirse».

    Pero había dejado el trabajo y la inspiración no llegaba, de modo que quizá, después de todo, no hubiera una relación de causa y efecto. Su amigo le había propuesto otro trabajo similar, en la empresa en la que estaba él y donde podía meterlo, pero no había querido aceptarlo. «Necesito acabar este libro», le respondió. Y eso mismo es lo que se decía a sí mismo día tras día en su fuero interno, cuando se miraba al espejo, o cuando, a altas horas de la noche, se iba a la cama, con el cerebro bullendo de ideas que, sin embargo, no se materializaban negro sobre blanco.

    Releyó lo que había escrito en el folio mientras se rascaba la cabeza; ese molesto picor, más bien escozor −pero no físico, sino psíquico−, que tenía últimamente en la sien derecha. No podía creerlo. Era horrible. Horrible. Cada palabra era indigna de su libro, de la obra que quería legar al mundo. «Es una mierda», se dijo, y sacó bruscamente la hoja de la máquina de escribir para arrugarla, haciendo una bola, y tirarla a la papelera que estaba a no más de metro y medio, en el mismo altillo. Falló al tratar de encestar, y la bola cayó junto a otras repartidas por el suelo, en torno a la papelera, que habían sufrido idéntico destino. Aunque lo cierto era que la papelera ya estaba llena. De bolas de papel y de latas de cerveza. Como lleno estaba de colillas el cenicero junto a la máquina de escribir.

    Se levantó de la incómoda silla, que crujió sonoramente al liberarse del peso de su nuevo dueño, y bajó por las empinadas escaleritas de madera del altillo, el cual retumbó bajo sus pies.

    Fue a la cocina adyacente, frente a un amplio ventanal, y puso un cazo con leche a calentar en el hornillo. Llamarla cocina ya era decir demasiado: junto a un frigorífico bajo y redondeado, de los años cincuenta, se extendía una encimera en la que estaban los dos hornillos, uno pequeño y otro mayor, un minúsculo fregadero, y al otro lado, un mueblecito blanco con sus cuatro cacharros. Completaba el conjunto un escurridor junto al fregadero. Los utensilios de limpieza del apartamento, tanto la escoba y el recogedor como el cubo de la fregona, aguardaban a la vista sin tener lugar donde esconderse. Una estantería situada junto a las escaleras del altillo hacía las veces de despensa, donde tenía galletas, patatas y cosas así. Y por supuesto, enormes existencias de latas de cerveza.

    Mientras esperaba observó, apoyado en la encimera, el extraño apartamento que ya conocía de sobra.

    Era un habitáculo cuadrado de altísimas paredes, como de unos seis metros, al que se accedía por una puerta que fácilmente cedería ante una patada o un empujón (por fortuna, nada había dentro de valor, lo que reducía la posibilidad del allanamiento). Aunque también tenía una vieja escalera de incendios, precisamente frente a la ventana de la cocina ante la cual procrastinaba en ese momento. Dicha ventana estaba casi en su totalidad compuesta por pequeños cuadrados de cristal esmerilado que llegaban hasta el techo, aunque en su parte baja había dos ventanucos transparentes, los cuales se podían abrir hacia afuera para asomarse (o para escapar de un salto, en caso de incendio) a una especie de patio interior entre bloques, apenas un trozo descuidado de hierba y un seto, con los utensilios de jardinería del empleado de mantenimiento siempre tirados por allí.

    Las paredes del interior del piso dejaban ver el ladrillo rojizo del que estaban hechas, así como las grises vigas del edificio en las esquinas. Una columna de metal, pintada de verde oscuro, que se asemejaba a una vieja farola, ayudaba a sostener el techo en medio de la habitación; mil veces pensó lo que pasaría si empujaba con fuerza esa farola verde y la movía de su sitio. Dos lámparas de diseño obsoleto colgaban equidistantes de sendos cables de unos tres metros de longitud, arrojando la luz necesaria de noche, pero dejando en una lúgubre penumbra los altos techos.

