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Las cuatro almas de la muerte
Las cuatro almas de la muerte
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Libro electrónico356 páginas4 horas

Las cuatro almas de la muerte

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Las leyendas son parte de nuestra cultura; las hay más conocidas y otras, menos. En esta ocasión no os voy a hablar de una leyenda, sino del camino que siguieron cuatro jóvenes en busca de la misma hasta que lograron la inmortalidad.
Por favor, no me digáis que os acabo de hacer un spoiler bien grande porque, como he dicho, lo importante no es lo que lograron al final, ni siquiera la leyenda en sí, sino el viaje y todo lo que vivieron.
Os invito a descubrir cómo se unificó el destino de cuatro desconocidos en una aventura que sucede tras la caída del Imperio romano, en una época donde las criaturas mágicas no tenían la necesidad de esconderse tanto como ahora, y donde lo fantástico se junta con lo histórico. ¿Os atrevéis a acompañarlos en su odisea?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 abr 2024
ISBN9788410218215
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    Las cuatro almas de la muerte - Daniel Grijalvo Yugueros

    PRELUDIO

    Reencuentro

    Situado tras la barra, Tomás Ripper veía todo su bar. Justo enfrente estaba la entrada. Las mesas, distribuidas a ambos lados del local, eran visibles desde el exterior, excepto las dos que se encontraban a la derecha del mostrador, en un espacio oscuro. Había sido un día tranquilo, sin mucha clientela y sin peleas, habituales en los últimos días debido a la concentración de motos de la ciudad.

    Quedaban ya pocos parroquianos: cuatro moteros en una mesa de la esquina izquierda del bar y un joven moreno, acompañado de tres chicas hermosas, en la barra. Los moteros, vestidos con cazadoras de cuero, no despegaban los ojos de sus motos por si alguien intentaba robarlas. El chico, que no llegaba a la treintena y poseía cierto aire pueblerino, coqueteaba con sus acompañantes con una firmeza y caballerosidad propias de un noble de antaño.

    «Las once menos cuarto, casi una hora para cerrar», pensó Tomás mientras miraba el reloj de cuco situado a su derecha, entre las dos lóbregas mesas.

    Justo en ese momento entró un hombre con un periódico en la mano. Su manera de andar indicaba que llevaba prisa, pero una mirada rápida a su reloj le tranquilizó; llegaba mucho antes de la hora acordada. Él tampoco rozaba la treintena, pero en sus ojos se vislumbraban los pesares de alguien que había vivido muchos infortunios. No era tan apuesto como «el pueblerino» ni tenía sus músculos (curtidos en el trabajo de labranza), pero avanzó con paso firme hasta Tomás, pidió una cerveza y se sentó a la mesa de la derecha, la más cercana a la barra.

    Volvió a reinar la quietud, ya que los susurros del galán apenas se oían, hasta que los moteros soltaron unas carcajadas. El joven enigmático no prestaba atención a nadie salvo a su periódico y su bebida.

    La puerta se abrió de nuevo y una terrible ventolera invadió el local, seguida de un tipo alto, resguardado bajo una capa con capucha. Se la quitó nada más entrar, liberando una media melena rizada de color dorado. Observó las mesas con rapidez, como si buscara a alguien, pero no le encontró, ya que pidió una copa de vino de la casa y se sentó en la mesa discreta.

    El reloj dio las once. Tomás se sosegó, ya le quedaba menos para cerrar; pero si se hubiese fijado un poco más en sus extraños clientes, habría visto cómo los tres jóvenes echaban una mirada furtiva al reloj de cuco casi al unísono, como si esperasen que sucediera algo en ese momento.

    Media hora más tarde, las tres muchachas se habían marchado hacía poco. Su acompañante, apoyado en la barra, jugueteaba con un anillo que llevaba a modo de colgante. El tipo de la esquina estaba acabando de leer el segundo periódico y el de los cabellos rizados hizo un gesto a Tomás para que le sirviese su sexta copa de vino.

    Los moteros se levantaron para marcharse. El primero se disponía a salir por la puerta cuando un individuo entró y chocó con él. Con la respiración agitada, como si acabara de realizar una larga carrera, se apoyó en una de las columnas y tomó aire. El motorista al que arrolló se le echó encima y lo derribó de un empujón.

    ―¡Apártate de nuestro camino, gordo de mierda! ―exclamó con frialdad―. Tienes suerte de que tengamos prisa, si no te daríamos una paliza.

    El chico era algo rollizo, pero no lo suficiente como para llamarlo «gordo»; un apelativo que, además, le molestaba bastante.