    Si la altura del lugar era extraordinaria, la superficie sería de unos escasos sesenta metros cuadrados. Estaba ocupada por un sofá en el centro, junto a la columna de metal, un televisor frente a éste, que nunca se encendía, y un precario armario ropero, donde guardaba alguna camisa y poca cosa más (pues la ropa que solía usar para salir a la calle la colgaba directamente de una percha junto a la puerta, al lado del único espejo de la vivienda). Una cómoda, el pequeño lavabo (éste sí tras un tabique, pero sin techo propio), que restaba todavía más espacio a la estancia, y por supuesto la cocinilla, todo ello constituía su pequeño reino. Según le había dicho la casera dos años atrás, cuando se mudó allí, era un viejo edificio construido a principios del siglo veinte, cuando dejaron de usarse vigas de madera y se pasó al acero. Y en su tiempo, tanto la planta baja, también extraordinariamente elevada, como este primer piso, que equivaldría a un tercero en un edificio normal, habían estado ocupados por algún tipo de taller o fábrica; algo textil, creía recordar. En décadas recientes los habían reconvertido en apartamentos, principalmente para gente joven. Artistas, bohemios y esa clase de personas. No es que la arquitectura no le interesara, pero en aquel momento simplemente se había dejado impresionar por el espacio, que le pareció perfecto para sus necesidades y no era demasiado caro. Aunque, bueno, pagarlo el mes siguiente sería un problema de su yo futuro, no suyo.

    Debido a la desmesurada altura de los techos, alguien, muchos años atrás, había levantado el altillo de madera que estaba junto a la cocina, casi como trepando sobre ella. Según se entraba en el piso, quedaba a la derecha, pasando el amplio ventanal abierto en la misma pared. El altillo no era muy amplio, pero sí lo suficiente como para que cupiera una cama y, a sus pies, el precario escritorio con la máquina de escribir y la silla vieja y desvencijada donde se sentaba, además de la papelera. Un par de baldas atornilladas con escuadras a la pared de ladrillo, encima de la mesa, sostenían (parecía que fuesen a desplomarse en cualquier momento, por el exceso de peso) unos cuantos libros bien escogidos en una librería de viejo. Un par de marcos con fotos, una de una vieja novia, junto al cenicero (la cual aún no se había molestado en desalojar del marco, ni lo haría, probablemente), y otra de un viaje que hizo al otro extremo del país, en el que pudo inmortalizarse junto a su escritor favorito, ambos posando en un restaurante como si fuesen amigos, cosa que no eran, adornaban aquel escueto hogar.

    La leche comenzó a hervir. Se había olvidado de ella, con tanta descripción. Apagó el fuego, cogió el cazo y vertió la leche en una taza. Siempre la misma taza, que reutilizaba una y otra vez, sin fregarla. Acto seguido destapó el tarro de café soluble, echó una cucharadita y media, luego un par de terrones de azúcar, y lo removió todo. Tenía una cafetera italiana, algo vieja, pero que funcionaba perfectamente; y sin embargo acabó por dejarla de lado, pues, pese a que el café preparado con ella era mejor, le resultaba más lento elaborarlo que calentar algo de leche y emplear el soluble. No sabía muy bien, pero era más práctico. No tenía tiempo que perder en nimiedades, y hacer café no era una meta en sí misma, sino un medio. Su novela aguardaba.

    Tampoco perdía mucho tiempo en hacer la compra, o en ir al banco, o en sus relaciones sociales. Todo aquello era una lamentable pérdida de tiempo que le impedía dedicarse a su vocación, a su arte. No es tanto que fuese una vocación, lo cual para él sería una forma eufemística de llamarla, como una manía, una perturbación del ánimo, casi psicótica, consistente en dejarlo todo, hasta el punto de descuidar incluso su salud, para escribir. Un vicio, en el peor sentido de la palabra. Y todo por poner una letra tras otra sobre el papel. Por acabar una historia. La historia que no se dejaba acabar.

    Ése era el objetivo, y todo lo demás era secundario. De vez en cuando se veía obligado a bajar al comercio de la esquina, aunque cada vez lo hacía menos; una pequeña tienda de alimentación regentada por un pakistaní, más o menos bien surtida, aunque fuese pequeña, que daba más que de sobra para satisfacer sus necesidades. Allí también podía conseguir el tabaco, lo que, junto con el café, se le antojaba material imprescindible para escribir. Y mecheros, tanto para el tabaco como para los viejos hornillos de la cocina. Pero procuraba no perder el tiempo hablando con nadie que se le cruzara durante la penosa tarea de obtener víveres, lo cual cada vez se le antojaba más una irritante, y hasta humillante, necesidad material que lo desviaba de su labor.

    Ni siquiera se entretenía con el risueño pakistaní, que siempre le daba conversación. Pero él pagaba y se despedía. Con amabilidad, pero secamente. No quería perder el tiempo con esas charlas inútiles y mecánicas en las que cada palabra resulta irrelevante. ¿Qué importancia podían tener, entonces? El pakistaní era, precisamente, el ejemplo perfecto de esto. Pese a su ausencia de tacto, ya que él nunca le concedía el lujo de mantener una de esas conversaciones fútiles que al parecer ansiaba, el pakistaní no cejaba en su empeño y volvía a intentarlo una y otra vez. La cuestión era si eso lo hacía con él, por ser él, o lo hacía con todos, porque el pakistaní era así, en cuyo caso él daba igual: sólo era uno más al que daba palique. Y sospechaba que se trataba de esto último… Así que, ¿para qué decirle nada? Por supuesto, era consciente de que eso es lo que crea comunidad en una ciudad tan abigarrada y deshumanizada como aquélla; pero le resultaba muy costoso semejante esfuerzo de socialización, que consideraba hueco e innecesario, además de que le restaba fuerzas y concentración y, sobre todo, era una imperdonable forma de desperdiciar el tiempo.

    El tiempo se puede medir en los fragmentos de él que se malgastan, pensaba.

    Hacía unas horas, antes de que anocheciera, había subido precisamente de la tienda del pakistaní con una bolsa de papel marrón repleta de comida. La comida que precisa un soltero que vive sólo, o sea, cerveza, patatas fritas, alguna lata de conservas, y un paquete de salchichas. También llevaba unas latas de comida para gatos. No tenía gato, pero le parecía que merecía la pena intentar que se acercara uno a la ventana de la cocina, provista de un amplio alféizar; a menudo había visto un gato del vecindario rondando por allí. Y pensó que, si se acercaba lo suficiente y era amistoso, lo alimentaría; de modo que compraba la comida sin tener gato, pero con la esperanza de tenerlo, lo que se le antojaba una curiosa inversión de la causa y el efecto. Pensar en semejante relación con aquel gato no le parecía, sin embargo, una pérdida de tiempo, sino una inversión de éste, al contrario que con las personas. No es que fuera un misántropo, pensaba (aunque sí lo era); tan sólo que los humanos no tenían nada que decirle, o no le decían nada relevante cuando lo intentaban. Los gatos no lo intentaban: eso era lo bueno que tenían.

    En ésas estaba, subiendo por la escalera (pues el montacargas se había estropeado hacía dos semanas ya, o tres, y nadie venía a repararlo), cuando coincidió con la vecina de enfrente, que también subía. Se trataba de una chica más joven que él, bastante atractiva, con la que rara vez solía cruzar palabra, y que, por lo que había podido observar en multitud de ocasiones, era frecuentemente visitada por hombres. Hombres, en plural, pues cambiaban cada poco tiempo, lo cual sabía porque coincidía más con ellos en el ascensor que con ella, pese a vivir en la puerta de enfrente. Y se oían risas y música, y jolgorio, y lo que parecía felicidad, al otro lado del pasillo, o a través de la ventana de la cocina, cuando la fiesta se estiraba por la noche y el resto del edificio estaba en silencio.

    Coincidió con ella, que subía también con la compra, aunque con dos bolsas, tal vez porque su necesidad de estar bien provista fuera mayor que la de él, lo cual, en realidad, no importaba en absoluto.