    ―¿A quién llamas gordo? Pedazo… Pedazo de… ¡Pedazo de alcornoque! ―espetó a duras penas a través de su recortada barba castaña a la vez que se levantaba.

    «¡Oh, no! Una pelea ahora no», pensó Tomás al ver que el motorista se daba la vuelta.

    ―¡Ja, ja, ja…! P-pedazo de alcornoque… ¡hip!, qué ocurrente… Ven aquí, gordito…, ¡hip!, que te invito a una… copa ―dijo de repente el rubio de cabellos rizados.

    El recién llegado le miró, presto a replicarle, pero cuando vio quién era se calmó.

    ―Por supuesto que le acompaño, caballero, no me apetece tener que dar una lección a estos individuos ―rio mientras se acercaba a la mesa del borracho.

    Los moteros no tenían ganas de armar una pelea y, viendo la hora, se marcharon. Tomás respiró tranquilo. Atendió la petición del borracho y su acompañante y, tras cobrarles, se dirigió al almacén para ordenarlo un poco antes de cerrar. Por lo que no vio cómo el pueblerino y el lector se acomodaban con los otros dos.

    ―¡Llegas tarde! ―le recriminó el del periódico―. Como siempre.

    ―Y casi armas una buena bronca ―añadió el rubio, sin ningún signo de la embriaguez que había mostrado―. Si no llega a ser por mí, te habrían dado una buena somanta de palos.

    ―¡Bah! No habrían podido conmigo. Si me hubiese puesto serio les habría…

    ―Ya basta de tantas disputas ―le cortó el apuesto fornido―. Ya estamos todos juntos de nuevo, después de tanto tiempo.

    ―Cien años, para ser exactos ―puntualizó el rubio.

    ***

    De qué os extrañáis, mis lectores, para estos personajes cien años es una nimiedad en su larga vida; aunque, ahora que lo pienso, no conocéis su historia, por lo que será mejor que empecemos por el principio. Para eso tendremos que retroceder miles de años, cuando los elfos aún vivían entre los humanos y no se habían retirado a las tierras que solo ellos conocían; cuando los enanos forjaban el metal y excavaban las montañas en busca de joyas preciosas; y cuando las otras criaturas mágicas, las que quedaban, poblaban en gran medida la Tierra sin la necesidad de esconderse a través de hechizos, como en la actualidad.

    I

    El Destripador

    No había pasado mucho de la caída del gran Imperio romano a manos de las huestes bárbaras del norte. Con la ayuda de mercenarios ôrcs (o como algunos los llamaban, orcos), habían llegado hasta la mismísima Roma, construida por los criados de una loba.

    Como no podía ser menos, Hispania había caído a manos de estos guerreros; unos salvajes que lo arrasaban todo. El robo y el asesinato indiscriminado de familias enteras eran sus crímenes más leves. Ahora sus caudillos se disputaban la división de un territorio cuya extensión había superado sus expectativas y por el que habían derramado mucha sangre, sudor y… más sangre. Las traiciones estaban a la orden del día y la contratación de los orcos, a los que solo les interesaba el brillo del oro, provocó la ruina de varios jefes y el alzamiento de otros nuevos.

    Esta historia aconteció pocos años después, no penséis que muchos, ya que, aunque fueron unos cuantos los reyes visigodos que gobernaron Hispania, su dominio no duró demasiado. Se trataba de una época de relativa calma. Cada vez se contrataban menos mercenarios orcos y las leyendas y los mitos se desvanecían de las memorias. Pero había una fábula que fue muy famosa durante mucho tiempo. Hablaba de un objeto de poder inmenso del cual no se conocía nada con certeza, ni siquiera si existía; y la dejadez en su búsqueda provocó aún más el olvido de sus virtudes, llegando a considerar como un majadero a todo aquel que lo buscaba. ¡Ah!, incrédulos… Si hubiesen comprendido que todas las leyendas son ciertas en su origen…

    ***

    A varios kilómetros de la ciudad de Numantia, famosa por su valor y su resistencia ante la conquista romana, había un monte con poca elevación, pero desde el cual era posible observar todo lo que la vista abarcaba. Además, era tal su situación que por él cruzaba el camino principal que iba hasta la ciudad y por el que diariamente pasaban caravanas, viajeros o incluso algún que otro mercenario cuya falta de ocupaciones no le impedía rebajarse a trabajar de lo primero que surgiese.