    −Hola, ¿qué tal va eso? −dijo ella, sonriente, junto a los buzones, antes de subir. Una sonrisa de circunstancias, o puede que de amabilidad, o puede que en aquella cara siempre hubiera una sonrisa que saltaba a la mínima interacción, lo cual reafirmaba la idea de que él no importaba en aquella exigua y poco significativa relación social casual, pues la misma sonrisa hubiera estado igualmente dedicada a cualquier otro.

    −Hola −contestó, sabedor de que un tono más animado, o más palabras, no hubieran conducido a una conversación más agradable para la vecina, y que ésta no esperaba una contestación más larga por ningún motivo; pero sabedor también de que la ausencia de respuesta hubiera sido tomada como una descortesía, o como mal humor, o directamente como una total falta de cordialidad entre habitantes de un mismo inmueble (hecho que a él, además, se le antojaba como otra casualidad más sin importancia).

    Comenzaron a subir las escaleras casi a la par, lo cual lo hacía todo aún más incómodo. Ella sonrió de nuevo, pues la situación pareció hacerle gracia, pese a que no la tenía, dado que nadie estaba contando un chiste. Era como si tuviera un resorte en los músculos de la cara; un resorte que la hiciera sonreír a cada momento, algo que, sin duda alguna, sería felizmente recibido por cualquiera, pues, como es sabido, los dueños de sonrisas encantadoras siempre son bienvenidos, con independencia de sus intenciones; de lo que quiera que oculten tales sonrisas.

    Él hubiera preferido adelantarse al subir del portal, o quedarse rezagado, pero la situación fue tal que ambos subieron al mismo tiempo por las escaleras, cargando con sus bolsas, con intención o sin ella. Le pareció que era algo tan molesto y tan poco deseable como quedarse encerrado en un ascensor con alguien, o como tener que compartir viaje con una persona de dudosa higiene sentada al lado. Por fortuna, subir al primer piso, pese al doble tramo de escaleras, debido a su altura, era cosa de un minuto, o incluso menos.

    −¡Oh, vaya! −exclamó ella de pronto, echando los dedos a su bolsa de papel, tocando lo que no era suyo de forma totalmente desconsiderada, y curioseando en su interior−. Veo que llevas comida para gatos. ¿Tú también tienes uno?

    Él no contestó. Pero eso no impidió a la vecina seguir con la cháchara, pues quien tiene la necesidad constante de hablar lo hace a propósito de cualquier cosa, y a pesar de todos. Esa falta de modales que es hablar.

    −Yo compro pienso para gatos Premium, y latas de comida Deluxe −siguió hablando, explicándole cosas de su vida privada que no eran de su incumbencia, y más aún, que no quería saber−. Son las que más le gustan a la mía. ¿Y tú? −le preguntó−. ¿Qué edad tiene tu gato?

    La farsa no podía mantenerse por más tiempo. Tanta palabrería requería una respuesta. Era imperativo decir algo, ante aquella retahíla inacabable de minucias que parecían interesarle tanto. Pero no por nada, no por él, sino sólo por hablar, porque la vecina debía hablar sin parar para llenar el vacío, y así impedía el bendito silencio con comentarios que lo obligaban a él a dar una respuesta. Era como un ajedrez insoportable.

    −No tengo gato −respondió finalmente.

    Ella frunció el ceño, sin entender. Y guardó silencio, mientras seguían subiendo las escaleras, ya por el último tramo. ¿Qué clase de persona, debió de pensar, compra comida para gatos sin tener uno? ¿Pensó quizá que sería alguna clase de chalado que compraba comida para gatos porque sí? ¿Quizá buscaba atraerlos para luego hacerles algo malo? ¿O quizá no pensó nada de eso? ¿Cómo saberlo? No podemos saber lo que piensan los demás, como no vemos físicamente sus intenciones, y la breve charleta al subir de la compra no era una experiencia suficiente para comprender a aquella persona, a la vecina con gata, joven y fiestera, atractiva, que se entrometía en su cesta de la compra sin reparos.

    −Es para un amigo −añadió.

    La vecina murmuró un poco convencido «ah…», y siguió su camino. Juntos llegaron a sus respectivas puertas, y de espaldas el uno a la otra, comenzaron a abrirlas. Cuando ya estaban cerrándolas, ella añadió, de nuevo con una sonrisa, unas palabras indescifrables y claramente malintencionadas.

    −Me ha gustado hablar contigo.

    Y cerró la puerta.

    ¿Qué quería decir con aquello? Nada bueno, seguramente. Él se acercó a la cocina tras cerrar, dejó la bolsa sobre la encimera, y se puso a sacar las cosas, dejando lo del frigorífico en el frigorífico, y lo de la despensa en la despensa. Se preparó un café. Tenía que escribir.

    Con una taza caliente al lado, comenzó a golpear las teclas de su máquina de escribir, prosiguiendo su historia.

    Le gustaba escribir a máquina, o, más que gustarle, es que no podía hacerlo de otro modo. Aunque le gustaba. Claro que todo era mucho más cómodo con un ordenador, con el que se puede volver atrás, corregir, reescribir, guardar, y todo ello, además, sin gastar una hoja de papel ni tinta. Tenía, de hecho, un viejo portátil, grueso y pesado como un ladrillo, cuyo sistema operativo, en caso de encenderlo, precisaría un millón de actualizaciones, si es que funcionaban. Un portátil que le dio un colega cuando se compró uno mejor. Pero no lo usaba, ni lo quería usar. No es que lo segundo fuese razón de lo primero, sino más bien un añadido y ratificación; además de que, como ya se ha dicho, no podía escribir en un ordenador, ya fuera de mesa o un portátil. Sólo podía hacerlo en su vieja, muy vieja, máquina Underwood n.º 5. También le gustaba la Standard Portable, que había tenido y usado hasta la saciedad; pero su preferida, por la que vendió la anterior, era la n.º 5.

    La compró en una vieja tienda que regentaba un viejo en el viejo centro de la ciudad, donde todavía quedan negocios viejos de este tipo, de los que venden cosas viejas a quienes saben valorarlas; y hay un tráfico constante de mercancías que ya no se fabrican, y que por ello mismo son mejores. Mercancías que no tienen prisas, como sus viejos compradores; lo son en su mayoría, al menos, pues él era joven. Relativamente joven. Relativamente viejo.

    Le costó quinientos pavos, lo que no estaba nada mal, teniendo en cuenta la antigüedad del aparato y su buen estado. La parte posterior, con el grabado de fábrica, estaba un poco borrosa por el paso de los años, y siete teclas habían sido sustituidas (aunque por piezas originales de otra máquina idéntica, lo que hacía que, en realidad, no hubiese cambiado nada. Era como si su máquina de escribir fuese la fusión de dos máquinas; como si hubiesen sido necesarias dos para que renaciera una, lo que la hacía el doble de poderosa). Sólo quedaban un par de tiendas como aquélla en toda la ciudad de Hellstown; e incluso en una ciudad tan grande, ya eran muchas. Si alguien quería antiguas máquinas de escribir, o antiguas cámaras de fotos, sabía que tenía que ir al taller de Konrad. Tenía todo lo que pudiera imaginarse, acumulado hasta no dejar hueco al oxígeno en la tienda (pero sí al polvo), y con la trastienda siempre llena de cachivaches que él mismo reparaba, pues era su pasatiempo hacerlo, y nadie más sabría. Cuando muriera, y ya era muy viejo, nadie recogería su testigo; ni se podrían arreglar ya esos cacharros, como la Underwood n.º 5, ni habría más repuestos, ni cintas de tinta, ni nada, y todo lo que había en el local se tiraría a la basura para poner una tienda de teléfonos móviles, diáfana, blanca, con dos amplias mesas casi vacías y unos pocos aparatos sobre ellas, carísimos y ridículos. Pero su máquina estaba bien reparada, y funcionaba muy bien, y sólo había una cosa que no podía hacer con ella: escribir. Y eso no se debía a la máquina, sino a que se le había ido la inspiración para acabar su libro.

    Era de noche y empezó a oír música y risas, y entraban unas luces extrañas por el ventanal sobre la cocina; todo lo cual lo dispersó y le impidió escribir aún más de lo impedido que ya estaba. Tuvo el impulso de levantarse,

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