    Era en este lugar donde se situaba El Destripador, conocido por lograr que fuesen pocos los que pasaran por sus inmediaciones y volviesen al camino con las tripas de una pieza. Por aquel entonces se trataba de un coloso de casi tres metros, plantado al margen del sendero a la espera de nuevas víctimas e insensatos que se atreviesen a entrar en sus dominios.

    Poseía El Destripador una planta exquisita en la que tenía cuidado hasta el más mínimo detalle, con adornos provenientes de los diferentes confines del mundo; algunos recibidos como pago, otros como regalo o como premio. Todos estaban colocados de modo que no hubiese ninguno fuera de lugar y además existía una explicación para que estuvieran ahí. A pesar de todo ello, ese sitio disponía de una tenebrosidad, incluso en los días de sol, que obligaba a realizar un rodeo a los viajeros más reticentes para llegar a Numantia.

    ***

    En ese momento la puerta de la taberna se abrió de par en par, pocos de los presentes hicieron ademán de mirar hacia allí. A los clientes de El Destripador lo único que les preocupaba era tener la jarra de cerveza llena y que nadie los molestase. Todos sabían que por el lugar en el que estaba situada la taberna, presentaba una variopinta selección de usuarios; desde los toscos orcos hasta los enigmáticos disponedores de la naturaleza.

    Ese no era un día distinto, como pudo observar el recién llegado situado en el umbral de la puerta mientras cogía aire, después de haber llegado hasta el lugar a plena carrera. Cada vez se encontraba más cerca del destino al que se dirigía y donde obtendría la primera respuesta a sus dudas. Nada más recobrar la compostura, se acercó hacia la barra y pidió una cerveza.

    «Otro bicho raro», pensó Álvaro mientras seguía barriendo el suelo. Llevaba varios años trabajando en la taberna de El Destripador, pero nunca había observado tal variedad de personajes en aquellas tierras. Desde donde se encontraba limpiando, o fingiendo su tarea, podía observar todo el establecimiento. En la mesa situada al lado de la puerta un individuo embutido en una capa llevaba horas con la misma cerveza y jugueteaba con la jarra como si no supiese qué hacer con su vida. Era difícil conocer la edad que tenía debido a la capucha que le cubría toda la cara. Álvaro dedujo que se trataba de un hombre únicamente por la voz que oyó cuando pidió la jarra de cerveza.

    A su derecha se encontraban sentados dos atlantes, también conocidos por la muchedumbre como elfos; característicos por su estatura, cerca de unos dos metros de alto, su delgadez y sus orejas más puntiagudas en el extremo final. Esta especie ya escaseaba, sobre todo, desde la misteriosa desaparición de su isla en medio del océano Atlántico. Se notaba que los dos elfos eran bastante jóvenes para los de su especie, unos cientos de años, ya que estaban bebiendo cerveza, algo que nunca haría un elfo más longevo. Estos solían tomar lo que ellos mismos cultivaban o cazaban. Además, de vez en cuando lanzaban miradas discretas hacia la muchacha que servía las mesas, a la que, obviamente, encontraban atractiva. Ya no era raro el emparejamiento de ambas razas, pues los niños que nacían de dicha unión eran mestizos, con una longevidad un poco mayor que de la de un simple mortal y unas orejas menos puntiagudas que sus congéneres elfos.

    En la última mesa del costado derecho, se encontraban cinco visigodos que tenían un buen saque, pues se bebían todas las jarras que llegaban a su mesa mientras reían y celebraban algún trabajo bien realizado o algún gran botín obtenido; era difícil conocer sus motivaciones. En el otro extremo, justo enfrente de los cinco visigodos, se encontraban tres ôrcs. Los delataba su gran corpulencia, los dos colmillos que surgían de la comisura del labio inferior y su tez más morena de lo normal. Se decía que a los orcos proscritos les cortaban los colmillos y parecían africanos robustos. Estos tres le tocaban las narices a Álvaro desde hacía tiempo. Escupían y tiraban al suelo basura para que así tuviese que limpiarla constantemente.

    En medio de estos dos grupos de personas se encontraba la barra, donde un joven apuesto galanteaba a dos mujeres; dos hispanos celebraban el nacimiento del primogénito de uno de ellos mientras bebían el famoso «retuerce tripas» y el joven recién llegado tomaba con alegría de la jarra que Jack, el tabernero y dueño del local, le acababa de poner. Un total de diecisiete personajes extraños en el interior del establecimiento, sin contar a la tabernera, a Jack y al propio Álvaro. Una cifra acorde con los tiempos que corrían y que les permitían subsistir con bastante acierto.

    ***

    Jack observó que Álvaro soñaba despierto, descuidando, una vez más, sus quehaceres.

    ―¡Deja de fantasear y ponte a barrer! ―espetó con voz grave y desagradable mientras le señalaba la mesa de los orcos.

    Álvaro se disculpó con la cabeza y maldijo entre dientes. Aunque Jack era su tío, no había buena relación entre ambos y los alardes que se daba el tabernero sacaban de quicio a Álvaro. Superaba ya la veintena y no era normal que su tío, con el que se había quedado para ayudarlo tras la muerte de su madre, le tratase como a un vulgar esclavo. Él era un hombre libre y debían tratarlo como tal. A pesar de todo, era la única familia que tenía y se sentía con cierta obligación moral hacia él.

    Sin más demora se dirigió hacia los orcos para limpiar de nuevo el suelo al tiempo que ellos reían a carcajadas.

    ―Ahí es donde siempre teníais que haber estado ―dijo uno de los orcos―. A nuestros pies.

    Sus compañeros volvieron a reírse. Álvaro ya empezaba a estar harto de tanto menosprecio y un trato tan vejatorio, por lo que no pudo reprimir una mirada asesina hacia el orco que había soltado el comentario.

    ―¿Acaso tienes algo que decir? ―inquirió el mismo orco, dispuesto a realizar lo que habría denominado como un poco de ejercicio.

    Álvaro sintió una tos seca a su espalda y se detuvo antes de soltar una mala contestación. Debía recordar que Jack no quería disputas en su taberna y menos aún con unos ôrcs que no respetaban el derecho impuesto por los visigodos ni todo lo que ello conllevaba.

    ―Solo quería saber si no le importaría moverse un poco para que así pueda limpiar debajo de su asiento ―contestó al final mientras pensaba: «si no estuviésemos aquí, te ibas tú a enterar de lo que vale un hispano».

    ***

    Entretanto, el joven que acababa de entrar pedía una segunda cerveza, tras acabarse la primera de un largo trago. Al igual que Álvaro, superaba los veinte años y, aunque este mostraba una espesa barba que le llegaba casi hasta la nuez, no le restaba juventud. Además, era bastante corpulento, se diría que estaba algo gordo. En la cintura llevaba sujeta un hacha de manufactura enana y a la espalda un arco con su correspondiente casaca llena de flechas. Iba a comenzar a refrescarse el gaznate cuando uno de los dos hispanos que estaba a su lado le dio un golpe amistoso al tiempo que decía:

    —¡Vamos, gordito! Únete a nuestra celebración.

    A Dante, el recién llegado, no le gustó el apelativo que le acaban de conceder. Por ello, antes de que el hispano pudiese reaccionar, le aplastó la jarra de cerveza contra la cabeza y sus posaderas acabaron limpiando el suelo.

    ―¿A quién llamas gordito? ―Bajó la guardia al ver que el hispano tardaría un rato en levantarse.

    Era cierto que podía haber estado más en forma, pero eso no le quitaba la gran fuerza de su musculatura ni impedía que detestase ese sobrenombre. Vio cómo algunos clientes de la taberna le miraban sorprendidos. Se dio la vuelta y pidió otra jarra para sustituir a la que acababa de destrozar contra el hispano.

    ―¡Me dirijo a Numantia y pienso encontrar el tesoro del RedDrag! ―Levantó el vaso y bebió un buen trago.

    Todos los presentes se giraron al oírlo, pero las palabras de Dante no consiguieron la expectación que él esperaba, sino más bien el efecto contrario: se rieron a carcajadas; excepto Álvaro, que estaba tan sorprendido como él. No entendía a qué venía tanto jolgorio por una simple afirmación que, en otras ocasiones, no provocaba burla ni indiferencia.

    ―Todo el mundo conoce la leyenda del Redrag ―comenzó Jack y se limpió las lágrimas que le recorrían las mejillas―. Es una leyenda muy conocida por estos lares, ya que todos los pardillos que creen en ella van a Numantia y regresan con lo mismo: nada. Además, Roma traditoribus non praemiat.

    Le siguieron más risas. El pobre muchacho, amilanado, se hundió en la silla con la jarra en la mano. Ya había hecho el ridículo delante de dieciséis personas, aunque Álvaro seguía sin comprender la situación, ni la última frase pronunciada por su tío, ya que Roma había caído hacía tiempo. Decidió investigar más tarde la existencia de esa leyenda y por qué el joven desprendía esa seguridad al afirmar que él encontraría el tesoro escondido cuando otros habían fracasado. Continuó limpiando el suelo con algo más de premura. Ahora que los orcos se habían olvidado de él, quizás le dejasen un poco en paz y pudiese seguir pensando sobre lo que acababa de suceder.

    ***

    No había tenido tiempo de levantarse cuando la voz de Jack volvió a sonar detrás de él.

    ―No te olvides de limpiar esa mesa.

    Álvaro la miró. Se trataba de la mesa situada al lado de la puerta. «¿Cuándo se ha quedado ese sitio vacío?», se le pasó por la mente. ¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta de la partida del encapuchado? No era la única persona que había desaparecido. Uno de los visigodos tampoco se encontraba con sus compañeros, y lo que era más extraño, ya no reían, sino que miraban con cierta avidez a Dante.

    Un trozo de pan impactó en la nuca de Álvaro, despertándole de sus cavilaciones y trayéndole de nuevo a la realidad. Al recibir el golpe se giró rápidamente para interpelar al lanzador del objeto, pero al darse la vuelta vio que era Jack, impaciente como siempre. Por lo que, sin más especulaciones, Álvaro se dirigió a realizar sus labores.

    Dante, en la barra, parecía más tranquilo y empezó a jugar con la jarra que tenía en la mano desde hacía rato. Su sed se había saciado y ahora lo único que le preocupaba era el motivo de las burlas. Era cierto que la leyenda del Redrag era muy conocida y muchos habían ido detrás de ella, aunque la gente desconocía a ciencia cierta cómo y cuándo empezó. Corrían rumores que aseguraban su cambio con el paso del tiempo para adecuarse a las necesidades de sus buscadores. Lo que se sabía con total certeza es que nadie había encontrado el gran tesoro que se prometía y que un último verso de la historia proporcionaba la pista para seguir el camino.

    ***

    El sol se escondía en los brazos de la Tierra para dar paso a la clandestinidad de la noche. En El Destripador eran pocos los que quedaban y numerosas las mesas que a Álvaro le tocaba limpiar, aguantando los cada vez más insistentes desprecios por parte de los orcos que, junto con las llamadas de atención de su tío, empezaban a sacar de quicio al joven. Dante se disponía a marcharse. Había decidido entrar en la ciudad por la noche, lo cual le permitiría acceder a ella protegido por el manto de las sombras. Pagó a la tabernera y salió con paso firme, seguido por las incisivas miradas de los visigodos.

    Con una supuesta broma, uno de los ôrcs tiró parte de su cerveza sobre Álvaro. Sus compañeros se reían y el otro, con la jarra en la mano, dijo:

    ―Tabernero, ¿esto enseñas a tus siervos? ¿A que tiren las bebidas de los clientes?

    Que le hubiesen considerado un siervo exasperó a Álvaro y se encaró enseguida contra el orco, pero lo que colmó el vaso fue el posterior comentario que Jack realizó:

    ―¡Inepto!, ¡ten más cuidado! Tendré que empezar a enseñarte modales ya que la puta de tu madre no lo hizo, o quizás… ―No le dio tiempo a continuar la frase porque una jarra lanzada por el joven se había estampado contra su cara.

    ―Me largo ―soltó Álvaro, al tiempo que tiraba al suelo el trapo con el que limpiaba la mesa.

    Sin más dilación se dirigió a su habitación a por las pocas pertenencias de las que disponía. Un recuperado Jack le maldijo y farfulló algo sobre una Blutrache, un derecho establecido en la Hispania visigoda, similar a la ley del Talión, de la que se obtiene la famosa cita: «ojo por ojo». Recogió todo lo que pudo y lo metió en un zurrón. Descolgó de la pared el enorme mandoble de su padre, un montante de acero toledano más grande y ancho de lo normal que se echó a la espalda. Ya no necesitaba más de ese lugar, ni siquiera despedirse de él, así que salió por la puerta trasera y cogió el camino que llevaba a Numantia.

    ***

    Álvaro estaba decidido a no echar la vista atrás cuando un rebuzno hizo que girase la cabeza. Nadie solía coger un burro como montura y menos por esas tierras en las que la velocidad y la fuerza de un caballo favorecían cualquier viaje. Cuál fue su sorpresa al observar que quien estaba intentando mover al terco animal, no era otro que el último cliente en salir de la taberna.

    ―¡Estúpido animal! ¡Quieres avanzar! ―clamaba Dante y empujaba al burro que iba cargado con dos grandes fardos a sus

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